viernes, 25 de enero de 2013

Desprestigiadas buenas maneras (III)



Que usted será lo que sea / -escoria de los mortales- / un perfecto desalmado / pero con buenos modales. / Insulte con educación / robe delicadamente / asesine limpiamente / y time con distinción. / Calumnie pero sin faltar, / traicione con elegancia / perfume su repugnancia / con exquisita urbanidad. (Joan Manoel Serrat: Lecciones de Urbanidad)


Durante mi infancia, nos encargaban a los niños poner la mesa para los almuerzos que una o dos veces por año reunían a toda la familia. Las mujeres estaban ocupadas en la cocina, preparando enormes cantidades de mayonesa, ravioles y ensalada de fruta. Los hombres se reunían en torno al asado, que tardaba horas en llegar a su punto en el patio, mientras compartían vasos de vermouth, aceitunas, salame y queso. Los niños trabajábamos, ampliando la mesa oval del comedor, que no se usaba nunca, con dos tablas extras que se guardaban detrás de un aparador. Tendíamos un gran mantel a cuadros que tampoco salía del cajón donde se guardaba más que en raras ocasiones, colocábamos los platos y cubiertos (con los tenedores a la izquierda, el cuchillo a la derecha, con el filo en dirección opuesta al plato, como nos habían dicho).
Los adultos comían en la mesa oval y los niños en otra, cuadrada, en un rincón del comedor, tal vez acompañados por alguna madre con un hijo incapaz de alimentarse solo, para que no molestáramos en las conversaciones de los mayores, que podían volverse inapropiadas, a medida que el vino corría y las reglas de urbanidad se relajaban, hasta que alguien recordaba nuestra presencia y todo volvía al orden. Sin saberlo, estábamos aplicando las reglas de un Manual de Carreño que no habíamos leído y se comunicaba de generación en generación, verbalmente. Las tareas que realizábamos eran un juego y simultáneamente un examen de buenas maneras.
La mesa es un espacio decisivo para la puesta a prueba de las buenas maneras. Uno puede dejarlas de lado en el baño, donde se suele estar solo; o en el dormitorio, que se comparte exclusivamente con los más íntimos. Allí, las reglas quedan en suspenso.
La mesa, en cambio, aunque se encuentre en ubicada en un lugar reservado, brinda la oportunidad de una actividad pública, que se conecta con los negocios, los compromisos y homenajes. He compartido comidas con hindúes y egipcios, que utilizaban las manos y no cubiertos para alimentarse, cuando en mi infancia me enseñaron que solo el pan se tocaba y resto debía manejarse con cubiertos, por complicada que fuera la pieza que nos daban a comer. Las patas y alas de pollo terminaban por derrotar la paciencia de cualquiera, y en esos casos uno debía pedir disculpas antes de aferrarlas con la mano.
Con el tiempo, advertí otra característica de mis amigos musulmanes: solo utilizaban la mano derecha para conducir el alimento a la boca (la otra mano era considerada impura: la usaban para higienizarse con agua el trasero). ¿Se justificaba iniciar una guerra santa contra ellos, para imponerles el uso del tenedor y el cuchillo en un caso, y el papel higiénico en el otro? Las buenas maneras no se dan solas, forman parte de un tejido complejo de acuerdos que no se adoptan ni renuncian con facilidad. Aquellos que se creen dueños de la verdad, no tardan en alimentar conflictos que luego resulta difícil desmontar.
En el curso de mi vida me tocó asistir a un cambio de eje de las buenas y malas maneras, que alteró de manera perdurable la definición de unas y otras. A comienzos de los `60, la cultura juvenil comenzó a reclamar una paradojal independencia de la cultura de los adultos. Se necesitaba otro espacio, menos convencional y represivo que el descrito y codificado hasta la saciedad por Carreño.
Todo lo que pareciera relacionarse con el mundo de los adultos, quedaba automáticamente devaluado: el nudo de la corbata, el almidón y las ballenitas en los cuellos de las camisas, el agua de Colonia y las pastillitas Sen-Sen para mejorar el aliento, los pantalones con raya y bocamanga, las creencias religiosas tradicionales, el baile apretado de las parejas, el peinado con gomina de los hombres, los preservativos, puesto que se había impuesto la píldora anticonceptiva.
En el ambiente universitario se puso de moda hablar mal (no masacrando la sintaxis ni reduciendo el léxico, como sucede en la actualidad, sino utilizando un vocabulario obsceno que hasta poco antes se consideraba inaceptable en el dialogo de gente culta). Las jergas del marxismo y el psicoanálisis marcaban todo y pretender marginarse de ellas hubiera sido una opción que condenaba a la soledad.
Cuando alguien no se aleja demasiado del ámbito donde nació y alterna con la misma gente con la que creció, tal vez no abrigue muchas dudas sobre una serie de reglas de urbanidad, que supone inamovibles, pero eso no lo libra de tener que responder preguntas incómodas, a medida que pasa el tiempo y las nuevas generaciones toman la palabra. ¿Es aceptable que los hijos (e hijas) traigan a sus parejas a la casa de los padres, para pasar la noche? ¿Cómo encarar las relaciones amorosas con personas del mismo sexo? ¿Qué drogas se aceptan en una casa decente (por ejemplo, el alcohol y el tabaco) y qué drogas se rechazan?
La moral no es el único terreno incierto de la urbanidad contemporánea. ¿Qué pasa con situaciones nuevas de la tecnología, como se dan en las comunicaciones por email? Para los teóricos de Internet, hay que desarrollar una netiqueta o código de buenas maneras propias de la red.
Anotar todo un mensaje en letras mayúsculas, es una falta de educación, como dialogar a los gritos o señalar a la otra persona con el índice. Utilizar un avatar en un chat, plantea serias dudas sobre los propósitos de quien se oculta. Repetir el envío del mismo mensaje, se interpreta como SPAM (una modalidad de acoso a distancia). Enviar o recibir mensajes de texto durante una clase o una misa, se consideran faltas. Tardar en responder un mensaje se convierte en un gesto de hostilidad. Reenviar una cadena de oraciones, caridad o curaciones milagrosas, no importa a quién, autoriza a los destinatarios a quejarse y colocar al emisor en la lista de los no deseados.
En los teatros y ceremonias religiosas, se advierte a los asistentes que los teléfonos celulares deben ser puestos en modalidad de vibración, para evitar la cacofonía de los ringtones. Fotografiar en situación incómoda a un conocido, equivale a introducirse en su domicilio sin ser invitado. Registrar con el teléfono la intimidad de una pareja, para difundirla a continuación en Facebook o You Tube, para vanagloriarse de lo vivido o en un gesto de venganza, denostar a la otra parte, cuando la relación se ha quebrado, son agresiones que en el pasado hubiera sido imposible convertir en realidad, mientras hoy se encuentran al alcance de cualquiera.
La gente podía hablar mal de sus amigos, vecinos y parientes para entretenerse; gran parte del diálogo socialmente aceptado consistía en intercambiar chismes o suposiciones malévolas sobre conocidos ausentes, pero la posibilidad de aportar testimonios visuales de la conducta ajena reprochable, quedaba reservada a quienes se daban el lujo de contratar a profesionales de la vigilancia, con el objeto de entablar demandas de separación. Dada la facilidad del registro de imágenes y sonidos en la actualidad, cualquiera puede acosar a quienes desea intimidar o destruir. Al mismo tiempo, hay quienes se exhiben públicamente a través de los nuevos medios, ¿tratan de seducir a los eventuales testigos?
O tempora o mores, planteaba una milenaria locución latina: otros tiempos, otras costumbres. Si las maneras de hoy, tanto las que consideramos buenas como las inaceptables, no son las de antes, conviene no descuidarlas. Lo efímero de las buenas maneras no demuestra que carezcan de sentido y se justifique ignorarlas, como se vanagloriaba Diógenes en la Antigüedad, sino que uno debe permanecer más atento que nunca a los cambios de actitud de la sociedad, porque las variaciones de los códigos de comportamiento, pueden ocurrir en semanas, incluso en horas y no se limitan a la superficie.

martes, 8 de enero de 2013

Desprestigiadas buenas maneras (II)



Cultive buenas maneras / para sus malos ejemplos / si no quiere que sus pares / le señalen con el dedo. / Cubra sus bajos instintos / con una piel de cordero. (Joan Manoel Serrat: Lecciones de urbanidad)
 

La vida en sociedad depende de reglas que promueven o restringen ciertos comportamientos de sus miembros que no quedan librados al capricho personal, tanto si se manifiestan en público, como si ocurren en privado. Cada cultura tiene sus reglas (como las referidas al matrimonio) y no son demasiadas aquellas que un gran número de sociedades comparten (es el caso de la prohibición del incesto, de acuerdo a las teorías de Claude Lévy-Strauss).
No puedo decir que en mi niñez desconociera las normas de la Urbanidad, porque me sobraban los adultos decididos a imponérmelas, tanto si se lo pedía como si deseaba no escucharlos, aunque lo último era imposible. Todos se sentían calificados para educarme, aunque no hubieran leído el Manual de Carreño, y al transmitir ese conocimiento difuso me hacían un favor, porque de inmediato pasaban a exigirme que lo acatara.
Por eso, yo saludaba respetuosamente a los mayores antes de que ellos me dirigieran la palabra. Era puntual en la escuela. Efectuaba los mandados que me encomendaban mis padres y no me quedaba con el vuelto, para comprar golosinas. No me llevaba el cuchillo a la boca durante las comidas. Tampoco bostezaba, tosía ni estornudaba con la boca destapada. No levantaba la falda a las damas, como se me ocurrió hacer cuando tenía cuatro edad y a continuación me fue recordado por años, frente a quienes no se hubieran enterado (y no precisamente para felicitarme por ese gesto de inocente curiosidad).
Una de las palabras identificada muy temprano por los niños de mi generación, era el monosílabo NO. Ahora los padres temen pronunciarlo, con consecuencias fatales para el futuro de ellos y sus hijos. Durante mi infancia, a nadie se le hubiera ocurrido que podía causarnos algún trauma. ¡No hagas ruido con la sopa! ¡No hables con la boca llena! ¡No te sientes torcido! ¡No cuentes con los dedos! ¡No te rasques la cabeza! ¡No metas las manos en los bolsillos del pantalón! ¡No pongas los codos sobre la mesa! ¡No escribas fuera de los renglones! ¡No te comas las uñas! ¡No muerdas la hostia durante la Comunión! ¡No te rías en un velorio! ¡No hables en voz alta mientras pasan la película! ¡No andes con los zapatos desatados! ¡No apartes la cara cuando la señora te besa! ¡No te distraigas en clase! ¡No pidas otro bombón, cuando estamos de visita o las recibimos!
Me recuerdo preguntando repetidamente por qué tal cosa o tal otra, desde muy temprano en la vida (la etapa del Edipo, se diría después de Piaget) y no por ello creo que haya sido recompensado por una respuesta satisfactoria todas las veces. Preguntar demasiado no estaba bien considerado. Era preferible oír a los adultos y recordar sus órdenes.
Gracias a ese aprendizaje forzado, a los ocho o nueve años me lavaba detrás de las orejas sin que tuvieran que revisarme después, era capaz de armar solo el nudo de mi corbata (el Oxford o el Cambridge por igual) y lustrarme los zapatos con betún Nugget, para que brillaran a pesar de haberse deformado por años de uso.
Elaboración de un nudo de corbata
Ir a la escuela sin corbata o con los zapatos sucios, hubiera sido mal evaluado (no recuerdo si eso formaba parte de la nota de concepto de Presentación Personal). Usar lenguaje inadecuado en clase o agredir a un compañero, hablar con alguien mientras la maestra exponía, me hubiera expuesto a sanciones variadas, como esa vez que el profesor de Química de la Secundaria consideró que me estaba burlando de él y me mandó fuera de la sala. Cuando alguien se rebelaba, le caían las amonestaciones que se acumulaban y podían excluirlo del sistema escolar.
Ligas de hombre
Cuando me puse los primeros pantalones largos, en el segundo año de la Secundaria, me dieron también ligas que sostenían en su lugar las medias de hombre (que por entonces no incluían elástico y tendían a caer sobre los tobillos, un descuido inaceptable hasta en los futbolistas). Si hoy tengo que hacer un nudo de corbata, cosa que me sucede un par de veces por año, sé cómo hacerlo, pero las medias de hombre ya no necesitan ligas y en buena hora sucedió eso, porque las ligas dificultaban la circulación de la sangre.
Carlos Gardel con su chambergo
El uso del sombrero se había desactualizado pocos años antes de que yo estuviera en situación (en obligación) de lucir uno. Las gorras y boinas eran exclusividad de los viejos y los obreros. Por lo tanto, los jóvenes de mi generación no estábamos obligados a aprender a saludar a las damas quitándonos el sombrero, como había sido de rigor durante siglos, ni tampoco nos permitían abrigarnos la cabeza de la lluvia y el frío del invierno o el calor del verano. Simplemente, la cabeza iba descubierta.
El sombrero había sido también una refinada herramienta de seducción masculina o femenina. Aumentaba la estatura y escondía la humillación del cabello raleado en un hombre joven. Al cubrir buena parte de la cara, otorgaba cierto enigma a la mirada de ambos sexos, posibilitaba poses en diagonal, como el abanico de las damas. La capucha de los jóvenes de hoy, las gorras con enormes viseras, son más bien una forma de camuflaje defensivo, que siembra dudas sobre la identidad de quien las usa y anuncia lo peor de ellos.
Los años `60 derrumbaron en poco tiempo gran parte de los códigos tradicionales del comportamiento. Las mujeres que habían fumado siempre en privado, fumaban de pronto en público y se maquillaban los ojos, sin que las consideraran prostitutas. Los hombres ostentaban cabelleras enormes, collares y pulseras, sin que los motejaran de vagabundos. En algún momento, los padres dejaron de castigar a los hijos, por desobedientes que se mostraran, para no responsabilizarse de lo que podía ser su frustración emocional (que costaría años y años de psicoterapia, una vez convertidos en adultos). De los viejos no se respetaba nada, porque se esperaba que defendieran instituciones caducas que merecían desaparecer lo antes posible. De pronto, los parámetros de la urbanidad tradicional habían rotado de tal manera que resultaba imposible tomarlos en serio. Se los respetaba en ocasiones infrecuentes, como las fiestas de bodas o las ceremonias oficiales, pero durante el resto del tiempo volvían a ser vistos como una lengua muerta.
El desarrollo de las comunicaciones permitió entrar en contacto con otras culturas, que tenían una tradición de miles de años de existencia y obligaban a dejar de lado los dogmas provincianos, para reconocer la validez de otros códigos de comportamiento, diferentes de los nuestros, en ocasiones chocantes y a pesar de ello tan válidos como los nuestros.
Mi esposa trabajó varios años como Secretaria de un Banco internacional y gracias a eso aprendió que para los coreanos y japoneses, por ejemplo, era un gesto de buena educación eructar después de haber comido. Carreño hubiera sufrido un infarto, de verse obligado a compartir la mesa con ellos. Para él, ni el estornudo, ni el bostezo, ni la tos estaban permitidos. ¿Había que corregir a esos ejecutivos para que no dieran tan mal ejemplo a los nativos del continente americano?
Al viajar, uno se entera que los europeos no consideran que sea necesario el baño frecuente, situación por la cual la asistencia a una poblada sala de teatro en invierno, incluye no solo la experiencia de costosos perfumes, sino la de intensos aromas corporales. ¿Son ellos menos civilizados que los centroamericanos fanáticos del baño cotidiano y el abuso de desodorantes?
Joven Sophia Loren
Recuerdo de mi infancia las conversaciones de los hombres que comentaban el rasurado de las piernas de mujeres con las que no estaban emparentados. Al parecer, solo se rasuraban las pantorrillas, porque la ropa cubría el resto y se reservaba como sorpresa (no demasiado agradable) el vello de los muslos para quienes lograban mayor intimidad. Las axilas de las mujeres, como se sabe, tampoco se exponían en público hasta comienzos de los `50 y por lo tanto desconocían las buenas maneras de la depilación y el desodorante. Los norteamericanos, fanáticos de un look idealizado de la mujeres, que proviene de la era victoriana, cuando su cuerpo se equiparaba con el mármol de las estatuas antiguas, comprobaron espantados que la joven Sofia Loren no escondía sus axilas peludas.
En países de Europa central, comprobé hacia fines de los `60, las mujeres no se depilaban las piernas, porque ese había sido un rasgo distintivo de aquellas que se acostaban con los invasores alemanes durante la Segunda Guerra Mundial. Tampoco los hombres se hubieran puesto nunca pantalones blancos, porque esa prenda refería a los colaboradores de los nazis, una generación antes. En cuanto a la comida, no estaba bien visto dejar nada en el plato, a diferencia de lo que me había enseñado Carreño, porque el desperdicio ofendía la sensibilidad de una sociedad que había pasado hambre no hacía tanto.
En el pasado, aprendí a lo largo de mi vida, las reglas del comportamiento tardaban en imponerse en amplios sectores de la sociedad, hasta volverse obligatorias y fuera de toda discusión para la mayoría. Tardaban mucho más en perder vigencia y ser reemplazadas por nuevas restricciones. Los medios de comunicación masiva han alterado en la actualidad esos ritmos generacionales, a pesar de que la uniformidad instantánea y universal se encuentra lejos de haberse alcanzado. En buena hora, me digo. Cuando no haya diferencias, nos habremos convertido en algo semejante a la sociedad de las abejas o las hormigas.

sábado, 5 de enero de 2013

Desprestigiadas buenas maneras (I)

Cartilla española de conducta, mediados del siglo XX


Los modales (...) son en parte una estilización de los gestos y en parte supervivencias simbólicas y convencionalizadas que representan actos anteriores de dominio o de servicio o contacto personal. En gran parte son expresión de una relación de status, una pantomima simbólica de dominación por una parte y de subordinación por la otra. (Thorstein Veblen)
  
Recuerdo mi infancia, en la Escuela Nº 2 de San Pedro. Nuestro Director, que era un hombre pelirrojo, de cara cubierta por las pecas, nos ordenaba que nos pusiéramos de pie y preguntaba cómo nos llamábamos. Cada uno decía su nombre, y él respondía invariablemente: “No es correcto. Siéntese”. ¿De qué estaba hablando? Uno podía tener dudas sobre cuánto era 237 dividido por 5 o la fecha exacta de la Batalla de San Lorenzo, pero equivocarse respecto del propio nombre y no recibir ninguna explicación…
Después de haber humillado a media docena de estudiantes, el docente se dignó aclarar el misterio. La respuesta que él exigía era “XX, para servir a usted”. No pretendía verificar nuestros conocimientos de Aritmética o Historia, sino las habilidades de Urbanidad (no creo que la materia existiera en la malla curricular).
Recursos de seducción: pañuelo y sombrero
Su estrategia pedagógica era detestable, puedo juzgarla hoy, como docente profesional, porque se basaba en la frustración sistemática de los estudiantes que no habían sido instruidos oportunamente.
Aunque aprendí la lección, como demuestra que pueda relatarla casi setenta años más tarde, confieso que nunca la apliqué. La norma que pretendía enseñarnos, había quedado fuera de la práctica social mucho tiempo antes, era el remanente de una institución (la servidumbre) que nació hacia el final del Imperio Romano, se prolongó en el curso de la Edad Media y tuvo vigencia hasta el siglo XIX, pero que había desaparecido a mediados del XX.
El intento de perpetuarla mediante una fórmula verbal, hubiera debido ir acompañado por alguna referencia al contexto histórico en que se había iniciado y perpetuado, tal como se hace con la etimología de las palabras, solo que en ese caso nuestro Director hubiera visto frustrada su intención evidente de humillarnos.
La duda quedaba planteada muy temprano. ¿Pueden las buenas maneras enseñarse mediante sistemáticas frustraciones del interlocutor que incurre en faltas a un código demasiado difuso para que lo domine en poco tiempo? No debería ocurrir de ese modo, porque no se trata de textos sagrados, sino de normas humanas, discutibles, que pueden ser rechazadas por aquellos que deberían aplicarlas, a pesar de que gran parte de las convenciones sociales se imponen sin discusión, le guste o no a quienes deben demostrar ante la comunidad que las conocen. Habitualmente son arbitrarias, como planteaba hace más de un siglo Ferdinand de Saussure respecto del lenguaje.
En mi adolescencia, antes de que realmente me fuera necesario afeitarme, comencé a hacerlo. No estaba bien visto exhibir esos pocos pelos que me crecían en la cara, tal como debía concurrir al peluquero cada tres semanas, para que el cabello cortado “a la romana” creciera demasiado.
Cuando tuve veinte años, a mediados de los ´60, los Beatles impusieron el pelo que tapaba las orejas, el bigote abundante, la barba. Hoy veo a los jóvenes rapándose la cabeza y mostrando una barba de dos o tres días que no sé cómo mantienen igual, definiendo una apariencia que apenas una generación atrás se hubiera considerado apropiada solo para delincuentes.
En los años 20 y 30 (…) una persona entraba o salía de la buena sociedad por cómo se vestía. Eso puede resultar absurdo en la actualidad, porque todo vale, que la informalidad se impone en casi todas las situaciones, pero entonces el filtro riguroso que eran el aspecto, las maneras, la elegancia o la falta de ella, te permitía acceder o ser rechazado en determinados medios. (…) Lo único que lamento de ese mundo que se ha perdido son las buenas maneras. Ahora todo es más grosero. Si tú dices de alguien “es un caballero”, “es una señora”, la gente piensa que estás de cachondeo. ¿Quién es hoy en día un caballero? (Pérez Reverte)
Comic didáctico, circa 1940
En la actualidad, uno tiene la impresión de que las llamadas buenas maneras se convirtieron en otra lengua muerta, como el Sánscrito, el Griego o el Latín; que nadie las utiliza en la vida cotidiana; que son despreciadas por la mayoría, sospechosas de ocultar algo menos digno de respeto y en el mejor de los casos objeto de la nostalgia de unos pocos, que las dan por perdidas, como si el mundo se estuviera precipitando en un Apocalipsis de grosería. ¿Qué se quiere decir con eso de saber comportarse? ¿Quién tiene autoridad para imponer a los demás sus parámetros de conducta? ¿Cuán digno de respeto es el saber comportarse? ¿Qué se pierde cuando uno demuestra no conocer o desafiar las reglas del buen comportamiento?
Se entiende que no se hable mientras se come: evita respirar algunos bocados y sumirse en un ataque de tos. No cuesta mucho aceptar que en la locomoción pública se deba ceder el asiento a las embarazadas, los lisiados o ancianos, para evitar las miradas acusadoras. Tiene sentido que con el objeto de pagar la compra en el supermercado o adquirir las entradas de un espectáculo, se formen filas, porque al hacerlo se evitan discusiones y se gana tiempo. Son acuerdos impuestos, respecto de los cuales no existen opiniones divergentes.
El problema es cuando se hila más fino. ¿Quién es hoy una dama? ¿Quién es hoy un anciano? ¿A quién se considera un “superior”? ¿A quién se define socialmente como “inferior”? Los roles tradicionales de la vida en sociedad se han desdibujado con el tiempo y no siempre es cosa de lamentar que algo parecido ocurriera, porque en muchos casos los pocos roles disponibles se apoyaban en desigualdades e hipocresías que en buena hora se derrumbaron (si es que no adoptaron nuevas formas de perpetuarse, menos evidentes).
Mi padre, que a diferencia de mi abuelo no compraba ni leía libros, que se conformaba con informarse de la actualidad por la lectura cotidiana de la prensa escrita o la audición de los informativos de la radio, trajo a la casa, cuando yo tenía diez u once años, un grueso Manual de Urbanidad y Buenas Costumbres, cuyo autor no recuerdo, a pesar de que solo pudo haber sido Manuel Carreño, que lo había escrito en Venezuela, a mediados del siglo XIX, una generación después de terminada la Guerra de la Independencia y cuando estaba a punto de estallar la Guerra Federal. ¿Qué lugar podían reclamar las buenas maneras en ese contexto histórico?
Llámase Urbanidad el conjunto de reglas que tenemos que observar para comunicar dignidad, decoro y elegancia a nuestras acciones y palabras. (Manuel Carreño: Manual de Urbanidad y buenas costumbres)
Lo leí (¿qué libro que cayera bajo mis ojos no leía entonces?) y me impresionó de inmediato su inutilidad. ¿Para qué aprender la técnica de entregar una tarjeta de visita, si no disponía de ninguna? ¿Cuándo podría aplicar conocimientos tan específicos como la distribución en torno a la mesa, de los asistentes a un banquete, para manifestar las distintas jerarquías entre ellos? Aunque el texto original había sido purgado de anacronismos del siglo XIX y se obviara cualquier detalle sobre el lugar y la época en que fue escrito, costaba conectarlo con la vida cotidiana de mi ciudad, a mediados del siglo XX.
Si la píldora anticonceptiva se convertiría muy pronto en el trofeo de liberación de las mujeres, si se habían puesto satélites artificiales en el espacio y no tardaría mucho en llegar un hombre a la Luna, ¿por qué continuar atado a reglas tan minuciosas que bastaba enunciarlas para que se desacreditaran?
Hombre de su tiempo, Carreño demostraba una preocupación excesiva por la trasgresión de las jerarquías sociales y la exposición de la mayor parte del cuerpo humano en la vida cotidiana. La sociedad criolla se proclamaba heredera de códigos del pudor y el honor , que habían llegado de España y delataban la prolongada influencia árabe en esa cultura. Sin duda se mentía, el doble estandar adoptado por ricos y pobres por igual, permitía mantener vigentes esas mentiras. 
Mostrar las manos, por ejemplo, resultaba inevitable durante el trato social. Por eso, Carreño aconsejaba utilizar guantes casi todo el tiempo, a niños y adultos, patrones y sirvientes. Los pies desnudos planteaban una visión humillante, en cuanto recordaban la existencia de los pobres, que trabajan, bailan y sufren descalzos, como los animales. Calzar a los sirvientes, ahorrarse la visión de los "pata en el suelo", era un reclamo de buen gusto, más que un criterio de reivindicación social.
Al dormir por separado, envueltos en largos camisones, tanto las mujeres como los hombres, debían tener cuidado de no destaparse durante el sueño o por causa de catástrofes tales como terremotos e inundaciones que los hubieran dejado expuestos ante parientes, vecinos y extraños.
Desnudar el cuerpo, anunciaba la promiscuidad irresponsable. ¿Cómo podrían los hombres tolerar el espectáculo de las mujeres con brazos o escotes descubiertos, sin verse impulsados de inmediato a violarlas? En cuanto a ellas, ver los torsos masculinos desnudos, derrumbaría cualquier santa enseñanza recibida de sus mayores.  Sobre las diversas opciones de la actividad sexual, que dieron lugar al refinado Kama Sutra de los hindúes, Carreño no se pronuncia.
Para él, ni la llamada “postura del Misionero” que hoy se considera el paradigma de lo aceptable en una relación de pareja, puede ser mencionada en un libro. No hay sexo en esas páginas, ni siquiera entre marido y mujer legítimamente unidos por la Iglesia y el Estado. Ese tema queda totalmente fuera del territorio de la Urbanidad, condenado a otro universo paralelo, que probablemente es el infierno de lo que existe, pero no se acepta ver ni oír nada, porque la sola referencia derrumbaría la coherencia del sistema.
Las parejas son mencionadas, porque los seres humanos pueden cortejarse de acuerdo a protocolos, mandarse cartas, comprometerse en cristiano matrimonio, intercambiar alianzas, casarse en ceremonias religiosas cuidadosamente codificadas, tener la cantidad de hijos que Dios quiera mantarles, que son bautizados, educados con mano firme en las tradiciones de sus mayores, y a los que en su debido tiempo son legadas herencias, etc.
En la penumbra y el silencio quedan (sin resolver) las enormes contradicciones que abundan en la realidad cotidiana. Las mujeres se encuentran sometidas a la voluntad de los hombres, de acuerdo a Carreño, porque esa debe ser una ley divina que no puede ser alterada si no se pretende incurrir en sacrilegio, tal como los sirvientes se encuentran sometidos fatalmente a su empleador (Venezuela había abolido la esclavitud más de una vez, sin llegar a convertir esa meta en realidad).
Los jóvenes debían someterse a los adultos. Padre de familia educado, que vive en país que se enrumba en una prolongada guerra civil, Manuel Carreño no podía ignorar que la realidad no coincidía con las normas que él anotaba con el objeto de revelar una verdad que habría de imponerse incluso a los más incultos, que no abririan nunca sus páginas.
Mientras tanto, apartaba la mirada del mundo real y esperaba que sus lectores, a quienes imaginaba como sus atentos discípulos, aprendieran la lección y dejaran de vivir en el error que él denunciaba con la convicción de un reformador trascendente.