La fantasía es algo que ocupa
la vida de los niños. Creo que no hay ninguna parte de nuestras vidas
infantiles o adultas, en la cual no estemos fantaseando. Pero preferimos
relegar la fantasía a los niños, como si fuera un tontería apta solo para las
mente inmaduras de los pequeños. Los niños viven dentro de la fantasía y en la
realidad, de una manera que ya no podemos recordar. Tienen un sentido preciso
de la lógica de lo ilógico, y pasan con facilidad de una esfera a la otra.(Maurice
Sendak)
Francisco de Goya: ¡Qué viene el Coco! |
Uno podía soñar con los monstruos, acechando desde un rincón
oscuro que impedía descubrirlos, hasta que resultaba demasiado tarde para huir.
Por eso preferíamos tener la cama cerca de los padres. Cuando nos dejaban solos
en una habitación, intentábamos dormir con alguna luz encendida en la
habitación, para evitar que nos despertáramos demasiado tarde. A veces llegábamos
a mojar la cama, con tal de permanecer en la zona protegida que brindaban las
cobijas.
Aunque las calles eran más seguras entonces que ahora,
evitábamos andar solos. Jugar con otros chicos, era una forma de protegerse de
encuentros con extraños. De algunos personajes siniestros, que según los
adultos secuestraban a los niños, no costaba mucho imaginar que podían estar
aguardando a la vuelta de la esquina, a plena luz del día, cuando uno iba a la
escuela o regresaba del catecismo.
James Whale: Son of Frankenstein |
Las historietas jugaban en un nivel de fantasía similar. Aún
recuerdo el espanto que me despertaba uno de los adversarios de Mandrake el
Mago, un hombre sin rostro, que por lo tanto no podía ser controlado mediante
la hipnosis. Ese era un malvado incontrolable, pero a nadie le podía suceder
que encontrara a nadie parecido en el mundo real. Por lo tanto, la lección que
podía extraerse de la ficción era nula.
En los cuentos de hadas tradicionales se advierte la
intención didáctica (y al mismo tiempo consoladora) de esas historias
destinadas a los niños. Blancanieves, Pulgarcito, Caperucita Roja, La Bella
Durmiente, Hansel y Gretel, Jack y las habichuelas, incluyen personajes
horribles que acosan a los héroes infantiles, amenazan con matarlos, pero
finalmente no llegan a derrotarlos. Se trata de ogros, hechiceros, brujas,
madrastras, demonios que terminan destruidos por el ingenio de quienes (de
acuerdo a todas las probabilidades) hubieran debido ser sus víctimas.
Gustave Doré: Caperucita Roja |
Los equivalentes de la actualidad al lobo de Caperucita,
serían los maduros pedófilos que simulan ser niños que participan en un chat de
internet, para captar (grooming) a niños desprevenidos, con el
objeto de ofrecerles fotos osadas y solicitar algo similar de sus corresponsales,
en un proceso de seducción y chantaje que culmina en la violación.
No cuesta mucho establecer un paralelo entre la apetitosa
casita de golosinas que tiene la bruja de Hansel y Gretel, con las ofertas
gratuitas de drogas que hacen los dealers
con el objeto de atrapar a los más jóvenes, antes de convertirlos en adictos y
distribuidores, o con los míticos ladrones de órganos que mutilan y huyen con
su tesoro de córneas o hígados.
¿Cuesta encontrar la equivalencia entre el zorro seductor de
Pinocho y un maestro o sacerdote pedófilo, que aprovecha su refinado entrenamiento
verbal para someter a un niño? Los viejos cuentos no evitan el desafío de
tratar asuntos graves de la realidad, pero toman precauciones para no informar
todo lo que saben los adultos. Habría que preservar a los niños de la maldad,
aunque se los deje tan expuestos como siempre.
Waalt Disney: Blancanieves |
No es improbable que algunos adultos se hubieran propuesto
atemorizar a los niños, según ellos, con las mejores intenciones. Los estaban
preparando para que no sufrieran situaciones traumáticas. La moraleja de
Caperucita Roja de Charles Perrault, presente en el texto del siglo XVII, había
desaparecido en las versiones del siglo XX, porque la modernidad consideraba a
la moraleja un agregado de mal gusto, demasiado explícita, con lo que esa
historia quedaba despojada de su contexto fundamental.
Aquí vemos que la adolescencia,
/ en especial las señoritas / bien dispuestas, amables y bonitas / no deben oír
a cualquiera complacidas / y no resulta causa de extrañeza / ver que muchas del
lobo son la presa. / Y digo lobo, pues bajo su envoltura / no todos son de
igual calaña: / los hay que con no poca
maña / silenciosos, sin odio ni amargura / que en secreto, pacientes, con
dulzura / van a la siga de las damiselas / hasta las casas y en las
callejuelas; / más, bien sabemos, que los zalameros / entre todos los lobos,
son los más fieros. (Charles Perrault: Caperucita Roja)
¿Acaso los adultos disfrutaban metiendo miedo, al demostrar
que ellos (y nadie más) eran capaces de proteger a los menores? La superioridad
de los mayores quedaba demostrada por una serie interminable de prohibiciones,
en situaciones menos conflictivas de la vida cotidiana. Mezclar sandía con vino
era fatal para la digestión. Bañarse en el río (o el mar) antes de que pasaran
dos horas de haber comido, prometía calambres (y la muerte por ahogo). Comer
carne en Cuaresma acarreaba algún castigo ejemplar del más allá. Eran normas de
conducta que exigían ser aceptadas, no razonadas ni atenuadas, lo mismo que
evitar el paso debajo de una escalera o esconder los objetos metálicos cuando
se desataba una tormenta.
Al adoctrinar a los niños mediante el miedo, suponían los mayores bien intencionados, estaba preparándolos para que afrontaran los riesgos de la vida real,
en mejores condiciones que si los hubieran mantenido en la completa ignorancia, pero al
mismo tiempo el temor a ser demasiado explícitos los condenaba tan solo a
asustar.
Gracias a las historias terroríficas, se impedía que los
niños desconocedores de la perversidad del mundo de los adultos, se comprometieran en situaciones
seductoras, que se revelarían dañinas para ellos. No debían conversar con
desconocidos, ni aceptar sus regalos, comenzando por inocentes caramelos, aunque no
explicaran el por qué de la prohibición. Podían inventar que los linyeras y los gitanos robaban
niños para convertirlos en mendigos y ladrones. Las nociones hoy tan difundidas,
de la pedofilia y la trata de personas, no llegaban a ser descritas con claridad, quizás por
desinformación de los adultos de entonces, quizás por vergüenza de referirse abiertamente a la sexualidad, por lo que el temor que se sembraba era incapaz
de ofrecer a los niños herramientas útiles para afrontar los verdaderos peligros que debían evitar en el mundo real.
Vagabundos y gitanos eran figuras que no aparecían todos los días en la vida de los niños. Un pariente perverso, en cambio, no encontraba ninguna resistencia. Si los mensajes hubieran sido menos elípticos, habrían sido también más eficaces. En lugar de asustar, hubieran debido informar. Encubiertos, tal como se los presentaba por pudor o incapacidad de explicarlos, los alentaba a pasar desapercibidos.
Vagabundos y gitanos eran figuras que no aparecían todos los días en la vida de los niños. Un pariente perverso, en cambio, no encontraba ninguna resistencia. Si los mensajes hubieran sido menos elípticos, habrían sido también más eficaces. En lugar de asustar, hubieran debido informar. Encubiertos, tal como se los presentaba por pudor o incapacidad de explicarlos, los alentaba a pasar desapercibidos.