sábado, 25 de septiembre de 2010

Rituales: sobre muertes y duelos


Mi mamá mandó a (…) teñir toda su ropa de color (…). En la tintorería había un letrero enorme que decía “Lutos rápidos en 24 horas”. (…) Mi papá también anda de luto, pero de corbata y de manga de chaqueta, no más. (…) Los hombres solo se ponen corbata y huincha negra en la manga de la chaqueta y trajes oscuros. También van al cementerio con el muerto. Las mujeres no pueden ir. (…) Yo me quedé con las ganas de ver la carroza negra y plateada, con los caballos llenos de colgantes de encaje negro. (Patricia Undurraga: Cuando yo era chica)
Tuve la oportunidad de observar en San Pedro las viejas carrozas fúnebres, ornamentadas como carros del Renacimiento italiano, que todavía eran tiradas por dos o cuatro caballos negros empenachados, que no tardarían en ser reemplazadas por camionetas negras, vidriadas pero sin muchos adornos, a comienzos de los años ´50.
De la muerte se hablaba con aire de superioridad, tomándola en broma, como si después de todo fuera la muerte que le tocó en suerte a otro y no puede conmover demasiado a los que están vivos. En una milonga de Borges, esboza (o inventa) el retrato de un guapo de comienzos de siglo XX; el Títere:
Un balazo lo tumbó / en Thames y Triunvirato; / se mudó a un barrio vecino, / el de la Quinta del Ñato. (Jorge Luis Borges: El Títere)
Hablar del cementerio como si fuera una Quinta de Recreo, un lugar de risa fácil (para las calaveras). Era el comienzo de una época en la que, de pronto, las tradicionales demostraciones de dolor ante la muerte pasaron de moda, y la modernidad impuso una sistemática contención de los sentimientos.
Nadie moría en mi barrio, durante los años de mi infancia, como si todas las desgracias hubieran ocurrido antes de que yo estuviera en condiciones de presenciarlas. Mi bisabuelo materno murió en Ramallo, pero yo era demasiado chico para que me incluyeran en la comitiva de los adultos. Recuerdo a mis tíos comentando con desaprobación el discurso fúnebre de un conocido que despidió a su hermana recitando en el cementerio los versos de Sus ojos se cerraron, de Gardel y Le Pera. Tal vez desconsuelo de ver que el mundo sigue andando correspondiera a la pena de ese hombre, pero no resultaba oportuna la alusión a la boca de la muerta que ya no lo habría de besar.
Mi abuelo paterno murió lejos, cuando yo había cumplido once años, y solo mi padre viajó los 600 kilómetros que nos separaban del resto de la familia, para participar en el duelo y nunca visité su tumba. Él había dejado una cripta grande y fea, cerca de la entrada del cementerio de San Pedro, que ocuparon su tío Altolaguirre, media docena de sus parientes políticos, como si la muerte no le importara demasiado.
Luego, de adolescente, comenzaron a morir mis compañeros de estudios o sus padres, y descubrí que no sabía muy bien qué decir o hacer durante los velorios, aunque en realidad poco importaban las palabras o los gestos a los que nadie prestaba demasiada atención. Bastaba con hacerse presente y dar la mano (o abrazar o besar a los deudos, según la relación que hubiera), permanecer contemplando al difunto un rato, en silencio, retirarse de la capilla ardiente para beber un trago de café o licor casero, comprar una corona o ramo de flores que ni siquiera hacía falta entregar personalmente.
Por aquel entonces, el velorio se celebraba en la misma casa del occiso, por humilde que fuera. Los muebles se guardaban no imagino dónde, con el objeto de dejar sitio para los asistentes a la capilla ardiente, donde los restos se velaban por lo menos un día y una noche. Las historias de falsos muertos, a los que habían sepultado prematuramente y descubierto años más tarde, con las uñas y cabellos crecidos, tras haber intentado en vano escapar de su encierro, circulaban entre los niños que no habíamos leído aún los cuentos de Edgar Allan Poe.
Los duelos se encontraban cuidadosamente reglamentados por la etiqueta. La muerte de un pariente cercano era recordada por las mujeres mediante un año en el que usaban ropas negras (luto riguroso) y otro de medio luto (negro y blanco o atenuaciones del gris y el morado). En los hombres, el luto adquiría otras apariencias. Si bien los trajes negros eran inevitables en las ceremonias de cualquier tipo (y los pobres podían carecer de todo, menos de esas ropas que duraban decenios y se heredaban de padres a hijos), el resto del tiempo el duelo quedaba indicado por brazaletes negros en la manga derecha o una cinta negra puesta en el sombrero. La reglas que Manuel Carreño redactó a mediados del siglo XIX, se encontraban vigentes a mediado del siglo XX.
El traje debe ser todo él negro para hacer visitas de duelo y de pésame, y para concurrir a las reuniones de duelo, a los entierros, y a todo acto religioso que se celebra en conmemoración de un difunto. (…) Por los padres y abuelos, hijos y nietos, el luto dura seis meses; por un tío o un sobrino, un mes, y por cualquiera otro deudo, dos semanas. (…) Estos períodos en que se ha de llevar el luto se dividen en dos épocas de igual duración: en la primera de las cuales se usa el luto riguroso, y en la segunda el medio luto. (Manuel Carreño: Manual de Urbanidad y Buenas Costumbres)
Si bien los hombres continuaban sus actividades productivas, las mujeres debían recluirse durante las primeras etapas del duelo. Las compras eran encargadas a las vecinas, los noviazgos quedaban postergados. Vivir un duelo, para las mujeres de mi barrio, era reducirse a un estilo de vida puertas adentro, parecido al del Medievo.
Recuerdo la única foto de mis abuelos maternos que conservaban mis tíos. Los mostraba jóvenes y atractivos, en el día de su boda; la novia vestía de negro, las ropas ajustadas de comienzos del siglo XX que cubrían todo el cuerpo y solo descubrían el pálido rostro y las manos. Con toda seguridad, mi abuela usaba un corset de ballenitas que daba forma a su talle estrecho, y en la cabeza lucía un incongruente velo blanco. Matrimonio y duelo, celebración y pena, todo reunido.
Años más tarde, mi madre pasó por una situación similar. Sus padres habían muerto jóvenes, a poca distancia uno del otro, y ella debió obtener el permiso notariado de su hermano mayor, para casarse pocos meses antes de cumplir veintiún años. Por algún motivo, que escapaba a la lógica de la etiqueta, no había una foto de bodas, como tampoco había habido una ceremonia religiosa. Aunque no se trataba de un matrimonio apremiado por ningún embarazo, eran malos signos para la pareja.

jueves, 23 de septiembre de 2010

El arreglo personal a mediados del siglo XX


La gente se comunica no solo a través de las palabras, que a veces utilizan con timidez o torpeza, por lo que no logran comunicar más que la superficie de aquello que les ocurre. Hay otros recursos (otros lenguajes) a los que sin embargo no se les concede la misma importancia que a la palabra, y por ello son objeto de menor censura.
Vestirse, calzarse, peinarse, maquillarse, adornarse con accesorios, no suelen ser analizadas como actividades relevantes para entender una comunidad humana. Se da por sentado que cada uno de sus integrantes debe hacerlo de cierto modo, puesto que vive en un ámbito organizado y no puede andar desnudo o arreglado de manera “inadecuada”. Cualquier intento de ignorar o desafiar esas normas que (lo más probable) no se encuentran escritas, pero de todos modos son conocidas por todos, suele ser sancionado mediante el rechazo social. Alguien se viste de manera inapropiada para su edad, o se maquilla para simular lo que no es o disimular lo que es. No se necesita más para definir un código de comportamiento, que cambia de manera periódica.
El calzado elegante era incómodo, ajustado, puntiagudo y costaba mantener el brillo perfecto que socialmente se exigía. El calzado de entre casa era rústico: las alpargatas de áspera suela de cáñamo, que usaban hombres y mujeres por igual, las chancletas muchas veces manufacturadas por las mujeres.
Durante los años ´30, hombres y mujeres apretaban los cabellos lisos o en ordenadas ondas contra el cráneo, utilizando aceites perfumados (brillantinas) o fijadores (gomina). Poco importaba que los genes hubieran decidido suministrarles cabellos ondulados o ensortijados. La moda imponía un casco de pelos tan prolijo que un solo pelo fuera de lugar causaba espanto.
Durante loa años ´40, el peinado de las mujeres se volvió más elaborado y voluminoso. Poco importaba que la Naturaleza les hubiera dado una cabellera abundante o raleada. Mis tías usaban un postizo de fibra vegetal que denominaban banana, por la forma que lo caracterizaba y podía usarse de dos maneras: sobre la frente, para enmarcar la cara con un volumen curvo de cabellos que envolvían el postizo; o por detrás de la cabeza, como un subrayado a la curva del cráneo en el sitio donde se une con el cuello. En ambos casos, peinarse para salir o recibir al novio, requería el auxilio de al menos otra mujer de la familia. Para mis cinco tías, eso no era un problema. Siempre estaban dispuestas a ayudarse unas a otras.
Las peluquerías de damas eran escasas en San Pedro, a mediados del siglo XX. En mi barrio no había ninguna. La peluquería de hombres de la Avenida Sarmiento, en un local situado poco antes de llegar a Tres de Febrero, era la alternativa para las mujeres que optaban por el corte “a la garçonne”, una rémora de los años ´20 que se encontraba en retirada entre los adultos, pero que se convertía en el último recurso de las madres, cuando las niñas regresaban de la escuela con piojos.
Las tinturas para el pelo de las mujeres, quedaban reservadas a la figuras del espectáculo, pero incluso ellas eludía comentar el tema y trataban de argumentar que su belleza era natural, sin retoques de la química. El drástico cambio de color de pelo de Eva Duarte, al convertirse en Eva Perón, debió causar comentarios desfavorables de los adversarios políticos. Recuerdo el reportaje de Radiolandia sobre la joven Mirtha Legrand, en el que se informaba que ella “refrescaba” el rubio natural de sus cabellos con enjuagues de manzanilla. Si la belleza no era natural, quedaba disminuida para los evaluadores.
Los hombres maduros se teñían los bigotes y las cejas, a veces de manera afrentosa, de negro azabache, como el eterno líder socialista Alfredo Palacios o el escritor Enrique Larreta, opuestos en cuanto a ideologías políticas, pero coincidentes en su rechazo de las canas y el cuidadoso desplazamiento de los pelos que crecían en alguna parte de la cabeza, hasta cubrir lo que había quedado al descubierto.
A mediados de los ´60, uno de nuestros profesores de la Universidad apareció con las canas teñidas de un color que la publicidad denominaba visón, después de haber constituido una nueva pareja con una mujer por lo menos veinte años más joven y peluquera de profesión, una situación que alentó los comentarios mordaces de quienes lo detestaban. El artificio declarado era visto como un signo de debilidad en los hombres, y una muestra de poco decoro en las mujeres, incluso en una época en que la píldora anticonceptiva revolucionaba ideas milenarias sobre los límites de los géneros.
A mediados de los ´40, mis tías y mi madre discutían las ventajas de la croquiñol, una ondulación del pelo que se anunciaba como “permanente”, pero que de todos modos iba cediendo con el tiempo, el crecimiento natural del cabello y los lavados, por lo que al cabo de un año ya no quedaban rastros de ella. Cuando las mujeres regresaban de la peluquería de damas, traían un olor extraño y desagradable, de amoníaco y pelo quemado, como si acabaran de salir de la limpieza en seco de una tintorería. Había que resignarse a eso, porque tenían prohibido lavarse la cabeza durante varios días, para no deshacer la ondulación producto del calor.
Los rizos más sueltos, se armaban siguiendo un procedimiento del siglo XVIII, gracias al empleo de bigudíes variados a los que se sometía el pelo húmedo durante la noche. El tirabuzón que se obtenía, duraba pocas horas. En algunos casos, los bucles se modelaban con broches de metal y tiras de goma que mantenían sujeto el pelo. El procedimiento resultaba tan laborioso que exigía la colaboración de varias mujeres de la familia y se reservaba para algunas ocasiones especiales, como la Primera Comunión de mi hermana Marta, registrada por una foto del estudio Bennazar.
El fijador en spray, que hizo su entrada triunfal en los ´60, no existía. Por eso, no había que esperar que un arreglo capilar femenino durara mucho tiempo, a pesar del arsenal de horquillas y hebillas que se utilizaban. Ir a una fiesta, en esas condiciones, exigía una prudencia similar a la de Cenicienta: ningún encanto duraba hasta pasada la medianoche, y el espectáculo del artificio que se deshace delante de aquellos a quienes debiera encantar, es uno de los más deprimentes que puedan darse.
Los hombres gozaban de ventajas respecto de las mujeres, porque los jopos empinados que aparecieron hacia el final de los ´40, se armaban en segundos y duraban horas en su lugar, gracias a la gomina perfumada que antes había sido utilizada para aplastar en casco los cabellos más rebeldes.
Las mujeres del barrio se depilaban las cejas hasta dejarlas convertidas en un rastro indeciso, que retocaban con lápiz graso. Probablemente las maduras lo habían hecho durante años, y en algunas la carencia de cejas propias les otorgaba un aire de sutiles figuras del Renacimiento. Veinte años más tarde, al recorrer centro Europa, descubrí que la mayoría de las mujeres no se depilaban, porque ese tipo de cuidado las hubiera mostrado ante los demás como prostitutas. Tampoco los hombres vestían pantalones claros, para no ser confundidos con colaboradores del ejército de ocupación alemán (aunque la guerra hubiera concluido más de veinte años antes). En el arreglo personal que se efectuaba antes de que la televisión sincronizara y otorgara obligatoriedad a los paradigmas de todo el mundo, los cambios tardaban cierto tiempo (años) en imponerse en los distintos sectores de la sociedad, y mucho más en perder su atractivo inicial y reclamar su sustitución por otro paradigma.
El cine y la prensa podían marcar los cambios de la moda, como habían hecho desde comienzos del siglo XX, pero no llegaban a todos los consumidores en el mismo instante. Si lo isocronía es uno de los fenómenos que define a la modernidad desde el punto de vista de la comunicación, en mi infancia presencié los preparativos de una planificación de una estrategia que hoy otorga un abismante poder a los medios.
Cuando mi madre se pintaba la boca levemente, con el mismo lápiz labial que le conocí durante años, a continuación besaba repetidamente un pañuelo de papel, para que el artificio pasara desapercibido. Los celos de mi padre y el pudor de ella, no hubieran tolerado el empleo de otro maquillaje que unos polvos de arroz. Hasta un hombre tan poco convencional como Giaccomo Casanova, apreciaba el arreglo menos ostensible de las mujeres. Pintarse era propio de las actrices y prostitutas, dos profesiones que necesitaban atraer las miradas masculinas desde bastante lejos y bajo pésimas condiciones de iluminación. El resto de las mujeres, que era la mayoría, evitaba arreglarse o aparentaba no hacerlo, para que los hombres las respetaran. Menos maquillaje podía ser más efectivo cuando se trataba de preservar la imagen pública.

jueves, 16 de septiembre de 2010

Los juegos y el universo mental de los varones


A mediados del siglo XX, la televisión no era desconocida en San Pedro, gracias al cable coaxial que comunicaba a Buenos Aires con Rosario, pero todavía no se había convertido en una experiencia cotidiana, capaz de desplazar a cualquier cosa que se ofreciera para ocupar el tiempo libre de los niños. Con frecuencia salíamos a jugar (en la vereda, en la calle, en la casa de vecinos, con otros chicos de la misma edad o con adultos que no veían la posibilidad de jugar con niños como algo carente de sentido) y para jugar empleábamos una variedad considerable de artefactos.
En mi infancia había juguetes de madera, no pocas veces sin pintar, en ciertos casos de origen casero, en otros fabricados en serie. En un cajón del almacén de mi padre, cubiertos de polvo, perdidos entre mechas de lámpara de kerosene (lo que indicaba su antigüedad) hallé una serie de trompos de madera. Había muchas formas de jugar con ellos, siempre y cuando se consiguieran mantenerlos de pie sobre la punta metálica. Se les enroscaba un piolín, que al ser lanzados desde cierta distancia y altura, les imprimía un movimiento giratorio más o menos controlado. A veces, dos jugadores competían a colisionar los trompos y ganaba aquel que conseguía derriba al otro. Pero también había trompos que se hacía bailar en la palma de una mano, a pesar de las cosquillas casi hirientes de la punta metálica.
Todos coleccionábamos bolitas (metras o canicas, en otros países de la región) ignorando que heredáramos una tradición de cinco milenios de antigüedad y competíamos en improvisadas pistas que alisábamos en el suelo. Había una variedad de configuraciones, que invitaban a coleccionar las bolitas: estaban las ojos de gato, las veteadas, las metálicas. ¿Bajo qué condiciones impulsábamos la bolita con el pulgar o con el índice? He olvidado las reglas estos juegos que exigían una compleja coordinación muscular. En época de cosecha de frutas, empleábamos los pulidos carozos de níspero para jugar a la payanca, que incluía lanzamientos al aire de las semillas, para recogerlas en el dorso de la mano, que había girado en el ínterin.
Había juegos considerados masculinos, como remontar barriletes (volantines o cometas en otras partes del continente) por razones que todavía no entiendo. En mi barrio, eran construidos por los adultos, a quienes los niños recurríamos en busca de ayuda. Los hermanos Casini y mi tío Juan se destacaban por la habilidad para armar complicadas tarascas de caña de bambú y papel de seda, ornamentadas con flecos de papel y colas que adquirían peso gracias a los moños de tela. A pesar de que observaba a los adultos durante la tarea, nunca llegué a aprender la técnica de construcción, ni la manera de elevarlos, por lo que sospecho que los niños éramos una excusa que le permitía a los adultos continuar jugando, cuando no hubiera estado bien visto que lo hicieran.
Los zancos se pusieron de moda en algún momento, como sucedió con el Yo-yo, el Diávolo o el Hula Hula. Permanecían vigentes una temporada y luego se olvidaban, hasta que una nueva generación de chicos iba creciendo y los descubría (en realidad, la industria cultural se los planteaba de tal manera que resultaba imposible dejarlos de lado). Conseguí que uno de mis tíos improvisara un par de zancos con palos de escoba y tacos de madera, pero no era mucho lo que podía hacerse con ellos, si uno estaba solo. Hubiera sido formidable armar una comparsa de altas figuras con zancos y desfilar con máscaras y disfraces, pero esa tradición, que revivió el grupo teatral Bread & Puppet en los ´70 y siempre se mantuvo vigente en España o Alemania, era desconocida en mi barrio.
Mi primer rompecabezas estaba compuesto por 25 cubos de madera, cuyas caras mostraban escenas correspondientes a seis cuentos infantiles.
Una de mis vecinas me prestaba una caja de bloques de madera, con los que podían construirse maquetas de puentes y cabañas. Era un juego solitario y de paciencia, que consistía en seguir las instrucciones dibujadas. Muchos años después, como un hombre maduro, comencé a coleccionar piezas de Lego, para ejercitarme en el armado de modelos preestablecidos, como una forma de escapar a una profesión que tendía a volverse obsesiva. Después de una jornada montando documentales que habían surgido de la pura improvisación, Lego parecía lo más alejado de ese caos de imágenes y sonidos en el que debía establecer un orden sencillo pero no previsible.
En mi infancia había numerosos juguetes a cuerda, que se ponían en acción por escasos segundos. Una variedad interminable personajes humanos (conductores de motocicletas o autos) y animales de circo (osos y monos que tocaban los platillos o caminaban con torpeza). Tardábamos casi el mismo tiempo en dar la cuerda y disfrutar el movimiento.
No recuerdo que ninguno de los juguetes de mi infancia requiriera el empleo de la electricidad, salvo, quizás, El Cerebro Mágico, que encendía un foquito de linterna cuando la respuesta elegida para alguna de las preguntas preestablecidas era la correcta.
En cuanto a los juegos que requerían la intervención de grupos, no siempre disponíamos de suficientes participantes de la misma edad. Por ese motivo, nunca tuvimos un equipo de fútbol. Solo conocí las reglas del básquetbol y el todavía más distante béisbol durante las prácticas de Educación Física, en la secundaria. Para jugar a Las Escondidas o Policías y Ladrones, teníamos que reclutar a las chicas dispuestas a correr o perseguir de igual a igual a los varones, y ellas no siempre aceptaban ese rol que las exponía a ensuciarse la ropa, lastimarse las rodillas, despeinarse.
…95, 96, 97. 98, 99, 100. Punto y coma. El que se escondió, se embroma. (Anónimo: Las Escondidas)

Recuerdo unas pistolas de cartón impreso, que al ser agitadas desplegaban un doblez de papel Manila, produciendo un ruido equivalente al de un disparo con silenciador. Más frecuente era la imitación de una pistola con los dedos de la mano derecha y la onomatopeya vocal. Ninguno de estos juegos reclamaba demasiada tecnología. Bastaba con conocer las reglas que nos relacionaban a unos con otros y aplicarlas de manera precisa, para que la finalidad del juego (el entrenamiento en las complejidades de las relaciones interpersonales) se cumpliera a cabalidad.

jueves, 9 de septiembre de 2010

Los juegos y el universo mental de las niñas


-Buenos días, su Señoría / Mantantirurirulá.
-¿Qué quería su Señoría / Mantantirurirulá.
-Yo quería una de sus hijas / Mantantirurirulá.
-¿Cuál de ellas a usted le agrada / Mantantirurirulá.
-A mí me gusta la Inesita / Mantantirurirulá.
-¿Y qué le oficio le pondremos / Mantantirurirulá.
-La pondremos de barrendera / Mantantirurirulá.
-Ese oficio no le agrada / Mantantirurirulá. (Anónimo: Buenos días su Señoría)

Una niña enfrentaba a un grupo (de niñas, lo más probable) tomadas del brazo, como cuando las solteras de San Pedro salían a recorrer durante los fines de semana las veredas de la calle Mitre, al anochecer, donde lo solteros se apostaban para verlas desfilar y evaluarlas, cantando los versos anteriores en forma alternada, mientras ejecutaba movimientos de avance y retroceso respecto del otro grupo.
Desarrollaban un diálogo repetitivo, rítmico, en el que figuraban palabras que ya nadie usaba y otras que no pasaban de ser una fantasía evocadora del trato de los adultos en el mundo real, evocando un ambiente donde los padres entregaban a sus hijos como sirvientes de otros, para cumplir funciones desagradables (rechazadas inicialmente) hasta coincidir en álgún oficio aceptable. En ese momento, una de las niñas del grupo era entregada a quien la solicitaba para su servicio, y el canto se reiniciaba, para llegar a la entrega de otra de las hijas, hasta que el grupo inicial quedaba reducido a una sola niña y entonces el diálogo del intercambio de mujeres se invertía.
Una generación antes, mi madre y sus hermanas habían entrado tempranamente al mercado laboral, cuando por la edad hubieran debido estar en la escuela, porque la familia las retiró para que se ganaran la vida. Al jugar, se referían a situaciones que no tardarían en involucrarlas en realidad. Hoy, tres generaciones más tarde, gracias a la difusión de los Derechos de los Niños y los reclamos del mercado, había cambiado por completa la perspectiva de los adultos sobre la infancia y la ronda carecía de sentido.
Dados los peligros que acechan en el espacio público, los juegos colectivos se encuentran en retirada. En lugar de grupos de niños que encaran al mundo compartiendo las mismas estrategias, se tiene hoy a consumidores infantiles, aislados ante el mensaje de los medios masivos, temerosos de la respuesta que pueden hallar el diálogo con sus pares.
La hipótesis de una relación inversa entre juego y rito es en realidad menos arbitraria de lo que podría parecer a primera vista. (…) Los estudiosos saben que las esferas del juego y de lo sagrado están estrechamente ligadas. Numerosas (…) investigaciones muestran que el origen de la mayoría de los juegos que conocemos se halla en antiguas ceremonias sagradas, en danzas, luchas rituales y prácticas adivinatorias. Así, en el juego de la pelota podemos discernir las huellas de la representación ritual de un mito en el cual los dioses luchaban por la posesión del sol; la ronda era un antiguo rito matrimonial; los juegos de azar derivan de prácticas adivinatorias; el trompo y el damero eran instrumentos adivinatorios. (Giorgio Agamben: Infancia e Historia)

El establecimiento de parejas heterosexuales era el tema recurrente de las rondas. Unas veces aparecía en las letras, otras en la gestualidad. El mundo evocado por las rondas, no era demasiado actual. En ciertos casos, mimaba el desempeño de los adultos de un par de siglos antes, en el ámbito de la vida cortesana, tan distante de la realidad de un barrio de mediados del siglo XX.
Me arrodillo a los pies de mi amante,
Me levanto constante, constante.
Darás un paso atrás, harás una reverencia.
Dame una mano, dame la otra,
Dame un besito, sobre la boca. (Anónimo: La Pájara Pinta)

En Martín Pescador, los modales cortesanos se encuentran ausentes. Se trata de mimar las relaciones más crudas entre los sexos, en las que los hombres atrapan a las mujeres y las convierten en sus presas, ante la indiferencia de los testigos. Nada podría ser más normal. Como se trata de textos cantados por niñas, el cambio de género de los hablantes puede desconcertar al principio. En un momento hablan las mujeres, pero a continuación responden los hombres.
-Martín Pescador, ¿me dejará pasar?
-Pasará, pasará, pero la última se quedará. (Anónimo: Martín Pescador)

Al jugar a la Mancha, se expresaba el horror femenino al contacto físico con el hombre (el Lobo, modelado de acuerdo al antagonista de Caperucita Roja, que se preparaba cuidadosamente para salir de cacería de mujeres, tras un strip tease invertido):
-Juguemos en el bosque
Mientras el Lobo no está.
-¿Lobo está?
-Me estoy poniendo los pantalones [los zapatos, la camisa, etc.] (Anónimo: Juguemos en el bosque)

El hombre llegaba a la escena femenina para perseguir al tropel de niñas, que en unos casos quedaban inmovilizadas al ser tocadas o “manchadas” en la parte que hubiera experimentado el contacto. El mensaje implícito no llega a la expresión verbal, pero no deja ninguna duda. Las mujeres no pueden defenderse, los agresores masculinos pueden optar entre la cacería salvaje del Lobo y Martín Pescador, y la cacería civilizada de La Pájara Pinta.
En las viejas rondas, las niñas formaban un círculo, de donde emergía una solista que utilizaba el interior del grupo (un ámbito protector establecido por sus iguales) para exhibirse al mundo, sin correr los riesgos que le esperaban a una mujer sola, que intentara hacer lo mismo.
Déjenla sola, solita y sola
Que la quiero ver bailar,
Saltar y brincar,
Y moverse con mucho donaire. (Anónimo: Yo la quiero ver bailar)

Mis hermanas jugaban esos juegos inocentes con otras niñas del barrio, después de haberlo aprendido de sus mayores. El rol que se le concedía en esas actividades lúdicos a las mujeres, era el matrimonio. Podía permitírseles que circularan por la calle y mostraran sus encantos, una liberalidad que la sociedad tradicional hubiera negado tajantemente, siempre y cuando fuera para ofrecerse en matrimonio. La figura del hombre que asistía a ese despliegue de mujeres disponibles, no estaba ausente de las rondas. Él evaluaba a las candidatas, desechaba la mayoría y se quedaba con una, sin pedirle su opinión.
-Yo soy la viudita, del conde Laurel.
Me quiero casar y no sé con quién.
-Con esta sí, con esta no,
Con esta señorita, me caso yo. (Anónimo: Yo soy la viudita)

En ocasiones, las niñas jugaban a las estatuas, una actividad a la que Julio Cortázar dedicó un cuento que descubre lo siniestro debajo de lo trivial. Los juegos revelaban (comunicaban) una visión del mundo que se anunciaba sin embargo como algo irrelevante. La rayuela convertía la visión dualista del universo, del Infierno al Paraíso, en un desafío físico de saltos que hacían volar las faldas de las niñas que jugaban, mientras abrían y cerraban las piernas (un gesto que desde la visión del filme Viridiana de Luis Buñuel, ha quedado desprovisto de toda inocencia).
A pesar de la aparente trivialidad de los juegos infantiles, circulaba entre ellos una perspectiva homogénea de los roles que la sociedad de hace medio siglo atribuía a hombres y mujeres. Ellas eran presentadas siempre como el objeto fundamental de la actividad masculina. Ellos las seleccionaban (y atrapaban) o desechaban como sus posibles parejas, mientras ellas huían o se ofrecían en matrimonio. La posibilidad de que hubiera mujeres que pactaran de igual a igual su relación con los hombres, o que les impusieran a ellos sus demandas personales, no figuraba en los juegos, por lo que estos pueden ser entendidos como una forma de aleccionamiento infantil, cuyo poder de convicción aumentaba al repetirse y mostrarse como un simple entretenimiento, sin la menor trascendencia.
Se me ha perdido una niña
cataplín, cataplín, cataplero.
Se me ha perdido una niña
en el fondo del jardín.
Yo se la he encontrado
cataplín, cataplín, cataplero.
Yo se la he encontrado
en el fondo del jardín. (Anónimo: Cataplín, Cataplín, Cataplero

Encerradas, protegidas del mundo exterior a la familia, que se anunciaba cruel, las niñas crecían desinformadas de los peligros que las acechaban, imaginando que podían ser más divertidos que la protección tan aburrida que no habían solicitado, y gracias a eso eran capaces de extraviarse en cualquier momento, a pesar de la constante vigilancia a la que eran sometidas, no por maldad femenina sino por inmadurez, con las peores consecuencias previsibles para ellas y sus parientes. Aquella que se perdiera, no podía regresar al buen camino, excepto que se casara lo antes posible, no importaba con quién, para tranquilizar a los vecinos, que sin embargo no olvidarían el desliz.