sábado, 7 de febrero de 2015

Buenas intenciones y la diversión adulta de asustar a los niños



La fantasía es algo que ocupa la vida de los niños. Creo que no hay ninguna parte de nuestras vidas infantiles o adultas, en la cual no estemos fantaseando. Pero preferimos relegar la fantasía a los niños, como si fuera un tontería apta solo para las mente inmaduras de los pequeños. Los niños viven dentro de la fantasía y en la realidad, de una manera que ya no podemos recordar. Tienen un sentido preciso de la lógica de lo ilógico, y pasan con facilidad de una esfera a la otra.(Maurice Sendak)

Francisco de Goya: ¡Qué viene el Coco!
El Cuco, el Hombre de la Bolsa, el Linyera, el Lobizón, la Bruja de risa siniestra, poblaban los rincones más sensibles del imaginario infantil de hace un par de generaciones (probablemente son sustituidos en la actualidad por zombis, vampiros, traficantes de droga, ladrones de órganos que arrancan ojos y hackers no menos temibles). Si uno se portaba mal, esos personajes despiadados podían llegar para llevarnos con ellos, y al parecer, los mismos adultos que contaban esas historias, molestos por nuestra mala conducta, no harían nada para impedirlo.
Uno podía soñar con los monstruos, acechando desde un rincón oscuro que impedía descubrirlos, hasta que resultaba demasiado tarde para huir. Por eso preferíamos tener la cama cerca de los padres. Cuando nos dejaban solos en una habitación, intentábamos dormir con alguna luz encendida en la habitación, para evitar que nos despertáramos demasiado tarde. A veces llegábamos a mojar la cama, con tal de permanecer en la zona protegida que brindaban las cobijas.
Aunque las calles eran más seguras entonces que ahora, evitábamos andar solos. Jugar con otros chicos, era una forma de protegerse de encuentros con extraños. De algunos personajes siniestros, que según los adultos secuestraban a los niños, no costaba mucho imaginar que podían estar aguardando a la vuelta de la esquina, a plena luz del día, cuando uno iba a la escuela o regresaba del catecismo.
James Whale: Son of Frankenstein
Los medios no tenían demasiada responsabilidad en la consolidación de ese temor, porque estaban lejos de haber alcanzado el poder abrumador que hoy disponen. Las películas de terror no eran por entonces de fácil acceso para los niños y de todos modos planteaban un escaso contacto con la realidad. La criatura de Frankenstein o Drácula no pasaban de ser ficciones que asustaban mientras uno estaba sentado en el cine, enfrentando la pantalla, pero después de cierta edad, a los 7 u 8 años, los monstruos revelaban su falsedad.
Las historietas jugaban en un nivel de fantasía similar. Aún recuerdo el espanto que me despertaba uno de los adversarios de Mandrake el Mago, un hombre sin rostro, que por lo tanto no podía ser controlado mediante la hipnosis. Ese era un malvado incontrolable, pero a nadie le podía suceder que encontrara a nadie parecido en el mundo real. Por lo tanto, la lección que podía extraerse de la ficción era nula.
En los cuentos de hadas tradicionales se advierte la intención didáctica (y al mismo tiempo consoladora) de esas historias destinadas a los niños. Blancanieves, Pulgarcito, Caperucita Roja, La Bella Durmiente, Hansel y Gretel, Jack y las habichuelas, incluyen personajes horribles que acosan a los héroes infantiles, amenazan con matarlos, pero finalmente no llegan a derrotarlos. Se trata de ogros, hechiceros, brujas, madrastras, demonios que terminan destruidos por el ingenio de quienes (de acuerdo a todas las probabilidades) hubieran debido ser sus víctimas.
Gustave Doré: Caperucita Roja
Los equivalentes de la actualidad al lobo de Caperucita, serían los maduros pedófilos que simulan ser niños que participan en un chat de internet, para captar (grooming) a niños desprevenidos, con el objeto de ofrecerles fotos osadas y solicitar algo similar de sus corresponsales, en un proceso de seducción y chantaje que culmina en la violación.
No cuesta mucho establecer un paralelo entre la apetitosa casita de golosinas que tiene la bruja de Hansel y Gretel, con las ofertas gratuitas de drogas que hacen los dealers con el objeto de atrapar a los más jóvenes, antes de convertirlos en adictos y distribuidores, o con los míticos ladrones de órganos que mutilan y huyen con su tesoro de córneas o hígados.
¿Cuesta encontrar la equivalencia entre el zorro seductor de Pinocho y un maestro o sacerdote pedófilo, que aprovecha su refinado entrenamiento verbal para someter a un niño? Los viejos cuentos no evitan el desafío de tratar asuntos graves de la realidad, pero toman precauciones para no informar todo lo que saben los adultos. Habría que preservar a los niños de la maldad, aunque se los deje tan expuestos como siempre.
Waalt Disney: Blancanieves
Que la realidad es temible en muchos de sus aspectos y que los adultos responsables de la crianza de niños no pueden evitar preocuparse de protegerlos, son situaciones con las que cualquiera está de acuerdo. A mediados del siglo XX, eran los padres, abuelos, tíos y amigos, no dudaban en asustar a los niños con historias horribles y aleccionadoras, tanto más efectivas por el lugar donde ocurría la comunicación (la intimidad del hogar, por ejemplo) y la credibilidad que gozaban los narradores.
No es improbable que algunos adultos se hubieran propuesto atemorizar a los niños, según ellos, con las mejores intenciones. Los estaban preparando para que no sufrieran situaciones traumáticas. La moraleja de Caperucita Roja de Charles Perrault, presente en el texto del siglo XVII, había desaparecido en las versiones del siglo XX, porque la modernidad consideraba a la moraleja un agregado de mal gusto, demasiado explícita, con lo que esa historia quedaba despojada de su contexto fundamental.

Aquí vemos que la adolescencia, / en especial las señoritas / bien dispuestas, amables y bonitas / no deben oír a cualquiera complacidas / y no resulta causa de extrañeza / ver que muchas del lobo son la presa. / Y digo lobo, pues bajo su envoltura / no todos son de igual calaña: /  los hay que con no poca maña / silenciosos, sin odio ni amargura / que en secreto, pacientes, con dulzura / van a la siga de las damiselas / hasta las casas y en las callejuelas; / más, bien sabemos, que los zalameros / entre todos los lobos, son los más fieros. (Charles Perrault: Caperucita Roja)

¿Acaso los adultos disfrutaban metiendo miedo, al demostrar que ellos (y nadie más) eran capaces de proteger a los menores? La superioridad de los mayores quedaba demostrada por una serie interminable de prohibiciones, en situaciones menos conflictivas de la vida cotidiana. Mezclar sandía con vino era fatal para la digestión. Bañarse en el río (o el mar) antes de que pasaran dos horas de haber comido, prometía calambres (y la muerte por ahogo). Comer carne en Cuaresma acarreaba algún castigo ejemplar del más allá. Eran normas de conducta que exigían ser aceptadas, no razonadas ni atenuadas, lo mismo que evitar el paso debajo de una escalera o esconder los objetos metálicos cuando se desataba una tormenta.
Al adoctrinar a los niños mediante el miedo, suponían los mayores bien intencionados, estaba preparándolos para que afrontaran los riesgos de la vida real, en mejores condiciones que si los hubieran mantenido en la completa ignorancia, pero al mismo tiempo el temor a ser demasiado explícitos los condenaba tan solo a asustar.
Gracias a las historias terroríficas, se impedía que los niños desconocedores de la perversidad del mundo de los adultos, se comprometieran en situaciones seductoras, que se revelarían dañinas para ellos. No debían conversar con desconocidos, ni aceptar sus regalos, comenzando por inocentes caramelos, aunque no explicaran el por qué de la prohibición. Podían inventar que los linyeras y los gitanos robaban niños para convertirlos en mendigos y ladrones. Las nociones hoy tan difundidas, de la pedofilia y la trata de personas, no llegaban a ser descritas con claridad, quizás por desinformación de los adultos de entonces, quizás por vergüenza de referirse abiertamente a la sexualidad, por lo que el temor que se sembraba era incapaz de ofrecer a los niños herramientas útiles para afrontar los verdaderos peligros que debían evitar en el mundo real.
Vagabundos y gitanos eran figuras que no aparecían todos los días en la vida de los niños. Un pariente perverso, en cambio, no encontraba ninguna resistencia. Si los mensajes hubieran sido menos elípticos, habrían sido también más eficaces. En lugar de asustar, hubieran debido informar. Encubiertos, tal como se los presentaba por pudor o incapacidad de explicarlos, los alentaba a pasar desapercibidos.