domingo, 17 de diciembre de 2017

Salvar las apariencias (II). Lo que va de ayer a hoy


Los modales corteses hacen que el hombre aparezca exteriormente tal como debería ser en su interior. (Jean de la Bruyére)

Heroine chic
Hace unos años, se planteó en el ámbito de la moda el cocaine look o el heroine chic, estilos repulsivos para algunos y probablemente atractivos para otros, que simulaban el aspecto de los adictos a esas drogas: extrema delgadez de las modelos de pasarela, piel muy pálida, ojeras negras, boca roja, pelos en desorden, ropas feas y desgarradas, empleo ornamental de elementos utilitarios como alfileres de gancho, cierres de cremallera y piercings. Los músicos de rock lo adoptaban en sus conciertos multitudinarios; algunos diseñadores de ropas lo imponían en sus desfiles.
Eran tendencias detectadas por los investigadores de marketing en el mundo de la marginalidad de todo el planeta, que los diseñadores reelaboraban y pasaban a ser expuestas masivamente por los medios, donde figuraban como imágenes alternativas (vale decir, como modelos opuestos a la estética oficial) disponibles para ser imitadas por millones de seguidores deseosos de oponerse al sistema.
Modelos anoréxicas
Algo parecido sucedió con la extrema delgadez de las modelos de alta costura de comienzos del siglo XXI. Tras haber sido denunciada por los médicos como una apología de la anorexia, los diseñadores establecieron acuerdos profesionales para evitar esas imágenes tan riesgosas, por la influencia que podían ejercer sobre miles de adolescentes depresivas. En Francia se ha comenzado a exigir un certificado médico que certifique la salud de las modelos, estableciendo multas elevadas a los empresarios infractores.
¿Por qué querría alguien revelar una situación personal como una adicción, que solo puede ser descrita como una enfermedad y no suele ser bien vista por la mayoría? O lo que es todavía más difícil de explicar, ¿por qué querría alguien aparentar una situación que no es la suya, sino bastante peor que la suya? En el caso de los artistas, se entiende que busquen atraer la atención de quienes observan su trabajo, si no con una propuesta original de su arte, por lo menos con algo que no se espera mostrar en público, porque suele ocultarse. Hoy, exaltar la apariencia, volverla digna de atención, por desagradable que sea, es una estrategia que no duda en utilizarse, porque la censura tradicional sobre el adicto parece haberse levantado.
No es que se transforme al adicto en un héroe (o al menos en una víctima inocente de una represión que no respeta las opciones individuales) pero no quedan muchas dudas de que es una presencia frecuente, que cualquiera encuentra en su familia, en su círculo de amigos o incluso en el espejo.

Mediados siglo XX: Familia de clase media.
En el pasado, se trataba de salvar las apariencias de normalidad, evitando a cualquier precio que las convenciones establecidas por la sociedad se derrumbaran. La compostura, la dignidad lograda no sin esfuerzo, la hipocresía también, lograban imponerse en los ambientes más opuestos. Los pobres tenían a buen recaudo un único traje bueno, generalmente negro (el del domingo, el de las ceremonias solemnes como bodas, bautizos y funerales) que usaban tan solo en contadas ocasiones, a lo largo de su vida adulta, para no avergonzar a los suyos con la visión de su pobreza.
Esas prendas se guardaban, se restauraban, se fotografiaban para dar la mejor impresión del usuario. Eran el equivalente de sí mismos que la gente mostraba en las fotografías (cuando no le faltaban piezas dentales) con el objeto de demostrar una felicidad que no siempre se correspondía con su situación real.
Los ricos no se avergonzaban de exhibir su existencia envidiable, tan opuesta a la existencia de la mayoría de la gente, compitiendo entre ellos para demostrar quién tenía más poder que sus iguales, sin preocuparse de la obscenidad inocultable de tal ostentación, mientras que ahora prefieren ser discretos (al menos en público) no sea que exciten la respuesta indignada de quienes son sus adversarios y pueden agredirlos.
Abrigo de pieles, años `40
Vestir pieles era el orgullo de las mujeres adineradas durante el siglo XX. Las focas del Ártico y los monos de la jungla africana fueron exterminados para satisfacer la demanda de peludos abrigos femeninos y masculinos. Serpientes, cocodrilos y otros animales no menos temibles cuando gozaban de vida, pasaban a suministrar materia prima para carteras y calzado. Hasta las damas de clase media aspiraban a un cuello de zorro, donde los ojos habían sido reemplazados por cuentas de cristal, o abrigos de retorcida lana caracul. Nada parecido a la conciencia ecológica de la actualidad existía en ese momento.
Hacia fines del siglo XX, en cambio, lucir pieles en público se convertía en un acto de provocación, que estimulaba el rechazo de los ecologistas y sectores cada vez más amplios de la población.
Hay algo admirable en el proyecto de buenos modales de Manuel Carreño y es la decisión inquebrantable de aparentar corrección (el llamado buen tono) a cualquier precio, en las peores circunstancias, sin avergonzarse de los intentos fallidos que pueden deparar burlas, indiferencia o humillaciones a quienes lo intenten, porque él considera ese simulacro no pocas veces ridículo, como lo mejor que puede dar de sí mismo un ser humano.
Carreño había elaborado una imagen de la conducta en sociedad que poco le debía a los reclamos de la Naturaleza y casi todo a la voluntad de ser aceptado por aquellos que controlaban el Poder y bajo ninguna circunstancia aceptaban ser cuestionados. Los empleadores exigen buena presencia de quienes postulan para trabajar con ellos, aunque no lleguen a definir los parámetros de esa apariencia deseable.
Cirujía plástica
Mucho antes de las siliconas, de las dietas adelgazantes, de las tinturas del pelo y el lifting que hoy obsesionan a millones de seres humanos, la imagen construida deliberadamente, para causar buena impresión, se apoyaba en el empleo de un vestuario capaz de esconder las imperfecciones del cuerpo y un comportamiento correcto, aunque antinatural. Nada de esto parece conectarse con la mentalidad del mundo contemporáneo, que afirma apreciar la sinceridad por encima de los buenos modales.

Que usted será lo que sea / -escoria de los mortales- / un perfecto desalmado / pero con buenos modales. / Insulte con educación / robe delicadamente / asesine limpiamente / y time con distinción. / Calumnie pero sin faltar / traicione con elegancia / perfume su repugnancia / con exquisita urbanidad. (Joan Manuel Serrat: Lecciones de Urbanidad)

Preocuparse por el qué dirán los demás, no es un esfuerzo inútil, cuando se depende de la opinión ajena para sobrevivir, como le sucede a la mayor parte de la gente. Oponerse a la opinión dominante (la doxa de los griegos) acarrea no pocas amenazas para quien lo intenta. A veces, ni siquiera hace falta tomar partido contra la mayoría. Exhibirse tal como uno es, carecer de filtros, lejos de considerarse una virtud, que prestigia a quien la muestra, se evalúa como el indicio de una grave incapacidad para vivir en sociedad.
Kevin Spacey
Es significativo que Kevin Spacey, el actor que protagoniza la serie televisiva House of Cards, en la que se muestra el desempeño de un político inescrupuloso, que utiliza magistralmente el doble estándar para ascender en su ambiente, quede al descubierto como un abusador de jovencitos en la realidad. Esa revelación pone fin a la grabación de la serie y hace que el director de un filme ya concluido y con fecha de estreno inminente, lo reemplace de apuro por otro actor. Lejos de convertirse en portavoz de una minoría sexual como tantas que hoy se toleran, Spacey se ha vuelto en pocos días en una figura inaceptable para la mayoría.
Manifiestación de víctimas de acoso sexual
Una cultura que ha convertido en ideal no discriminar a la gente por sus preferencias sexuales, lo mismo que por su género, etnia o edad, condena sin embargo que se utilice el sexo para controlar a subordinados (eso explica la enorme repercusión que alcanza la campaña Me Too, donde las víctimas que hasta hace poco se avergonzaban de lo que habían sufrido, proclaman que ellas también denuncian la agresión). Se condena sobre todo que a pesar no ser un secreto, se mirara para otro lado, durante años, cuando se manifestaba esa conducta impropia.
La modernidad en cuestiones de moral, se definiría por la mayor o menor transparencia a la que todos quedan sometidos, comenzando por aquellos que detentan algún poder y ya no puede aceptarse que aprovechen sus privilegios para causar daño a quienes no consiguen defenderse. En el pasado, con tal de defender a las instituciones respetadas (como la Iglesia, la escuela, la familia) se aceptaban los comportamientos más inadecuados de algunos individuos. En el presente, la idea de la Rochefoucault se ha devaluado al punto de volverse inaceptable:

Hipocresía es el homenaje que el vicio brinda a la virtud. (François de la Rochefoucault)

Hipocresía es hoy, por lo menos, la complicidad que la virtud brinda al vicio. Salvar las apariencias es dar nueva vida a lo que se afirma detestar.
Los fundamentos de la Urbanidad pueden discutirse. No son los mismos en diferentes sociedades, ni en distintos momentos de desarrollo de cada una de ellas. Para los chinos, japoneses y coreanos, que Manuel Carreño no llegó a conocer, eructar después de haber comido, es un gesto de buena educación, porque indica la satisfacción del comensal y elogia el esfuerzo de quienes elaboraron los alimentos.
Interior de Versailles
Para los refinados franceses de la corte de Luis XIV, los perfumes intensos (no la higiene) eran la solución escogida para enmascarar los olores corporales inevitables de la escasa frecuentación del agua y el jabón. En cuanto a los hedores de las habitaciones, ¿qué podía esperarse de un palacio como Versailles, epítome del lujo y sin embargo carente de baños?
Mi experiencia personal de un teatro de centro Europa en invierno, hace medio siglo fue tan contradictoria como inolvidable. Por un lado, un espectáculo culto y una audiencia conocedora, que repletaba la sala. Por el otro, un intenso olor corporal, proveniente de centenares de cuerpos que no se bañaban más de una vez a la semana y tampoco se cambiaban de ropa interior todos los días. ¿Cómo separar una evidencia de la otra? Mis parámetros de urbanidad no eran los que utilizaban ellos y nada hubiera estado más equivocado que pretender imponer los propios de mi cultura.
Hay en todas las sociedades un comportamiento público, fuertemente codificado, al punto de desembocar en rituales, como hay un comportamiento privado, que se ha impuesto en el interior de un grupo familiar o una pareja. Las reglas que dan sentido a ese comportamiento no son transferibles de un contexto al otro.
Napoleon y Josefina
Napoleón Bonaparte le escribía una carta a su amada Josephine Beauharnais, avisándole que en los próximos días regresaba de una prolongada campaña militar… para que no se bañara. Eso nos dice bastante sobre el efecto que la transpiración de la mujer tenía sobre la libido de ese personaje histórico.
Sudar, en cambio, horrorizaba a Carreño, que escribía su Manual en un país tropical, y a pesar de ello no aceptaba que bajo ninguna circunstancia, delante de testigos al menos, nadie sudara. Él exigía que se utilizaran guantes, que impidieran mostrar esa humedad impropia de los seres humanos civilizados, sin importar el clima reinante en una zona del planeta donde el sudor es inevitable y necesario para la salud. A mediados del siglo XX, esa prohibición continuaba vigente, como indicaba el uso generalizado de antisudorales, que prometen eliminar cualquier olor corporal. Edna Murphey se hizo millonaria gracias a un producto denominado Odorono, que suprimía el sudor por varios días (irritando la piel sensible de las axilas, de paso). Algunos de los indeseables efectos secundarios del desodorante eran las manchas rojizas dejadas en la ropa, que las mujeres intentaban eliminar con recursos tan variados como el vinagre, el jugo de limón y el bicarbonato de sodio.
Anuncio Odorono, años `50
La publicidad se encargó de estigmatizar el sudor como una enfermedad vergonzante. La higiene corporal hubiera debido ser la alternativa más confiable para evitar gran parte de ese problema. Los publicistas desecharon esa noción, que no requería de grandes inversiones, ni grandes preocupaciones de los usuarios, para ofrecer desodorantes más costosos que resolvían la dificultad de inmediato.

En el interior del brazo de una mujer, hay una discusión franca de un tema que se evita con demasiada frecuencia. El brazo de una mujer. Los poetas lo han cantado, los grandes artistas han pintado su belleza. Debería ser lo más bonito del planeta, y sin embargo, por desgracia, no lo es siempre. (Texto publicitario de Odorono, 1920)

Los comportamientos colectivos se imponen cuando resultan rentables, de acuerdo a la óptica de la modernidad. Si las mujeres norteamericanas (y a continuación los hombres y las mujeres del área de influencia de las multinacionales jaboneras) se avergüenzan de sudar y aspiran a oler a flores, comprarán el antisudoral que promete librarlos de un síntoma al que hasta poco antes no le concedían la menor urgencia. Odorono y otros productos similares basaron sus negocios multimillonarios en esa capacidad para sentirse culpable de provocar una duradera mala opinión de los pares.
Anuncio desordorantre MUM
Todo el comportamiento humano puede ser reglamentado por Carreño, para que armonice con las normas del buen gusto y el respeto de las jerarquías sociales existentes.  No importa cuán incómoda o artificiosa pueda ser una norma, con tal que la sociedad reciba la impresión de que se está haciendo lo correcto. ¿Por qué se debería prestar tanta atención a las apariencias, cuando los conflictos más graves de la sociedad suelen ser de otra índole, que Carreño esconde bajo la alfombra?

La base de la urbanidad, de la buena educación, es moral: no hagas a otros lo que quieras que te hagan a ti. (Amando de Miguel: Cien años de Urbanidad)

sábado, 9 de diciembre de 2017

Salvar las apariencias (I): La utopía de Manuel Carreño


 
Ilustración del Manual de Carreño, mediados siglo XX
Los temores, las sospechas, la frialdad, la reserva, el odio, la traición, se esconden frecuentemente bajo ese velo uniforme y pérfido de la cortesía. (Jean-Jacques Rousseau)

Uno de los pocos libros que recibí de mi padre durante la infancia, fue el Manual de Urbanidad y Buenas Costumbres de Manuel Carreño. Lo leí como leía todo lo que encontraba por ese entonces, desde revistas ajenas a mis intereses, como El Gráfico y Mecánica Popular, hasta el Mundo Argentino y La Chacra, pasando por las novelas de Ponson du Terrail publicadas por Leoplan y los libros del mes condensados de Selecciones del Reader´s Digest.
Leía por compulsión, dos o tres libros por semana, acumulando nuevos datos a una cultura dispersa, como los jóvenes de hoy, que surfean Internet. Incorporaba personajes y circunstancias a mi archivo mental, sin averiguar mucho sobre los autores de esos textos que devoraba, ni el momento en que habían sido escritos, puesto que en las portadas de los libros era poco y nada lo que se informaba.
Según había aprendido, un Manual era un texto publicado con el objeto servir de guía durante la resolución de problemas menores de la vida cotidiana (fuera la plomería de una casa de familia o la caligrafía inglesa que debía utilizarse tanto en la correspondencia personal, como en las anotaciones de los libros de Contabilidad).
Manual de Carreño, mediados siglo XIX
La vida en sociedad que planteaba Carreño se encontraba tan distante de mi experiencia cotidiana como la galaxia de Andrómeda. ¿Qué era eso de tener sirvientes que cuidaban a los niños, planchaban la ropa o preparaban las comidas? En mi casa, eso hubiera sido un insulto a mi madre, que se encargaba de todo lo que necesitábamos. ¿Cuándo se me presentaría la oportunidad de ofrecer mis respetos a los deudos de un amigo durante un funeral? Si me cruzaba en la vereda con una dama, en las habitualmente vacías calles de mi barrio ¿debería cederle el lado de la pared o el de la calle?
Taparse la boca para bostezar, toser o estornudar estaba bien, resultaba más agradable a la vista de los interlocutores, y sin duda más higiénico que hacer lo contrario. Tomar la iniciativa de saludar con respeto a las personas de más edad o relevancia social, no interrumpirlas nunca cuando estaban haciendo uso de la palabra, tratarlas de usted y no desafiarlos con la mirada, se entendían como actitudes convenientes para evitar que los adultos nos humillaran a nosotros, los niños insolentes, con toda clase de reproches por nuestra falta de educación (una circunstancia que marcaba incluso a nuestros padres, que habían sido incapaces de formarnos).

Muchas personas son demasiado educadas para hablar con la boca llena, pero no se preocupan por hacerlo con la cabeza vacía. (Orson Welles)

Manual de Carreño
Comer con la boca cerrada y no hablar mientras comíamos, era el comportamiento más prudente para los niños, si no se quería regar la comida por toda la mesa y recibir una respuesta inmediata de los adultos. La ubicación de los cubiertos en la mesa, era un conocimiento que podía aplicarse en la vida familiar, cuando mi madre me ordenaba hacerlo, porque ella estaba demasiado ocupada preparando el almuerzo o la cena, pero el resto de las indicaciones del Manual referidas a la normas de etiqueta, requería una combinación de circunstancias altamente improbables, para que uno pusiera en práctica esos datos.
El Manual de Carreño no parecía darse por enterado de que el mundo había cambiado en lo que llevaba transcurrido el siglo XX (o mejor aún, que el mundo nunca había sido tal como él pretendía, en el momento mismo de redactar el texto).

El hábito de respetar los convencionalismos sociales contribuye también a formar en nosotros el tacto social, el cual consiste en aquella delicada mesura que empleamos en todas nuestras acciones y palabras, para evitar hasta las más leves faltas de dignidad y decoro, [para] complacer siempre a todos y no desagradar jamás a nadie. (Manuel Carreño: Manual de Urbanidad y Buenas Costumbres)

Manuel Antonio Carreño
Encontrar un marciano hubiera sido menos factible que intentar una aplicación de los preceptos de Carreño, no solo porque habían sido escritos a mediados del siglo XIX (un dato que los editores solían omitir en la presentación del libro, para que pareciera actual en todos sus aspectos) sino porque daba forma a una visión del mundo que los jóvenes de entonces despreciábamos, por decir lo menos. Queríamos derribar las convenciones que nos estorbaban, esperábamos establecer otro orden, más equitativo y sincero. Creíamos que había llegado el momento de liquidar un orden que había demostrado ser opresivo, fallido y carente de moral.
Después de los horrores demostrados de la Segunda Guerra Mundial, despertamos a la pesadilla de la era atómica y una Guerra Fría que resultaba cada vez más difícil imaginar que nos condujera al exterminio del planeta, se había vuelto inverosímil prestarle atención a nociones tan frágiles como la urbanidad y las buenas costumbres. ¡Por favor! ¿Acaso podía haber algo más inútil, cuando el fin de la vida humana se encontraba en peligro?

No se puede hacer una tortilla, sin romper algunos huevos. (François-Athanase Charette de la Contrie)

Luis J. Medrano: Almuerzo en familia
Mis veinte años los viví lejos de mi familia, en la Universidad, donde estaban vigentes otros códigos, que durante la infancia y adolescencia se me hubieran presentados como inaceptables. Todo el mundo fumaba, ser ateo era obligatorio, como ser de izquierda, y el que no lo aceptaba, mejor no decía nada. Las mujeres usaban pantalones, soltaban palabrotas y bebían ginebra. Los hombres tampoco se contenían al hablar o beber en su presencia. Existía, sin embargo, un evidente pudor para referirse a la sexualidad ajena o propia, no solo a la homosexual, que servía para hacer bromas denigrantes, sino también a la conducta heterosexual, que evitaba mencionarse, para no quedar marcado como demasiado sensible, por no decir cursi.
Luis J. Medrano: Sábado inglés
Hablar mal de las novias o las esposas era de rigor en una reunión de hombres, como las convocadas por mi padre los sábados a la noche, para jugar al truco. Se las tildaba de controladoras, malhumoradas y lentas para entender, como una forma de reafirmar que el ideal humano era la fraternidad masculina (de ahí la denominación de brujas que abarcaba a todas ellas, menos a las respetables madres de los presentes). Cabe suponer también que denigrar a las mujeres era una estrategia destinada a convencer a los congéneres de que no valía la pena fijarse en ellas, tal como el Viejo Vizcacha escupía el asado para que nadie se lo quitara.
No estaba bien visto acercarse demasiado, aunque solo fuera por buena educación, a la mujer de un amigo. Era una deslealtad que la comunidad masculina no hubiera podido aceptar de ninguno de sus miembros. Si alguien ponía en duda la honestidad de madres, hermanas u otras parientes de alguno de ellos, se justificaba que el conflicto se dirimiera a golpes. En cambio, no había problemas en piropear a perfectas desconocidas, incluso con frases de doble sentido, que nadie se preocupaba de averiguar si complacían o disgustaban a las homenajeadas.

No se escribieron manuales para ser un buen campesino, buen indio, buen negro o buen gaucho, ya que todos estos tipos humanos eran vistos como pertenecientes al ámbito de la barbarie. Los manuales se escribieron para ser un buen ciudadano. (…) Los manuales de urbanidad se convierten en la nueva biblia que indicará al ciudadano cuál debe ser su comportamiento en las diversas situaciones de la vida, pues de la obediencia fiel a tales normas, dependerá su mayor éxito (…) en el reino material de la civilización. (Santiago Castro-Gómez: Ciencias sociales, violencia epistémica y el problema de la invención del otro)

Manuel Carreño no tuvo la ocasión de vivir en una época de generalizada tolerancia y buenos modales, descubrí años más tarde, porque la Venezuela de mediados del siglo XIX se hundía en la llamada Guerra Federal, que la desangró por décadas, cuando apenas intentaba recuperarse de los quince años que duró la Guerra de la Independencia, que liquidó a una cuarta parte de la población y acumuló un historial traumático de saqueos, violaciones y destrucción.
La necesidad de imponer códigos de comportamiento a esa comunidad anárquica era atendible, pero la posibilidad de que esos códigos no quedaran como un esquema inútil resultaba remota. El colombiano Rufino José Cuervo se había adelantado a Carreño en veinte años, cuando publicó Breves nociones de urbanidad, un manual destinado a las estudiantes del Colegio de la Merced en Bogotá, que era la institución encargada de formar a las jóvenes de familias adineradas.
La urbanidad era una planta exótica en el territorio del Nuevo Mundo, alimentada durante el curso del siglo XIX por el discurso de unos cuantos precursores, decididos a imponer el comportamiento civilizado y elegante, allí donde hasta la fecha simplemente no se lo había necesitado, y lo más probable era que tampoco prosperara. Tal vez se aceptara la urbanidad de manera provisoria, como una excepción a lo habitual, para no quedar marcado ante la comunidad como alguien inculto, pero no por eso dejaba de considerársela una elaboración inútil, por lo que más probable sería que después de verse obligado a aceptarla, se la abandonara ante el menor contratiempo.
Durante el siglo XX, el tópico pasó a alimentar secciones fijas de las revistas femeninas. Quizás los manuales de urbanidad no llegaran modificar el comportamiento de un pueblo inculto, porque solo se preocupan de identificar a quienes no poseen los buenos modales (en otras palabras, el objetivo último de la urbanidad sería discriminar a los desdichados que por ignorancia o descontrol son incapaces de camuflarse como integrantes de la élite).

La etiqueta no dispone de las grandes sanciones que tiene la Ley., pero la sanción principal que podemos aplicar, es no tener trato con esa gente [que la infringe] y aislándolas porque su comportamiento es intolerable. (Judith Martin: columnista norteamericana conocida como Miss Manners)

Ilustración de La Letra Escarlata
La Letra Escarlata, novela de Nicholas Hawthorne, muestra el peso de la opinión dominante en una comunidad pequeña, ideológicamente homogeneizada por el puritanismo, durante el siglo XVII, cuando tiene que enfrentar las evidencias de una infracción a los mandamientos de Moisés. La mujer adúltera debe ser castigada mediante la marginación y el recuerdo de su falta; por eso tiene que usar una letra A bordada en rojo, sobre la pechera de sus ropas negras.
Si no se la ajusticia, como exigen algunos Ilusvecinos exaltados, se la convierte en alguien que socialmente debe evitarse, para que no manche a quienes se perciben a sí mismos como libres de toda sospecha. En ese territorio de una sociedad intolerante, la Ley pasa a ser una opción entre otras, mientras la doxa, la opinión dominante, decide a quien condena, la mujer adúltera, pero no a su pareja (un pastor protestante, maldito por Dios, que le marca otra A sobre el pecho) a quien se le concede la oportunidad de redimirse.

Esta mujer nos ha deshonrado a todos y debe morir. ¿No hay acaso una ley para eso? Sí, por cierto: la hay tanto en las Sagradas Escrituras como en los Estatutos de la ciudad. Los magistrados que no han hecho caso de ella, tendrían que culparse a ellos mismos, si sus esposas e hijas se desvían del buen sendero. (Nicholas Hawthorne: La Letra Escarlata)

En el texto de Carreño, católico convencido, los grandes infractores no merecen mayor atención. Existen, pero la magnitud de su depravación los pone en otro universo, del que es mejor ignorarlo todo, para no verse obligado a sospechar la eficacia del proyecto civilizador. De temas tan graves como aquellos que no resuelve la Urbanidad, deben encargarse la Justicia, que recurre al secreto del procedimiento inquisitorial para fundamentar sus resoluciones, y en forma paralela por la Iglesia, que dispone del sacramento de la confesión, también practicado en secreto por el clero establecido. La comunidad debería respetar esos diálogos  en los que no participa y aceptar la opinión de los jueces y el clero, que aplican los criterios de la institución que representan.
La imagen de la Justicia con los ojos vendados, no pasa de ser una convención decorativa presente en los edificios de Tribunales de todo el continente. Por otra parte, nada parece más opuesto al puritanismo del norte, que la pragmática mentalidad católica latinoamericana. Si existe un acuerdo firme en estos ámbitos, es la tradición del doble estándar, que permite separar con destreza las apariencias de dignidad y respeto, de la realidad menos digna que pueden encubrir.
El Manual de Carreño se encarga solo de reglamentar lo aparente, y gracias a una preocupación tan exigente como esa, niega la existencia de todo lo que socialmente no se ha resuelto y de algún modo se oculta. El Manual permaneció vigente en todo el continente americano, a través de incontables ediciones que llegaron a convertirlo en texto escolar. A través de los años, los nuevos editores iban podando los aspectos más anacrónicos y adaptando lo que se podía adaptar al mundo contemporáneo, con lo que el libro fue adquiriendo una difusión superior a obras escritas que eran más trascendentes por su capacidad de análisis de la realidad. El arte (camaleónico) de elaborar las apariencias, para volverlas aceptables a la opinión de la mayoría, continuaba siendo una aspiración y una obligación constante para amplios sectores de la población.