viernes, 18 de diciembre de 2015

Promesas y decepciones de la Navidad



Iglesia parroquial de San Pedro
Mi familia y la mayor parte de nuestros vecinos eran católicos, pero dudo que fueran muchas veces a misa. Los niños habíamos sido bautizados. A los ocho años nos enviaban al Catecismo y se preocupaban de que tomáramos la primera comunión. Después, cada uno quedaba librado a sus decisiones. En mi casa no comíamos carne en cuaresma y Semana Santa, pero los adultos no celebraban la Navidad. Recuerdo haber escuchado las campanas que llamaban a misa de medianoche, desde mi casa, probablemente desde la cama, porque no nos reuníamos en torno a la mesa.
Luis Medrano: Almanaque Alpargatas
El 31 de diciembre esperábamos la medianoche para beber sidra, comer pan dulce y turrón de almendras. Mi padre salía al patio y disparaba al aire su pistola niquelada, se escuchaban petardos y bocinazos. Los parientes se reunían para comer juntos en mi casa, el mediodía del primero de enero. Los niños recibíamos regalos dejados por los Reyes Magos el 6 de enero, pero la celebración de la Navidad no importaba mucho. Estoy seguro de que nosotros, los niños de entonces, estimulados por la lectura de Billiken y Selecciones del Reader´s Digest, fuimos quienes introdujimos el pesebre, Santa Claus y el árbol iluminado en el grupo familiar, tal como también nos correspondió difundir la Coca-Cola, la pizza, los bluejeans y otros estandartes de la modernidad, en el grupo del que formábamos parte. Esto me hace pensar en el rol de consumidor modelo que involuntariamente le tocó cumplir a mi generación.

I´dreaming of a White Christmas / Just like the ones I used to know / Where the treetops glisten / and children listen / to hear sleigh bells in the snow. (Irving Berlin: White Christmas)

Bing Crosby cantando White Christmas
El bombardeo de sentimentalismo difundido por los medios, entre una tanda de publicidad y otra, comenzó a sistematizarse durante mi infancia. Los adultos fueron convencidos por nosotros, que habíamos sido aleccionados por los medios previamente, para adoptar las nuevas pautas de consumo que iban a caracterizar a la modernidad, tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, cuando se reconfiguraron la política y la economía internacional.
Nosotros leíamos revistas que los adultos ignoraban, oíamos en la radio canciones que los adultos no tomaban en cuenta, veíamos cine destinado a nosotros, donde nos mostraban de manera vívida, tentadora, otros estilos de vida, provenientes de los países más desarrollados del hemisferio norte, y dentro de nuestras posibilidades queríamos imitarlos.
Pesebre recortable de Billiken
Gracias a las páginas centrales de Billiken, casi cualquier cosa podía elaborarse con el auxilio de cartulina, tijeras y engrudo: el Cabildo de 1810, la casita de Tucumán, el pesebre de Belén. No eran representaciones espectaculares, porque estaban calculadas para que las utilizaran como herramientas didácticas en el colegio. Ayudaban a imaginar situaciones distantes en el tiempo o el espacio, pero no lograban suministrar una impresión satisfactoria de la realidad. Tuvimos que esperar a que la tía Matilde nos regalara figuras de terracota compradas en Córdoba, para tener un pesebre corpóreo.
Tuya
Nuestro primer árbol de Navidad fue una rama de tuya, cortada del cerco de la casa de mis tíos, sobre la calle Chivilcoy, que costaba mantener en pie, a pesar de haberla enterrado en una maceta. El pino de las ilustraciones se mantenía enhiesto, mientras que el nuestro se doblaba. Los adornos eran pocos (demasiado costosos para nosotros) y extremadamente frágiles, como no tardamos en comprobar. Las bolas de vidrio azogado y colores intensos, se quebraban apenas uno las manipulaba. Las luces no estaban electrificadas como en la actualidad, por lo que debíamos sujetar de algún modo las endebles velitas de torta de cumpleaños a las ramas del pino.
El resultado podía ser decepcionante. No se parecía demasiado a las imágenes glamorosas que nos habían seducido. A pesar de nuestros esfuerzos, algo faltaba siempre para completar la reproducción del modelo, comenzando por la familia reunida en torno al árbol y el pesebre, los regalos, los villancicos cantados a coro… Conseguir eso, estaba fuera de nuestras posibilidades. En lugar de apreciar lo que teníamos, nuestra exposición a los medios nos había hecho esperar algo inalcanzable, con lo que se deslucía cualquier intento de celebrar la Navidad.
Los Campanelli
Veinte años más tarde, gracias a la televisión argentina, donde reinaban La Familia Falcón y luego Los Campanelli, la celebración ideal de la Navidad se había uniformado. La imagen ritual de armonía colectiva, continuaba siendo alimentada por los medios, pero los destinatarios habían pasado a ser los jóvenes y los adultos por igual. ¿Qué pasa hoy, cuando la estructura tradicional de la familia se encuentra en retirada? ¿Qué ficción permite a los espectadores proyectarse o identificarse?
Si en mi niñez hubiéramos recibido una información menos distorsionada del mundo real, habríamos hallado otros referentes navideños más atractivos. Para citar uno: cuando se acercaba la Nochebuena de 1914, seis meses después de haber comenzado la Primera Guerra Mundial, se interrumpieron espontáneamente los enfrentamientos bélicos, para dar lugar a cánticos, saludos e intercambio de regalos (alimentos, cigarrillos, alcohol) entre los soldados que pertenecían a bandos opuestos. Después de la experiencia, que en ciertos lugares se prolongó hasta Año Nuevo, muchos soldados se negaron a reiniciar el fuego. La descripción que dejaron los participantes conmueve, más de un siglo más tarde.

Creo que hoy he presenciado uno de los espectáculos más extraordinarios que nadie ha visto nunca. Hacia las 10 de la mañana, estaba asomado por encima del parapeto, cuando vi a un alemán agitando los brazos e inmediatamente a dos de ellos saliendo de su trinchera y acercándose a la nuestra. (…) Uno de nuestros hombres fue a su encuentro y en un par de minutos, el terreno entre las dos líneas de trincheras era un hervidero de hombres y oficiales de ambos bandos, dándose la mano y deseándose un feliz Navidad. (…) No sé cuánto tiempo durará. (Alfred Douglas Chater: carta a su madre)
Tregua Navidad 1914

Lo sucedido no impidió que la guerra continuara cuatro años más, porque los mandos británicos decidieron que el diálogo amistoso no volviera a repetirse. Para conseguir sus fines, un año más tarde, ordenaron un bombardeo en vísperas de Navidad, con lo que evitaron cualquier nuevo intento de fraternización que debilitara la moral de los combatientes. El Poder temía que el sentimiento de hermandad llegara a imponerse sobre las artificiales divisiones del patriotismo.
Cuando en la actualidad se acerca el fin de año, los niños de gran parte del planeta son bombardeados con parecidas promesas de los adultos que tienen cerca, y de los medios masivos a los que se encuentran expuestos. Las clases quedan suspendidas, las tareas conectadas con ellas también. Todos parecen ponerse de acuerdo para hacer que los menores aguarden impacientes, la satisfacción de sus deseos, algo que debería ocurrir en una fecha determinada, relacionada con la religión, a diferencia de tantas otras expectativas que de acuerdo a lo que los niños saben, son relegadas para un futuro indeterminado y probablemente no vayan a concretarse nunca.
En ciertas fechas como la Navidad, les está permitido exigir a los adultos que los emparejen en posesiones con otros niños más afortunados, que de acuerdo a lo que muestra la televisión, gozan de privilegios que no deberían serles negados a ellos. De acuerdo al discurso de la modernidad, todos los niños son iguales (a pesar de las evidencias que surgen de la experiencia cotidiana) o al menos tienden a ser igualados gracias a los rituales del consumo.

En cualquier comunidad donde los bienes se poseen por separado, el individuo necesita para su tranquilidad mental poseer una parte de bienes tan grande como la porción que tienen otros, con los cuales está acostumbrado a clasificarse; y es en extremo agradable poseer algo más que ellos. (Thorstein Veblen)

Juguetes rotos
El consumo iguala y diferencia a quienes involucra. Por un lado estaría la masa de consumidores felices, que comparten el privilegio uniformador, mientras que por el otro queda la masa indiferenciada de aquellos que no calificaron como consumidores. Ver defraudadas esas expectativas resulta inevitable para un gran sector de la sociedad y tiene efectos difíciles de controlar. No todos se resignan a perder la oportunidad de ser felices. Más probable es que el deseo frustrado permanezca y en ciertos casos busque satisfacerse por cualquier medio, incluyendo aquellos que la sociedad considera ilícitos.
Cuando se acerca las celebraciones navideñas, la publicidad promete demasiada felicidad a los consumidores, más de la que después se obtiene en la realidad. Esas imágenes tan vívidas y eufóricas de familias sonrientes, no dejan espacio para la resaca. Los fabricantes de armas de juguete o muñecas muestran en sus anuncios a niños que nunca están solos, sino en compañía de sus iguales, felices, amistosos, jugando, libres de conflictos, tal como los productores de comida chatarra muestran a niños hermosos, bien vestidos y saludables, acompañados por sus padres que no se separan de ellos, disfrutando todos por igual, de sabrosas hamburguesas, ricas en adictivos como grasas y cloruro de sodio, o refrescantes bebidas carbonatadas.
No es descuido asociar el consumo con esa mitología (inalcanzable, pero motivadora) de la satisfacción individual en el seno de un grupo humano que acoge y contiene. De acuerdo a un proyecto tan vacío de contenido como seductor, la felicidad de la Navidad se encuentra al alcance de cualquiera, siempre y cuando la pague (aunque el pago ocurra en un futuro impreciso, como alientan a imaginar las tarjetas de crédito).
Después de adquirido el objeto o servicio que ha de suministrar la satisfacción, pasa a depender de las habilidades o la buena suerte de cada uno que la obtenga. El niño tiene el arma intergaláctica que lo alentaron a desear, pero no por eso obtiene los agradables compañeros de juego que mostraba la publicidad. La niña tiene la muñeca vestida a la moda, pero no las amigas con las que esperaba socializar.
La resaca de los regalos navideños no suele ser agradable. Algunos defraudan de inmediato. No son tal como los mostraba la ingeniosa publicidad audiovisual (o por lo menos, uno no es tan atractivo como los modelos de la pantalla). Los juguetes son más pequeños, menos brillantes, o carecen de la autonomía que suministra la animación digital, que los iguala a escenas de películas. Algunos quedan inactivos cuando se gastan las baterías, o revela ser tan frágiles que se deterioran apenas los niños los maltratan, cuando no resultan nocivos para su salud.
En Suecia y otros países nórdicos, la publicidad de objetos y alimentos destinados a los niños, se encuentra prohibida para la televisión. En España y Francia, se restringe toda publicidad audiovisual que se dirija a los niños y pueda ser cuestionada moral o éticamente. Por lo tanto, los niños no pueden ser utilizados como consumidores modelos, ni pidiendo a los adultos que les suministren los objetos que se anuncian.
Publicidad de armas de juguete
En los EEUU y otros países donde rige el modelo de televisión financiada por la publicidad, lo habitual es que los niños aparezcan en la pantalla, promocionando el consumo de comida chatarra, costosos juguetes (por ejemplo, armas de fantasía) que promueven comportamientos agresivos o visiones ilusorias del mundo real (como es el caso de los muñecos destinadas a las niñas). Involucrarse en esos juegos, como se observa en la programación de canales de cable destinados exclusivamente a los niños, plantea un estilo de vida carente de informaciones confiables y responsabilidades, prejuicioso, sobrestimulado pero sumiso, que resulta imposible aplicar en la realidad.
Que haya paz en el mundo, que se perdonen las ofensas, que reine la buena voluntad, son propósitos maravillosos, que es imposible no suscribir, y al mismo tiempo resultan tan difíciles que se postergan ´para el futuro, sin desecharlos del todo, como suele hacerse con el inicio de alguna penosa dieta para adelgazar. No está mal tener ideales bastante superiores a la voluntad de quienes deberían convertirlos en algo real, pero no por eso conviene concederles demasiado valor práctico.
Durante las fiestas de fin de año, los adultos quedan convertidos en rehenes de los niños. La opinión dominante, amplificada por la maquinaria publicitaria de la sociedad de consumo, obliga a los adultos a complacer a los menores, comprar su buena voluntad por un rato, convencerlos de que no son ni han sido nunca un estorbo, sino el verdadero, el único centro de sus preocupaciones, capaz de unir (contra todos los cálculos) a la familia que hace tiempo se dispersó. De buenas intenciones, por frágiles que sean, nace la convivencia.

martes, 1 de diciembre de 2015

Discriminación y tolerancia de la diversidad: un lento aprendizaje (II)



Cuando yo era niño, hablaba, pensaba y razonaba como un niño; pero al hacerme hombre, dejé atrás lo que era propio de un niño. (Pablo de Tarso: Corintios 12: 11)

Kaneto Shindo: Genbaku no ko
El siglo XX no fue una época de feliz inocencia, fácil de preservar, porque gran parte de los medios que hoy conocemos se encontraban activos e impregnaban de información, desinformación, publicidad, propaganda y diversión a todos los que se encontraban expuestos a su discurso. Si la diversión inyectaba amnesia, con la información adquirían demasiada visibilidad los conflictos contemporáneos. El planeta que mostraban los medios, no era nada amable, ni parecía destinado a mejorar en el futuro.
Como las comunicaciones no eran tan eficientes como en la actualidad, los grandes enfrentamientos tardaban en ser conocidos y llegaban filtrados por la palabra, en lugar de depender de las evidencias instantáneas y gráficas que hoy se emplean y suelen generar tanta ansiedad y angustia.
Ruinas de Hiroshima
Antes de cumplir los diez años me había enterado de los bombardeos atómicos sobre Hiroshima y Nagasaki por la prensa, pero no atinaba a medir las terribles consecuencias de la radioactividad  sobre la gente, hasta siete u ocho años más tarde, cuando me topé con Genbaku no ko, la película de Kaneto Shindo, que dramatizaba de manera contundente esos datos. Conocía el establecimiento del Estado de Israel en Palestina, me parece recordar que por una aventura del Pato Donald, pero no entendía las consecuencias de los enfrentamientos militares, ni conseguía relacionarlos con el Holocausto judío de la Segunda Guerra Mundial, hasta que vi Nuit et Brouillard, el documental de Alain Resnais sobre los campos de concentración nazis, que por la crudeza de la imágenes de archivo costaba mirar, y luego ya no podía ser olvidado.
Durante mis primeros veinte años de vida, me informaba de acuerdo al interés que me despertaban ciertas situaciones puntuales, como la invasión de Guatemala y el derrocamiento de Jacobo Arbenz por la CIA, o los recambios en la cúpula del poder en la URSS, tras la muerte de Stalin. Debo reconocer que nunca me informaba de manera suficiente,  objetiva, ni oportuna, pero eso lo comprendí bastante más tarde. Por eso quizás no percibía los efectos de la discriminación de los judíos en la vida cotidiana. Probablemente me faltó curiosidad, o me sobró indiferencia. Prestaba atención a los sucesos internacionales, por ser destacados en los titulares de la prensa y la radio, pero no alcanzaba a ponerlos en contexto, ni distinguir las repercusiones podían darse en aquellos que tenía cerca y hubieran podido suministrarme datos más efectivos, si se me hubiera ocurrido mencionar mi curiosidad.
Al menos una de mis compañeras de estudios debió ser judía, según lo que prometían su apellido y hecho de que se retiraba de clase, con otra que debía ser evangélica, cuando llegaba la hora de Religión (Católica, antes de que Perón se ganara la enemistad de la Iglesia, con iniciativas tales como la Ley 14394, que permitía el divorcio). Nunca pregunté a mis compañeras qué hacían en el ramo paralelo de Moral. Probablemente algo tan aburrido como esa versión más enjundiosa del catecismo que sobrellevábamos nosotros, los católicos. Nunca me pareció que la religión o la nacionalidad fueran asuntos capaces de enfrentar a la gente.
Entrada al campo de concentración de Auschwitz
Si los judíos que conocí más tarde, en la Universidad, se sentían amenazados como individuos o comunidad, no solían mencionarlo. Dudo que se sintieran ajenos a lo que sufrían otros como ellos, pero jamás hablamos del Shoah (el Holocausto), a pesar de que uno de ellos, Peter R. había nacido en Europa, durante la Segunda Guerra Mundial, y su padre había sido ahorcado en un campo de concentración, apenas un día antes de la liberación. ¿Valía la pena, sin embargo, que mi amigo mencionara eso, para conmover a quienes ya sentíamos afecto por él, tomando en cuenta lo que él era en el presente? No lo hacía nunca. ¿Qué hubiera pasado de no recibir la solidaridad que merecía, sino el rechazo de alguien con quien compartía clases, como el compañero que había leído y creía la denuncia de Los Protocolos de los sabios de Sión?
Una de las alternativas era que los judíos fueran acusados de exagerar sus problemas, en un país que al menos nominalmente los había recibido con los brazos abiertos, revelando que a pesar de tantas muestras de generosidad, continuaban siendo quejosos y resentidos. De Sirotta se llegó a decir que se había autoinfligido las agresiones que mostraba su cuerpo. Norma Penjerek fue presentada como cómplice de su horrible muerte. Aquellos a quienes se discriminaban, no podían solicitar piedad, porque eso era lo primero que se les negaba.
Shylock
Shakespeare podía ser antisemita, como era frecuente entre los intelectuales de su tiempo, y no obstante llegó a crear en Shylock, no solo la figura del judío desalmado, cuyas maquinaciones son finalmente derrotadas por Portia, sino también la de un ser humano acorralado, indefenso, que se revela contra un sistema que lo ha marginado y reducido a un rol odioso de prestamista.

SHYLOCK: Soy un judío. ¿Es que acaso un judío no tiene ojos? ¿Es que un judío no tiene manos, órganos, proporciones, sentidos, afectos, pasiones? ¿Es que no se alimenta de la misma comida, no es herido por las mismas armas, ni sujeto a la mismas enfermedades, ni curados por los mismos medios, ni calentado y enfriado por el mismo verano y el mismo invierno que un cristiano? Si nos pinchan, ¿no sangramos? Si nos hacen cosquillas, ¿no nos reímos? Si nos envenenan, ¿no morimos? Y si nos ultrajan, ¿no nos vengaremos? (William Shakespeare: El Mercader de Venecia)

Klos y Kadar: Obchod na korze
¿Cómo vivían los judíos las explosiones aisladas de discriminación que se daban en Argentina durante la primera mitad del siglo XX? No había situaciones extremas, que justificaran reacciones viscerales, como la de la anciana protagonista de Obchod na korze (La tienda en la calle mayor) el filme checo de Klos y Kadar, que entraba en pánico al oír la palabra pogrom. En Europa Central, las operaciones represivas patrocinadas por el Estado eran periódicas y temibles. Durante un pogrom, los judíos eran despojados de sus propiedades, se los encarcelaba, se los obligaba a emigrar y eventualmente  se les daba muerte. En España, tras la derrota de los musulmanes por los Reyes Católicos, se les ofrecía la opción de convertirse al cristianismo o morir. De todos modos, la condición de cristiano nuevo continuaba despertando sospechas. En cualquier momento podían perderlo todo, por lo que no era extraño que decidieran trasladarse al Nuevo Mundo, donde esperaban hallar un ambiente menos prejuicioso.
Convención nazi en el Luna Park de Buenos Aires, 1928
La represión había sido durante más de mil años la actitud del cristianismo respecto de los judíos, a quienes se consideraba culpables de la muerte de Jesús de Nazaret. Poco importa si esto se correspondía con la verdad o era falso, porque desde hace siglos se utiliza el mismo argumento para despojar a los judíos de sus medios de vida, en beneficio de aquellos que detentan el poder.
Muchos años después entendí el peso de la discriminación, cuando en los países donde residí tuve que tolerar, por ejemplo, chistes ofensivos sobre mi nacionalidad, que probablemente no se referían a mí, como persona, pero que tampoco se hubieran hecho si yo no hubiera estado presente. ¿Cómo reaccioné? Era mejor reírse ante las ofensas, demostrando que no importaban, o simular que no se había percibido la mala intención que se manifestaba detrás de una ocurrencia trivial, porque después de todo se trataba de alguna estupidez que no merecía recordarse.
Durante la adolescencia, aprendí que nunca me iban a discriminar por ser negro, ni chino, ni mujer, ni gordo, ni petizo, ni víctima del acné, porque el azar me había librado der tales humillaciones. Bastaba que fuera tartamudo. En tal caso, de acuerdo con mi experiencia, uno comenzaba por automarginarse de manera preventiva, con el objeto de evitar humillaciones que prometían ser penosas. Yo no hablaba demasiado, ni interactuaba más de lo necesario con gente de mi edad. Eso me llevaba a buscar la compañía de gente adulta y a pensar bastante lo que iba a decir, para estar seguro de los recursos verbales que utilizaba. No era casual que prefiriera escribir o dibujar, antes que hablar en público.

Puesto que yo soy imperfecto y necesito la tolerancia y la bondad de los demás, también he de tolerar los defectos del mundo hasta que pueda encontrar el secreto que me permita ponerles remedio. (Mahatma Gandhi)

Nadie hablaba a mediados del siglo XX de inteligencia emocional, ni de educación para la tolerancia de la diversidad. Más bien se lo hubiera considerado una injustificable pérdida de tiempo, que no correspondía ventilar en un colegio, cuando había que pasar tanta materia más urgente, exigida por los programas del Ministerio de Educación.
En tercer año del secundario se sumó a nuestro curso un estudiante nuevo, que acumulaba dos hándicaps temibles, cada uno por su lado: el acné juvenil que enrojecía su cara siempre sonriente, y ser hijo de un profesor que acababa de incorporarse al plantel y residía en las afueras de la ciudad. Tanto el padre como el hijo se convirtieron en víctimas de una mayoría circunstancial, formada por aquellos que ya nos conocíamos, aunque no tuviéramos tanto en común entre nosotros. La llegada de desconocidos bastaba para establecer una coherencia agresiva.
¿Qué podía hacerse para hostilizar a ambos? Nada concreto, dada la disciplina que por entonces regía en el sistema educativo y prodigaba amonestaciones y expulsión a quienes no respetaran las reglas de convivencia.
André Gide
Ambos recibieron sobrenombres que a pesar de circular a sus espaldas, tarde o temprano llegarían a su conocimiento y deberían molestarlos. Hoy no recuerdo si el padre o el hijo era conocido como “el Chacra”, pero estoy seguro de que fue al padre a quien alguien decidió anotar en el pizarrón, poco antes de que entrara en la sala de clases, el nombre Coridón, cosa que lo afectó al punto de increparnos a todos, incapaz de individualizar quién lo agredía. Yo no entendía qué estaba pasando, no había leído los poemas de Teócrito y Virgilio, en los que un pastor griego se enamora infructuosamente de un chico. Tampoco sospechaba que André Gide hubiera publicado con ese título, un libro de ensayos que defiende la homosexualidad. Aún hoy me pregunto si alguno de los estudiantes disponía de algún dato concreto sobre el docente, o si el rumor había surgido de los mismos colegas del docente, pero lo cierto era que la alusión tenía un sentido inequívoco para él, que nos miró en adelante como a sus enconados adversarios.
Cuando comparo este episodio con los recursos que disponen hoy los adolescentes en las llamadas redes sociales, advierto que tal vez no hubiera menos crueldad e inconciencia entonces, pero por suerte nos faltaban los medios para causar más daños por venganza o diversión. Ahora, los jóvenes viven permanentemente conectados a sus teléfonos celulares, que los acompañan a todas partes, incluyendo las escuelas, de donde parece imposible desterrarlos, porque los ocultan o no pueden evitar consultarlos, desatendiendo el aprendizaje.
El bullying (un término desconocido hace medio siglo, que se ha instalado en el vocabulario cotidiano de la gente) puede hacerse de manera presencial o utilizando la complicidad de las redes sociales, que facilitan la distribución de textos e imágenes capaces de documentar y perpetuar lo sucedido. Cuando se decide agredir a alguien, ahora se disfruta, desde muy temprano en la vida, de un anonimato y una repercusión que a mediados del siglo XX resultaban impensables. Los escolares se acosan para divertirse, para ser aceptados por el grupo de acosadores. Eso incrementa en forma paralela la fragilidad de los victimarios, que se vuelven dependientes de las redes sociales y temen recibir un trato parecido en cualquier instante.
Hinchas de futbol
La desconfianza cohesiona a un grupo humano, mientras dura el enfrentamiento de la mayoría con una minoría real o imaginaria, que puede ser designada como culpable de todos los males que experimenta la sociedad. Es la imagen del chivo expiatorio que permanece desde hace miles de años. Alguien debe ser sacrificado, para beneficiar a la mayoría. ¿Por qué no comenzar con un extranjero o con alguien que por cualquier motivo no llega a reconocerse del todo como parte del colectivo? Digamos un homosexual, un gitano, un gordo, el miembro de un culto religioso minoritario. Que sufra aquel que no puede resistirse al tormento al que será sometido para exorcizar los demonios de la mayoría.
Probablemente el temor no suministra ninguna base demasiado sólida para intentar empresas humanas de cierta complejidad, pero es motivador y después de manifestarse se vuelve cada más difícil volver atrás, porque se han tomado decisiones injustificables, basadas más que nada en prejuicios y el miedo.
En el mejor de los casos, a medida que pasa el tiempo, la desconfianza y discriminación inicial cede, los prejuicios se revelan infundados, y aunque solo sea por aburrimiento de las posiciones extremas, gracias al efecto desgastador de la rutina, casi todo el mundo termina aceptando aquello que antes rechazaba.

Imagina que tu gobierno te dice que hay un conjunto bastante numeroso de inmigrantes que van a venir a tu país. Ante esa noticia, lo primero que quieres saber cuáles son sus intenciones y van a participar o no en la economía, o si, por lo contrario, lo hacen con la intención de competir con nosotros. Los colectivos que están vistos como explotadores, no nos gustan, y si además son de fuera, no nos caen bien. Tampoco nos agrada la gente pobre. Es algo generalizado, que se da en todo el mundo. En cambio, los estereotipos concretos dependen de cada cultura. (Susan Fiske)

Encontrarse en minoría, expuesto a la discriminación, no resulta una situación cómoda, cuando por cualquier motivo la mayoría se siente insegura de aquello que tradicionalmente consideró sus posesiones.  Aquellos susceptibles de ser discriminados ven cómo proliferan las actitudes defensivas, que comienzan por designar al de afuera como un probable competidor, en enemigo, alguien que les arrebatará los escasos empleos, que tendrás más seguidores en Facebook y cortejará a las mujeres más atractivas, que los otros, los llegados antes, creían reservadas para ellos y nadie más, como si Dios les hubiera indicado esa misión. Hagan lo que hagan esos intrusos, los miembros de la mayoría no van a tolerar siquiera que piensen en estorbar  su camino.

Discriminación y tolerancia de la diversidad: un lento aprendizaje (I)



El enajenado y el fanático no pueden abandonar la cárcel de sus evidencias privadas. (Carlos Peña)

Antonio Berni: Inmigrantes
Pasé la infancia y buena parte de la adolescencia en un barrio de San Pedro, una ciudad provinciana y sin embargo conectada con el resto del mundo a través del río Paraná. En ese momento, a mediados del siglo XX, San Pedro contaba con poco más de diez mil habitantes, entre los cuales abundaban los extranjeros e hijos de extranjeros. Bastaba pasar revista a los apellidos de parientes, vecinos o compañeros de estudio, para darse cuenta de que la mayoría no era de ascendencia nativa. Bovio, Cedraschi, Genoud, Pheulpin, Corti, Bertolini, Roselló, Grigioni, Pitias, Nasser, Llaguno, Toriano, Cummings, Drandich, Eissenmann, Gaido, demostraban una diversidad de procedencias que por corresponder a gente que veía diariamente, se me presentaba como lo más natural del mundo, una situación que no requería mayores reflexiones, a pesar de lo cual hoy advierto que se trataba de circunstancias excepcionales, que entre otras cosas favorecían el aprendizaje de la tolerancia. Si yo tenía derecho a vivir en ese mundo, ellos también.
Inmigrantes comienzos siglo XX
Nací hacia el final de una era de masivas inmigraciones provenientes de Europa y Medio Oriente, que en Argentina se extendieron entre 1870 y 1930. Más de medio siglo de incorporación no planificada de gente de culturas opuestas, que no estaba de paso por el país, igualada por la escasez de recursos (fuera de su propio ingenio) que había quedado expuesta al desafío de organizar otra existencia, a partir de casi nada. Quizás algunos habían hallado en San Pedro todo lo que esperaban, o lo más probable es que preocupados de resolver los conflictos de la vida cotidiana, se les fuera olvidando lo que habían dejado atrás. Ellos no podían darse el lujo de ser intolerantes. 
En una pequeña comunidad, resultaba más difícil que en una ciudad ocultar que eran extraños, que desconocían la lengua o los matices de la jerga de sus nuevos vecinos, que no entendían a cabalidad las costumbres, por lo cometían infracciones que no advertían hasta que se las hacían notar, y sobre todo, que dependían de la buena voluntad de aquellos que los habían recibido y podían rechazarlos. Ellos confiaban ser tolerados, a la espera que algún día se los incorporara plenamente a la comunidad.
Al crecer, asistí al comienzo de otra etapa histórica, que se prolongó durante el medio siglo siguiente. En ella, los inmigrantes continuaban llegando, pero provenían de los países vecinos, empobrecidos o convulsionados por represiones políticas que los habían azotado por decenios. Desinformados o tan solo dispuestos a dar un salto en el vacío, imaginaban que Argentina era un sitio que ofrecía mayor tranquilidad y oportunidades de progreso. Eran paraguayos o bolivianos, y se instalaban en las provincias del Litoral; chilenos en la Patagonia.
Sus expectativas no se correspondían demasiado con lo que encontraron.  Como no eran del todo desconocidos y llegaban a una sociedad en crisis, como tampoco se correspondían con los estereotipos del inmigrante fundador que definía a la ola previa, ellos no fueron bien recibidos.
Cuando me convertí en adulto, tuve que sumarme a la ola de argentinos que optaron por emigrar hacia otros países de la región o hacia Europa, en busca de mejores oportunidades de trabajo, cuando no era para eludir un ambiente restrictivo de las libertades elementales (como se daba en los años `70). En el flujo y reflujo de la Historia del siglo XX, me tocó ser testigo de las dos perspectivas respecto de la migraciones humanas: primero la de aquel que acepta (o no) a quienes en el fondo admira o tema, y llegan para instalarse en un territorio ocupado previamente por los nativos (a quienes arbitrariamente se designa como salvajes, atrasados, indignos de reclamarlo para ellos). Luego, la visión de aquellos que se ven obligados a emigrar de su terruño, por causas símiles a las que tuvieron años antes sus antepasados para alejarse del suyo.
Escuela primaria argentina, mediados siglo XX
Durante mi infancia aprendí la expresión “pagar el derecho de piso”, que se aplicaba en una serie de crueles situaciones cotidianas. Una cosa era la difusa igualdad proclamada por la Constitución, y otra la realidad, donde los recién llegados se encontraban en desventaja, al enfrentar a sus vecinos, a sus patrones, a sus compañeros de estudio o trabajo. Allí, lejos de las bellas abstracciones de la Ley, debían someterse a las condiciones que se les planteaban, aunque solo fuera para aceptarlos después.
El ostracismo, en el mundo antiguo, era una pena casi tan temida como la pena de muerte. En muchos sentidos, resultaba más dolorosa, puesto que se prolongaba en el tiempo, en lugar de imponer un prematuro fin a la vida. Al emigrar, promediando los años `70, experimenté la perspectiva opuesta a la que había vivido durante la infancia y la adolescencia, la de aquel que intenta ser aceptado (o al menos evitar que lo marginen) en un ambiente donde no se había solicitado su presencia.
Familia diaguita, comienzos siglo XX
Nada resulta demasiado fácil durante la adaptación del extranjero al nuevo territorio, por más que trate de negociar un acuerdo con aquellos con quienes se ve obligado a coexistir. En la escuela pública de mediados del siglo XX, tal como en los discursos de los dirigentes políticos y los comentarios radiales, se designaba a todo el mundo como argentinos, para simplificar las evidencias de una heterogeneidad étnica e ideológica imposible de ocultar, que en el mejor de los casos tardaría  varias generaciones en desaparecer, y sospecho que también para alimentar el mito de una integración espontánea, rápida y exitosa, que se desvanecía cada vez que en la vida cotidiana alguien hablaba de un judío de mierda, insultaba a un mallorquín muerto de hambre o contaba alguno de los chistes protagonizados por un gallego increíblemente bruto.
Payador negro siglo XIX
En Argentina, por ejemplo, no había negros, a diferencia de lo que pasaba tan cerca como en el vecino Uruguay. La Asamblea de 1813 había borrado de un plumazo el estigma de la esclavitud (algo que estaba lejos de ser cierto). Costaba entender por qué se planteaba la ausencia de descendientes de africanos con tal convicción, como si el haber asimilado tanta inmigración europea estableciera alguna superioridad sobre otros países del continente, en los que la inmigración africana había sido prolongada y numerosa. La célebre frase de Carlos Menem (“en Argentina no existen los negros; ese problema lo tiene Brasil”) expresa de manera contundente la perspectiva de quienes se atribuyen a sí mismos el carácter de autóctonos.
Los descendientes de los pueblos originarios, por bien asimilados que estuvieran a la cultura dominante, tampoco eran bien vistos. Los diferenciaba el color de la piel y la textura del pelo, el tipo de nariz y ojos, el volumen de los labios. Portarse como indio, se le daba a entender a los niños, era ser brusco, mal peinado, ignorante de los buenos modales. Los nativos y sus descendientes no tenían derecho a los privilegios de la sociedad civilizada, ni a llevar nombres que recordaran a sus etnias, porque el Registro Civil aceptaba tan solo nombres del santoral cristiano.
Durante el último tercio del siglo XIX, la llamada Campaña del Desierto del General Julio A. Roca había despejado la pampa de la amenaza que constituían los malones, para poblarla con una inmigración europea que comenzaba a llegar y debía generar riquezas, allí donde antes no había cercas, ni se cultivaban cereales y se desaprovechaban los recursos ganaderos que se habían reproducido libremente. Los indios eran auténticos, pero también desastrados, improductivos, holgazanes, feos, una imagen atemorizante del atraso que los intolerantes deseaban liquidar. ¿Cómo?
Saludo nazi en acto oficial argentino, mediados años ´30
La Liga Patriótica (denominada originalmente Comisión pro Defensores del Orden) se había distinguido por su discurso racista y xenofóbico, desde comienzos del siglo XX. No tardó en definir a los sindicatos y la izquierda como sus enemigos irreconciliables. La Liga estaba compuesta por civiles organizados, no pocas veces hombres jóvenes y educados de clase alta, embriagados de un patriotismo declamatorio, que contaban con abundantes recursos económicos y se comprometían en actos criminales, como romper una huelga de los frigoríficos, según lo demostraron durante la Semana Trágica de 1919 y dos años más tarde en las movilizaciones de la Patagonia, o en su colaboración con los militares que derrocaron en 1930 a Hipólito Yrigoyen. ¿Cuáles eran sus objetivos declarados?

Estimular sobre todo el sentimiento de argentinidad, tendiendo a vigorizar la libre personalidad de la Nación, cooperando con las autoridades en el mantenimiento del orden público y en la defensa de los habitantes, garantizando la tranquilidad de los hogares, únicamente cuando movimientos de carácter anárquico perturben la paz de la República. Inspirar en el pueblo el amor por el Ejército y la Marina. (Liga Patriótica Argentina, 1920)

Marcha fascista en La Plata, años ´30
Estar a la moda era por entonces imitar a los fascistas, desfilar con camisa pardas, repetir los slogans y actitudes que tanto éxito alcanzaban en Europa, tal como hoy puede ser tatuarse el cuello o drogarse, imitando a los millonarios astros del rock. Los jóvenes de la Liga no dudaban en aterrorizar a los extranjeros, que de acuerdo a su visión del mundo, llegaban para corromper la pureza inicial de la sociedad argentina. Eso los llevaba a colaborar con la policía, logrando la impunidad gracias a esa vecindad. Manuel Carlés, Presidente Vitalicio de la Liga Patriótica, describía una predisposición al heroísmo xenófobo, similar al de aquellos que, por la misma época, en los Estados Unidos, integraban el Ku-Klux-Klan.

Si hay extranjeros que abusando de la condescendencia social ultrajan el honor de la Patria, hay caballeros patriotas capaces de presentar su vida en holocausto contra la barbarie para salvar la civilización. (Manuel Carlés)

Leopoldo Lugones
Sí, en la sociedad argentina había cierta mal disimulada hostilidad hacia aquellos que se consideraban inaceptables por su color de piel, su religión o sus convicciones políticas, pero no se trataba de una actitud constante, ni lograba arrastrar a la mayor parte de la población. Los proyectos discriminatorios eran algo que iba y venía, nada parecido a una segregación impuesta colectivamente, como se había dado en Europa desde el Medioevo.  Un intelectual reconocido, como Leopoldo Lugones, no dudaba en afirmar “A la discordia nos la han traído de afuera”, pero él mismo cayó en desprestigio al sostener esas ideas.
No era el único artista deslumbrado por el autoritarismo. Duele imaginar a Louis-Ferdinand Céline o Pierre Drieu La Rochelle adoptando como suyas las ideas antisemitas de los nazis, a Ezra Pound cantando las loas del fascismo. Siempre resulta penoso descubrir que un pensador admirable en la disciplina que cultiva, se entrega con tal desparpajo a fantasías repulsivas, como le sucedió a Lugones durante los años `20 y’30, a Borges durante los `60 y ’70. Es una demostración de que la inteligencia no consigue permanecer inmune a las pulsiones más oscuras de la gente común.
Si a pesar de la información a la que tenían acceso, los intelectuales perdían toda objetividad cuando enfrentaban conflictos que ponían a prueba su tolerancia de los distinto, ¿qué esperar de la gente menos informada, que se deja guiar por los impulsos y prejuicios? En Argentina, si algún extranjero molestaba, por ejemplo, liderando un movimiento sindical o incurriendo en delitos comunes, el Estado podía aplicar la Ley 1420 y expulsarlo del país, sin darle la oportunidad de defenderse, tal como se había hecho más de una vez desde comienzos del siglo XX, en abierta contradicción con el espíritu de los textos fundacionales.

Nos, los Representantes de la Confederación Argentina, (…) en cumplimiento de pactos preexistentes, con el objeto de constituir la unión nacional, afianzar la justicia, consolidad la paz interior, proveer a la defensa común y asegurar los beneficios de la libertad para nosotros, para nuestra posteridad y para todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino... (Preámbulo de la Constitución Argentina)

La comunidad nacional no era tan abierta como le complacía proclamarse en momentos de relativa calma. Durante los años `50 y `60, los jóvenes católicos, de clase alta, se cortaban el pelo muy corto, participaban de la Unión Nacionalista de Estudiantes Secundarios o se incorporaban a una agrupación paramilitar, el Movimiento Tacuara. Querían reimplantar la enseñanza religiosa en las escuelas (yo la había recibido por tres años, en el secundario que cursé durante las dos primeras presidencias de Perón). Se definían antimperialistas y anticapitalistas, como los simpatizantes de la izquierda, pero allí terminaba toda semejanza, porque eran anticomunistas, admiraban el fascismo italiano y el falangismo español, se saludaban militarmente entre ellos, elevando el brazo derecho, pintaban muros con la consigna “Todo patrón es un ladrón”, que los emparentaba (créase o no) con el anarquismo de Proudhon. Ellos mantenían contactos con los jerarcas nazis refugiados en Argentina desde el fin de la Segunda Guerra Mundial y amparados (aunque solo fuera olvidándose de su presencia) por el Estado.
Periódicamente los jóvenes nacionalistas podían dedicarse a profanar cementerios de la colectividad judía o agredir a sus propios compañeros de estudio de ese origen (como le sucedió a Graciela Sirotta, a quien quemaron con cigarrillos y le grabaron una esvástica en un seno). Los miembros de Tacuara manchaban con alquitrán las fachadas de sinagogas y colegios. Las simpatías que despertaban en miembros de la policía y las Fuerzas Armadas, les aseguraba impunidad. Ser intolerante no estaba bien, pero tampoco se sancionaba.