lunes, 14 de marzo de 2016

Acerca de creyentes e incrédulos



Un hombre puede creer o no creer; eso es cosa suya. Porque es su propia vida la que apuesta por la fe, la incredulidad, el amor y la inteligencia. Y no hay sobre la tierra otra verdad más grande para el espíritu humano que esta gloriosa y humilde condición. (Máximo Gorki)

Bautismo católico mediados siglo XX
En el pasado, si uno tenía la suerte de nacer en el seno de una familia católica, por más que fuera una como la mía, en la que mis padres no iban nunca a misa, ni se confesaban, ni siquiera habían aceptado casarse por la Iglesia, de todos modos no era demasiado probable que un chico pudiera librarse del bautismo, que llegaba muy pronto, al poco tiempo de haber nacido, como si se tratara de evitar cualquier posible resistencia de quien iba a ser consagrado como el nuevo miembro de la comunidad.
Pasado ese trámite, uno pasaba a ser cristiano por el resto de su vida y la eternidad, tal como los judíos o los musulmanes pertenecían a sus respectivas comunidades si habían sido circuncidados, también muy tempranamente. Si uno perdía la fe, como debió sucederme a los 15 o 16 años, después de haber hecho una apuesta conmigo mismo, en el patio de mi casa (¿qué pasaría si dejaba de creer en Dios?) en un gesto paralelo y a la vez opuesto al de Pascal, pensador que yo ignoraba por entonces, uno se daba cuenta de que todo seguía tal como antes o se dedicaba a proclamar al mundo el hallazgo (en este caso, la pérdida) de la fe, como si se tratara de un hecho de enorme trascendencia para los seres humanos.
G.K.Chesterton
Los intelectuales europeos de entonces, autores de trayectoria demostrada por libros admirados, como Gilbert K.Chesterton, Graham Greene, Evelyn Waugh, C.S.Lewis, Giovanni Papini, Charles Peguy, Leon Bloy, Julien Green o Alexander Solzhenitsyn, convertían ese instante que suele ser íntimo y reservado de la adquisición o confirmación de la fe, en el centro de su obra literaria. Probablemente por eso se los mencionaba con tanto respeto, desde el ambiente del cristianismo, como modelos a imitar por los creyentes, incluso por aquellos que no se hubieran tomado la molestia de leer sus textos.
George Orwell
Promediando el siglo XX, el tema del compromiso declarado con un determinado sistema ideológico, estaba presente en todos los ámbitos del arte y la política. Había intelectuales prestigiosos como Arthur Koestler, George Orwell, André Gide, Albert Camus, que se arrepentían públicamente de su anterior adhesión al comunismo, mientras que en la dirección opuesta, durante los años `30, había habido entusiastas adherentes al fascismo o el nazismo, entre figuras como Leopoldo Lugones, Céline, Ezra Pound, Ernst Junger, Knut Hamsun, Curzio Malaparte o Drieu La Rochelle, que abjuraban de las conquistas endebles de la democracia y saludaban la llegada de regímenes totalitarios, donde no era probable que ellos pudieran sobrevivir ejerciendo las mismas actitudes críticas.
Las convicciones de cada uno, eran un tema que se ponía en juego en la vida cotidiana y arriesgaban toda la credibilidad y admiración que alguien se hubiera ganado por su actividad en el arte o la política. Lugones y Drieu La Rochelle se mataron, Pound pasó la vejez en un manicomio, Jorge Luis Borges dilapidó la oportunidad de alcanzar el Nobel de Literatura por un desinformado encuentro con Augusto Pinochet.
Tarde o temprano, los nuevos conversos se dejaban llevar por el entusiasmo que los había dominado al entrar en contacto con las nuevas ideas, dejaban de analizar si eran válidas o no, y por lo tanto cometían lamentables errores de juicio. Se convertían en publicistas de regímenes que los sacrificaban a sus intereses o muertos en vida.
Betrand Russell
A la distancia, veo que la duda sistemática y la incredulidad no gozaban durante el siglo XX del mismo prestigio que se le otorgaba la fe. Leer a Bernard Shaw o Bertrand Russell, como tuve la suerte de hacer entonces, era asomarse a un universo desconcertante, porque ellos describían la oportunidad de no aceptar una fe ni otra.
El ateísmo o el agnosticismo no resultaban nunca temas tan seductores como la fe. Carecían de ceremonias vistosas, que apelaban a todos los sentidos, como carecían de propagadores elocuentes. No parecían tener una Historia (o al menos no la ostentaban de manera tan apabullante como hacían las religiones establecidas). Costaba describirlos como prácticas que uno pudiera imitar, y sobre todo, tenían mala fama. Los creyentes los consideraban fruto del ofuscamiento o la estupidez característica de los no creyentes, por lo que tarde o temprano se presentaban como ideales imposibles de sostener.
Yo dejé de creer en Dios (provisoriamente y en secreto) con lo que se me abrieron las puertas a un diálogo inesperado con personas que ya conocía y a las que hasta poco antes hubiera considerado (prejuzgado) no como enemigos, pero al menos inadecuados para el diálogo, porque suponía que hubiera sido difícil entenderse con ellos.
John Cummings y su esposa Mary eran los únicos ingleses de mi barrio. Los veía en el almacén de mi padre, cuando compraban algo y retiraban la correspondencia, donde estaba incluido un periódico que debió ser anglicano. ¿Cómo arriesgarse a intentar una comunicación más compleja, sin tropezar con la barrera idiomática? 
El único musulmán que conocía en mi barrio, era el tendero Ali N. Luego tuve a un profesor de no recuerdo qué materia en el secundario. Uno sabía que eran turcos, tal como otros eran gallegos o tanos, y el resto (que debía ser algo bastante complejo, porque definía la presencia de una cultura que no era la nuestra) quedaba sumido en la más completa incertidumbre, no como un enigma que hubiera debido investigarse, sino como un dato carente de importancia. Después de todo, a pesar de las más que probables diferencias, podíamos considerarnos iguales.
Confirmación católica
Ignoro el motivo por el que mi padre decidió convertirlo en mi padrino de confirmación. Eso me confundía más de la cuenta, porque si mi padrino no era católico, ¿por qué estábamos todos engañando al Obispo, que me marcaba la frente con los sagrados óleos? Sospecho que esa era la concepción que mi padre tenía de la religión: relacionaba con gente que no estaba demasiado cerca, pero tampoco le resultaba ajena y a la que pretendía acercarse con este gesto amistoso, pero aislado. Mi padrino de bautismo, por ejemplo, era uno de sus antiguos amigos de soltero, dueño de una tienda, frente al cine La Palma, que no debo haber visto más de un par de veces en mi vida.
Si bien tuve muchos amigos judíos después de haber salido de San Pedro, a los 17 años, porque en el ámbito de la cultura y en otras ciudades más grandes, no era difícil que se alternara con ellos, como con cualquier otra minoría étnica, tuve que esperar varios años, hasta que algunos de esos amigos me abrieron la puerta de su casa (Susana I. o Ernestina G.), me invitaron a probar su sopa de matzá (Mara H.) o me permitieron participar en una cena de Pesaj (Blanca S.). Si los recuerdo con tanto afecto, es porque se trataba de favores que no solicité y al mismo tiempo di por sentado que eran infrecuentes.
Celebración judía de Pésaj
Probablemente no era casual que mis amigos fueran judíos nada ortodoxos. No iban a la sinagoga, ni respetaban las normas de la comida kosher, pero al mismo tiempo recordaban las fiestas milenarias y elegían como parejas a miembros de su comunidad (cuando no respetaban esa norma, resultaba evidente que lo encaraban como un temido conflicto con sus familias). Algunos, habían decidido no circuncidar a sus hijos varones. Nunca les pregunté si tenían prejuicios respecto de los goys (cristianos) como yo, aunque no fueran practicantes, a quienes apenas se les escarbara un poco, revelarían haber abandonado la fe de su infancia muchos años antes, en la confianza de que si necesitaban regresar a ella, por ejemplo en la alternativa de morir, lo harían sin mucho trámite.
Gracias a ellos, aprendí que ser judío no era necesariamente practicar una religión (un tema que en el ámbito del monoteísmo conduce tarde o temprano a enfrentamientos que suelen ser odiosos) sino pertenecer a una cultura milenaria, que se hereda como el ADN, sin saberlo ni pedirlo, y debería permitir el diálogo con gente de otros grupos culturales, con quienes se comparten demasiadas elementos comunes, para considerarlos extraños.
Niños judíos en campo de concentración
La fe suele ser una carga bastante incómoda para los creyentes, esos que pueden devanarse los sesos, mientras se hacen preguntas de orden moral, respecto de conflictos cotidianos, para las que no encuentran en su fe respuestas satisfactorias, mientras que el absurdo de la fe se confirma para los no creyentes, acostumbrados a utilizar la duda como herramienta habitual.
Los creyentes se hieren preguntándose: ¿cómo permite Dios la existencia del mal, que triunfa por todas partes, sin hacer nada para detenerlo, ni atenuarlo, ni resarcir a las víctimas? ¿Cómo abandona de manera tan ostensible a quienes creyeron en Él? Se trata de una duda antigua, incómoda, que fue planteada en el Libro de Job y reaparece intacta en la experiencia del mundo contemporáneo.

Para el cristiano, que espera la verdadera salvación en el más allá, este mundo es (…) objeto de desconfianza y, a causa del pecado original, especialmente el mundo humano. En cambio, para el judío que ve en este mundo el lugar de la creación divina, de la justicia y la redención, Dios es en primer lugar el Señor de la Historia y por eso, también para el creyente. Auschwitz pone en cuestión todo el concepto tradicional de Dios. (…) Añade a la experiencia histórica judía algo nunca visto. (…) ¿Qué clase de Dios pudo permitir esto? (Hans Jonas: El concepto de Dios después de Auschwitz. Una voz judía)

Encontrar el camino propio entre la fe y la incredulidad, o para decirlo de otro modo, decidir una opción que no conduzca demasiado lejos de la fe original, se convierte para los creyentes en una búsqueda que pasa por la aceptación del mensaje de algún texto sagrado, proveniente de alguna figura admirada, o el inicio de un prolongado y doloroso examen de cada paso que se avanza o retrocede. La fe, de acuerdo al poeta persa, por importante que sea para quienes la aceptan o rechazan, no debería dividir a la gente.

Entre la fe y la incredulidad, un soplo. Entre la certeza y la duda, un soplo. Alégrate en este soplo presente donde vives, pues la vida misma está en el soplo que pasa. (Omar Al Khayam)