jueves, 15 de agosto de 2019

Juegos y adoctrinamiento infantil (III): Impacto de la modernidad

Tenue rey, sesgo alfil, encarnizada / reina, torre directa y peón ladino / sobre lo negro y blanco del camino / buscan y libran su batalla armada. (Jorge Luis Borges: Ajedrez)
A lo largo del siglo XX, la industria cultural fue ocupando parcelas cada vez mayores del imaginario colectivo. Si la gente elegía periódicamente a los conductores del país, los políticos utilizaron la radio y la televisión para exponer en la intimidad de los hogares sus mensajes seductores.  Si la gente oraba a Dios, los líderes religiosos hacían oír su prédica a una asamblea enorme desde los medios masivos. Si la gente demandaba un espacio para la diversión y el descanso, la oferta de entretenimiento fácil, en gran parte gratis, accesible para todas las edades, se encontraba disponible desde las páginas de las publicaciones populares y las pantallas audiovisuales.
La gente (los consumidores) no podían ser dejados en libertad de hacer lo que quisieran, como había sucedido antes de que se desarrollaran los medios, porque la industria cultural los necesitaba prontos a cumplir el rol central que les había designado el sistema. Ellos disponían de muchas horas de tiempo libre que resultaban fundamentales para confirmar su definición de consumidores. El juego llegaba para ocupar esas horas que habían sido de esparcimiento y pasaron a ser de seducción.

Un juego no es solo un juego; forma parte de un todo, forma parte de una cultura. Tiene una historia, un objetivo, una finalidad, una estructura, una filosofía y una estrategia. (Mario Eijo Bravo: El juego de los bolos en Xove)

Hay juegos antiguos, como el Backgammon (se practica desde hace cinco milenios) o el ajedrez (nacido en el siglo sexto de nuestra era, en la India), cuyas reglas no han cambiado a pesar del tiempo trascurrido y continúan siendo una escuela de estrategia. Los jugadores deben aprender las reglas del juego (primera dificultad, que detiene a muchos) y no cometer descuidos ni errores al aplicarlas, porque la responsabilidad de cada decisión se hace sentir sobre la totalidad del juego.
Los viejos juegos de mesa requieren jugadores conocedores, capaces de concentrarse en la tarea que enfrenta e imaginar las respuestas actuales y futuras del oponente. Si un niño aprende a jugar al ajedrez, sin ser necesariamente un campeón, aprende a pensar, aprende a evaluar las reacciones de quien lo enfrenta, aprende a imaginar el futuro, no como libre fantaseo, sino como alternativas nacidas de sus decisiones, en las que la participación del Otro no puede obviarse.
El juego de la Oca requería poner de acuerdo al menos a tres jugadores, para que la competencia se volviera interesante. Si algo enseñaba, era que la vida es imprevisible y el azar hace o deshace cualquier proyecto humano. Al mismo tiempo, como sucede en todo juego, planteaba un limitado rango de opciones para todos los jugadores que participan en él. Nada dependía de sus habilidades personales, porque la permanencia en el territorio de las casillas estaba regido por los dados y el esquema de avances y retrocesos no podía desafiarse.
En mi casa había armas de fuego. La pistola niquelada de mi padre, con cacha de nácar, estaba guardada en un depósito de fácil acceso para un niño, debajo de su caja fuerte, junto con talonarios de cheques usados, boletas de impuestos y cajas de balas. Rara vez la usó él (recuerdo que en una oportunidad mató un gato, que se suponía rabioso) y a mí nunca se me ocurrió manipularla. Una cosa podía ser el juego y otra, imposible de confundir, desde muy temprana edad, era usarla en el mundo real, donde la gente pensaba las consecuencias de las decisiones que tomaba y desde temprano se responsabilizaba de sus más pequeños actos.
Mi primo Carlos N., tres o cuatro años mayor que yo, había querido imitar a los paracaidistas que se veían tan felices saltando al vacío, en las películas de la Segunda Guerra Mundial, pero su intento de abrir un paraguas para amortiguar la caída desde el primer piso del Hotel de mi abuelo había terminado en un porrazo. Yo lo admiraba, pero nunca me decidí a imitarlo. Mis juegos eran(lamento decirlo) más sensatos. 
Cuando los niños jugábamos a los policías y ladrones, o a los cowboys e indios, no era extraño que el curso de la representación nos llevara a enfrentarnos con armas imaginarias o simulacros variados de ellas, que iban desde las pistolas plásticas con detonadores a sebita, hasta simples gestos de las manos, acompañados por onomatopeyas tales como bang, bang. Durante el juego, podíamos matarnos entre nosotros (me recuerdo tendido en medio de la calle Chivilcoy, por entonces de tierra y poco transitada por vehículos, tratando de no respirar) en medio de una balacera estilizada, compartida con quien más tarde iba a ser el escritor Abelardo Castillo. Jugar no era tomar en serio la representación, ni mucho menos confundirla con la realidad.
Eran momentos de evidente lucimiento histriónico para quienes participaban y tenían como hándicap el compromiso de permanecer inmóviles allí donde las invisibles flechas o las balas mortales nos hubieran alcanzado,  a la espera de que el juego terminara, para volver a la vida y cambiar de roles, porque las reglas del juego se respetaban, a pesar de que a partir de cierto momento (el final del juego) eran dejadas de lado, pero no quedaban en el olvido, disponibles para aplicarlas en el próximo juego.
No era improbable que los niños representáramos las heridas, avisando a gritos aquello que habíamos experimentado, tocando la parte del cuerpo que hubiera sufrido la bala. Escenificaciones de esa índole nacían como imitación (mejor dicho, caricatura) del cine de acción al que tenían acceso los niños de entonces, por ejemplo, los seriales fílmicos que se exhibían en el cine La Palma, durante las funciones de fin de semana reservadas a los chicos, donde rara vez incursionaban los adultos. No eran en ningún caso representaciones de la violencia muy detalladas y dada la carencia de efectos especiales, tampoco resultaban sangrientas.
Solo implicaban que los ladrones iban a ser capturados por los policías, y lo más probable era que los indios terminaran derrotados por los cowboys, aunque antes sus flechas hubieran causado alguna víctima. El bien y el mal estaban enfrentados, aunque se tratara de un conflicto tan alejado de la realidad, y el mal fracasaba siempre, para que el propósito aleccionador del juego quedara a la vista de todos.
A diferencia de lo que pasa hoy, los comics de aventuras y el cine de acción no representaban con demasiado detalle la violencia. La muerte no se veía ni se sobreentendía por ningún lado. Los puñetazos de los héroes derribaban a los malvados, pero no había efusión de sangre. Las balas de los justicieros del Far West desarmaban a sus contendientes, no los mataba. Superman se imponía por sus dones excepcionales, pero no se propasaba con nadie y con frecuencia se volvía débil, más humano que nunca, cuando la kryptonita estaba cerca.
En las historietas de Marvel o DC que devorábamos todas las semanas, las peleas de Batman y Robin contra los malvados, incluían onomatopeyas que le quitaban toda seriedad y encarnizamiento a los sopapos que intercambiaban. Nada de balas ni puñaladas. Si los malvados organizaban sofisticados tormentos para los héroes, el sufrimiento físico estaba soslayado y finalmente no se concretaban las espectaculares promesas de asesinarlos.  A diferencia de lo que pasa hoy, la muerte y el dolor no formaban parte de la representación que se ofrecía a los niños, y es de lamentar que los medios hayan dejado de lado esta restricción.
Los roles que se reservaban a los géneros no eran muy variados en los medios de comunicación de hace medio siglo. Los hombres eran presentados como aventureros que se ponían a prueba, sin demostrar miedo, y las mujeres eran vistas como cuidadoras del hogar y responsables de la crianza de los hijos. Podía hablarse de familia, de matrimonio, pero casi todo lo referente a la sexualidad, incluyendo la violencia sexual, no lograba incorporarse al juego. Lo más próximo a la actividad sexual era el cortejo romántico, que culminaba en el beso. Ni pensar en el embarazo (que el diálogo cotidiano de los adultos disimulaba detrás de la expresión de “dulce espera”) o el amamantamiento.
La distorsión de la realidad para las niñas, era todavía más radical que la ejercida sobre los niños, a quienes se les ofrecía el modelo de seductores de pacotilla, pero en ningún caso el de violadores, asesinos o padres irresponsables, que hubieran podido encontrar en la prensa amarilla, pero no en la radio ni en el cine.
Los juegos de niños que imitaban los paradigmas industriales de la ficción, podían ser inverosímiles, pero no resultaba demasiado probable que la crueldad apareciera en ellos destinada a otros personajes que no fueran los malvados, con los que nadie se hubiera identificado nunca, porque eran demasiado extravagantes, inaceptables por su excentricidad, antes que por sus crímenes. ¿Quién puede tomar al Joker o Lex Luthor como modelo de vida? Habría que ser deforme o calvo y al mismo tiempo multimillonario para enredarse en un confusión como esa. El escapismo de mediados del siglo XX no iba más allá de un juego consciente de su arbitrariedad. Tampoco al disparar una pistola de cartón, imitando con la boca el sonido del disparo, indicaba la propensión a la violencia.
Que algún chico se hubiera arrojado por una ventana de un piso alto, confiado en la habilidad de volar, mientras personificaba a Superman o el Capitán Marvel, era un mito urbano, bastante difundido por entonces, pero carente de credibilidad, que manifestaba el desprecio de los adultos por la infancia crédula. ¿Cómo podía haber niños tan tontos? Si los había, en todo caso, merecían el escarmiento que les brindaba la realidad.

sábado, 3 de agosto de 2019

Chimentos (II): Información íntima, dudosa y malintencionada


Frances Farmer
Frances Farmer, una joven actriz de Hollywood, en los inicios de su carrera (1943), que había recibido una seria formación intelectual, que se destacó en la secundaria por escribir un ensayo sobre la muerte de Dios en los textos Friedrich Nietzsche, que había viajado a la Unión Soviética como premio de un concurso que prometía mostrar el Teatro de Arte de Moscú, donde se seguían las enseñanzas de Konstantin Stanislawski, sufrió un accidente automovilístico y fue evaluada como ebria.
Bajo circunstancias parecidas, Paramount, el estudio que la tenía contratada por siete años, hubiera silenciado la situación.  La prensa de la cadena Hearst, en cambio, donde Louella Parsons publicaba una columna de chismes desde hacía veinte años, decidió explotar el anticomunismo de su audiencia, consiguió que Farmer fuera juzgada y se le ofreciera la posibilidad de una rehabilitación en una clínica siquiátrica, donde la sometieron a electroshocks y una lobotomía.

Generalmente obtengo mis datos de gente que prometió a alguien que lo mantendria en secreto. (Walter Winchell)

De acuerdo a Winchell, la lectura de la columna de chismes demuestra que el informante violó su promesa y el periodista se ampara en el secreto profesional para protegerlo. Si el periodista puede ser mal evaluado por revelar intimidades capaces de molestar a alguien, ¿qué decir de quienes le suministraron el dato, quienesquiera sean? ¿Qué decir incluso de aquellos que acuden a la columna periodística, al programa de radio o televisión donde esos datos se exponen habitualmente, con el único objeto de entretenerse? Un enorme círculo de complicidades se ha definido en torno al chimento.
Cuando se revisan las páginas de las revistas de espectáculos de hace cinco a siete décadas, se tiene la impresión de asistir a un banquete soso y poco variado. Los periodistas no exponen un repertorio de noticias muy atractivo, ni analizan las circunstancias con suficiente profundidad. Solo tratan de generar asombro en sus lectores, admiración por los astros que ellos dicen frecuentar profesionalmente  y respecto de los cuales demuestran la misma actitud idólatra (si se prefiere, consumidora) que demandan de los lectores.
Robert De Niro en The King of Comedy
Lucy, la protagonista de la sitcom televisiva I Love Lucy que comenzó a exhibirse en 1951, era un ama de casa deseosa de quebrar la rutina de las tareas hogareñas y el matrimonio con un marido abusivo, gracias al encuentro con los actores de cine que admiraba, y a quienes ponía en problemas. No era alguien que acosara a las estrellas, como hizo en la realidad el joven John Hinckley, enamorado de Jodie Foster que intentó asesinar a Ronald Reagan para convencer a la actriz de su pasión, o Robert Pupkin en la ficción de la misma época, el protagonista de The King of Comedy de Martin Scorsese, que secuestra al actor que admira, para demostrarle su propio talento y solicitar una oportunidad de exhibir su propio talento.
Lucille Ball y Orson Welles en I Love Lucy
Lucy encontraba a sus ídolos por azar, pero coincidiendo con sus deseos, gracias a la profesión de su marido, un músico de tantos. Ella generalmente estaba acompañada en esos momentos por otra mujer madura, su vecina Ethel, con quien coincidía en las características inmaduras de personalidad. Ver de cerca a los actores (desde Rock Hudson a Orson Welles) interactuar con ellos, sin la intermediación de las cámaras, para intentar convertirse en figuras similares a ellos, era la expectativa  recurrente de ambas, que las exponía al ridículo y simultáneamente las proponía como modelos a seguir.
Si la gente las seguía semana a semana, gracias a un nuevo medio que permitía una intensidad de la proyección-identificación solo igualada anteriormente por la radio ¿podía ser que fuera para detestarlas o aburrirse con ellas? Para Lucy y Ethel era fácil gozar de la cercanía de sus ídolos, aunque inevitablemente fracasaran en sus intentos de incorporarse al universo de la farándula, como estaba destinado a sucederle a su audiencia.

El chisme de hoy es el titular de mañana. (Walter Winchell)

Louella Parsons
La frontera entre periodismo serio y periodismo de espectáculo no se encuentra demasiado marcada en el pasado. Tampoco la existente entre el lector o espectador capaz de contextualizar la información que recibe los medios, para tomar decisiones que marcan su vida y aquel que solo quiere entretenerse con personajes y situaciones que en unos casos reprueba y en otros envidia, pero no se molesta en conocer.

El descubrimiento de [la columnista] Louella Parsons es tan simple como demoníaco: la intimidad, lo más secreto de lo secreto, lo vergonzoso, hace que la cotidianidad de las vidas ordinarias adquiera puntualmente relevancia. (Truman Capote) 

Cholula
En Argentina, Cholula, calificada como loca por los astros, era el personaje protagónico de un comic de Toño Gallo que se publicó en la revista Canal TV, modelado sobre la personalidad de varias jóvenes que habían comenzado sus carreras como cazadoras de autógrafos, organizadas para localizar a las figuras del espectáculo y obtener sus firmas. 
Ellas conocían la rutina del ambiente del cine, el teatro y la radio. Con el tiempo se fueron ganado la confianza de los artistas que admiraban sin asediarlos, y con esas credenciales de coleccionistas, acudieron a los medios, donde pasaron a convertirse en periodistas de farándula.  No prometían demasiada objetividad, porque todo aquello que pusiera en duda la imagen pública de los astros sería filtrado y silenciado. 
Ellas no iban a confrontar fuentes para descubrir lo que pudiera ocultarse, con tal no perder el privilegio de recibir sin intermediarios la palabra de las figuras que admiraban y no dudarían en reproducir.
Ellas estaban resueltas a operar como agentes de prensa (¿gratuitas o remuneradas?) de los artistas nacionales elevados a la categoría de ídolos.
En el pasado, la reliquia era el objeto empleado por una figura admirable (también podían ser partes de su cuerpo) que los seguidores atesoraban como demostración de su permanencia espiritual, a pesar de una inocultable ausencia.
Tumba de Elvis Presley en Graceland

Coleccionar firmas, aunque solo se tratara de la huella de un sello de goma impreso sobre una foto reproducida miles de veces por los encargados de los Departamentos de Prensa de los grandes estudios, era la actividad consoladora, que intentaba satisfacer una demanda colectiva de contacto con el ídolo, similar a la que muestran hoy los coleccionistas de selfies. Había (hay) que testimoniar que al menos en alguna oportunidad ese integrante anónimo de la audiencia masiva mantuvo algún tipo de contacto con la celebridad y obtuvo de ella una prueba que puede mostrar al mundo. Si ese testimonio tenía una dedicatoria personalizada, bien. Si no, bastaba con algo que otro admirador no tuviera. O incluso menos: el dato recibido en el hogar, en la pantalla del teléfono móvil, que permitiera acceder a la intimidad del personaje admirado.

 [El chimento] no tenía la maldad de hoy ni soñando. Era todo con mucho respeto. Cuando hablábamos de romances, era porque estaban ya confirmados. Yo sabía muchas cosas privadas que no publicaba. Muchos curiosos me preguntaban por tal o cuál y yo les decía que no estaba debajo de la cama de los artistas para contestar. (…) No tiene sentido estar buscándole a la gente los defectos, como si uno no los tuviera. (…) La gente no quería saber tanto. Se conformaban con conocer pavadas de una persona tan hermética. Todos respetaban al otro. (Adela Montes)

El chimento ocupa un espacio que en el pasado hubiera debido corresponder a la noticia, suministrando información sobre circunstancias irrelevantes referidas a personajes notorios de la actualidad. Se trata de aquellos que los medios han promovido precisamente para que se justifique hablar de ellos, no importa qué, alimentando los programas de farándula y accediendo no pocas veces a los noticieros. Los reality shows se han encargado de convocar una audiencia masiva con la promesa de mostrar todo lo que el común de la gente ocultaría, por pudor o simple conciencia de su insignificancia, captado por una infinidad de cámaras, las 24 horas del día.  
En el pasado, el robo de joyas denunciado por una actriz daba lugar a una nota de Radiolandia o Antena. Que eso hubiera ocurrido (o al menos que se difundiera el dato) venía a corroborar: a) que la figura del espectáculo era adinerada y poseía objetos de valor que podía justificar el delito; b) que ese personaje debía superar circunstancias lamentables, similares a las de sus admiradores; c) que seguía en este mundo, aunque no estuviera trabajando en algún nuevo proyecto. Los periodistas, gracias a la adopción de un estilo coloquial, colaboraban con la carrera del personaje aludido, intermediando para que sus admiradores no lo olvidaran.

Dicen que soy la precursora de los chimentos en televisión, pero lo que hacía distaba mucho de lo que se hace ahora. La gran diferencia es que, en mi caso, no importaba tanto qué decía, sino cómo lo decía. Yo me preocupé por marcar un estilo. Mi éxito radicó en la manera de contar: sin golpes bajos, sin invadir la privacidad del otro, sin lastimar, informando, con un tono coloquial, como de vecina. (Valentina Gestro de Pozzo)

Marylin Monroe bailando con Truman Capote
La distancia entre el periodista y el agente de prensa se estrecha gracias a la familiaridad del estilo del chimento. Los dos roles se confunden. Esto facilita la comunicación entre la figura del mundo del espectáculo y el representante de los medios, en detrimento de la confiabilidad del diálogo informativo. La audiencia recibe datos filtrados (hoy se dice: sesgados) que aparentan objetividad. Estando en todas partes, narrando todo lo que hace el artista, el comunicador de chimentos desinforma.

Iba a los estrenos, a las filmaciones, veía cómo se comportaban los famosos, cómo se vestían, pero me quedaba con lo que hacían públicamente. Jamás me metí en camas ajenas, como hacen ahora. Nunca tuve relaciones de amistad con los actores. (…) Yo hablaba para el público. (Valentina Gestro de Pozzo)

El voyeurismo fomentado por los medios deja de plantear dilemas éticos a la audiencia, al presentar su asedio (evidente, molesto, incluso sancionado por la Ley, en el caso de los paparazzi) como una rutina de acoso consentido, pagado y sobre todo premiado por el hallazgo de la información que pretendía ocultarse. Conseguir el dato esquivo se convierte en un deporte apasionante, que otorga notoriedad y cercanía al comunicador que se lo entrega a cada integrante de la audiencia. El informador es un amigo anónimo (en el caso de Mendy o la tía Valentina, es una amiga inmanejable, chismosa) que se encuentra calificado para recopilar y difundir información, gracias a su habilidad para ser aceptado en los territorios de difícil acceso donde la información se da.
Julio Korn, propietario de Radiolandia, define al destinatario más probable de su publicación:

En la Argentina, las revistas siempre fueron el costado superfluo del periodismo, salvo para las mujeres y ellas son las que directa o indirectamente las compran en el 99% de los casos. Este convencimiento ha influido para que casi todas mis revistas vayan dedicadas a la mujer. (Julio Korn)

El chimento, al estar disponible en la prensa gráfica o audiovisual, aprovechando la notoriedad que suministran los medios a los personajes que escoge como protagonistas, impide de algún modo que la información relevante de actualidad reclame la atención de lector o espectador. El espacio desmedido que se le concede a los datos de la vida privada, gracias los circunloquios y redundancias que emplea, hace que el destinatario del discurso tenga la impresión de haber sido informado, tal como el consumidor de comida chatarra tiene la impresión de ser alimentado.
Durante los últimos años, el chimento televisivo ha devenido en panel de opinólogos (neologismo que subraya la precariedad de la información que suministran, en detrimento del punto de vista informado de alguna supuesta autoridad). Los integrantes narran y evalúan la actualidad desde sus opuestos puntos de vista. Parecen elegidos para representar la diversidad de criterios de la audiencia, antes que su capacidad personal para investigar la actualidad.

Lo que cambió más del periodismo de espectáculos en los últimos tiempos, es que hay un mayor seguimiento de las vidas privadas, que de la crítica a una película, a una obra de teatro o a un programa de televisión. Antes el periodismo de espectáculos apuntaba más a la faceta pública de la persona y ahora creo que se apunta más a la vida privada de la celebrity. (…) La celebrity ha reemplazado a la actriz, al actor, al conductor, al periodista. (Fabián Doman)

viernes, 2 de agosto de 2019

Chimentos (I): Información fantasiosa y consoladora


Juan José Sebrelli
En la sociedad burguesa argentina de comienzos del siglo XX, un público de ávidos voyeuristas asistía a las comidas de los ricos y poderosos a través de detalladas reseñas y fotografías de notas sociales, difundidas en diarios y en revistas especializadas. (Juan José Sebrelli: Buenos Aires: vida cotidiana y alienación)

Sebrelli compara las páginas de La Nación o La Prensa o El Hogar ocupadas con las imágenes de las celebraciones de la clase alta argentina, con las ceremonias matutinas (le petit lever y le grand lever) que se programaban en el palacio de Versailles, donde los integrantes de la Corte se disputaban el privilegio de asistir al despertar y las abluciones de Luis XIV, en la relativa intimidad de sus aposentos, con el objeto de presentarle sus peticiones. Acercarse a los poderosos, en las condiciones impuestas por quienes detentan el poder, era y es aún hoy una rara oportunidad que seduce a quienes se encuentran sometidos a ese orden que los excluye. Imaginariamente los dominados se ponen en paridad de condiciones con aquellos que desde un punto de vista objetivo, resultan inaccesibles.
Luis J. Medrano: Sábado Inglés
Entre parientes o vecinos, la información confidencial que circula puede no estar verificada, por lo que tiende a ser tendenciosa e incompleta, pero proviene de fuentes conocidas, con las que se convive y a las que puede reclamarse en caso de no corresponderse con la realidad. Si alguien exagera o miente, si difama a otra persona, no tarda de comprobrse (y en más de una ocasión, la experiencia advierte si el dato puede ser digno de confianza o no, incluso antes de recibirlo, porque se dispone de una adecuada caracterización de la fuente y su relación con el personaje aludido). En cualquier caso, sin importar la veracidad de la información, ésta circula lentamente, de boca en boca, lo que condiciona el impacto que puede tener en la comunidad.
El discurso evasivo de los medios masivos del siglo XX y su recepción simultánea por millones de usuarios, no coexisten por casualidad, ni es algo que deja de tener repercusiones en el contexto social donde ocurre. Hay una propuesta simplificadora en el discurso de los medios, que utilizando la trivialidad aparente o real, asegura una recepción favorable de la audiencia, coincidiendo con una sostenida demanda de diversión por la audiencia, que nunca podría ser saciada por los medios.
Miguel de Molina

Apoyáa en el quicio de la mancebía / miraba encenderse la noche de Mayo. / Pasaban los hombres / ella sonreía. (Manuel López Quiroga: Ojos verdes)

Del espectáculo teatral del cantante Miguel de Molina en una sala de la avenida de Mayo, en Buenos Aires, promediando los años `40 del siglo pasado, la prensa se ufanaba de mencionar detalles frívolos, como los metros y metros de tela estampada con grandes lunares, que habían sido empleados para elaborar las mangas del cantante o las faldas de larga cola de las bailarinas flamencas, pero evitaba discernir en ese despliegue nada que aludiera a la militancia política o las preferencias sexuales del artista.
Que el cantante hubiera sufrido torturas y debido exiliarse de su patria, la España sacudida por las represiones emprendidas por Franco tras el fin de la Guerra Civil, no se mencionaba. La suya era una España pintoresca, atemporal, de calendario turístico, donde los versos de una copla como Ojos Verdes se censuraban para no molestar a nadie, como se censuraba la letra de los tangos, para que la radio pudiera emitirlos sin ofender la sensibilidad de  nadie. Mancebía (prostíbulo) era reemplazada por el coqueteo de una mujer relacionada con aquel que cantaba su dolor de ser humillado por ella. Es algo nuevo y sin embargo emplea la misma rima:

Apoyáa en el quicio de la casa mía / miraba encenderse la noche de Mayo. / Pasaban los hombres / ella sonreía. (Manuel López Quiroga: Ojos verdes)

Si Miguel de Molina era un reconocido republicano español, por lo tanto militante de izquierda, en una época en la que el anticomunismo se afirmaba como una tendencia dominante en Occidente, si para colmo era homosexual, eso desbordaba los límites que la opinión pública argentina era capaz de tolerar en el discurso habitual de los medios. Había temas de los que por distintos motivos no se hablaba y que no se deseaba incorporar al discurso.
Un país que no lograba olvidar el escándalo de los cadetes militares chantajeados para obligarlos a prostituirse con clientes homosexuales de la alta sociedad, pocos años antes, referirse a la vida privada de Miguel de Molina hubiera sido la ruina para un artista que solo se salvó de sufrir la deportación porque Eva Perón lo admiraba y decidió protegerlo. ¿Cómo elaborar otra imagen e él que no fuera insubstancial, deliberadamente escapista, un chimento destinado a tapar el sol con un dedo?
Amanda Colomer (Mendy)
No es que la noción actual de farándula, con todo lo que incluye de chisme revelador respecto de la vida personal de la gente del deporte o el espectáculo, fuera desconocida en ese momento, pero su territorio quedaba reducido habitualmente a ciertas secciones semanales de Radiolandia, la más recordada Como me lo contaron, responsabilidad de Mendy, la periodista de gruesos anteojos, hermana de la actriz Elina Colomer (pareja no reconocida de Juan Duarte, bon vivant y hombre poderoso del régimen peronista, gracias al respaldo incondicional que le brindaba su hermana, Eva Perón).
En la sección Como me lo contaron, todas las semanas dos figuras distintas de la farándula dialogaban por teléfono (presuntamente) e intercambiaban chimentos, una palabra que allí comenzó a ser impresa. Los datos eran inocuos, de ningún modo comparables con las evidencias molestas de la vida privada de las celebridades, que son la materia privilegiada de los paparazzi de la actualidad. Lejos de ser información de riesgo para los personajes aludidos, indicaba que su carrera profesional se encontraba vigente, detenida en el mejor momento, que eran aplaudidos por la audiencia y encaraban un futuro promisorio. Dado que las Relaciones Públicas no se habían definido aún como una actividad respetable, que se aprende en instituciones educativas serias, el chimento se identificaba como un producto menor del periodismo.

Las estrellas y los astros no son otros que los que (…) lograron el acceso a eso tan precario en Radiolandia que es el éxito. Los artistas consagrados retribuyen el cariño de su público con la alegría (…) y que por eso mismo no pueden ser menos que ejemplos para quienes añoran también una felicidad completa. (…) Nada en el comportamiento de los artistas resulta reprochable. Esta paradoja permite que la posibilidad de identificarse (…) con quienes se admira no impida que se rompa el hechizo de las estrellas. (Florencia Calzón Flores: Radiolandia en los cuarenta y cincuenta: una propuesta de entretenimiento)

Silvia y Mirtha Legrand
Trivialidad y escapismo terminan marcado la época en la que ciertos discursos de los medios masivos se ponen en circulación y son aceptados (o no) por la audiencia. El primer gobierno peronista coincide no por casualidad con las expectativas ilimitadas de progreso y paz que fueron generadas en grandes sectores de la población por el fin de la Segunda Guerra Mundial, un contexto donde la Argentina había afianzado su imagen de “granero del mundo”, obligada a sustituir importaciones mediante el aporte de una industria nacional que había demostrado ser capaz de hacerlo al amparo del Estado.
El cine de Hollywood y Europa había reducido su producción durante la guerra. El mercado internacional de la industria audiovisual estaba en ruinas. En Latinoamérica, países como México, Brasil, Argentina y Chile habían intentado alimentar las salas de exhibición con producciones propias, que seguían los modelos impuestos por la industria de los países desarrollados.  Si el cine nacional se desarrollaba apoyado por el Estado que decidía
la adjudicación de permisos para importar película negativa y concedía créditos generosos a los grandes productores, también , demandaba la existencia de figuras que aseguraran su rentabilidad y operaran de acuerdo a la lógica del Star System.
Libertad Lamarque
Si Hollywood tenía a la misteriosa Marlene Dietrich para atrapar a la audiencia con sus personajes de prostituta cansada, Argentina tenía a Mecha Ortiz o Laura Hidalgo para asumir la misma responsabilidad. Paul Muni hallaba su equivalente en José Gola. Jean Harlow era sustituida por Zully Moreno o Malisa Zini. Galanes como Robert Taylor o Charles Boyer tenían su correlato en Florén Delbene o Roberto Escalada. Edie Cantor podía sustituirse con Luis Sandrini y los hermanos Marx con los Cinco Grandes del Buen Humor. Lo mismo pasaba con el té de Corrientes, que llegaba para sustituir al de la India o con los autos y motonetas de costosa producción nacional, que comenzaban a competir en un protegido mercado nacional con los vehículos importados. Había que apoyar el intento, en la esperanza de que la producción agraria subsidiara la existencia de un Estado promotor y omnipresente.
Un filme cómico de 1948 de Luis Bayón Herrera, se titulaba ¡Cuidado con las imitaciones!  demostraba la paradoja de un país desprovisto de importaciones, sin embargo necesitado de ellas, que las reemplazaba de algún modo con productos nacionales obedientes a los mismos criterios de consumo del pasado. Se necesitaban decenas de actores, cantantes, bailarines seductores en la pantalla de cine, en las emisiones de  radio y el teatro. Gracias al chimento nacional, ellos debían resultar atractivos también fuera de su intervención en los medios. La prensa de Buenos Aires fue encargada de organizar este Olimpo local, tal como había hecho la prensa de los países desarrollados.
Bruno Boval maquillando a Juan José Míguez
Annemarie Heinrich fotografiaba con maestría los rostros de los ídolos de la radio y el cine para las portadas de Antena y Radiolandia. Perfectamente maquillados por Bruno Boval, peinados a la perfección, serenos y sin preocupaciones, ellos invitaban a los lectores a mirar la vida que el Destino les había deparado a ellos (bastante menos glamorosa) con suficiente distancia y optimismo. Si los astros habían triunfado a pesar de sus humildes orígenes, cualquiera podía repetir la hazaña, y si no lo intentaba siquiera, por considerarse carente de talento, no por evaluar la inaccesibilidad del medio, , de todos modos le quedaba el consuelo de convertirse en testigo de la felicidad de su ídolo, de disfrutar el espectáculo de su consagración profesional. 
El chisme es el arte de decir nada, de una manera tal que no deja prácticamente nada sin decir. (Walter Winchell)