lunes, 17 de septiembre de 2012

Mujeres ideales y otros fantasmas

Petrus Christus:
Retrato de una dama
Cuando no siendo tan joven (al cumplir treinta años) conocí a quien fue mi esposa durante medio siglo, por algún motivo que ahora no recuerdo, le informé que no era mi mujer ideal. A pesar de haber incurrido en una aclaración innecesaria (hoy se diría "políticamente incorrecta") me cuidé de describirle cómo era esa figura que cada hombre se forma en su imaginación, muy temprano en su vida y lo más probable que no por decisión propia, sino por el azar de las experiencias que acumula.
No diré que nuestra relación sobreviviera cinco décadas por ese gesto imprudente, pero al menos tampoco continuó en el fatal malentendido de que ella era mi mujer ideal, una situación que tarde o temprano se hubiera descubierto, porque uno tiene diferencias con su pareja y una relación estable las destapa a todas. Tal vez mi revelación no resultaba demasiado alentadora para ella, como en alguna oportunidad me lo recordó frente a nuestros amigos, pero era la verdad y a la larga se convirtió en prueba de la solidez de nuestra relación.
Tampoco yo esperaba ser su hombre ideal, ni creía útil averiguar sus fantasías para intentar ajustarme a ellas. Fuimos dos personas contradictorias y eso era lo bueno (también lo difícil) de una relación de pareja, que podía funcionar o no, que exigía redefinirse mediante negociaciones y establecimiento de límites a cada rato.
Comprometerse a vivir en pareja con la mujer ideal o no comprometerse a vivir en pareja con nadie, hasta encontrar la mujer ideal, son errores en los que no aconsejaría incurrir a ningún joven, porque solo conducen a la decepción o la soledad.
En mi infancia conocí entre mis vecinos y parientes a demasiada gente que parecía estar esperando la pareja ideal y mientras tanto dejaba pasar las oportunidades que la vida cotidiana les ofrecía. Recuerdo la decepción generalizada cuando la hija del mecánico del barrio, que era rubia, alta, bonita, trabajadora, ocurrente, pero que también estaba superando los 28 años sin que se le conociera un novio oficial, anunció de un día para el otro que se casaba con el ayudante de su padre, un tipo pobre, nada rubio, menos alto que ella, más joven y poco atractivo, de acuerdo a la opinión generalizada. ¿Qué esperábamos nosotros, que no teníamos nada que esperar de una situación como esa? Al menos, la llegada del Príncipe Azul. Si ella hubiera aceptado la imagen que entre todos (incluyendo varios hombres que pudieron cortejarla y finalmente no se arriesgaron) habíamos elaborado con tanta buena voluntad, ella se hubiera quedado soltera. En buena hora, no se dejó llevar por la opinión dominante, que no podía ignorar, y optó por lo que había.
Mi padre le confesó a mi mujer, durante los últimos años de su vida, que había estado enamorado de mi madre desde que ella todavía era una niña (había siete años de diferencia entre ambos). Esa idea me perturba todavía: ¿cómo pudo conservarse esa pasión mientras ella crecía, y al mismo tiempo fallar de manera tan lamentable, cuando el matrimonio se consumó? 
Mi mujer ideal se fue definiendo, según creo, durante la infancia. Muchos años después la descubrí en el curso de una visita a un museo alemán y hace poco la recuperé en Google. Era la imagen de una joven pintada por Petrus Christus, artista del siglo XV que me deslumbró cuando yo tenía siete u ocho años, gracias a las reproducciones de arte, impresas en colores bastante dudosos, que traían las páginas centrales de la revista Para Ti que compraban nuestros vecinos, los Boccardo, y luego apilaban en un ángulo de su dormitorio, detrás de un enorme ropero victoriano.
Mis conocimientos de la Historia de las artes plásticas se fueron acumulando así: quitando páginas en colores a las revistas que habían comprado mi madre, mis tías o las vecinas, anotando los nombres de los artistas y buscando más datos biográficos en la enciclopedia del colegio, cuando descubrí que la existencia de esos libros intimidantes.
Vermeer: Niña de la perla
La joven medieval, con el cabello oculto por un tocado que deja al descubierto la frente, tenía más de una semejanza con la joven de la perla que pintó Vermeer y las dos o tres fotografías de mi madre antes de casarse, muy delgada, triste, incapaz de fingir una sonrisa para la cámara Kodak de mi padre.
Se parecía a la mirada de quien iba a convertirse años más tarde en mi mujer. Probablemente esta afirmación no pasa de ser una fantasía discutible: la mayor parte de los rostros humanos tienen algo en común, que los identifica como miembros de una misma especie. Había, no obstante, en esas figuras, un enigma, una seriedad que me atraía. Quizás fuera el pañuelo que cubría el cabello y dejaba al descubierto la frente (rémora de la práctica de la Enfermería, en el caso de mi mujer). Lo más probable es que la gente busque imágenes de otros seres humanos alegres, que prometen hacer pasar un buen rato a quien las contemple.
Amada González
Hace veinte años, al escribir una pieza teatral que se titula Fuego y Cenizas, exploré el tema del atractivo que una mujer triste puede tener para un personaje masculino y tardé bastante en darme cuenta de lo que había hecho: un autorretrato con el que no terminaba de identificarme. Entiendo que otras mujeres resulten más deseables, pero yo entraba en sintonía con un estado de ánimo no expresado por las palabras, capaz de ser deducido a partir de los silencios, que presentaba a esas mujeres como objetos frágiles, incluso necesitadas de auxilio. Sin duda estoy dando forma a fantasías de rescate de la mujer que no termino de descifrar, como le sucedió a mi padre, y tengo la impresión de que tampoco vale la pena indagar más. Aunque mi mujer no se pareciera en nada a la que yo suponía mi ideal, correspondía a imágenes que yo no había relacionado.
Dante Gabriel Rosetti: Dante y Beatriz
Dante Alighieri vio no más de dos o tres veces a Beatrice Portinari en toda su vida. Le bastaron esas escasas oportunidades para que escribiera un par de obras inmortales. Esa relación probablemente unilateral, no impidió que ella y él organizaran sus vidas por separado, con otras parejas, que tuvieran hijos y fueran felices, quiero suponer. El ideal amoroso es con cierta frecuencia un estorbo, sospecho, pero también un impulso formidable cuando se lo desvía hacia otras actividades, como hizo Dante. Para el común de la gente, puede ser una fuente de insatisfacciones, de la que hasta los más pragmáticos le resulta difícil librarse.
Mejor es casarse que arder en soledad, planteaba como disyuntiva san Pablo, que vivía soltero. A pesar de lo radical de su punto de vista, la mayoría demuestra estar de acuerdo con él, incluso cuando no ha pensado en dedicar el sacrificio del celibato a Dios. Descubrir la pareja posible en aquellas personas que no coinciden con el ideal, será siempre mejor que continuar buscándola y arriesgarse a no encontrarla nunca.