sábado, 25 de diciembre de 2010

Mundos paralelos: mis abuelos, mis padres y yo


Uno habla de sí mismo, no por satisfacción de ser quien es, sino por desconcierto, cuando trata de averiguarlo. Mis abuelos maternos llevaron en América la misma existencia precaria que habían sufrido durante siglos sus antepasados en la vieja Europa. Ellos venían del campo, eran agricultores, dependían de los ciclos incontrolables de la lluvia, la sequía, el calor, las heladas, la salud y la enfermedad. Generación tras generación, habían respetado los ritos de los cuales dependen la siembra, la cosecha y la fertilidad de los animales domésticos.
Al comparar a mis abuelos maternos con los paternos, advierto algo en común: cada pareja estaba formada por quienes habían nacido en distintos países. Ellos no hablaban la misma lengua (esa dificultad de comunicación que reaparece en los sainetes criollos de Armando Discepolo, Nemesio Trejo o Alberto Novión). Mis abuelos nunca hubieran tenido la oportunidad de conocerse, de no haberse decidido a emigrar en busca de mejores condiciones de vida.
Ignoro las circunstancias de su encuentro, pero sé que engendraron numerosos hijos y trataron de afincarse en un territorio inmensamente fértil y apenas poblado, hasta poco antes en poder de los indígenas, que les ofrecía la posibilidad de cultivar una parcela suficiente para alimentar a una familia hacendosa, pero no para permitirles que progresaran.
La casa que ocupaban mis abuelos maternos era chica para cobijar a tantos niños: una decena sobrevivió, pero es probable que fueran más. En un corral, criaban algunas gallinas. En otro, un único cerdo que faenaban en otoño, para alimentarse con sus conservas durante el resto del invierno. No creo que tuvieran una vaca que les diera leche, porque una vaca exige demasiado terreno alimentarse, y mis abuelos disponían de una superficie escasa, que dedicaban al cultivo de hortalizas, tubérculos y frutas.
Me hubiera gustado que tuvieran un caballo y un sulky (carruaje liviano de dos ruedas) en esa época en la que todavía no circulaban demasiados automóviles, para facilitar el desplazamiento de mis abuelos, por ejemplo, cuando mi abuela paría un hijo tras otro, pero lo más probable es que caminaran hasta el pueblo, cuando se trataba de hacer algún trámite, y que mi abuela pariera en su propia cama, ayudada por alguna de las vecinas o las hijas mayores.
La escuela quedaba lejos de todo y era un lujo para los hijos que no estaban ocupados en mantener la producción de la chacra. Si alguien les escribía una carta, no había cartero que se aventurara tan lejos, por lo que la correspondencia dirigida a ellos quedaba depositada en el comercio más próximo, adonde ellos acudían en busca de comestibles.
Toda la vida del grupo familiar se organizaba en torno al pequeño territorio de la chacra. No estoy seguro de que tuvieran electricidad, y en tal caso se iluminarían en las noches con débiles lámparas de kerosene. Si la electricidad hubiera llegado a ese lugar, la radio pudo ser su contacto más directo con el resto del mundo: ellos se habrían enterado por las emisiones radiales de las guerras mundiales, de las crisis económicas, de las canciones de moda, pero incluso en tal caso, el contacto con el resto del mundo hubiera sido unilateral, porque la posibilidad del diálogo que suministra el teléfono, todavía les resultaba desconocido.
Mis abuelos maternos vivían (también murieron) muy lejos de comodidades que para mí son imprescindibles en la actualidad, limitados a una visión del mundo que me cuesta reconstruir. Al evocarlos, no pretendo demostrar los cambios que ha sufrido la sociedad en poco más de un siglo, sino confesar la extrañeza ante la pluralidad de experiencias que revelan esos cambios.
Mis abuelos paternos vivían en el perímetro de San Pedro. Él era más de veinte años mayor que ella, y antes de casarse había juntado suficiente dinero en su comercio, como para viajar dos veces a Europa y visitar las grandes ferias mundiales de la época. Allá adquiría pinturas mitológicas cuyo significado es probable que no conociera, juntaba enciclopedias y libros de Historia ilustrados, que años más tarde terminaron arrumbándose en un cobertizo, junto a la pieza de la empleada, porque nadie los apreciaba, mandaba a sus dos hijos varones a estudiar en el viejo Colegio de San Carlos, internados, lejos de San Pedro, como parte de un proceso que hubiera debido culminar con ambos convertidos en profesionales universitarios.
Ningún proyecto de mi abuelo pudo estar más descaminado. Mi padre detestaba que lo obligaran a estudiar violín y en lugar de plantearlo de ese modo, en el taller del colegio se las compuso para dañarse un dedo por el resto de su vida.
Luego, a los dieciocho, mi abuelo le entregó las llaves de un auto que mi padre chocó, ignoro si alcoholizado o no. En lugar de informarlo, se metió en cama, a la espera de no imagino qué milagro capaz de librarlo de la inevitable reprimenda de mi abuelo, porque tenía una costilla rota.
La idea de que sus hijos varones se limitaran a ser comerciantes como él, nunca satisfizo demasiado a mi abuelo, pero al fin y al cabo eso era todo lo que cabía esperar de ellos, por lo que diez años antes de morir, se apresuró a repartirles una herencia que no se habían ganado.
Mi abuelo paterno era un hombre bien informado, menos por los estudios formales que nunca tuvo, que por la decisión de mantenerse actualizado. Cuando tenía setenta años cambió de oficio, dejó el comercio que había atendido desde la infancia a un sobrino político, y luego a mi padre, el mayor de los hijos varones, se mudó con el resto de la familia a una ciudad más grande, Mar del Plata, en la que supuso que sus hijas tendrían mejores oportunidades de hallar marido, instaló un hotel con el nombre de su comarca y aprendió a tocar el piano sin ayuda de nadie. Era un hombre a quien la gente recordaba como alguien decidido, rara vez amable, pero de todos modos digno de admiración, que se hizo a sí mismo y marcó la existencia de quienes lo rodeaban.
Escribo este blog, que a pesar de los límites que plantea su temario, tiene lectores en cuatro continentes, desde un país que no es aquel donde nací, en un rincón de una gran ciudad, lo más lejos posible del tráfago de las calles que transito casi todos los días. Aunque es una zona residencial, cuando me asomo a una ventana de mi oficina, enfrento las ventanas de algunos vecinos, a quince metros de distancia. Por las noches (aunque apague las luces) el resplandor del cielo me recuerda que continúo en medio de un denso asentamiento humano. Si bien puedo prescindir de mis visitas a las bibliotecas o archivos públicos que necesito para efectuar mi trabajo, no porque haya acumulado una enorme colección de documentos, sino por disponer de acceso telefónico a un par de buscadores de Internet y varios corresponsales distribuidos en distintos países, que me suministran los datos que requiere la elaboración de mis propios textos. Conozco (de manera insuficiente) varias lenguas modernas que me permiten acceder a la producción intelectual de otras culturas y épocas. Recibo llamadas telefónicas que anulan las distancias que me separan de mis interlocutores. Enciendo el televisor y recibo decenas de señales a través de un satélite que orbita a suficiente distancia de la Tierra, como para conectarla en su totalidad y convertirme en testigo de los dramas que ocurren en cualquier rincón del planeta, según se anuncia, en vivo y en directo.
No sé si mi vida ha sido más fácil o más difícil que la de mis antepasados, pero me consta que es otra. Pude estudiar y enseñar, viajé, residí en varios países, he conocido a gente que proviene de culturas distintas de la mía, por lo que aprendí a tolerar y en muchos casos disfrutar las diferencias que se definen entre nosotros, leo libros y los publico, miro programas de televisión y a veces los produzco.
Mis territorios son otros, evidentemente más complejos y sobre todo más inestables que aquellos ocupados por mis abuelos y mis padres, para no nombrar nada más que aquellos a quienes conocí y con quienes puedo comparar mis experiencias.
Lo que ocurre en el interior de este territorio, a veces me abruma, porque no consigo entenderlo de manera satisfactoria, ni mucho menos controlarlo. Cuando trato de imaginar la existencia tediosa y modesta que sobrellevaron mis abuelos a comienzos del siglo XX, la tarea se revela superior a mi imaginación, como les resultaría a ellos entender mi existencia actual (si por un milagro resucitaran). Tres o cuatro generaciones han cambiado la faz del mundo y no dejan de hacerlo a cada rato, no siempre para volverlo más amable.

Medicina y supersticiones provincianas del siglo XX


Cuando yo era chico, a mediados del siglo XX, nos llevaban muy de vez en cuando médico. La palabra Pediatra entró en mi vocabulario cuando me convertí en adulto. El Dentista (no se decía Odontólogo) era un primo que mi padre que vivía en San Nicolás y conocíamos de nombre, no un profesional a quien uno acudiera para buscar alivio por problemas de la dentadura (para eso estaban los buches de salmuera y en el caso de los viejos, cuando ya no había remedio, las dentaduras postizas). El Hospital Municipal solo lo conocí por fuera, cuando asistía durante mi adolescencia a las clases de Educación Física que se realizaban en el estadio deportivo adyacente. El Hospital era descrito en las conversaciones de los mayores como un lugar terrible donde caían los pobres, los condenados a muerte, los atormentados por tratamientos interminables.
Mis padres estaban abonados a una de las dos clínicas de San Pedro y recuerdo que nos atendían los doctores Elisetche y Kurlath, el primero sonriente y rubio, no por eso menos temido, el último con fama de ser uno de los cuatro grandes cirujanos del país (hoy me pregunto quién había establecido el ranking). En el consultorio de Kurlath, que era sombrío y tenía dos ambientes angostos, había una biblioteca que me impresionaba por los anchos lomos de los volúmenes, ornamentados con letras doradas, y la fotografía en sepia de una mujer desnuda (probablemente en formato 8 x 12 centímetros) la primera que me fue dado contemplar en mi vida, mientras se decidía la operación que debía librarme de las amígdalas.
No estoy seguro de si los médicos o mi madre decidían purgarnos periódicamente, con Limonada Royé, que se mandaba preparar en la Farmacia Alegre o en la Pasteur. Con mayor frecuencia nos daban cucharadas de Cirulaxia, un brebaje tan dulce que costaba tragarlo y exigía beberse después un vaso de agua para aliviar el rechazo. Tan agradable como eso era la Leche de Magnesia Phillips, de un sabor y textura indescriptible, entre jarabe de menta y tiza molida, que mi padre consumía regularmente y a veces alternaba con lo peor de todo, Petrolagar, otro purgante que llega en un frasco de boca ancha, para beberlo directamente y nos hacía reír, porque nos recordaba el nombre de Pedro López Lagar, un actor español al que oíamos interpretar los radioteatros de Radio El Mundo.
No recuerdo que en algún momento nos torturaran con aceite de ricino, un líquido espeso y repugnante, que no tenía sabor a nada, pero sí los enemas de agua tibia y jabonosa que nos daban con el mismo propósito: lavarnos por dentro. Hoy me pregunto por qué tantos purgantes, si éramos delgados y seguíamos una dieta bastante equilibrada en fibras. Se acostumbraba a purgar a los niños cuando estaban constipados o tenían fiebre o habían comido demasiado. Un par de generaciones antes, nos hubieran sangrado con sanguijuelas para bajar la fiebre, calmar la hiperactividad o devolvernos los colores a la cara. Los padres no consultaban a los médicos por tan poca cosa.
Un remedio casero que me impresionaba, eran las ventosas. Mis tías maternas se reunían para ponerlas. Mientras una pasaba un hisopo empapado en alcohol por el interior de un vaso o copa, la otra tenía preparado el fuego para encender el recipiente de vidrio con una leve llama azul y aplicarlo en la espalda del paciente antes de que se apagara, después de lo cual uno veía como la piel se abombaba dentro, succionada por el vacío. Era un acto impresionante pero indoloro, como los trucos de los magos. Pasar un rato acostado boca abajo, con una docena de ventosas en la espalda, se convertía en una experiencia privilegiada para nosotros, los observadores infantiles. Era como haber asistido a una intervención quirúrgica.
Cuando nos veían desganados, sin apetito, nos daban un tónico infalible, consistente en una yema de huevo, batida con azúcar y medio vaso de vino Marsala. Si eso no rendía efecto, nos obligaban a tragar todos los días, antes del almuerzo, una cucharada de aceite de hígado de bacalao, una sustancia cuyo sabor parecía imposible de olvidar. Otro tónico horrible era una mezcla de vino dulce con limaduras de hierro, que se compraba en la farmacia.
Todo el mundo conocía la forma de cuidar la salud sin tener que pasar por el médico. Mi tía Matilde, que había logrado independizar su vida gracias a las enfermedades reales o imaginarias, era fanática de las cataplasmas de semillas de lino, con las que bajaba la temperatura del intestino ulcerado. Mi tía Celina, que tenía un problema en la columna dorsal, dormía sobre una tabla de madera, algo que me parecía tan exótico como la cama de clavos de los fakires hindúes.
Mi tía Elvira, en su etapa naturista, seguía al pie de la letra los consejos del doctor Vander, un enfermero alemán que había transfigurado su nombre real, Adrian van der Put y autoatribuido un título profesional no ganado en la Universidad, aconsejaba complicadas combinaciones de alimentos y baños de sol para curar los problemas de visión (breves exposiciones que hubieran debido permitirle prescindir de anteojos). La credulidad y las dificultades de salud, entonces como ahora, no siempre conducían al médico.
Si alguien comía pescado (¡ah, los surubíes, patíes, pacúes, dorados, corvinas y pejerreyes del Paraná!) y se le atravesaba una espina, los otros comensales corrían a buscar un perro, al que tomaba la medida del cuello con un piolín, para aplicarlo a continuación en el cuello del accidentado. Supongo que mientras tanto, la espina (podía ser también un huesito de pollo) se había deslizado solo.
Las curas tradicionales requerían su buena dosis de fe, a falta de fundamentos científicos. Me pregunto todavía qué efecto podía tener la cura del empacho (habrá quien la denomine indigestión), que alguna manosanta practicaba en mi barrio, “tirando el cuerito” de la espalda del aquejado, que terminaba por sonar casi como un chasquido, o midiendo con el codo una cinta métrica que la mujer de la casa guardaba en un cajón de la máquina de coser y se tendía tres veces entre el paciente y el curandero. Probablemente esto iba acompañado de algún rezo, pero nunca oía las palabras.
En invierno, los resfríos y catarros se curaban con aplicaciones de Vick Vaporub en la nariz o el pecho. Ni el empacho ni el mal de ojo justificaban que uno fuera al médico. Tampoco “el aire” (dolores de espalda, tortícolis), porque bastaba con hacer rodar una barrita de azufre por la zona, hasta que sonaba como si se quebrara por dentro.

miércoles, 15 de diciembre de 2010

Prensa argentina de los ´40: perspectiva de un lector infantil

Desde antes de aprender a leer, me acostumbré a esperar la llegada cotidiana de La Nación y Crítica desde Buenos Aires. La radio hubiera debido suministrarme información más reciente, pero los noticieros como El Reporter Esso eran cortos (cinco minutos) y los comentaristas no profundizaban los temas. Los adultos que andaban cerca, se vieron obligados a leerme o resumir todo aquello que me interesaba conocer, a partir de las fotos, la publicidad y los mapas de los diarios. Los suplementos dominicales de La Nación eran muy atractivos, porque estaban ilustrados con grandes fotos en sepia de sucesos nacionales, internacionales, y sobre todo, por la referencia a espectáculos (fotos de películas y piezas teatrales), incluían poemas, cuentos ilustrados y las enigmáticas Greguerías de Ramón Gómez de la Serna, cuya gracia me costaba captar.
Crítica traía dos suplementos semanales de historietas en colores, a toda página y entretenimientos que me apasionaban (laberintos, fugas de vocales, imágenes pareadas en las que uno debía encontrar siete diferencias, charadas gráficas, sinalefas, aféresis, etc.). Gran parte de estos juegos me derrotaban desde el nombre que ostentaban y exigía consultar un diccionario para decidir qué hacer con ellos.
Los titulares de Crítica eran enormes, impactantes y desafiaban ni capacidad de entender las alusiones humorísticas que los adultos apreciaban, aunque no estuvieran dispuestos a responder mis interrogantes. No recuerdo dónde aparecían las caricaturas políticas de Flax (que era el mismo Lino Palacios que ilustraba la tapa de Billiquen o los disparates de la historieta Don Fulgencio.
Los dibujos de Flax me atraían por la cuarteta de que los acompañaba (recuerdo una que se refería a la abdicación de Carol de Rumania como sigue: “Adios Antonescu, / Yo desaparezcu. / Sin la Popescu / ser Rey no apetezcu”). A los siete u ocho años, me costaba captar el sentido de los textos e imágenes. Los titulares de La Nación o La Prensa, en cambio, presentaban menos obstáculos, iban directo al tema y a veces bastaba leerlos para enterarse de los datos fundamentales del artículo.
El diarero llegaba en bicicleta, a la hora de la siesta, por lo que supongo que el tren de Buenos Aires se detenía en San Pedro al mediodía. Recuerdo su breve sombra en la ventana y el rumor de la bicicleta cuando pasaba por la vereda, hacia la puerta doble de mi casa, dotada de una abertura para las cartas, donde introducía el diario doblado, que caía sobre el piso de baldosas con un sonido leve, pero inconfundible.
Cuando me precipitaba sobre La Nación u otros diarios, comenzaba a leerlos desde el final hacia el comienzo, una costumbre que los muchos años pasados desde entonces no han cambiado. Las últimas páginas, de los Avisos Clasificados, no tenían más interés para mí, que revisar los Grafodramas de Luis J. Medrano.
Descubrir el sentido encubierto de esa viñeta única, acompañada por alguna palabra indirectamente relacionada con la imagen y ni siquiera chistosa (Despecho, por ejemplo), era el primer desafío intelectual que me planteaba la lectura del diario. Cuando creía haber captado la alusión chistosa, sonreía satisfecho y le mostraba la imagen a los adultos que andaban cerca, en un intento de poner a prueba su inteligencia y demostrarles que no me sentía ningún tonto.
No muy lejos del Grafodrama de cada día estaba la historieta que La Nación, publicaba desde muchos años antes, Bringin´up Father (Pequeñas Delicias de la Vida Conyugal), de George McManus. Me interesaban detalles tan irrelevantes como los cuadros que aparecían en el fondo, donde se presentaba otra historia, a veces relacionada con la central. De nuevo, si uno captaba esa relación, que hubiera podido pasar desapercibida, se sentía recompensado por el autor.
Luego venía la sección de Espectáculos. Revisaba los anuncios de estrenos de películas, que en esa época eran bastante grandes, tenían fotos y textos breves que abrían las expectativas del lector. El recuerdo de esos anuncios, meses más tarde, me permitía seleccionar las películas que mi padre y yo veíamos durante los fines de semana en los cines de San Pedro. No estoy seguro de haber leído críticas de espectáculos durante mi infancia, como hice luego, en la adolescencia, cuando se incorporaron Tomás Eloy Martínez y Ernesto Schoó a La Nación (ellos iban a ser mis profesores en la Universidad de La Plata, años más tarde).
En el curso de los ´40, con seis a ocho años de edad, consultaba los progresos de la Segunda Guerra Mundial en los mapas y unas pocas fotografías, a diferencia de lo que había pasado durante los conflictos bélicos anteriores, cuando los dibujantes de prensa recreaban con espectacularidad (e imaginación) los sucesos más relevantes. Lo actualidad se apoyaba sobre todo en los mensajes que llegaban a través de los cables submarinos que unían a los principales centros noticiosos del planeta, pero que no eran capaces de transmitir imágenes.
Los incidentes de la política nacional, probablemente me importaban menos que la internacional. ¿Dónde estaban los crueles enfrentamientos de tropas, los bombardeos de ciudades, el hundimiento de submarinos, los nombres exóticos de líderes, las locaciones en países que estaba obligado a buscar en un planisferio que mi padre había guardado en un cajón, debajo de la caja fuerte? Aunque estuviéramos en los años ´40, que tantas novedades introdujo en la escena política nacional, la situación de Argentina era menos dramática o los conflictos carecían de ese grado de encarnizamiento que mostraban naciones más antiguas y respetadas. El terremoto de San Juan conmovió al país, pero al hacerlo contribuyó a afianzar la idea de que el gobierno de facto podía enfrentar catástrofes con el apoyo de todos. ¿Cómo podía ser que pueblos tan civilizados se hubieran visto obligados a comer gatos y ratones? ¿Dónde se había colgado a un ex jefe de gobierno junto a su amante, o se había conocido el suicidio de otro con su esposa?
Mi padre era radical, quién sabe por qué, y mis tíos maternos no tardaron en considerarse peronistas (una razón más para que el diálogo de la familia quedara restringido a temas domésticos y deportivos). Leer La Nación era privilegiar el punto de vista de la oposición al gobierno peronista, que se expresaba de manera tan sibilina y prudente, que desalentaba al lector infantil que había intentado adentrarse en la retórica de los editoriales. Ni La Nación ni La Prensa estaban escritas para atraer a los más jóvenes.
Democracia, que encontraba en la casa de mis tíos, resultaba más fácil de seguir, por el color de los grandes titulares, por las fotos de gran tamaño y porque utilizaba la misma retórica de la radio favorable al gobierno. Los editoriales de Américo Barrios no diferían mucho de su microprograma del mediodía.
El semanario socialista La Vanguardia, que no recuerdo cómo llegaba a mi casa los sábados, era más virulento y directo en sus planteos opositores al gobierno. Los artículos eran más cortos, las caricaturas más ofensivas.

sábado, 27 de noviembre de 2010

Desarraigo y pluralidad cultural de mis vecinos


Abandonar el país de origen, no saber cuándo se volverían a contemplar los paisajes de la infancia y juventud, si es que acaso tal acontecimiento podría ocurrir, meterse al traumático y desgarrador proceso de desarraigo, implica algo más que entrega al proceso de adaptación, fácil de decir, difícil de cumplir. (…) El desarraigo es sustituido por la ilusión de la nueva vida. (Rafael Di Prisco)


Al crecer en un barrio lejos del centro, en la periferia de una ciudad de provincia que en el mejor de los casos podía tener poco más de doce mil habitantes, a mediados del siglo XX, no comprendí de inmediato el privilegiado punto de vista que disfrutaba. San Pedro era un puerto de ultramar, a pesar de alzarse en el interior del continente, edificado sobre una margen del río Paraná, tan caudaloso en ese punto, que costaba divisar la otra orilla, más allá de la sucesión de islas que ponían límite a la laguna.
El barrio era el lugar de coincidencia de un grupo humano reducido, por lo tanto fácil de observar con suficiente detalle, que no podía ser más representativo de las migraciones multitudinarias que caracterizaron al siglo XX. Los extranjeros llegaron a ser el 30% del total de la población del país (y la mitad de los habitantes de Buenos Aires), cuando en los EEUU, otro país favorecido por las grandes desplazamientos humanos, no pasaron del 15%.
Mis vecinos eran una muestra similar a la que suele darse en ciudades mucho más grandes de Argentina. Ellos provenían de una decena países de Europa (España, Italia, Francia, Suiza, Bélgica, Reino Unido, Grecia, Yugoslavia, Turquía) y también de América (Uruguay, Brasil, Paraguay). Algunos mantenían la lengua materna (era el caso de John Cummings y su esposa, que en el almacén de mi padre recibían correspondencia en inglés), mientras que otros parecían haber cortado de una vez por todas el nexo con su cultura de origen. Esa era el caso de los Boccardo y Tettamanti, a los que nunca oí hablar en italiano, de los Genoud, Fenouil y Pehulpin, que habían dejado de utilizar el francés, de los Pitia que nada me permitía identificar como griegos, de los Casini, los Drandich, los Lencina, los Cedraschi, los Amorim, los Lauría. Mi tío Amado P., hijo de suizos franceses, no debió conocer la lengua de sus mayores, como quedaba en evidencia cada vez que compraba una lata de paté de foide (así le decía).
Mis vecinos eran, con toda probabilidad, gente que no se dejaba llevar por la nostalgia de lo que habían dejado atrás, por doloroso que hubiera sido el proceso de desarraigo. Ellos se habían adecuado a las reglas del nuevo territorio que les tocó compartir con otros seres humanos, tan extranjeros como ellos. De este lado del Atlántico, nadie parecía saber muy bien cómo era el viejo mundo, pero lo imaginaban más estrecho y hambreado que este otro lado. Cuando alguien quería insultar al miembro de alguna colonia extranjera, le decía “muerto de hambre”, como si el hambre de alguien no fuera un antecedente más digno de respeto que los momentos de abundancia que hubiera disfrutado; también, como si el país que recibía a los inmigrantes, les asegurara el bienestar, sin mayor esfuerzo de su parte. Nada más lejos de la realidad. Los privilegios y discriminaciones que se daban en la vieja Europa, se repetían sin grandes variantes en América, aunque los títulos de nobleza y los monumentos del pasado hubieran sido eliminados. El Nuevo Mundo era más ancho y disperso que el Viejo Mundo, pero en las desventajas de la estructura social se parecían demasiado.
Nunca se me ocurrió preguntar a mis vecinos de dónde venían, ni qué habían dejado atrás. Desde la falta de perspectiva que es propia de los jóvenes, di por sentado que el mundo había sido siempre tal como yo lo estaba experimentando. De haber explorado más allá de la actualidad, hoy tendría un cúmulo de historias emocionantes (lo digo, porque también yo tuve que emigrar cuando maduré y me consta que se trata de conflictos nada fáciles de resolver). Instalarse en América había sido para mis abuelos o quienes tenían la edad de mis padres, una decisión que volvía improbable cualquier intento de regreso. Al cruzar el Atlántico, habían cortado los contactos con una patria que de un modo u otro los expulsaba.
“Hacer la América” no era tan fácil como planteaba durante el siglo XIX el discurso de los gobiernos de países del continente americano, que buscaban poblarlos con europeos industriosos y desplazar lo antes posible a los nativos que consideraban rebeldes e indolentes. Las promesas de una mejor vida para todos los que llegaban, eran, por decir lo menos, engañosas. Los inmigrantes no siempre encontraron las ilimitadas facilidades de desarrollo personal que se les anunciaban. Había enormes extensiones de tierras fértiles, sin duda, pero las oportunidades de progresar en ellas, sin disponer de un mínimo de capital para adquirirlas, ni contactos, ni conocimientos, ni la tecnología adecuada, no eran tantas.
Los inmigrantes que tenían algún oficio, se agrupaban en el nuevo territorio, para ofrecer sus servicios a una comunidad que desconocía los refinamientos y defenderse de los extraños que los rodeaban, como sucedió en San Pedro con los albañiles y maestros de obra provenientes de Italia. Los comerciantes, como mi abuelo, solo tenían que buscar un rincón donde se los necesitara y esperar que antes o después los clientes aparecieran. Los campesinos, como fue el caso de mis abuelos maternos, estaban más desprotegidos, porque solo disponían de una parcela de tierra, insuficiente para vender la producción y generar ganancias. Para ellos, América no se diferenciaba mucho de lo que habían dejado atrás. Tal vez hubieran cambiado de lengua y paisaje, pero ninguno de ellos encontró la riqueza o la libertad de acción que les prometían.
Una vez que se instalaban en América, cuando habían formado una familia y establecido un círculo de conocidos y parientes que los apoyaban y aguardaban de ellos que se mantuvieran fieles a la imagen construida, ¿por qué soñar siquiera con regresar a la patria, si se habían apartado de ella, un sitio donde por una razón u otra, les habían dado a entender que estaban de más?
La nueva comunidad era imperfecta, poco desarrollada, pero no tenían otra mejor para insertarse. Por eso tal vez no enfatizaban demasiado sus diferencias de todo tipo, sino las semejanzas que podían facilitar la comunicación. Entre los vecinos de mi barrio predominaba el respeto por las culturas tan disímiles que se manifestaban a cada rato y no podían ser ignoradas, porque nadie podía arrogarse la representación de ninguna mayoría autóctona. Casi todos eran náufragos. Haber sobrevivido al trasplante, para organizar una nueva identidad, que poco debía a la anterior, debió ser para ellos una experiencia demasiado traumática, para continuar manteniendo vivo el tema. Olvidaron o al menos intentaron no mencionarlo. Querían ahorrarle a sus hijos y nietos la experiencia del desarraigo.
La realidad planteó lo contrario un par de generaciones más tarde, los movimientos migratorios continuaron, solo que invirtiendo la dirección. Impulsados por la represión política o por la estrechez de posibilidades de desarrollo económico, los hijos, nietos, biznietos de inmigrantes que se habían asentado en Argentina, comenzaron a emigrar a la Europa de sus antecesores o a otros países de América.

viernes, 19 de noviembre de 2010

La casa-fortaleza de mi abuelo

Hoy mi casa natal, en Chivilcoy y Libertad
Mi abuelo paterno era español, viejísimo, totalmente calvo, callado, bastante sordo, a pesar de lo cual tocaba el piano, sin haber estudiado música, con más decisión que arte. Debió nacer en lo alto de una serranía del país vasco, un territorio hermoso pero insuficiente para mantener a sus pobladores, que se dedicaban a la agricultura y veían como una amenaza contra sus costumbres centenarias (los fueros medievales) las leyes modernas impuestas por Napoleón a comienzos del siglo XIX, que los obligaban a repartir su escaso patrimonio por igual entre todos sus hijos.
En algún momento me dijeron (ya no recuerdo quién) que la aldea natal de mi abuelo estaba cerca de Roncesvalles, en los Pirineos, el sitio donde en 778 se habría librado el enfrentamiento con los musulmanes que recuerda El Cantar de Roldán. Al buscar información sobre esos parajes, descubro imágenes de conventos medievales y grandes casonas blancas, con aristas de piedra al descubierto, que albergaban al ganado en la planta baja, y una extensa familia en los pisos superiores. De ese mundo arcaico, mi abuelo fue expulsado en la niñez, con el objeto de que cruzara el Atlántico y no estorbara en la sucesión de la familia, que debía favorecer al hermano mayor (el primogénito) y excluir al resto.
Una vez que mi abuelo llegó al país sudamericano donde iba a pasar el resto de su vida, cuando se instaló en la periferia de un pueblo del interior de Argentina, él o su tío Manuel Altolaguirre eligieron a comienzos del último cuarto del siglo XIX, a constructores nacidos en el sur de Italia, para que alzaran el local del comercio y la casa adjunta, en la que debería crecer paralelamente su capital y su familia.
Decenas de maestros de obra y albañiles, inmigrantes como mi abuelo, se habían afincado en San Pedro y dejaron su huella en los edificios del centro del pueblo, con sus patios embaldosados, las galerías que los rodeaban y las filas de habitaciones construidas bajo su protección, siguiendo un modelo milenario que se encontraba vigente en las viviendas del Imperio Romano. Un edificio muy parecido al de mi abuelo, aparece en las viejas fotografías del Zanjón de Mora, a pocas cuadras de la iglesia de Nuestra Señora del Socorro.
Esos operarios decidieron con toda seguridad la ornamentación de la casa de mi abuelo: los arcos románicos resguardados con rejas que imitaban los rayos del sol, que coronaban las grandes puertas y ventanas de la fachada, el encasetonado decorativo de los muros exteriores, que sugería bloques de piedra, en la ochava la cabeza de un león sosteniendo una serpiente en las fauces, las cornisas y balaustres que coronaban el edificio y se fueron extraviando con el tiempo.
Los muros de la casa de mi abuelo tenían más de cincuenta centímetros de espesor. Cuando yo era chico, esos ladrillos no se fabricaban más, y en las construcciones de barrio habían sido reemplazados por otros que eran la mitad de su tamaño. Todo era desmedido en el edificio original. Los techos tenían más de cinco metros de alto. Las puertas estaban forradas de chapa metálica y las ventanas se encontraban protegidas por fuertes rejas de hierro y persianas de madera por el exterior, celosías metálicas hacia el patio. Era una casa-fortaleza, que se hubiera podido defender de cualquier ataque de indios o matreros, cuando ellos constituían una amenaza y no eran vistos como los perdedores de la Guerra del Desierto.
Trampa de osos
En el interior de la casa de mi abuelo, había un gran tanque elevado siete u ocho metros sobre el suelo, que aseguraba la provisión de agua durante más de una semana. Las bodegas guardaban todo tipo de alimentos y combustible. Desde la terraza que cubría la parte principal del edificio, hubiera sido fácil disparar con un anticuado trabuco naranjero, contra los agresores de a pie o a caballo, a través de los balaustres decorativos, pero también defensivos. En un rincón del corral había (abandonadas quién sabe desde cuándo, por el óxido que las corroía) dos trampas para osos que mi abuelo importó de Europa. Osos no había en San Pedro, cuando mi abuelo vivía en la casa y dudo que los hubiera antes, pero lo más probable es que mi abuelo planeara defenderse de asaltantes humanos, que de atreverse a poner un pie en alguna de ellas, no tardaría en encontrar una de sus pantorrillas perforadas por puntas de hierro de tres pulgadas de largo, que lo desangrarían, si no lo dejaban lisiado. Así era él, generoso cuando estaba convencido de que eso era lo correcto, pero en nungú caso incauto.
Mi abuelo controlaba sus dominios con decisión y supongo que sin oponentes, porque en el barrio se lo recordaba muchos años después de que se hubiera marchado, como un hombre fuerte y justo, con quien no se discutía ni permitía bromas. Debajo de la caja registradora, fuera de la vista de la clientela de su almacén, pero en un lugar bien conocido por las anécdotas que se contaban, mi abuelo guardaba un garrote que debe haber esgrimido más de una vez, cuando un borracho lo importunaba.

Home is so sad. It stays as it was left / Shaped to the confort of the last to go / As if to win them back. Instead, bereft / Of anyone to please, it withers so, / Having no heart to put the deft. (Philip Larkin: Home is so sad)

lunes, 15 de noviembre de 2010

La escuela pública de mediados del siglo XX

Antonio Berni pintura
La escuela pública fue la única que conocí durante mi infancia y adolescencia. Hasta llegar a la universidad, no tuve contactos con nadie que no se hubiera formado en la escuela pública. No digo que estuviéramos orgullosos de la institución educativa, ni que la consideráramos superior; simplemente, no había otras disponibles. Una escuela de orientación religiosa, quedaba reservada a los chicos huérfanos o los pupilos cuyas familias pagaban por ese tipo de enseñanza, porque residían lejos de la ciudad.
Los estudiantes que pasábamos por la escuela pública, no podíamos ser más heterogéneos. Nos inscribían simplemente en la que nos quedaba más cerca de la casa, para que pudiéramos asistir sin caminar demasiado, ni requerir la asistencia de los adultos. Quizás nos hubieran acompañado el primer día de clases, para desechar temores infundados, pero luego debíamos arreglarnos solos.
En invierno, cuando las calles de tierra de los suburbios de San Pedro se convertían en un lodazal, llegar a la escuela era una aventura para muchos compañeros, que buscaban para transitar las veredas más firmes y los pasos de piedra que en ciertos lugares ayudaban a cruzar las calles.
Clase en escuela primaria
Usábamos un guardapolvo blanco, que era el uniforme más inadecuado que pueda pensarse para un niño o adolescente, porque no tardaba en perder la pulcritud al cabo de pocas horas de clases. Los puños de las mangas se cubrían de manchas de tinta, que las madres blanqueaban con jugo de limón. Ellas planchaban los uniformes con almidón, hasta dejar la tela rígida, como los cuellos de carey que habían usado los hombres en los años ´20. Alguna vez me corté un dedo con el filo de un puño.
El uniforme de los chicos se cerraba con varios botones, por delante y se complementaba a veces con una corbata de moño, azul con pintas blancas, de acuerdo a un modelo de vestuario infantil que reaparecía en los pequeños tomos ilustrados de la colección Vida Espiritual de Constancio C. Vigil. El uniforme de las niñas, con tablas, para que la falda tuviera cierto vuelo, requería el auxilio de alguien más para ponérselo, porque se cerraba por detrás y tenía un cinturón con el que se hacía un gran moño.
Yo cursé toda la primaria en la escuela Nº 2 de San Pedro, entonces ubicada en la esquina de Tres de Febrero y Chivilcoy, un edificio de apenas cuatro salas de clase, una cocina minúscula, un molino de agua, un par de grifos en el patio, que nos obligan a hacer fila para beber durante los recreos y dos pequeños excusados puestos a prudente distancia del edificio, tras veinte metros de una angosta vereda de ladrillos. Teníamos tres canteros circulares, rodeados de ladrillos puestos en diagonal, donde se plantaban flores. Durante los recreos, jugábamos en un par de patios de tierra (nunca supe el motivo de la separación), el más próximo con el mástil de la bandera, el otro enorme, con una morera en el que alguna vez criamos gusanos de seda.
Probablemente las niñas utilizaban el patio más chico y los varones en el otro, porque a pesar de tratarse de una escuela mixta, estábamos segregados en los asientos de las salas de clase, en las filas para entrar a clase o cuando teníamos que cantar Aurora, mientras se subía o bajaba la bandera.
Para llegar a una de las aulas, había que atravesar dos. El aula más grande, era también el despacho del Director o la Directora. Mi hermana Marta, dos años menor que yo, conoció el nuevo edificio, que reunía a las Escuelas 2 y 6, construido en dos manzanas previamente ocupadas por las canchas de fútbol y básquetbol del Club Mitre.
Desde la actualidad, cuando los chicos no tardan en ser segregados socialmente por la inscripción en escuelas privadas, la instrucción pública de mediados del siglo XX se presenta como una oportunidad de democratizar a la sociedad, que probablemente superaba el proyecto de Sarmiento. La escuela nos permitía entablar amistad con aquellos que tal vez no hubiéramos conocido en otra parte.
Me gustaba asistir a la escuela. No solo se aprendía a leer y escribir; también se cultivaba un huerto, se hacían germinar semillas en frascos llenos de arena y recubiertos por papel secante, se aprendía a reparar los pupitres manchados de tinta con limones y aceita de cocina, se elaboraban objetos útiles para el hogar, como una pantalla de cartulina que estuvo muchos años en mi habitación, se tejían alfombritas en un telar de madera, se cantaba a capella El Himno al Árbol y Aurora, se realizaban veladas bailables a beneficio del establecimiento, que incluían representaciones teatrales de los estudiantes (como el baile del Pericón Nacional o un Candombe), se colaboraba en la erradicación de las langostas o los bichos canasto, insectos dañinos recolectadas por todos nosotros en bolsas de arpillera y luego quemados en el patio de la escuela.
Como mi cumpleaños era a mediados de junio, mis padres consideraron que no debía perder un año en la casa, molestando a los adultos para que me leyeran las historietas de los diarios. Me mandaron a una maestra particular, Elba Cervera, que vivía en el mismo cruce de Tres de Febrero y Chivilcoy, junto a la casa que ocupaba mi tía Rosa Bovio y su marido, Eduardo Gancedo.
La señorita Elba debía haberse titulado poco tiempo antes, si no era todavía estudiante de Magisterio. Me enseñó a leer y escribir a los cinco años, por lo que pude ingresar a Primer Grado antes de lo que hubieran permitido los reglamentos.
Cuando estaba en tercer grado sufrí una humillación que hubiera olvidado de no implicar a una mis maestras favoritas, Elba B., que era alta, gorda y rubia. Ella dictaminó durante el ejercicio de vocabulario que estábamos haciendo, que la palabra estantigua, que yo acababa de proponer, simplemente no existía.
¿Dónde la había leído o escuchado, si no se trataba de una simple invención? ¿Provenía de alguno de los programas de preguntas y respuestas de la radio? Tal vez la obtuve de mi abuelo, que era un anciano poco comunicativo, de cuya boca surgían a veces palabras extrañas, como cetrería, genuflexos o mensana, que se quedaban grabadas en mi memoria, por la imposibilidad de utilizarlas en la conversación.
No recuerdo si mis compañeros se burlaron de mí, que intentaba deslumbrarlos con la exhibición de una palabra inusual, pero cinco o seis años más tarde, cuando tuve acceso a un diccionario confiable, comprobé que no la había inventado, a pesar de que fuera demasiado tarde para reclamar una reparación pública de mi maestra.

viernes, 12 de noviembre de 2010

Arqueología personal


Cada uno nace donde el azar o Dios (de acuerdo a sus convicciones) decidieron que naciera. Nadie suele preguntarse demasiado sobre las circunstancias que rodearon ese evento, fundamental para el observador y poco relevante para el resto de la humanidad. Yo nací con toda probabilidad en la misma cama de metal esmaltado, para que simulara madera, en la que fui engendrado, el mueble más moderno de esa casa donde había altas sillas Reina Ana, con patas de garra de león en el comedor, estrechos silloncitos Biedermeier en los que nadie se sentaba nunca, enormes roperos victorianos donde hubiera podido ocultarse un asesino o dos, como alguna vez nos intimidaron.
La mayor parte de esos artefactos había sido dejado atrás por los anteriores ocupantes de la casa: mi abuelo, posteriormente su cuñado, hasta que finalmente se convirtieron en los objetos de mis padres y nuestros, a lo largo de un proceso de acumulación que rara vez enfrentaba la decisión de desechar nada.
La cocina de hierro podía tener más de medio siglo de antigüedad y estaba en perfectas condiciones, con su gran plancha en la que se podía asarse la carne, el horno donde calentábamos naranjas con miel en invierno y el hornillo que periódicamente alimentábamos con maderas o trozos de carbón y lográbamos mantener durante las jornadas frías una temperatura cálida en ese ambiente. Por lo tanto, allí se comía, allí se hacían las tareas escolares, allí se escuchaba radio, allí se secaba ropa, se tejía o remendaba, se jugaba a la Lotería o las damas chinas, alrededor de una gran mesa, no muy lejos del fuego. Todas las casas de la vecindad tenían una cocina similar. Eran pesadas, indestructibles y cuando se las comenzó a sustituir (en nombre de la modernidad) por malolientes cocinas a kerosene, que solo se encendían para calentar alimentos, las relaciones de la familia cambiaron.
Recuerdo los mosquiteros de tul amarillento, guardados en cajas de cartón, sobre los roperos, que se desempolvaban durante los veranos húmedos de San Pedro, estructuras engorrosas de instalar, que alguna vez se utilizaron para proteger las camas de niños y adultos del tormento de los mosquitos, que llegaban de la laguna cuatro meses por año. Tenían la desventaja de impedir la circulación del aire en esas noches de verano en las que nadie conseguía pegar los ojos. En algún momento aparecieron las espirales de piretro, que se quemaban lentamente, durante las ocho horas de oscuridad y dejaban una huella de cenizas grises que copiaban la forma que habían tenido.
Los pisos eran de baldosas de cerámica roja, que mi madre, temiendo resbalones, nunca aceptó encerar, como hacían nuestras vecinas, Sofía B. o las hermanas F. que obligaban a los visitantes a calzar patines de tela, para no dejar huellas en la pulida superficie. Las paredes conservaron hasta cerca de la mitad del siglo XX, la complicada pintura mediante estarcido en varios colores, que debió estar de moda cuatro o cinco décadas antes y mi padre decidió modernizar, cubriéndolas de un aburrido color verde Nilo. Los techos, de cinco metros de alto, tenían cielorrasos de arpillera pintados con tiza, que soportaban el paso de los ratones y a veces también el de los gatos que subíamos para eliminar a los roedores.
En mis sueños, la casa tenía pasadizos secretos, altillos inexplorados, escaleras empinadas, que en la realidad no existían. No obstante, la esquina del almacén de Ramos Generales planteaba enigmas. El sótano no era muy grande y estaba debajo del Despacho de Bebidas. Se bajaba por una puerta trampa que debía abrirse con precauciones, porque estaba en un rincón oscuro y sin señalización de ningún tipo. Al bajar, uno quedaba envuelto en los vapores de los grandes toneles de vino que allí se guardaban. Era un mundo mal iluminado, húmedo, perfumado, con desniveles, clausurado por las telarañas. Me hubiera gustado que continuara en cualquier dirección, como se decía del túnel del convento frente a la iglesia de Nuestra Señora del Socorro, para brindar las sorpresas que no encontraba en la vida cotidiana.
Ciertas zonas del almacén, las partes altas de la estantería o los grandes cajones de la parte inferior, revelaban a veces lo inesperado. En un cajón repleto de viejas mechas para lámparas de kerosene, que habían dejado de usarse en el barrio un par de generaciones antes, descubrí hermosos mecheros de bronce, inútiles para cualquiera que no fuera un coleccionista de lámparas de kerosene. En otro escondite aparecieron balas polvorientas y puntiagudas, que me dediqué a desarmar con un cortaplumas, para averiguar cómo eran por dentro. Un gran dispensador de sogas de distinto calibre, utilizadas en el pasado para elevar de los pozos los baldes llenos de agua, servía como separador del local de Ramos Generales del Despacho de Bebidas. En el fondo de la vitrina de la papelería, hallé pliegos de papel tornasolado, como el que se empleaba para el interior de las tapas de los grandes libros y no servía para forrar cuadernos escolares. El almacén era inagotable. En el patio quedaban, oxidándose lentamente, las rejas de hierro forjado que mi padre o mi abuelo habían eliminado en alguna remodelación, junto a los restos de un auto que mi padre chocó antes de alcanzar la mayoría de edad. Veinte años después de haberse marchado, las huellas de mi abuelo estaban presentes en objetos que mis padres no utilizaban y hasta parecían no percibir.
La variedad de olores que brindaba el local era asombrosa. Estaba el perfume a desinfectante que emanaba de las pastillas de jabón Salvavidas y el de romero que provenía del jabón Lux de tocador, el lacre que se encendía con un fósforo y permitía sellar las cartas, el del tabaco rubio y el tabaco negro, el olor denso de las piezas de bacalao seco y la panceta ahumada que se conservaba en un cajón lleno de sal gruesa, el torbellinos de aromas provenientes de la fiambrera, donde se guardaban los quesos de rallar, los mantecosos, las piernas de jamón crudo, los salames y mortadelas que olían a comino y clavo de olor, los toneles de vino que perfumaban el sótano, el olor pungente del carbón, del alcohol de quemar, del café que se guardaba en grano y se molía delante del cliente, el aroma a vainilla de las latas de galletitas Bagley, de los paquetes de yerba mate, de las latas de té. Durante décadas, la memoria atesora esos datos en los que apenas se piensa, que parecen no tener ninguna importancia y de todos modos no se borran.
Las casas de mis vecinos deparaban otros misterios. Los Boccardo, por ejemplo, disponían los roperos en diagonal, en una esquina de los dormitorios, y detrás de esos grandes artefactos guardaban cosas que podían no ser tan extrañas (revistas viejas, escupideras enlozadas) pero no podían ser vistas de inmediato, y al ser descubiertas por un chico adquirían el aura de lo oculto. En esa casa, las lámparas de flecos de mostacilla eran de otra época, como las tazas de loza inglesa pintada o el hule que cubría la mesa de la cocina. Todo estaba allí desde mucho tiempo antes, perfectamente conservado, cada cosa poseía una Historia (o varias) que podía conocerse apenas uno efectuaba preguntas en el momento oportuno, a la persona adecuada.

viernes, 5 de noviembre de 2010

Rituales: salir de visita

Cartones y fichas de lotería
La cercanía de las casas de los amigos te convierte (…) en hijo de otra gente, Y te ayuda a querer a otros padres (que son otros mundos), a conocerlos en la intimidad y la sobremesa. (Hernán Casciari: El milagro de los pueblos)
A mediados del siglo XX, los niños jugábamos desde muy temprano a las visitas, como una forma de entrenarnos en el empleo de los códigos de comportamiento, que luego ordenaban la vida de los adultos. Durante el juego, se hablaba de los temas habituales entre los adultos, como el tiempo, el estado de salud de la familia, el trabajo de los hombres, las preocupaciones domésticas de las mujeres, a lo que se sumaban las inevitables distorsiones que introducíamos los desinformados observadores infantiles. No solo eran las convenciones de la charla de los adultos. También se imitaba hasta la caricatura, su gestualidad convencional y el empleo del tiempo libre.
Juego de té.
Para que nos resultara más fácil asumir esos roles tan complejos, disponíamos de sillitas y mesas construidas a nuestra medida, tacitas de loza o lata estampada, cucharitas, tenedores, vasitos que permitían reproducir los encuentros de los adultos que habíamos presenciado tantas veces. Ir de visita era uno de los juegos preferidos de las niñas, que incorporaban a sus hermanos o primos menores, para que cumplieran el rol de hijos.
Los adultos también recibían visitas en sus casas, en ocasiones preparadas para esos encuentros, como sucedía con los cumpleaños, las fiestas religiosas y días correspondientes al santo del visitado, que esperaba esas muestras de afecto y las retribuía con copitas de licores caseros, refrescos y pasteles que a nadie se le hubiera ocurrido comprar en la panadería. Fuera de esas fechas, se aprovechaba cualquier oportunidad, como hacían mi madre y sus hermanas, para visitar a los parientes y amigos que no vivían en el barrio. Cargaban con los niños, que garantizábamos la inocencia de tales salidas ante los maridos celosos, y recorrían a pie una distancia que podía ser de varios kilómetros, como quien se encamina en una peregrinación. Cuando llegábamos, nos ofrecían algún refresco hecho en casa (limonada, horchata) y nos invitaban a que jugáramos en otra parte, lejos de los adultos, con los niños de la casa, porque en esos momentos las amigas debían entregarse a las confidencias que justificaban el viaje y nosotros no debíamos oír.
Las visitas se recibían y pagaban, en un orden estricto. Aquellos que un día llegaban a la casa de alguien, esperaban que la respuesta fuera la aparición de esa persona por su casa, tiempo después (no demasiado tarde, para evitar disgustos). Cuando alguien dejaba de visitar a un conocido que lo había visitado previamente, las relaciones entre ambos se tensaban y podían cortarse si la falta de correspondencia se prolongaba.
Los niños de mi familia visitábamos en cualquier momento la casa de nuestros vecinos y amigos, los Boccardo. Lo más probable es que la puerta de ellos estuviera abierta, para facilitar la ventilación, pero de todos modos golpeábamos las manos antes de entrar, o utilizábamos el llamador, que era una pesada mano de bronce con una bola sujetada. No recuerdo oportunidades en que los vecinos nos rechazaran. Ellos continuaban su vida siempre atareada, como si nuestra presencia formara parte de su rutina. Por eso nos ofrecíamos para ayudarlos de distintas maneras (bombear agua, traer leña para la cocina, recoger huevos del gallinero, secar los platos que acababan de lavar). En esa casa había siempre algo interesante para nosotros (un ejemplar de Radiolandia que no habíamos visto, la posibilidad de oír un programa familiar de radio El Mundo (Los Pérez García) el disfrute de un pan con mermelada de ciruela que no tenía el mismo sabor que la mermelada de ciruela preparada por nuestra madre).
Cuando no encontrábamos afecto suficiente en casa, porque nuestros padres no eran felices juntos, lo buscábamos cruzando la calle, y habitualmente allí estaba disponible, sin preguntas de los dueños de casa, ni necesidad de dar explicaciones por nuestra presencia.
Las visitas son los actos que más eficazmente contribuyen a fomentar, consolidar y amenizar las relaciones amistosas; a conservar las fórmulas y ceremonias que tanto brillo y realce prestan a la socializad; a facilitar todos los negocios y transacciones de la vida, y a formar, en fin, lo buenos modales y todas las cualidades que constituyen una fina educación. (Manuel Carreño: Manual de Urbanidad y Buenas Costumbres)
Tanto en invierno como en verano, los sábados por la noche, chicos y adultos salíamos a visitar amigos y parientes, dentro y fuera del barrio. Los hombres llevaban linternas, con las que iluminaban las veredas poco confiables de esas calles de tierra. Llevábamos a veces los cartones del juego de Lotería, para entretener la velada. La conversación de los adultos no era siempre la más adecuada para ser oída por los niños. La Lotería, en cambio, podía reunirnos a niños y adultos por igual, en torno a la gran mesa de la cocina, cada uno con tres cartones elegidos al azar y un montón de granos de maíz que permitían marcar los puntos que se iban cantando. No había premios. El ganador de una quintina, de un cartón o de los tres, no tenía otra satisfacción que el haber sido favorecido por la suerte. En otras oportunidades, jugábamos a la perinola, apostando de nuevo granos de maíz o porotos, un capital simbólico que se encontraba al alcance de todos.
Es curiosa la imagen que uno se forma durante la infancia del mundo de los adultos. Al parecer, nada muy dramático sucedía en esas vidas rutinarias. De pronto, una muerte, una enfermedad que no nos mostraban en detalle, pero también las fiestas en las que participábamos, y el resto de tiempo solo actividades irrelevantes, conversaciones amables, que ocurrían en el seno de la familia, bajo el escrutinio del núcleo de amistades, un ámbito distante de los conflictos contemporáneo, como de la mitología de los medios a la que hoy nos vemos expuestos. Ir de visita era salir de nuestros límites habituales, para confirmar que más allá continuaba siendo casi lo mismo.
En la eventualidad de alguna crisis familiar, los conocidos a los que visitábamos aparecían por la casa, para confirmar el lazo de amistad existente, para auxiliarnos o consolarnos. a los enfermos, a los que habían sufrido la pérdida de algún pariente o disfrutaban el nacimiento de un hijo. La oportunidad de las visitas, como su duración y los temas que en ellas podían tratarse, se encontraban reglamentadas desde hacía un siglo en el Manual de Urbanidad y Buenas Costumbres de Manuel Carreño, un texto que no recuerdo haber visto en las casas del barrio, pero debía haberse difundido mucho antes, de boca en boca, generación tras generación, desde que fuera escrito a mediados del XIX, en una Venezuela que salía una guerra civil para internarse en otra, hasta convertirse en un saber que compartía toda la comunidad y nadie se hubiera atrevido a desafiar.

jueves, 4 de noviembre de 2010

Rituales: el cine del sábado a la noche

Vivir en un pueblo de la pampa no era la condición ideal para quien se sentía incómodo con la realidad del lugar que le había tocado en suerte o desgracia. (…) En la pantalla del cine del pueblo se proyectaba una realidad paralela. (Manuel Puig: Los ojos de Greta Garbo)
 Desde que recuerdo, San Pedro tenía dos cines: el Plaza y el Palma, que exhibían estrenos todos los fines de semana y reposiciones el resto, siempre en programación doble. Mi padre me llevaba al cine los sábados (no todos) y veíamos dos películas en una noche. No recuerdo que mi madre o mis hermanas participaran de la excursión. Ir al cine era cosa de hombres, supongo. Ir al cine era también una de las maneras de acercarme a mi padre, nunca demasiado, porque las películas que veíamos no se comentaban entre nosotros, probablemente porque los diálogos entre un adulto y un niño no tenían para él mucho sentido. Yo le hacía preguntas a todo el mundo (mis tíos, los vecinos), pero a mi padre no, y no porque lo temiera, sino porque lo veía distante, por lo que no esperaba nada útil de un intercambio verbal.
Laurence Olivier: Hamlet
Mi padre se encontraba a veces con algunos amigos en el cine y luego nos deteníamos en un bar, para que ellos tomaran café y yo un submarino (un gran vaso de leche caliente en el que se dejaba una barrita de chocolate, que debía ser disuelto con una cucharita de mango largo), medio dormido a esas horas.
No consigo recordar cómo me las componía, pero desde que tuve ocho o nueve años, yo comencé a decidir qué películas veríamos mi padre y yo. Mi madre quedaba fuera del acuerdo. Ella iba pocas veces al cine, probablemente porque había que caminar veinte cuadras y sus juanetes no se lo permitían, o porque alguien debía quedarse en casa, con mis hermanas, o porque ella aprovechaba esas salidas nuestras para reunirse con sus hermanas. Tuvo que pasar el tiempo para que mi madre me pidiera que la acompañara a ver una reposición de Camille (La Dama de las camelias), el filme de 1937 de George Cukor interpretado por Greta Garbo, casi veinte años después de la fecha de estreno.
Yo me encontraba razonablemente bien informado sobre el tema de la exhibición de cine, porque escuchaba todas las tardes el programa Diario del Cine, dirigido por Chas de Cruz en Radio Belgrano. También leía las páginas de espectáculos del diario La Nación, que llegaba a mi casa a la hora de la siesta. De ese modo me enteraba de lo que estrenaban en la Capital y aguardaba durante meses que las películas llegaran a San Pedro. El radioteatro Radio Cine Lux dramatizaba todos los sábados, a partir de 1947, los argumentos de películas clásicas. Después de oír esa versión, como sucedió con de The Enchanted Cottage, uno deseaba conocer el original.
Carol Reed: The third Man
Con toda esa información, me las componía para que mi padre me llevara al cine los sábados a la noche. Me interesaba el cine europeo de postguerra, que la prensa elogiaba y despertaban mi interés. El azar de la distribución local, mezclaba películas que mostraban un continente destruido, tal como aparecía en Balada Berlinesa de Robert Stemmle, En cualquier lugar de Europa de Géza van Rádvanyi o El tercer hombre de Carol Reed, con el optimismo propagandístico de películas nazis que ahora no logro identificar.
Cuando no tenía más de seis años, durante una visita a mis abuelos paternos en Mar del Plata, mi madre contaba que armé un berrinche porque no me querían llevar a ver El Gran Vals, de Julien Duvivier, probablemente atraído por la voz de Militza Korjus, que me había sido revelada por mi tía Matilde. Hoy no tengo la menor idea de cómo llegué a desear tanto ir al cine, ni cómo me interesaba en algo que no fueran las películas de Walt Disney (nunca vi Blanca Nieves, ni Bambi, ni Dumbo, ni Pinocho, a pesar de que leía los comics estrechamente ligados con esos filmes). Supongo que ese tipo de películas no le interesaban a mi padre y yo era en los ´40 demasiado chico para ir solo al cine.
No existían por entonces demasiadas restricciones al acceso de menores a una sala de proyecciones, porque casi todo lo que se exhibía era apto para menores. En el atrio de la iglesia parroquial publicaban una lista de películas recientes, con las restricciones de alguna institución católica. Era la misma lista que publicaba El Imparcial todas las semanas. Las consultaba por curiosidad, más que por respeto.
Georges-Henri: Manon
A pesar de mi carencia de prejuicios, no pude asistir al estreno de Manon, el filme de Georges Henri Clouzot, que se suponía reservada para mayores de edad, por las escenas de promiscuidad sexual y la breve exhibición de un pezón de la protagonista muerta, pero de todos modos me enteré de las historias de señoras de la Acción Católica que se apostaban en autos, frente al Cine Palma, para reconocer y anotar a los que desafiaban la prohibición explícita del párroco, publicada en la puerta de la iglesia de Nuestra Señora del Socorro.
En los ´40 y comienzos de los ´50, las proyecciones eran dobles y los programadores demostraban criterios bastante amplios. Tal vez no se cuidaba la calidad de la proyección (recuerdo una mancha en la pantalla de La Palma que estuvo en el mismo sitio por años y uno terminaba por aceptar, como el color del Paraná).
Josef von Baky: Munchaussen
A diferencia de lo que pasa hoy, en las programaciones había lugar para el cine de todos los orígenes, incluyendo el argentino. Durante la Segunda Guerra Mundial, vi películas alemanas como Las Aventuras del Barón de Munchausen de Josef von Baky, donde aparecían (brevemente) los primeros senos de mujer que pude ver en una pantalla. Después de la guerra, fue el turno del cine italiano y el francés que denunciaban la precariedad del mundo contemporáneo. Entre los once y trece años descubrí la existencia de películas que me marcaron para siempre, como Carta de una enamorada de Max Ophüls (en la foto) y El Río de Jean Renoir. No había decidido aún que ese debía ser el ámbito profesional en el que pretendía moverme, pero estaba adquiriendo conciencia de la composición del encuadre, la dirección de la luz, el movimiento de cámara.
A mi padre no le gustaban los musicales, ni las comedias de ningún tipo, por lo que mi cultura de esos géneros la formé después, durante la adolescencia, cuando comencé a ir al cine solo, no menos de tres veces por semana, cuando me dediqué a ver más de una vez la misma película, tal como había notado la necesidad de leer más de una vez un mismo libro, porque estaba convencido de haber perdido detalles que estaban allí, esperando que alguien, un conocedor que se estaba instruyendo a sí mismo, los detectara.

martes, 2 de noviembre de 2010

Afinidades y enemistades


Ignoro por qué mi padre se decía muy de vez en cuando radical. Jamás se lo pregunté y él no consideró que debiera explicármelo, para convencerme de compartir sus ideas, como hacen tantos padres con sus hijos. Algo parecido sucedía en otras áreas de su vida. Se consideraba parte de la clase media y no se veía a sí mismo defendiendo las reformas de los socialistas o la defensa de la tradición que planteaban los conservadores. Probablemente mi abuelo simpatizaba con un partido laico, donde cabían los extranjeros. Esa era tal vez una de las pocas cosas en las que ambos coincidían.
Hipólito Irigoyen
Mi padre no militaba en el radicalismo, ni mucho menos, pero votaba por ellos, que habían quedado fuera del poder desde el golpe militar de 1930, que depuso a Hipólito Irigoyen, guardaba publicaciones de ese momento que a mí me parecía tan remoto como la Revolución de Mayo y conocía a dirigentes locales del radicalismo como Alejandro Maino, que a veces lo visitaba.
Sus amigos comerciantes eran radicales que compartían la misma visión catastrófica de un país rico (y ajeno) que se encaminaba hacia la ruina, después de la Década Infame de los conservadores y la desestabilización ideológica creada por el peronismo, primero durante su permanencia en el poder, y luego, cuando fue marginado por la Revolución Libertadora y sus herederos. Hasta el final de sus días, a pesar de los sucesivos desengaños que sufrió de los breves gobiernos radicales, todos ellos descontinuados por golpes militares, mi padre continuó votando por ellos.
No esperaba ningún cambio en los ´80, me escribió, cuando le mandé la portada de Time en la que aparecía la elección presidencial de Alfonsín, creyendo que la imagen de alguien a quien él había contribuido a elegir, lo complacería. No, el radicalismo había pasado a convertirse para él en una metáfora de su propio destino, la evidencia de una imposibilidad de sentirse representado por cualquier proyecto superior a sus pequeños proyectos de supervivencia.
Juan Domingo Perón
Mis tíos maternos, a mediados de los años ´40, definieron muy pronto su simpatía por el peronismo. Eran jóvenes obreros y amas de casa, para quienes el peronismo representaba sus reclamos fundamentales. Ellos compraban el diario Democracia, mientras nosotros leíamos La Nación y La Prensa.
No recuerdo que se discutiera de política en las reuniones familiares, pero es imposible que no sucediera, excepto que mi padre temiera verse perjudicado en su situación de comerciante y se guardara sus opiniones, para compartirlas con aquellos que pensaban como él.
Solo mi tío Amado simpatizaba con la izquierda, que en el ´45 se había aliado con los radicales (Tamborini-Mosca eran los miembros de la fórmula) para competir con la candidatura de Perón. Ignoro si fue por eso, o por opiniones compartidas sobre el rol (sometido) que debían asumir las mujeres en el matrimonio, que se fundamentaba la buena relación entre mi padre y mi tío Amado.
El peronismo se percibía desde la visión de un escolar que no tenía diez años, como algunas imposiciones más en el programa de estudios. En esa época tuvimos Religión y Moral como materias optativas. Aquellos que habíamos sido bautizados, la mayoría del curso, estudiábamos Religión (Católica), mientras que la minoría salía para la enigmática clase de Moral, que se impartía en otra sala. Ellos debían ser evangélicos o judíos, todos quedaban incluidos en un lote que no podía ser más heterogéneo. ¿Hacía falta que estudiáramos Religión, después de haber superado el Catecismo? Lo dudo, pero eran dos clases por semana, durante dos o tres años, con una profesora joven, que probablemente sufría algún desequilibrio hormonal, por el fuerte vello del labio superior, que ella intentaba aclarar con maquillaje y le quitaba toda credibilidad a su trabajo.
En esa clase, había que memorizar la lección y repetirla de pie y en voz alta, en la tarima, una tarea imposible para mí, que tartamudeaba. Cualquier intento de demostrar lo que se había aprendido de otro modo quedaba fuera de los recursos didácticos de nuestra profesora.
El peronismo en el poder tenía un aspecto aleccionador y tradicional que resultaba particularmente odioso para un adolescente. Recuerdo un par de certámenes literarios en los que debimos participar, quisiéramos o no. Uno era sobre La Razón de mi Vida, libro que estaba en todas las bibliotecas escolares (con el bello retrato pintado por quien luego fue mi profesor de artes plásticas, Héctor Cartier) y otro sobre un aniversario de la ocupación argentina de las Islas Malvinas. Para el primero, imaginé un libreto de radio, que convertía un capítulo del libro en una entrevista. Para el segundo, estaba mejor preparado. Había leído Manhattan Transfer de John Dos Passos, me deslumbraban las audacias literarias y armé una estructura complicadísima de dos series de eventos históricos, una que progresaba en el tiempo, otra que retrocedía. Supongo que el conjunto era ilegible, por sus pretensiones desmedidas.
Una de las imágenes que retengo de 1952, es la de Abelardo Castillo cantando con toda la voz que tenía la Mattinata de Leoncavallo en los pasillos de la Escuela Normal, probablemente el día después de la muerte de Eva Perón o en algún momento de largo duelo que nos vimos obligados a adoptar, lo sintiéramos o no. Ignoro sus simpatías políticas de entonces, pero el desafío a las autoridades era tan evidente, que debió costarle una amonestación.
Ese era el peronismo para nosotros, demasiado jóvenes testigos de su aparición, auge y caída. Un sistema autoritario en el ámbito educativo, cuyas reivindicaciones sociales minimizábamos como si se tratara de un producto más de la propaganda oficial, un régimen que al ser derrocado suscitó una gran manifestación que recorrió las calles de San Pedro y se detuvo, entre otros sitios, ante el edificio de la Escuela Normal, para repudiar al director y exigir su inmediata renuncia.
La muerte en la silla eléctrica de los esposos Ethel y Julius Rosenberg en 1953, acusados de haber sido espías de la Unión Soviética en los EEUU, durante la llamada Guerra Fría, y la invasión de 1954 a Nicaragua (país gobernado por Jacobo Arbenz) por Castillo Armas y los marines norteamericanos, el aplastamiento de la rebelión húngara por los tanques soviéticos, marcaron nuestra adolescencia.
El mundo que se extendía más allá de nuestras fronteras, se encontraba polarizado por conflictos más nítidos que aquellos suministrados por la política nacional. Para comprenderlos, había que esforzarse, informarnos con cuidado, para decidir con qué estábamos, contra qué estábamos.
¿Había que simpatizar con los Estados Unidos, que afirmaba defender el Mundo Libre de una Amenaza Roja que había logrado bajar un Telón de Hierro sobre media Europa? Desde El Reporter Esso en la radio y las páginas de Selecciones del Reader´s Digest se nos alimentaba con historias atroces que debían alertarnos.
¿El Capitalismo despiadado, que explotaba a nuestros pueblos, debía caer y tan solo el Socialismo reestablecería la sana camaradería que se respiraba en la Unión Soviética, bajo la conducción de Stalin? La Exposición Industrial que se realizo en La Rural, adonde mi padre, mi tío Amado y yo fuimos, nos deslumbraba con máquinas relucientes y pianistas que ejecutaban música de Prokofiev.
La Tercera Posición de Perón era presentada por la radio, por Américo Barrios, como la alternativa, y en ese punto las cosas se simplificaban. Si uno era peronista, las dudas se disipaban, y si era opositor, los conflictos mundial quedaban eclipsados.
No sabíamos muy bien quiénes eran nuestros amigos, A la distancia, todos nos hemos vuelto más sabios de lo que fuimos, contextualizamos sin demasiado esfuerzo las circunstancias que por entonces no éramos capaces de percibir adecuadamente y nos creemos capaces de no volver a caer en los mismos errores.

Diálogo entre distintas generaciones

En la actualidad, muchos adultos desconfían, incluso temen la cercanía de los más jóvenes, a los que no entienden o contemplan con espanto, como si no se reconocieran en ellos. ¿De dónde salieron esas criaturas extrañas por su aspecto y comportamiento, por sus valores y carencias de valores, que ellos formaron o fallaron al formar, que les ocultan quién sabe qué atrocidades, a pesar de que surgieron del ámbito nada alarmante de sus mayores? Durante los años ´60, la televisión presentaba una serie de ciencia-ficción que se llamaba Los Invasores, donde seres de otro mundo suplantaban a los humanos, dispuestos a apoderarse del planeta, con lo que justificaban que se los persiguiera y destruyera, aunque al morir no dejaran huellas que permitieran demostrar la existencia de la invasión. Esa metáfora paranoica tiene a comienzos del siglo XXI más vigencia que nunca. Solo ha cambiado el énfasis sobre la posibilidad de ganar esa guerra, por aquellos que se ven a sí mismos como los únicos humanos. Los invasores, sin importar el desagrado que causen, llegaron para quedarse.
Hoy suele considerarse como un hecho inevitable que cada generación tenga sus propios temas de interés, sus propias formas de entender el mundo, que no vale la pena detenerse a investigar, porque los más probable es que se provoquen odiosos enfrentamientos. Paralelamente, los jóvenes se quejan de que los adultos los descuidan y los obligan a crecer solos, cuando ellos buscaban comunicación, a pesar de que en otros casos reclaman de los adultos, precisamente que no se metan en sus cosas, porque las malinterpretan y pretenden ejercer un control excesivo.
A mediados del siglo XX, cuando yo estaba en la escuela primaria, muchos de mis amigos eran adultos que vivían en la vecindad. Las mujeres estaban en sus casas y compartían con los chicos las revistas de actualidad y los programas de radio. Ellas nos contaban historias horribles, que habían escuchado de otras mujeres de su amistad, por lo que no dudaban en aceptarlas como ciertas. Nunca tuve nada parecido a una abuela que me leyera cuentos de hadas, pero las narraciones de mis tías y vecinas cumplían el mismo rol aleccionador. Allí estaban, por ejemplo, el Hombre de la Bolsa que raptaba niños (no nos decían que lo hiciera para devorarlos o curarse una enfermedad repulsiva, como sucede en otras partes con la historia del Viejo del Saco); allí andaba la Viuda, que se aparecía a la medianoche en determinado callejón; o la esposa joven e inocente, odiada por la familia del marido, que criaba a sus hijos en un lugar inhóspito (Genoveva de Brabante) y las intrincadas historias de mujeres núbiles disponibles y hombres difíciles de conducir al matrimonio, que años después descubrí en las novelas de Jane Austin (la escritora del siglo XIX, no mi pelirroja y enorme profesora de inglés de la secundaria).
Los hombres visitaban el despacho de bebidas de mi padre, que operaba como un club del que estaban excluidas las mujeres. Sé que para la sensibilidad de hoy, la presencia de un chico en un lugar donde se expende alcohol es altamente criticable, pero mi experiencia demuestra lo contrario. Nunca he sentido la necesidad de ese tipo de estimulante, a pesar de haberme movido (como adulto) en ambientes donde ese consumo es habitual y hasta difícil de eludir.
Pude en cambio observar la interacción de los adultos que comentaban los progresos de la Segunda Guerra Mundial desde su óptica distorsionada (admiraban a los alemanes, se negaban a creer que los cultos europeos hubieran llegado a consumir gatos y ratas en medio de la hambruna). Yo conseguía que me leyeran las historietas cuando todavía no lograba descifrar la escritura. Con ellos aprendí a jugar a las damas y el ajedrez; obtuve de mi tío Juan Bovio o de Romeo C. un diálogo fluido sobre casi cualquier tema, que me estaba negado iniciar con mi padre. Yo lograba que los hermanos Casini me construyeran complejos barriletes de papel de seda y me ayudaran a remontarlos, que mi tío Goyo me prestara su bicicleta y me enseñara a andar antes de que en mi casa decidieran comprarme una, que Rubén B. me quitara el miedo a montar a caballo, que el pintor Villagra coloreara con pinturas al óleo mis dibujos, que el martillero C. me prestara su máquina de escribir Underwood para escribir mis primeros artículos para la prensa local.
¡Qué fácil parecía el acuerdo establecido por un chico con tantos adultos, aunque los diálogos se mantuvieran en el plano más estricto del respeto y la trivialidad! No me costaba nada tomar la iniciativa de solicitar el diálogo, como no le costaba nada a ellos concederlo. Allí estaba en funcionamiento un modelo de relación fluida con otras generaciones, que podía utilizar durante el resto de mi vida (esa hipótesis tan optimista no era sin embargo la más correcta, fui entendiendo luego). Mi padre no había logrado comunicarse con mi abuelo, que probablemente le daba órdenes y no esperaba de su hijo disculpas, ni demoras, sino rendiciones de cuentas. Para él, estaban demás las añagazas y carantoñas que solo anunciaban engaños de los más jóvenes. Ese era todavía el modelo que intentaba aplicar mi padre conmigo, cuando mi abuelo había muerto y los esquemas de las relaciones parentales del siglo XIX se estaban desarticulando en la segunda mitad del siglo XX. Sé que lo defraudé. En buena hora para ambos.
Fui afortunado por hallar a adultos que aceptaban la presencia de un chico que oía y dibujaba del otro lado del mostrador, que intentaba averiguar por intermedio de ellos qué pasaba en el mundo y los obliga a convertirse en sus informantes. Cuando alguien se embriagaba, dejaban se servirle. Gran parte de la concurrencia iba a conversar de pie o sentados en un banco de madera. Eran chacareros, peones y artesanos que oían los noticieros radiales y leían la prensa nacional. De vez en cuando aparecía un desconocido, como el viejo delirante que afirmaba haber descubierto el principio del movimiento continuo, que permitiría elevar el agua del Paraná, para consumirla en San Pedro, sin recurrir a bombas dependientes de la electricidad. Yo escuchaba a esos adultos que discutían sobre temas que desafiaban mi capacidad de entender el mundo, y me sentía cómo en su vecindad

jueves, 28 de octubre de 2010

Inmigrantes marginados o integrados: Alí el tendero

Ali Salem de Baraja
Mi padre lo consideraba su amigo, nunca entendí por qué, tal vez porque jugaba a las cartas con él y otros cuatro o cinco vecinos, los sábados por la noche, al punto de presentarlo como padrino de mi confirmación por el Obispo, en la Iglesia de Nuestra Señora del Socorro, con gran vergüenza de mi parte, que había cumplido ocho años y lo sabía inadecuado para cumplir esas funciones, puesto que no era un cristiano. Lo recuerdo como un hombre ya maduro y calvo, de voz delgada, a quien le costaba expresarse en nuestra lengua. De vez en cuando nos traía de regalo, una caja de bombones turcos, de gelatina con sabor intenso a frutas, recubiertos de azúcar impalpable, que nos parecían deficientes, por carecer de chocolate, como esperábamos de cualquier cosa que se denominara bombón.
Alí era el tendero turco (el musulmán) del barrio, como otros eran los rusos (los judíos) que no se distanciaban de la mayoría perteneciente a otra religión. A veces tomaba un vasito de anís en el almacén de mi padre y contaba historias de la Biblia que no habían estado incluidas en las clases del Catecismo. Jesús era un Profeta más, como lo era Moisés, de quien se mencionaban prodigios no incluidos en las clases de Catecismo, como el haber puesto una mano en un brasero, sin quemarse, para demostrar su fe inquebrantable en el único Dios.
En los programas cómicos de la radio, había un personaje que se confundía con el actor que lo encarnaba: Ali Salem de Baraja (en la foto) era el seudónimo de Fortunato Bezanquén. Llegó a interpretar tres películas, a comienzos de los ´40: Corazón de turco, La quinta calumnia y El Comisario de Tranco Largo. Representaba a un vendedor ambulante, que en la radio anunciaba su mercancía diciendo “Beines, Beinetas, Bombachas”, con lo que dejaba en evidencia la dificultad fonética que encuentran aquellos que tienen el árabe como lengua materna, cuando deben diferenciar la /p/ de la /b/ de una lengua románica y el tipo de mercaderías que manejaba un tendero, relacionadas con las mujeres, con lo que se definía un oficio menos digno de respeto que si hubiera sido vendedor de bebidas alcohólicas o maquinas agrícolas.
Ali Salem de Baraja dialogaba con Mario Baroffio, encargado de contrastar la dicción del argentino culto con la del extranjero ignorante. No era el único inmigrante ficticio del que nos reíamos, sin sentirnos responsables de ningún acto discriminatorio. Tino Tori interpretaba a un italiano que no podía evitar la mezcla torpe de las dos lenguas. Niní Marshall hacía reír con Cándida, una gallega ignorante e incapaz de aprender nada.
Nuestro Ali había instalado una tienda en su casa, donde vivía solo. Era una habitación con los muros cubiertos de estantes profundos, en los que se apilaban fardos de telas, que él cortaba sobre una gran mesa, más alta de lo habitual, que ocupaba el centro. Debajo de ella, guardaba más telas, cajoneras con botones de todos los colores, cierres de cremallera, carretes de hilos, paquetes de agujas de todos los tamaños y alfileres de gancho. Un intenso olor a goma, un perfume de ningún modo desagradable, pero excesivo, emanaba de ese sitio y podía ser percibido desde la calle, cuando uno pasaba frente a la ventana.
Ali salía en un sulky tirado por un caballo manchado, dos veces por semana, a recorrer las chacras que rodeaban a San Pedro. Llevaba un surtido de sus mercancías y tomaba pedidos para regresar un par de días más tarde. El resto del tiempo esperaba en su casa que algún cliente tocara la puerta siempre abierta. No era raro verlo sentado en la vereda, viendo pasar el tiempo y masajeándose los dedos de los pies.
Mi madre y mis tías me llevaban con ellas, cada vez que necesitaban comprarle algo al turco Ali. Después de todo, era un hombre que vivía solo y una mujer decente no se hubiera arriesgado a cruzar su puerta sin contar con alguna garantía de no ser ofendidas. Ellas preferían caminar quince cuadras hasta el centro de la ciudad, para proveerse de telas y accesorios de costura. Las oí criticar la mala calidad de las telas de Ali, que perdían su firmeza tras el primer lavado, los colores chillones que habían pasado de moda quién sabe cuándo tiempo antes.
Por algún motivo que desconozco, Ali no suscitaba los celos de mi padre, que podía hacerle una escena a mi madre, si en un momento de debilidad, permitía la entrada de cualquier vendedor que ofreciera el mismo tipo de mercancía de casa en casa. Alí permaneció soltero hasta que algún amigo de la colectividad le encontró una prometida veinte años más joven, que vivía en Buenos Aires. Las malas lenguas del barrio apostaron que el matrimonio sería un fracaso, tanto por la diferencia de edades, como por la belleza de la joven, cuyo pelo rubio rojizo excitaba la imaginación de los hombres que la veían salir a la calle sola y con más frecuencia de lo habitual en las mujeres del barrio.
No recuerdo cuánto duró el matrimonio y tampoco tengo la menor idea de lo que pudo pasar entre ellos. Ambos salían los fines de semana a dar una vuelta por el centro, emperifollados, pero daban la impresión de un padre orgulloso que exhibe a una hija casadera. Ella viajaba con frecuencia a Buenos Aires, para visitar a su familia. Los vecinos advirtieron que en uno de esos viajes se demoraba más de lo acostumbrado, hasta que al interrogar al tendero confirmaron que se habían separado. Más aún, que el matrimonio había sido anulado y ella tenía una nueva pareja, un hombre de su edad, que la familia contribuyó a encontrarle. De un día para el otro, Ali pasó de ser un cornudo en potencia, para convertirse en la víctima de una de esas mujeres ambiciosas, que solo se fijaban en el dinero de sus parejas, y cuando no lo conseguían o hallaban otro hombre más atractivo, desaparecían, porque esa era la imagen más frecuente de las mujeres que planteaban los tangos y podía aplicarse sin demasiada investigación en la historia del turco Ali.
Lo mejor que podía ocurrirle a un hombre como él, era continuar su vida en silencio, aunque envejeciera y muriera solo, cuando le llegara su turno, haciendo como si la joven esposa nunca hubiera existido, para dedicarse por completo a su negocio que no habría de enriquecerlo nunca, beber algún vasito de anís con los amigos que no le harían demasiadas preguntas, tomar el fresco, sentado en la vereda, un verano tras otro. La soledad era para los hombres una señal de fortaleza, mientras que para las mujeres constituía una simple descalificación.