jueves, 9 de junio de 2011

El depredador en su coto de caza

Lewis Carroll y Alice Liddel
Usaba un bigotito cortado al estilo de los actores de Hollywood, Ronald Colman o Errol Flynn, una prolija línea sobre el labio superior, que debía costarle mucho trabajo mantener. Vestía siempre traje y corbata. Controlaba sus palabras y las risitas con las que planteaba su máscara de trivialidad. Mantenía el brillo de los zapatos impecable. Entró en una familia donde había media docena de niñas de diversas edades, hijas de los hermanos de su mujer. Pudo tratarse de una coincidencia, pero una vez que la detectó, el hombre no iba a desaprovecharla.
Esas niñas se convirtieron en el centro de sus sueños, en las receptoras de sus regalos de adornos para el pelo y ropas a la moda, en sus invitadas para ir al cine, a ver películas autorizadas para menores, durante las funciones de la tarde, cuando las madres se las entregaban, felices de que el tío maduro fuera tan atento que les ofreciera helados antes de la proyección y luego bombones de licor, envueltos en papel metálico, que sus dedos liberaban de la cobertura, para depositarlos directamente en la boca de la agraciada. Con cuidado, sin morder el chocolate, les advertía, porque el licor podía derramarse y manchar la ropa. En caso de que se emborracharan, él las cargaría en brazos hasta llegar a su casa.
Un caballero tan atento solo podía ser visto con un poco de pena por las mujeres adultas de la familia. ¡Ah, si ellas hubieran tenido hermanos o maridos o hijos como él, tan considerado con las damas, incluyendo a las niñas, probablemente porque su mujer no le había podido darle hijos y se permitía maltratarlo verbalmente, delante de testigos, cuando el malhumor la dominaba!
Con frecuencia, las niñas no tenían ganas de ir al cine con el tío, a pesar de que pasaban películas de Walt Disney o Marcelino, Pan y Vino, y las madres las obligaban. ¿Cómo podían ser tan desconsideradas, cuando el tío se tomaba la molestia de invitarlas? Nadie iba al cine solo. Hacerlo era confesar una carencia humillante de compañía. Por algo la gente vestía sus mejores ropas, se peinaba y perfumaba, aunque luego pasaran tres horas sentados en la penumbra, sin hablar con sus vecinos.
Durante las proyecciones dobles, el hombre toqueteaba a su sobrina de turno. Pasaba el brazo sobre el respaldo del asiento, o tropezaba por casualidad con una mano o el muslo, se apoyaba. Jamás nada que pudiera ser denunciado luego. Para los desbordes, estaban las empleaditas más jóvenes de su comercio, que solían ser reemplazadas al cabo de pocos meses, porque se volvían demasiado exigentes, adoptaban poses de dueñas del lugar y él se veía obligado a sustituirlas.
Fragmentos de la biografía de este personaje me fueron llegando muchos años más tarde, cuando sus víctimas eran adultas y podían contar con cierta distancia y burla, todavía mezcladas con vergüenza, sus desmanes. Les había ensombrecido la niñez y el comienzo de la adolescencia con sus toques tal vez más íntimos de lo que ellas estaban dispuestas a reconocer. Al pasar el tiempo, la humillación no terminaba de cicatrizar.
El tío cariñoso era un tema que no se mencionaba en voz alta, como la enfermedad mental de algún primo o el aborto espontáneo de alguna vecina. Eso pasaba, desgraciadamente, y el acuerdo tácito era mirar para otro lado, no darse por enterado. Gracias al pudor de las víctimas, la cacería continuaba hasta que las niñas crecían, y tal como demuestran los textos de Lewis Carroll (Alicia en el País de las Maravillas y A través del Espejo), las niñas iban perdiendo todo su atractivo por el triste hecho de crecer.
Al convertirse en mujeres jóvenes, el depredador dejaba de encontrar en ellas la inocencia que tanto lo excitaba y le permitía reconstruirlas en su imaginación, como víctimas incapaces de defenderse. Las fotos de la pequeña Alice Liddel semidesnuda, cubierta de harapos, en lo que se presenta como el retrato (posado) de una pordiosera victoriana, destruyen para siempre cualquier visión de los textos de Carroll que intente presentarlos como un pasatiempo inocente, una extravagancia. En las fantasías del hombre, probablemente las niñitas lo asediaran, le rogaran que les concediera la oportunidad de hacerlo experimentar ese placer que él obtenía de sí mismo, cuando quedaba a solas con sus fantasmas.
Hace medio siglo, la palabra pedofilia no formaba parte del léxico habitual de la mayoría de la gente. La radio y la televisión no la mencionaban. Cuando el cine argentino presentó una película como El Vampiro Negro (1953) de Román Viñoly Barreto, lo hacía de manera tan estilizada y tremendista al mismo tiempo, que costaba conectarla con situaciones del mundo real.
El depredador que aquí evoco, murió muy viejo, sin ser acusado de ninguno de los abusos que cometió. Las víctimas no hablaban del tema. Durante la infancia, por no tener muy claro lo que pasaba. Luego, para no involucrar a sus padres en un conflicto que solo podía perjudicarlos a todos, comenzando por ellas mismas, cuando el asunto se ventilara.
Tampoco los viejos amigos del hombre, que se reunían en el club para jugar a las cartas todas las tardes, se hubieran atrevido a confrontarlo con la verdad, sin cuestionarse ellos mismos por su inoperancia. ¿Cómo podía justificarse que hubieran pasado tantas horas con él, sin darse cuenta de sus preferencias? ¿Acaso lo sabían y compartían sus gustos, o preferían hacer la vista gorda, por tratarse de alguien con quien compartían un buen rato? Si todos ignoraban los rumores, era porque quizás nada hubiera pasado en la realidad y solo se tratara de malintencionados. Lo mejor en esos casos, era confiar que nada hubiera pasado. Punto.