miércoles, 3 de agosto de 2016

Improvisados, graduados y autodidactas


EEUU: graduados universitarios
Ahora son muchos los jóvenes que estudian en la Universidad (y las universidades se han multiplicado para atender la demanda masiva del mercado). Se da por sentado que los jóvenes deben estudiar alguna carrera, dado que con su poca edad  y la incompleta formación que reciben durante su paso por la escuela primaria y la secundaria, si carecen de contactos se les vuelve difícil hallar algún empleo bien remunerado, porque es improbable que se encuentren preparados para aspirar a tanto. Cuando dedican varios años al estudio de alguna carrera, esperan capacitarse efectivamente para ejercer una profesión y obtener los diplomas habilitantes que suelen exigir los empleadores.
Desde la actualidad, cuesta entender lo infrecuentes que eran los estudios superiores hace apenas un par de generaciones. Ser abogado o médico suministraba prestigio social, abría las puertas de la actividad política y permitía sostener un buen nivel de vida, mientras las otras profesiones carecían de una imagen tan definida.  
Aquel que estudiaba, pasaba a ser visto como alguien diferente a la mayoría no iletrada, pero falta de educación, como se muestra en M´hijo el dotor, la pieza teatral de Florencio Sánchez, donde el joven Julio regresa de la ciudad para esquilmar a su padre enfermo.

OLEGARIO: ¡Ese no conoce la vergüenza…! ¿No ves los modales y la insolencia con que nos trata? ¿Qué prueba eso? Que es un libertino, un calavera, un perdido… (…)
JESUSA: El muchacho no es malo en el fondo, pero es muy irrespetuoso y algo botarate. Estudiar, estudia, pues tiene buenas calificaciones y los diarios hablan de él, pero se le han metido en el cuerpo unas ideas descabelladas y hasta creo que le da por ser medio anarquista o socialista y no cree en Dios. (Florencio Sánchez: M´hijo el dotor)

Clase universitaria en la Edad Media
Irse a estudiar, para los jóvenes del interior del país, era exponerse a la seducción de las pocas grandes ciudades donde había universidades, instalarse lejos de la familia, hallarse de pronto con la posibilidad de organizar (o desorganizar, de acuerdo al gusto) su vida. Eso había sido así, tradicionalmente, desde por lo menos la Edad Media: estudiar era liberarse de las limitaciones mentales que caracterizaban al sitio donde uno hubiera tenido la suerte (o la desgracia) de nacer, para alcanzar un estándar superior y más libre de vida. Algunos estudiantes no volvían más a su terruño, tanto si concluían exitosamente su carrera, como si malgastaban su tiempo sin llegar a titularse.  La vida provinciana se destacaba por sus limitaciones de todo tipo.
Los estudiantes de las grandes ciudades gozaban de una envidiada mala fama de borrachines, mujeriegos, iconoclastas, y otras formas alegres de (re)organizar la vida mientras duraba esa etapa de su existencia, entendida como un intervalo festivo entre el aburrimiento de la enseñanza secundaria y la rutina de la vida profesional.
Mi padre no había terminado su educación secundaria en el Colegio Nacional de Buenos Aires. Desaprovechó las oportunidades de estudiar que le estaba brindando mi abuelo, y hubiera debido convertirlo en el primer profesional universitario de una familia de comerciantes. Entonces, decidió mi abuelo (como castigo o premio) tuvo que encargarse del comercio que había pertenecido a la familia durante seis décadas, tras una etapa de aprendizaje bajo la tutoría de José Félix Grigioni, uno de sus tíos maternos.
De acuerdo a mi tía Matilde, que podía ser demoledora en sus tajantes definiciones de la gente que conocía, su hermano se había pasmado intelectualmente a los doce años, cuando sufrió la fiebre tifoidea. No parece una argumentación demasiado confiable, porque provenía de alguien a quien se le negó esa oportunidad de desarrollo.
Mi padre era un rebelde que había sido sometido por la preferencia y el rigor de mi abuelo, y no aceptaba esa imagen. Él percibía a su padre como una autoridad imposible de desafiar, pero intentaba reproducir el modelo, a pesar de su inadecuación. De haber estudiado, mi padre se hubiera liberado de la tutela de mi abuelo, hubiera podido instalarse lejos de San Pedro y el comercio de la familia, pero decidió fracasar, para frustrar las expectativas de mi abuelo, aunque al mismo tiempo perdió la autoestima.
A pesar de su notable inteligencia, que le permitía relacionar datos no demasiado evidentes para la mayoría, mi madre tuvo que ponerse a trabajar cuando apenas se encontraba en la primaria. Luego, los celos de mi padre le cerraron el paso a cualquier intento de formarse.  De haber vivido en otra época, menos limitada respecto de los roles femeninos, ella hubiera podido
Fui el primero de mi familia en completar una carrera universitaria, gracias a mi trabajo de verano en Mar del Plata y las becas que obtenía. Había que buscar a un primo segundo de mi padre para encontrar a un odontólogo, pero vivía en San Nicolás y no teníamos contacto con él. Mi primo Carlos N. que era cuatro o cinco años mayor que yo, abandonó la carrera de Derecho, por razones que nunca supe y solo en su treintena, ya casado (y sospecho que gracias a la vigilancia de su mujer, que le impedía dispersarse) completó sus estudios de Agronomía.
Mi primo materno Miguel Ángel G., unos diez años más joven que yo, se convirtió en un exitoso abogado, y a partir de él, se volvió frecuente en los miembros de las nuevas generaciones de nuestras familias, que estudiaran y completaran sus carreras universitarias.

La educación autodidacta es, creo firmemente, el único tipo de educación que existe. (Isaac Asimov)

Usuario de Internet
Aquellos que de un modo u otro se involucran en la educación formal (debo incluirme entre ellos) suelen tener en menos a los improvisados en cualquier actividad y mirar con no poca desconfianza a los autodidactas, que se arriesgan a tomar la iniciativa de formarse a ellos mismos, con todos los riesgos de complacencia y limites intelectuales que tal iniciativa implica. ¿Obtendrán acaso una educación bien balanceada, que les permita encarar una actividad profesional sin fallas?  ¿Descuidarán en el aprendizaje, por lo contrario, ciertos aspectos fundamentales para su formación, que ellos no advierten y a la larga quitarán toda credibilidad a su desempeño?
Biblioteca Rafael Obligado
Elegir una institución para educarse, no es una decisión tan racional, informada y confiable como podría suponerse. Recuerdo el pesado matroteto que consulté repetidamente en la Biblioteca Rafael Obligado de San Pedro, a mediados de los `50. para decidir qué estudiaría cuando terminara la escuela secundaria. Las universidades que entonces eran pocas y no tenían tantas carreras como en la actualidad, presentaban los programas de estudio y las condiciones de ingreso. Debo haberlo hojeado decenas de veces, porque para mí tenía la seducción de una novela de aventuras. ¡Cuántas alternativas, qué variedad de futuros planteaba!
A pesar de lo que plantean los especialistas, las instituciones tienen programas que se establecieron Dios sabe cómo y no siempre cumplen con lo prometido, cuando reclutan a docentes que merecen asumir esas complejas funciones o tal vez no, se ajustan a las expectativas de los estudiantes que han emprendido una carrera, o las defraudan. De todos modos, como un colectivo dotado de un historial, de una denominación impuesta en el mercado educativo, reclaman una credibilidad, que a medida que pasa el tiempo se les concede cada vez con menos análisis, por simple inercia. Puesto que han permanecido, su idoneidad queda garantizada.
Los autodidactas llegan para arruinar el excesivo optimismo de los graduados. Ellos demuestran con sus actos que hay otras maneras de abordar los mismos proyectos, aunque se trate de alternativas poco satisfactorias, que los conducen al fracaso, porque en esa eventualidad llegan a sembrar una duda incómoda: es probable que también los graduados fracasen cuando intenten algo parecido, y en tal caso la situación será todavía más lamentable para ellos, porque dedicaron varios años y emplearon bastante dinero para seguir estudios que carecen de futuro.

Autodidacta por obra de las circunstancias, me forjaría a solas una cultura desordenada y caprichosa, cuyos efectos arrastraría hasta la treintena y de la que no lograría zafarme sino el día en que relajado (…) comencé a revisar por mi cuenta los valores y normas que habían regulado hasta entonces mi vida sin las anteojeras ni prejuicios inherentes a toda ideología y sistema. (Juan Goytisolo)

Manuel López Blanco, mi recordado profesor de Filosofía y Estética en la Universidad Nacional de La Plata (un hombre que no se avergonzaban de no haber concluido ninguna carrera) decía que a los autodidactas les queda una marca que no suele quitárseles nunca, sobre todo porque ellos mismos se cuidan de exhibirla, con toda justicia, orgullosos del esfuerzo de formarse, que realizaron por sí mismos, incluso cuando a nadie más que a ellos pudo haberles importado si alguna vez se graduaron o no.
¿Quedan lagunas en la formación del autodidacta? Eso parece inevitable, también en el caso de aquellos que han completado estudios académicos en áreas que la modernidad desactualiza. Las instituciones educativas prometen que aquellos formados de acuerdo a su malla curricular, se encuentran bien preparados para desempeñarse en las más opuestas áreas de la actividad profesional, pero a medida que pasa el tiempo y se junta mayor experiencia sobre los actuales sistemas pedagógicos, uno se vuelve cada vez más escéptico sobre el tema.
La promesa de salir formado de una universidad, es un argumento especialmente válido para convencer a aquellos estudiantes que no tienen ideas demasiadas claras sobre el funcionamiento interno de las instituciones y su propia capacidad, por lo que prefieren aceptar al pie de la letra el discurso publicitario.
De acuerdo a la visión ingenua de los estudiantes universitarios, ellos adquieren durante su paso por las aulas, una imagen que no siempre llega a ser tan sólida como esperaban, y la realidad se encargó de destruir.
En la actualidad,  muchos de los profesionales universitarios son autodidactas, se han formado por su cuenta, después de haber aprendido los rudimentos de su profesión en la universidad. Naturalmente, frente a ellos se encuentran aquellos que desconfían de su responsabilidad para actualizarse de manera confiable y prefieren depender del apabullante surtido de Diplomados, Magisters y Doctorados que las instituciones del país y el extranjero ofrecen, en cursos presenciales y on line, como si fueran los supermercados de la educación, que tratan de seducir a los potenciales consumidores. Para ellos, los nuevos improvisados, como para todos los adictos a la acumulación de cualquier clase, no hay posibilidad de poner fin a los estudios.