jueves, 26 de mayo de 2011

Sueños de mujeres jóvenes

Portadas de novelas de Corín Tellado
Aquellos que a mediados del siglo XX estudiábamos la secundaria en la escuela pública, mirábamos desde lejos, con tanta ignorancia como prejuicios, la formación que podía impartirse en un establecimiento privado dirigido por sacerdotes y monjas. La existencia de instituciones como esas, organizadas al amparo de la libertad de pensamiento que garantiza la Constitución, entraba sin embargo en conflicto con la visión laicista de Sarmiento y otros próceres del siglo XIX que uno podía no respetar y sin embargo aceptaba como la más coherente con la modernidad.
Aunque nosotros teníamos Religión y Moral como una de las materias del programa de estudios, y nos exponíamos a ser vistos como judíos o masones si rehusábamos cursarla, imaginábamos la enseñanza de una escuela privada como una rémora inaceptable del Medioevo, donde se castigaba la llegada tarde a misa y probablemente la Tierra continuaba siendo el centro del universo.
Desprender al Estado de la tutela que había sido ejercida por la Iglesia Católica desde la época de la Colonia, fue una de las batallas históricas de fines del siglo XIX en Argentina, que había tenido como hitos la ley de matrimonio civil, el establecimiento de cementerios públicos y la enseñanza laica. Hoy la polémica entre educación laica y educación privada es cosa del pasado, pero llegó a generar apasionados enfrentamientos a comienzos de los ´60.
Mi amiga Susana C. me describe desde San Pedro su experiencia de haberse formado en ese espacio que imaginábamos retrógrado: En la escuela religiosa donde estudié [Nuestra Señora del Socorro] estábamos bajo las órdenes de la Comunidad de la Misericordia y éramos solo mujeres. En cuanto a la enseñanza profesional, no puedo quejarme. Casi todas las egresadas ejercimos la docencia primaria, terminamos nuestras carreras con cargos jerárquicos, pero sin duda lo que nos marcaba era la parte ética, vista desde la perspectiva del catolicismo, donde todo era pecado, cuando entrábamos en la época de los primeros noviazgos”.
Tanta cautela, al acercarse el fin de los años `50 y comienzo de los ´60, una de las etapas más agitadas del siglo XX en cuanto a cambios de costumbres y valores (uno de sus hitos culminantes fue el Concilio Vaticano II que renovó profundamente a la Iglesia Católica), hubiera debido rendir frutos, al formar mujeres preservadas de la compañía masculina durante los estudios, destinadas a una profesión tradicionalmente femenina, conscientes de lo que les correspondía aceptar y desechar de las nuevas tendencias.
A mediados del siglo XX había quedado en claro que la prohibición no era la mejor forma de obtener la obediencia de los jóvenes, que por primera vez eran encarados por la sociedad moderna como consumidores dignos de ser tomados en cuenta.
De acuerdo a mis informantes, en la escuela se rezaba cuando las estudiantes entraban y cuando se retiraban, además estaba la capilla a la que solían concurrir en horas libres, que no eran tales, porque se convertía en horas de oración. La Madre Superiora Quirubina era la directora del establecimiento. Ella enseñaba Botánica, Zoología y Química. Si por cualquier causa faltaba alguno de los profesores seglares (muy pocos) mandaban a las estudiantes a la capilla, a rezar, pero tampoco en ese lugar consagrado las dejaban solas, porque las acompañaba la Hermana Silvia, que enseñaba Psicología y Religión. Raramente quedaban a solas en el patio o en el salón de clases.
Cuesta imaginar desde la actualidad un universo tan estricto y defensivo, respecto de una modernidad que se estaba imponiendo en todos los ámbitos, fuera de los muros del colegio.
En la escuela pública de San Pedro, dominaba el guardapolvo blanco, almidonado, que tanto costaba mantener limpio, ajustado en la cintura, con tablas y vuelo para las muchachas y recto para los chicos. En la escuela religiosa, las estudiantes usaban un uniforme de camisa blanca, con júmper azul cortado en la cintura, la falda con tablas encontradas, larga sobre la rodilla, medias tres cuartos hasta la rodilla, color marrón y zapatos abotinados, negros y bien lustrados. No podía faltar la boina azul en la cabeza. Durante el otoño y el invierno, el uniforme incluía una campera azul sin cuello y con botones. Los días de mucho frío, se cubrían con un tapado azul, de paño muy grueso, cruzado, con botones, cuello solapa, una tabla en la parte de atrás encontrada y una martingala.
En el júmper no debía faltar un escudo blanco con letras en azul que identificaban al colegio. En el colegio religioso que me describen mis informantes, era obligatorio concurrir de uniforme a la misa de los domingos a las 10, y a clase todos los días. Puede imaginarse la satisfacción de adolescentes obligadas a vestir las mismas ropas casi todo el tiempo.
Paula Rego: El hombre almohada
Vestirse igual, comportarse igual, incluyendo las oraciones, coincidir en los mismos horarios, son algunos de los requerimientos de todos los grupos humanos (isopraxis es la denominación técnica) dotados de cierta homogeneidad ideológica. Si los individuos se parecen lo suficiente, y muchos lo necesitan tanto como alimentarse o dormir, pasan a compartir valores y establecer proyectos conjuntos. La vida en sociedad depende del establecimiento de estos rituales que pueden parecer irrelevantes.
En el caso de las mujeres, que la tradición consideraba atadas al hogar, apartadas de las grandes estructuras sociales, el vestuario era (es) una de las formas más eficaces de incorporarse al colectivo. La vida de las adolescentes de entonces, dicen mis informantes, estaba marcada por las prohibiciones de todo tipo. Si las dejaban salir un fin de semana, era hasta el Butti, temprano y acompañadas por amigas. Allí tomaban alguna gaseosa o café. Los padres las iban a buscar, a pesar de que todo ocurría a poca distancia de sus casas. Cuando existían las matinés del club Paraná, las dejaban ir, pero allí también los padres las pasaban a buscar, después haber visto alguna película en el cine. Si los adultos no estaban disponibles, matrimonios conocidos las llevaban a los bailes del Club Mitre. Siempre andaban en grupo y los padres de una u otra chica las iban acompañando hasta sus casas. No conviene imaginar que la diversión vigilada por los adultos fuera todas las semanas. Por lo general, era cada quince días.
Las celebraciones de entonces eran discretas. Mi amiga S.C. recuerda su fiesta de quince, en la casa de su familia, que mi abuelo había construido medio siglo antes en calle Libertad. La comida había sido preparada por sus padres, el vestido lo había cosido su tía, era celeste, con mangas y lo acompañaba con un saco (puesto que las monjas, con celo digno de la cultura islámica, insistían en que las jóvenes que ellas educaban no debían mostrar los brazos). Los invitados eran sus abuelos, sus tíos, los primos y otros parientes, sus compañeras de escuela.
Mis informantes recuerdan un panorama curioso de su paso por la escuela religiosa. Por un lado, sus padres estaban convencidas de que esa era la mejor educación que podían suministrar a sus hijas; por el otro, aunque estuviera en desacuerdo, una adolescente no podía cuestionarlos. Ellos habían elegido esa educación que debían pagar y resultaba bastante cara para la época.
De acuerdo a lo que me cuentan: “Algo muy significativo fue que muchas de nosotras nos casamos con nuestros primeros novios, a pesar de que un alto porcentaje terminó separada y algunas volvieron a formar pareja”. El mundo simplificado, optimista, del amor romántico, las tradiciones a veces opresivas, se estaban quebrando por muchos lados al mismo tiempo, durante la segunda mitad del siglo XX. La prédica de unas cuantas monjas que resistían a la desacralización del mundo, no podía revertir el proceso.
S.C. me cuenta: “De las religiosas que estaban al mando del colegio, recuerdo que la Superiora era muy vieja y falleció en el cargo, mientras otras monjas pasaron por crisis de vocación y dejaron los hábitos. Una de las más jóvenes, terminó casándose años más tarde con el hermano de una compañera de ella, de la misma Congregación. Ese ambiente contradictorio, apegado a las tradiciones y en crisis, resultaba poco menos que inimaginable para quienes pertenecíamos a la misma generación, pero nos educábamos en la escuela pública. Protegida por los altos muros de un convento, en pleno siglo XX, se formaba una mentalidad femenina progresista en más de un sentido, puesto que incluía la decisión de encarar una profesión (la docencia) que permitiera a las mujeres ganarse la vida, y notablemente anticuada al mismo tiempo, porque ponía la constitución de una familia como vocación fundamental de las mujeres.
Roy Lichtenstein:El beso
Las novelas de Corín Tellado dieron forma simultáneamenta banal y perversa (de aceptar la interpretación ya clásica de Guillermo Cabrera Infante) a ese imaginario femenino. Los miles de personajes femeninos que ella inventó durante décadas, reviven los modelos antiquísimos de la Bella Durmiente y Cenicienta, plantean una visión del mundo que debería tranquilizas a las lectoras y las invita a esperar el desenlace feliz a todos sus interrogantes, que un hombre gruapo habrá de suministrarles.
El pintor norteamericano Roy Litchenstein dio forma paródica a esa cosmovisión miope en sus obras pinturas, que reciclan los estereotipos del comic elaborado para mujeres (Sussy), poblado por figuras glamorosas e irreales, volcadas por completo a las emociones amorosas, donde las mujeres se entregan siempre a las decisiones masculinas para otorgarle algún sentido a sus vidas.

domingo, 22 de mayo de 2011

Encuentros (y desencuentros) de parejas a mediados del siglo XX


La verdad es como una novia sin ajuar. (Francis Bacon)

Durante los años ´30, mi padre sostuvo con mi madre un noviazgo de seis o siete años, precaución que no obstante fue insuficiente para que la relación de ambos resultara satisfactoria cuando se casaron. Mi tía Matilde esperó veinte años a Isidro, su novio de juventud, y la opresión de la vida en común derivó en enfermedad mental apenas se casaron. Se habían equivocado en un paso que todo el mundo considera trascendente y no supieron cómo retroceder, para no sufrir las consecuencias de una relación fallida.
Mis tías maternas, a comienzos de los ´40, se casaron después de prolongados noviazgos. Eso era lo correcto en San Pedro, que las mujeres prepararan el ajuar (generalmente con sus propias manos, en lugar de comprarlo) trabajando durante años, tras haber decidido casarse, aunque sin fijar todavía fecha para el evento. Debían bordar el monograma de la pareja en sábanas, manteles y toallas, después de haber adquirido la tela con sus ahorros. Soñar con el ajuar, se consideraba un buen augurio. El matrimonio sería feliz, lo completarían bellos hijos y la aprobación de todo el mundo para la mujer que protagonizaba ese cuento de hadas.
Al hurgar en la memoria, recuerdo las sábanas caladas, que probablemente fueron bordadas en conjunto por mi madre y sus hermanas, que solo en grandes ocasiones se utilizaban en mi casa. Las novias cosían los edredones y camisas de dormir, bordaban los pañuelos, las zapatillas de noche, tejían las mañanitas (como luego los escarpines de sus hijos). Mientras no se casara, la joven no podía usar ninguna de esas prendas.
Desde épocas inmemoriales se repetían estas interminables dedicaciones al ajuar, que suministraban un aura mítica en torno al matrimonio, como el ámbito donde las destrezas de un género se ponían de manifiesto, para exclusivo disfrute de un único espectador, el marido.
Cuando las parejas no disponían de muchos recursos, el tiempo, las habilidades y energías de las novias eran la fuente principal de esos primores, que quedaban (en el caso de mis padres) como monumento a un proyecto largamente preparado y no obstante fracasado.
Un casamiento de apuro (que los había, no pocas veces exitosos, aunque estaban basados en la pura atracción física) se convertía en tema de conversación de hombres y mujeres por un tiempo, pero no tengo la impresión de que nadie fuera discriminado de manera duradera por eso. El tiempo restañaba las infracciones. Hasta las uniones de hecho terminaban por ser aceptadas con el tiempo (a pesar de la indignación de mi padre, que en esos casos aplicaba un código ético que pasaba por alto habitualmente).
Las parejas que se formaban a mediados del siglo XX, dependían de factores tan ajenos a la iniciativa de sus integrantes, como el haberse conocido desde la infancia, haber compartido la escuela o conocerse desde los bailes de fin de semana.
Cuando mi amiga S.C. recuerda su fiesta de quince años, preparada por su familia, en la que ella y sus amigas del colegio religioso tuvieron la oportunidad de bailar. La música la había traído uno de sus primos, provenía de un tocadiscos, donde tocaban discos de 78 rpm. Una de sus compañeras convenció a su padre de que permitiera la asistencia de unos cuantos amigos varones. Por ese entonces, varias compañeras tenían novio. ¿Cómo pudieron conseguirlos, cuando se movían en un ambiente que parece salido del Medioevo?
Existía un grupo de amigos que iban a la escuela pública, con quienes las chicas del colegio religioso se encontraban en los bailes. Deben haber parecido más atractivas, cuanto más encerradas se encontraban. En algunos casos, los familiares del otro género y la misma edad servían de contacto. Uno de los primos de S.C., que disfrutaba el privilegio inusitado de conducir un auto, llevó a la fiesta de quince a un grupo de jóvenes no invitados inicialmente, desde el Butti, donde habían estado esperando que les avisaran la autorización del padre. Tal era el respeto que todos tenían por los mayores, tanto las chicas como los chicos (algo que difiere bastante de lo que sucede en la actualidad).
De acuerdo a mis informantes, las amigas del mismo grupo conocían a sus novios de diversas maneras: algunas en los bailes, otras en las salidas por la calle Mitre durante la tarde cuando salíamos a caminar, mientras se escuchaba la emisora de circuito cerrado Apa, con sus secuencias de publicidad, música popular y noticias.
Las hormonas de las adolescentes eran un factor incontenible, contra el cual las restricciones de las monjas perdían la batalla. Las reglas de la educación religiosa no lograron impedir que muchas se pusieran de novio.
Como después de todo eran chicas serias, de buenas familias, los novios no tardaban en conocer a los padres y someterse a las reglas de comportamiento que ellos imponían. Años más tarde, algunas se quejan de no haber tenido la oportunidad de salir a escondidas y conocer a quienes se convirtieron en su pareja de otra manera.
Una de mis informantes cuenta que conoció a su primer novio (el mismo que iba a convertirse luego en su marido) en una fiesta que se hizo en la misma escuela religiosa, porque él tocaba en la Banda Municipal, y era pariente de una de sus compañeras.
El primer encuentro de la joven pareja fue a la salida de misa del domingo, a la que concurrían obligatoriamente (se pasaba lista). En adelante, se encontraron en las matinés bailables del club Paraná, aunque no por mucho tiempo, porque los padres no tardaron en darse cuenta y los obligaron a verse en la casa. Esto, en lugar de facilitar el conocimiento efectivo de ambos, se convirtió en un obstáculo, porque no les permitían salir por su cuenta. En algún momento decidieron casarse, hasta que la muerte los separara, sin estar demasiado informados respecto de la persona con quien lo hacían.
Casarse con el primer novio era el ideal de las chicas de entonces, como si las decisiones tomadas bajo la ceguera del enamoramiento, pudieran ser las mejores para construir una relación estable.
Más de una mujer se casaba y luego descubría que ese matrimonio había resultado un fracaso, que no existía compatibilidad con el marido, que debía compartirlo con otra, etc. Cuando había hijos de por medio, costaba rectificar la decisión inicial. Las leyes no las favorecían y la publicidad del fracaso era ya una situación humillante. Luego, estaban los medios de vida de una separada. ¿Cómo se las hubiera arreglado aquella que no disponía de una profesión o recursos propios? Cuando la pareja no había tenido hijos, de todos modos costaba iniciar la separación, porque las familias detestaban confesar el fracaso, que podía ser atribuido a la mujer antes que al hombre. No era raro que matrimonios fracasados se arrastraran durante años.
Según mis informantes, el superficial conocimiento con el que las parejas de hace cuarenta o cincuenta años llegaban al matrimonio, terminó revelándose como un obstáculo grave para una convivencia duradera.
En la actualidad, los índices de nupcialidad han descendido en todo el continente. El descrédito del matrimonio era tradicional en países del Caribe como Venezuela, donde la mayor parte de los hijos nacían fuera del matrimonio, pero hoy, tanto en Argentina como Chile, cada vez se casan menos jóvenes y cuando lo hacen es tras haber convivido varios años y haber procreado algún hijo. La gente teme fracasar en una relación estable o considera inútil cualquier compromiso a largo plazo.
Las mujeres separadas en el último tercio del siglo XX, me cuentan, concurrían a sesiones de terapia, con el objeto de superar la experiencia. ¿No era un progreso? En la generación anterior, no hubieran tenido ningún profesional que las asesorara. Algo debía haber cambiado en la mentalidad colectiva, puesto que se las consideraba víctimas y no pecadoras. Se esperaba de ellas que reorganizaran sus vidas, que armaran otras parejas, no que se encerraran para llorar (avergonzadas, golpeándose el pecho) una desgracia irreversible.
Tal vez alguien las mire todavía hoy como las únicas responsables de su desgracia. Debieron tolerar su desgracia con resignación, como una prueba que Dios les ha mandado y sus abuelas ni siquiera mencionaban. Debieron elegir mejor al hombre con el que se unieron de manera tan solemne (aunque nadie las preparó para hacer otra cosa que aceptar la imagen idealizada de los hombres que habían decidido tomarlas como pareja). La misma Corín Tellado, pésima consejera por intermedio de sus novelas de tapa blanda sometidas a la censura de los editores de la España franquista, en la realidad se las compuso para sacar a las patadas de su entorno, al marido ideal que la defraudó. Otros tiempos, otras costumbres. Las parejas fracasan, a pesar de las buenas intenciones, y en tal caso la gente trata de retomar el control de su vida.