jueves, 19 de agosto de 2010

Pulcro y decente (en el mejor de los casos)




No te has de bañar por gusto o por dar hermosura a tu cuerpo, sino tan sólo como remedio para la salud. Es decir, que usarás el baño cuando la enfermedad lo exija, no cuando el placer lo apetezca. Si lo tomas cuando no sea preciso, faltarás [pecarás] pues está escrito: No pongáis vuestra solicitud en la concupiscencia dela carne. (Leandro de Sevilla: La instrucción de las vírgenes)

Hace tiempo encontré en una venta de libros usados un ensayo de Lawrence Wright, que se titula Pulcro y Decente, La interesante y divertida historia del cuarto de baño y del W.C. ¿Cómo conciliar esas dos virtudes, cuando tradicionalmente la higiene personal tenía una mala imagen para el mundo cristiano? El tema que puede juzgarse hoy como irrelevante, concentró los esfuerzos de una multitud de ingenieros e inventores durante siglos de pruebas y errores, hasta desembocar en el actual cuarto de baño.
La higiene pudo haber tenido una dimensión religiosa en la Antigüedad, cuando la gente se lavaba para librarse de los pecados y malos espíritus, para caer más tarde en el más completo descrédito, durante la Edad Media, cuando la posibilidad de cuidar el cuerpo era entendida como una ostentación vana y un riesgo de entrar en diálogo con el Demonio (¿por qué le prestaría un buen cristiano tanta atención a la carne, cuando debía preocuparse por su vida eterna?), motivos por los cuales nada resultaba más aconsejable que la suciedad para garantizar la salud del alma.
No te has de bañar por gusto o para dar hermosura a tu cuerpo, sino tan solo como remedio para la salud. Usarás el baño cuando la enfermedad lo exija, no cuando el placer lo apetezca. Si lo tomas cuando no sea preciso, faltarás, porque está escrito: No pongáis vuestra solicitud en la concupiscencia. (Leandro de Sevilla: siglo VI)
En mi casa paterna había dos baños internos, uno de los cuales incluía ducha (que calentaba el agua mediante una espiral de cobre expuesta a a una llama de alcohol de quemar), un lavabo de grandes dimensiones y un inodoro de loza inglesa, ornamentado con delicadas flores pintadas en el interior, cuando lo más frecuente en el barrio, que carecía de agua corriente, era el excusado construido lo más lejos posible del resto de las habitaciones, para preservar a sus moradores de efluvios desagradables. Sentarse en la letrina (o con mayor propiedad, acuclillarse sobre ella, como se continúa haciendo en los países árabes) no invitaba a permanecer mucho tiempo en el recinto, que servía de ventilación al pozo negro. ¿Cómo pudo Lutero hallar en un sitio como ese, inspiración para las 95 tesis que hacia fines del siglo XVI cambiaron la Historia del Cristianismo, es cosa que todavía no me explico.

La letrina era inevitablemente sucia y obligaba a los usuarios a recordar la fragilidad de la existencia humana, donde todo lo que tocamos (e ingerimos) se corrompe. Se trataba de un recinto sofocante en verano, helado en invierno, generalmente oscuro, para facilitar la intimidad y solía encontrarse desprovista de luz eléctrica. De allí que no se la usara de noche, cuando la gente utilizaba las bacinillas o escupideras que se guardaban debajo de la cama, para aliviarse sin tener que salir al exterior. Si uno necesitaba lavarse las manos o la cara, podía utilizar jarras y palanganas de loza inglesa, como la que tenía en mi habitación, o las más resistentes al uso y el abuso, de metal esmaltado, que podían presentarse en un pedestal metálico (la palangana arriba, la jarra debajo).

La suciedad, tal como la conocemos, consiste esencialmente en desorden. No hay suciedad absoluta: existe solo en el ojo del espectador. (...) La suciedad ofende al orden. Su eliminación no es un movimiento negativo, sino un esfuerzo positivo por organizar el entorno. (Mary Douglas: Pureza y Entorno)

Entre las curiosidades de mi casa paterna, había una bañera de cinc, en forma de butaca, que luego reconocí como un artefacto existente ya en el siglo XVIII. No tenía una ubicación preestablecida. Podía estar en el patio, expuesta al sol y la lluvia, porque era inalterable. En verano, la instalábamos debajo de un parrón, para refrescarnos a la hora de la sieta. En invierno, la entrábamos a las habitaciones.

De acuerdo a la época del año se llenaba de agua fría o caliente, gracias a los baldes que traíamos desde la cocina, y el usuario podía disfrutar de un baño de asiento, que en el caso de los adultos dejaba fuera las rodillas, los brazos y la cabeza, pero a los niños nos permitía hundirnos hasta el cuello. Podía tomarse un baño en la cocina, cerca de la provisión de agua caliente, o en los dormitorios, para pasar del baño a la cama, cuando estábamos enfermos.
El momento más engorroso del proceso era el correspondiente al vaciado de las bañeras portátiles. Eso requería paciencia y repetidos viajes al patio con los baldes de agua usada. Más frecuente que nuestra bañera era lo que denominaban un fuentón de cinc, un tanque provisto de dos asas, en el que también se lavaba la ropa. Con eso, una esponja y un balde de agua, cualquiera podía higienizarse como ha sido tradicional en tantos países de Europa que uno considera civilizados.

Paula Rego: Pintura
Los misterios de la chata y la perilla de los enemas y lavados vaginales, dos artefactos que estaban guardados fuera del alcance de los niños, no porque estuvieran sucios, sino por la complejidad de las explicaciones verbales, nos fueron revelados durante alguna enfermedad, pero no había manera de incorporar esa temática a ninguna conversación con los adultos, para que pudiéramos pedirles que nos explicaran cómo se usaban, por lo que pronto fue como si nunca los hubiéramos conocido.
El bidet fue durante años otro artefacto enigmático, que descubrí en un gran hotel de la Avenida de Mayo, en Buenos Aires, cuando tenía cinco años. Nadie se hubiera molestado en informarnos cómo utilizarlo (probablemente los adultos no sabían si lo correcto era sentarse en el bidet, enfrentando la pared o dándole la espalda).
De la forma oblonga del sanitario, deduje que servía para lavarse los pies, aunque lo más desconcertante fuera el chorro divertido pero inútil, que quedaba justo debajo de la planta del pie, cuando uno se empeñaba en someterlo a ese uso.