jueves, 1 de junio de 2017

Vicios privados, pública virtud (III): Ser y aparentar


Probablemente como parte de una campaña de marketing político, destinada a posicionarlo ante los votantes que no se fijan demasiado en los aspectos doctrinarios, un candidato argentino anuncia en un reportaje televisivo que su actual pareja está embarazada (de él, se sobreentiende) y que le regocija la posibilidad de ser padre de nuevo, a los sesenta años. Pocas horas más tarde, la mujer aludida confirma a través de las redes sociales su embarazo y también que ha sufrido el maltrato físico y psicológico del político, quien habría insistido en que deberían librarse del hijo en gestación. 
La contradicción entre el discurso privado y el discurso público queda expuesta y la incapacidad para ocultarla destruye instantáneamente la credibilidad que hubiera podido disfrutar el personaje. La tolerancia de la sociedad ante el comportamiento engañoso, no es mucha ni se encuentra bien considerada. Se exige, de aquellos que detentan funciones públicas, que en todas las circunstancias sean lo que aparentan.
 
Hipocresía es el homenaje que el vicio rinde a la virtud. (François de la Rochefoucault)

Oscar Wilde
La hipocresía goza de mala fama en el mundo contemporáneo, que presume de haber roto con las convenciones victorianas que la premiaban, y no obstante la sinceridad absoluta continúa resultando inaceptable. Para vivir en sociedad hay que aprender a fingir la imagen aceptada por la mayoría, o el incapaz de exhibirse de ese modo quedará diagnosticado como un caso patológico. En El abanico de Lady Windermere de Oscar Wilde, la protagonista es una mujer que en el pasado abandonó a su marido y una hija por entregarse a una pasión adúltera. Ella vuelve una generación más tarde con otra identidad y derrotada, al sitio donde cometió su falta y pretende recuperar la aceptación social que alguna vez tuvo, aunque sea al precio de chantajear a su yerno y prostituirse con varios hombres de la clase dirigente. Lo hace en un momento en que su hija está por imitar su decisión, desconociendo el modelo que sigue.

SEÑORA ERLYNNE: Usted no sabe qué es caer en el precipicio; ser despreciada, escarnecida, abandonada, objeto de irrisión…. Ser un paria. Encontrarse las puertas cerradas, deslizarse furtivamente y estar oyendo constantemente la risa, la horrible risa del mundo, que es una cosa más trágica que todas las lágrimas vertidas en la tierra. No sabe usted lo que es eso. Paga una su pecado y vuelve a pagarlo, y lo está pagando toda la vida. (Oscar Wilde: El abanico de Lady Windermere)

No es improbable que Wilde proyectara en el personaje de la señora Erlynne, su propia experiencia de homosexual que debe aparentar ser un buen padre y esposo, para que la sociedad lo acepte como el ingenioso escritor y dramaturgo que era. Las categorías de ser y aparentar se oponen, pero aquellos que se encuentran incursos en la contradicción, luchan por equipararlas, dejando de lado cualquier principio ético. Hay que aparentar, porque vivir al margen de la opinión dominante es una experiencia demasiado penosa para afrontarla. Tres años después de estrenar su comedia vagamente moralizadora, Wilde fue acusado de sodomía y condenado a dos años de trabajos forzados. Cumplida la sentencia, debió alejarse de Inglaterra y morir en el exilio. Se lo castigaba por haber sido incapaz de aparentar lo que no era.
Gregorio de Laferrere
En el juego de las faltas escondidas y el simulacro de normalidad, en algunos casos se trata de ocultar un pasado inconveniente, y en otros de exhibir un presente que tampoco puede ser aceptado. Las de Barranco, la pieza teatral de Gregorio de Laferrere, le otorga raigambre nacional a esa dependencia angustiosa del qué dirán, que sufren aquellos que alguna vez gozaron de mejor situación y no se resignan a una actualidad menos promisoria. La opinión dominante en la sociedad, por desinformada o malintencionada que sea, persigue a los individuos que hasta involuntariamente la desafían o no la satisfacen.
En la Argentina de comienzos del siglo XX, el juicio ajeno no era nada fácil de controlar, ni tampoco había manera de atenuarlo cuando era desfavorable. Mientras se consiguiera eludirlo, nada estaría demasiado mal.

DOÑA MARÍA: ¡Eso es lo que sacó el capitán Barranco con sus delicadezas! Pero la viuda del capitán Barranco es otra cosa, ¡entendelo bien! no vive de ilusiones… Sabe que tiene tres hijas que mantener, tres zánganas, ¡a cuál más inútil! Que se lo pasan preocupadas de moños y composturas, mientras la pobre madre tiene que buscarse ´como Dios la ayude el zoquete diario que han de llevarse a la boca para no morirse de hambre. (Gregorio de Laferrere: Las de Barranco)

Carlos Mauicio Pacheco
Casar bien a una hija era la solución de cualquier madre decidida a quitársela de encima lo antes posible. Mantenerla soltera, era un riesgo potencial de deshonra para la familia que la había traído al mundo y no podía preservarla del acoso masculino, ni de la propia debilidad femenina para rechazar a los hombres. Una vez casada, en cambio, gracias a la existencia de una libreta de matrimonio, la preocupación por la honra de la mujer dejaba de inquietar a los padres, porque se transfería al marido. Mentir, simular lo que de acuerdo a las evidencia no se es, acomodar la realidad para que coincida con la opinión dominante, pasa a ser una actividad socialmente necesaria. La autenticidad se convierte en una actitud inaceptable.

ROSALÍA: ¿De dónde vendrá eso de disfrazarse? (…) Eso de poner una cara ridícula y salir por ahí a recorrer las calles.
HILARIO: ¿Sabe lo que dice don Hilario? (…) Dice que es una pavada disfrazarse, porque todos vivimos la vida disfrazados y que la vida es el corso, un corso largo. (Carlos Mauricio Pacheco: Los disfrazados)

Paula Rego: Pintura
Las máscaras (festivas, teatrales o delictivas) son una metáfora de las identidades desconfiables que ofrece la realidad. ¿Qué puede haber detrás de una máscara? ¿Qué se revela cuando la máscara cae voluntaria o involuntariamente? Algo que rara vez coincide con la imagen pública. En el sainete Los disfrazados de Carlos Mauricio Pacheco, estrenado en 1906, la sociedad argentina es vista como un colectivo multinacional que acaba de reunirse por azar y en cualquier momento puede ser dispersado.  La pobreza los ha convocado en un espacio urbano restringido (el patio de un conventillo) y un tiempo reducido (el feriado de Carnaval) que los obliga a interactuar y al mismo tiempo les impide ver más allá de su situación.
Ante el espectador se impone la nostalgia de una homogeneidad propia de la sociedad tradicional, perdida por la llegada de tantos nuevos actores (millones de inmigrantes de todo el mundo) a un territorio que la clase dirigente consideraba satisfactoriamente repartido y para siempre, entre unos pocos favorecidos que habían despojado a los nativos, durante la llamada Conquista del Desierto. En tales circunstancias, nadie conoce muy bien a quien tiene cerca. Incluso aquellos personajes que no se disfrazan, como es el caso del marido cornudo de la pieza teatral, revelan en algún momento una ferocidad insospechada. La conformidad que mostraban durante la existencia rutinaria, no pasaba de ser una máscara.
Ricardo Talesnik
En Cien veces no debo, la farsa de Ricardo Talesnik estrenada en 1990, la familia marcada por el embarazo de una hija adolescente que suponían virgen, advierte que ha llegado el final de sus ilusiones de respetabilidad social, puesto que las de progreso económico se han derrumbado antes, por las repetidas crisis por las que atraviesa el país. La modernidad no hace mella en esta concepción finisecular de la conducta civilizada, como se queja la madre. 

CARMEN (irónica): ¡La nena puede hacer todo lo que siente! Está bien que hemos ido evolucionando, pero no somos animales. Hay cosas que están feas. Una se tiene que aguantar. Aunque le cueste, se tiene que aguantar, porque no todo es buscar el placer y gozar… Hay otras cosas mucho más importantes en esta vida. Hay cosas más importantes. (Ricardo Talesnik: Cien veces no debo) 

El doble final feliz que inventa Wilde para su comedia (ni la señora Erlynne deja de conseguir un marido rico, ni la hija llega a enterarse de la vida licenciosa de una madre a quien creía muerta), un desenlace en el que la sociedad o bien no se entera de la magnitud de las transgresiones o bien guarda un prudente silencio sobre ellas, no pasa de ser una fantasía improbable, como experimentó el mismo escritor, en las circunstancias de su propia vida. La sociedad impone sus valores a todos aquellos que la integran, y al hacerlo margina o somete al desprecio a los infractores.
Salvar las apariencias de normalidad era tradicionalmente un intento de calmar a una opinión dominante adversa, aceptando la humillación que los demás impusieran algún castigo a la infracción. Las mujeres deshonradas se casaban (poco importaba con quién) con tal de que los hijos engendrados fuera del matrimonio, nacieran dentro de algún matrimonio.
Paula Rego: Pintura
En un ambiente donde las parejas tardaban varios años en reunir el ajuar y planificar la boda, cualquier apresuramiento resultaba sospechoso para sus conocidos y eventuales jueces. Una boda celebrada en pocas semanas, a veces sin pasar por la iglesia, en la intimidad de la familia (vale decir, sin testigos que observaran si la novia podía ajustar el cinturón u ostentaba un abdomen pronunciado) delataba una situación criticable, pero también la voluntad de someterse a la opinión dominante. Era una situación irregular, pero finalmente la relación se legalizaba. Los contemporáneos nunca olvidarían el episodio vergonzoso, pero en muchos casos terminarían aceptando ser cómplices de la impostura: allí no había pasado nada irregular. Si fuera necesario, no obstante, podían extraer del archivo de la memoria ese conocimiento.

[Cuando yo era chica] el único anticonceptivo generalizado era el terror a la paliza paterna en caso de un embarazo fuera de la ley. Funcionaba en el 95% de los casos y si alguna joven se embarazó antes de tiempo, nunca se supo; ella, dependiendo de los medios económicos familiares, pasaba a cultivarse a Europa o al campo, a reponerse de una repentina tuberculosis. (Patricia Undurraga: Cuando yo era chica)