sábado, 14 de junio de 2014

La vida en pareja, antes y ahora

Cuando un hombre encuentra a su pareja, comienza la sociedad. (Ralph Waldo Emerson)
Roy Lichtenstein: Pintura
A mediados del siglo XX, en San Pedro, casi todas las parejas que yo conocía estaban casadas, fuera por el Civil o también por la Iglesia. Mis padres pertenecían a la primera categoría, una situación que podía plantear problemas en el bautismo, la confirmación y otros sacramentos a los que aspiraran los hijos. Nunca supe por qué habían omitido la ceremonia religiosa (un trámite que cumplieron veinticinco años más tarde).
Supongo que mi padre había sido anticlerical en su juventud, más por seguir a los amigos que por convicción. Mi madre había quedado huérfana menos de un año antes. En la casa de mis tíos, había un hermoso retrato de mis abuelos maternos, donde mi abuela estaba vestida de negro y con un velo blanco en la cabeza, después de un matrimonio religioso.
El matrimonio no aseguraba la felicidad de una pareja, pero al menos prometía cierta estabilidad. No era bien vista la infidelidad. El divorcio existía solo en el cine argentino, en comedias como Divorcio en Montevideo, protagonizada por Niní Marshall en 1939 o La Señora de Pérez se divorcia, de 1945, interpretada por la joven Mirtha Legrand. Las rupturas de pareja legalmente unidas, involucraban a gente inimaginable para la mayor parte de los espectadores, personas que podían gastar fortunas viajando al extranjero para librarse de sus compromisos, porque en el país la franquicia no existía.
Cuando la gente que no llegaba a legalizar su unión “se juntaba”, como había sido tan frecuente hasta comienzos del siglo XX, esa situación no estaba muy bien considerada en mi barrio, porque la omisión del trámite ante el Registro Cival anunciaba precariedad, la ruptura de la relación ante el primer percance, la indefensión de los hijos y otras calamidades.
Vivir en pareja no ha sido nunca un privilegio reservado por los genes, la edad o las condiciones socioeconómicas de la gente. Tampoco es una habilidad que algunos pocos disfrutan, mientras que la mayoría, a quienes la opinión general considera desafortunados, deben resignarse a que no les correspondió la suerte de disfrutarlo e inútil será que intenten cambiar la situación, porque no nacieron para eso.
Cada oveja con su pareja (refrán español).
Ningún hombre sin esposa, ni ninguna mujer sin esposo, ni ninguno de los dos sin Dios (Bereshit Rabbá).
No es raro que los seres humanos vivan en pareja, una responsabilidad nada menor, que no todo el mundo se encuentra dispuesto a aceptar, sea por las características de su personalidad, sea por las características de las personas con quienes le ha tocado relacionarse o por el ambiente donde todos ellos se mueven. Hasta bien avanzado el siglo XX, las parejas duraban, con frecuencia, por el resto de la vida de sus integrantes (y a veces más, en el caso de las viudas y viudos que permanecían fieles a la memoria de sus muertos, tanto por decisión propia, como por las restricciones impuestas por la opinión dominante).
El recuerdo de la gente que conocí en mi infancia, me dice que probablemente el mayor mérito de aquellas uniones era el de perdurar, como se dice de aquellas prendas de vestir que pueden ser feas o anticuadas, que sin embargo resisten el uso y abuso, más los repetidos lavados y planchados sin destruirse. Puesto que las mujeres carecían de medios para subsistir, ellas y sus hijos, sin el aporte financiero de un marido proveedor, ¿por qué no continuar unidos, aunque se soportaran circunstancias horribles?
Las parejas inmortalizadas por la Literatura suelen ser inmunes a pequeñeces de esa clase y en cambio destacan las promesas de felicidad eterna que se vuelven frecuentes en la etapa inicial de una pareja, cuando todo resulta fácil y se prefiere ignorar las incompatibilidades:
Cuando estoy contigo, estamos despiertos toda la noche. / Cuando no estás, no puedo dormir. / ¡Que Dios bendiga estos dos insomnios / y la diferencia entre ellos! (Mahammad Yalai ud-Din Rumi)
Si el amor es comparado tantas veces con la embriaguez, nadie debería esperar que la relación carezca de resacas. Para otros, se trata de una responsabilidad que debe ser asumida por todo el mundo y tiene la ventaja de resultar placentera en ocasiones.
No es casual que estas voces que elogian la vida en pareja sean masculinas. Expresan el punto de vista de un género al que la sociedad tradicional otorga más poder que al otro. Aunque la sabiduría popular afirma que las mujeres nacieron para estar casadas y los hombres para dejarse llevar por sus hormonas, en el curso de un par de generaciones se ha podido asistir a cambios que alarman a unos y despiertan las esperanzas de otros.
La felicidad de un integrante de la pareja (casi siempre la mujer) o la de ambos, en el pasado no era tomada en cuenta a la hora de reconocer la existencia de desajustes y crisis. Los hombres no tenían por qué preocuparse de la insatisfacción que acumulaban las mujeres durante la vida en común, con tal que cumplieran con sus deberes de esposa y madre (que tuviera la comida lista, la ropa planchada, los niños controlados y que no se expusiera a la codicia de otros hombres).
Las mujeres no estaban obligadas a enterarse de las debilidades y los temores de los hombres, con tal que sostuvieran económicamente el hogar. Más importante era el qué dirán los parientes y vecinos, la preocupación compartida por los hijos que reclaman un hogar constituido, la incapacidad de las mujeres para mantenerse económicamente, etc.
La alternativa de vivir en pareja sin casarse, se denominaba hace un par de generaciones “juntarse” y no era bien vista. “Juntarse” con alguien presentaba más de una desventaja para quienes lo intentaban y el resto de la familia. Si bien podía no acarrear la condena pública, el anatema, algo de eso quedaba en el vacío de la gente que se consideraba “decente” y en el pasado hubiera excluido del trato a quienes no respetaban sus códigos, pero de todos modos planteaba sospechas y una compasión ofensiva.
Un hombre que solo se “juntaba” con una mujer, la sometía a una serie interminable de humillaciones, que de acuerdo a la opinión generalizada, indicaba el escaso aprecio que sentía por ella. ¿Por qué no accedía a formalizar la relación? Si era un hombre libre, debía tener las peores intenciones (por ejemplo, abandonarla apenas quedara embarazada). Si estaba casado, ¿qué calidad de vida le ofrecía a su pareja? Para la comunidad, ella era la segunda, la otra, sin nombre propio, en competencia desleal con la legítima esposa. Era víctima de su marginación, pero también culpable de su dolor, como sucedía en el melodrama de 1932 Back Street (en español se titulaba, para no dar lugar a dudas, La Usurpadora) que tuvo un par de remakes en las décadas siguientes.
Una mujer que hubiera accedido a vivir en concubinato con un hombre, rara vez alcanzaba el respeto que se le asignaba a otra que estuviera casada. No podía proclamarse “la señora de…” sin que se le rieran en la cara. Quedaba fuera de los sacramentos de la Iglesia Católica (discriminación peor que ser protestante, judía o musulmana). Probablemente sus hijos llevarían el apellido de la madre. En algunos países del continente, la condición de “hijo natural” figuraba en los documentos de identidad, como si fuera necesario diferenciar a su portador de los “legítimos”. En otros, el escarnio de disponer de un solo apellido se eludía repitiendo el de la madre.
Toda una vida, me estaría contigo, / No me importa en qué forma, / Ni cómo, ni dónde, pero junto a ti. / Toda una vida, te estaría mimando, / Te estaría cuidado, / Como cuido mi vida, que la vivo por ti. (Osvaldo Farrés: Toda una vida)
En apenas dos o tres generaciones, varios de estos códigos se ha vuelto obsoletos. Hoy la felicidad de los adultos sigue siendo tan improbable como ha sido siempre, pero se la considera un hecho fundamental a la hora de conservar o disolver una pareja legal o de hecho. La gente no se casa, prefiere convivir pero no atarse legalmente, a pesar de que existe el divorcio en casi todas partes y dejó de estar mal visto que alguien fracase en una relación y trate de rehacer su vida entablando otra.
Muchas parejas de la actualidad se casan solo cuando llegan los hijos, con el objeto de evitarles la humillación de provenir de una familia incompleta, o para confesar que la vida de ambos se consolidó emocional y económicamente gracias a la incorporación de los hijos. En forma paralela, se definen dos categorías de padres: por un lado los que buscan a los hijos y por el otro lado aquellos que los encuentran por simple descuido.
Hoy es más fácil que antes, obtener descendencia propia o adoptarla, mientras resulta más difícil que nunca permanecer en pareja. Eso lo experimentan por igual jóvenes y maduros. La cultura de la actualidad no favorece la permanencia. Tampoco el sacrificio de la gente. La búsqueda de la felicidad inmediata es un objetivo demasiado apremiante, para que la vida en pareja tenga el peso que tuvo en la mentalidad de nuestros padres.
Si dos personas que son desconocidas la una para la otra, como lo somos todos, dejan caer de pronto la barrera que las separa, y se sienten cercanas, se sienten uno, ese momento de unidad constituye uno de los momentos más estimulantes y excitantes de la vida. (Eric Fromm: El Arte de Amar)