Tenue rey, sesgo alfil, encarnizada / reina, torre directa y peón ladino / sobre lo negro y blanco del camino / buscan y libran su batalla armada. (Jorge Luis Borges: Ajedrez)
A lo largo del siglo XX, la
industria cultural fue ocupando parcelas cada vez mayores del imaginario
colectivo. Si la gente elegía periódicamente a los conductores del país, los
políticos utilizaron la radio y la televisión para exponer en la intimidad de
los hogares sus mensajes seductores. Si
la gente oraba a Dios, los líderes religiosos hacían oír su prédica a una
asamblea enorme desde los medios masivos. Si la gente demandaba un espacio para
la diversión y el descanso, la oferta de entretenimiento fácil, en gran parte
gratis, accesible para todas las edades, se encontraba disponible desde las
páginas de las publicaciones populares y las pantallas audiovisuales.
La gente (los consumidores) no
podían ser dejados en libertad de hacer lo que quisieran, como había sucedido
antes de que se desarrollaran los medios, porque la industria cultural los
necesitaba prontos a cumplir el rol central que les había designado el sistema.
Ellos disponían de muchas horas de tiempo libre que resultaban fundamentales
para confirmar su definición de consumidores. El juego llegaba para ocupar esas
horas que habían sido de esparcimiento y pasaron a ser de seducción.
Un juego no es solo un juego;
forma parte de un todo, forma parte de una cultura. Tiene una historia, un
objetivo, una finalidad, una estructura, una filosofía y una estrategia. (Mario
Eijo Bravo: El juego de los bolos en Xove)
Hay juegos antiguos, como el Backgammon (se practica desde
hace cinco milenios) o el ajedrez (nacido en el siglo sexto de nuestra era, en
la India), cuyas reglas no han cambiado a pesar del tiempo trascurrido y
continúan siendo una escuela de estrategia. Los jugadores deben aprender las
reglas del juego (primera dificultad, que detiene a muchos) y no cometer
descuidos ni errores al aplicarlas, porque la responsabilidad de cada decisión
se hace sentir sobre la totalidad del juego.
Los viejos juegos de mesa requieren jugadores conocedores, capaces de concentrarse
en la tarea que enfrenta e imaginar las respuestas actuales y futuras del
oponente. Si un niño aprende a jugar al ajedrez, sin ser necesariamente un
campeón, aprende a pensar, aprende a evaluar las reacciones de quien lo enfrenta, aprende a imaginar
el futuro, no como libre fantaseo, sino como alternativas nacidas de sus
decisiones, en las que la participación del Otro no puede obviarse.
El juego de la
Oca requería poner de acuerdo al menos a tres jugadores, para
que la competencia se volviera interesante. Si algo enseñaba, era que la vida
es imprevisible y el azar hace o deshace cualquier proyecto humano. Al mismo
tiempo, como sucede en todo juego, planteaba un limitado rango de opciones para
todos los jugadores que participan en él. Nada dependía de sus habilidades
personales, porque la permanencia en el territorio de las casillas estaba regido
por los dados y el esquema de avances y retrocesos no podía desafiarse.
En mi casa había armas de fuego. La pistola niquelada de mi
padre, con cacha de nácar, estaba guardada en un depósito de fácil acceso para
un niño, debajo de su caja fuerte, junto con talonarios de cheques usados,
boletas de impuestos y cajas de balas. Rara vez la usó él (recuerdo que en una
oportunidad mató un gato, que se suponía rabioso) y a mí nunca se me ocurrió
manipularla. Una cosa podía ser el juego y otra, imposible de confundir, desde
muy temprana edad, era usarla en el mundo real, donde la gente pensaba las consecuencias
de las decisiones que tomaba y desde temprano se responsabilizaba de sus más
pequeños actos.
Mi primo Carlos N., tres o cuatro años mayor que yo, había querido imitar a los paracaidistas que se veían tan felices saltando al vacío, en las películas de la Segunda Guerra Mundial, pero su intento de abrir un paraguas para amortiguar la caída desde el primer piso del Hotel de mi abuelo había terminado en un porrazo. Yo lo admiraba, pero nunca me decidí a imitarlo. Mis juegos eran(lamento decirlo) más sensatos.
Mi primo Carlos N., tres o cuatro años mayor que yo, había querido imitar a los paracaidistas que se veían tan felices saltando al vacío, en las películas de la Segunda Guerra Mundial, pero su intento de abrir un paraguas para amortiguar la caída desde el primer piso del Hotel de mi abuelo había terminado en un porrazo. Yo lo admiraba, pero nunca me decidí a imitarlo. Mis juegos eran(lamento decirlo) más sensatos.
Cuando los niños jugábamos a los policías y ladrones, o a
los cowboys e indios, no era extraño
que el curso de la representación nos llevara a enfrentarnos con armas
imaginarias o simulacros variados de ellas, que iban desde las pistolas
plásticas con detonadores a sebita, hasta simples gestos de las manos,
acompañados por onomatopeyas tales como bang,
bang. Durante el juego, podíamos matarnos entre nosotros (me recuerdo
tendido en medio de la calle Chivilcoy, por entonces de tierra y poco
transitada por vehículos, tratando de no respirar) en medio de una balacera
estilizada, compartida con quien más tarde iba a ser el escritor Abelardo
Castillo. Jugar no era tomar en serio la representación, ni mucho menos
confundirla con la realidad.
Eran momentos de evidente lucimiento histriónico para quienes
participaban y tenían como hándicap
el compromiso de permanecer inmóviles allí donde las invisibles flechas o las
balas mortales nos hubieran alcanzado, a
la espera de que el juego terminara, para volver a la vida y cambiar de roles,
porque las reglas del juego se respetaban, a pesar de que a partir de cierto
momento (el final del juego) eran dejadas de lado, pero no quedaban en el
olvido, disponibles para aplicarlas en el próximo juego.
No era improbable que los niños representáramos las heridas,
avisando a gritos aquello que habíamos experimentado, tocando la parte del cuerpo
que hubiera sufrido la bala. Escenificaciones de esa índole nacían como
imitación (mejor dicho, caricatura) del cine de acción al que tenían acceso los
niños de entonces, por ejemplo, los seriales fílmicos que se exhibían en el cine
La Palma,
durante las funciones de fin de semana reservadas a los chicos, donde rara vez
incursionaban los adultos. No eran en ningún caso representaciones de la
violencia muy detalladas y dada la carencia de efectos especiales, tampoco
resultaban sangrientas.
Solo implicaban que los ladrones iban a ser capturados por
los policías, y lo más probable era que los indios terminaran derrotados por
los cowboys, aunque antes sus
flechas hubieran causado alguna víctima. El bien y el mal estaban enfrentados,
aunque se tratara de un conflicto tan alejado de la realidad, y el mal
fracasaba siempre, para que el propósito aleccionador del juego quedara a la
vista de todos.
A diferencia de lo que pasa hoy, los comics de aventuras y el cine de acción no representaban con
demasiado detalle la violencia. La muerte no se veía ni se sobreentendía por
ningún lado. Los puñetazos de los héroes derribaban a los malvados, pero no
había efusión de sangre. Las balas de los justicieros del Far West desarmaban a
sus contendientes, no los mataba. Superman se imponía por sus dones
excepcionales, pero no se propasaba con nadie y con frecuencia se volvía débil,
más humano que nunca, cuando la kryptonita
estaba cerca.
En las historietas de Marvel o DC que devorábamos todas las
semanas, las peleas de Batman y Robin contra los malvados, incluían
onomatopeyas que le quitaban toda seriedad y encarnizamiento a los sopapos que
intercambiaban. Nada de balas ni puñaladas. Si los malvados organizaban
sofisticados tormentos para los héroes, el sufrimiento físico estaba soslayado
y finalmente no se concretaban las espectaculares promesas de asesinarlos. A diferencia de lo que pasa hoy, la muerte y
el dolor no formaban parte de la representación que se ofrecía a los niños, y
es de lamentar que los medios hayan dejado de lado esta restricción.
Los roles que se reservaban a los géneros no eran muy
variados en los medios de comunicación de hace medio siglo. Los hombres eran
presentados como aventureros que se ponían a prueba, sin demostrar miedo, y las
mujeres eran vistas como cuidadoras del hogar y responsables de la crianza de
los hijos. Podía hablarse de familia, de matrimonio, pero casi todo lo
referente a la sexualidad, incluyendo la violencia sexual, no lograba
incorporarse al juego. Lo más próximo a la actividad sexual era el cortejo
romántico, que culminaba en el beso. Ni pensar en el embarazo (que el diálogo
cotidiano de los adultos disimulaba detrás de la expresión de “dulce espera”) o
el amamantamiento.
La distorsión de la realidad para las niñas, era todavía más
radical que la ejercida sobre los niños, a quienes se les ofrecía el modelo de
seductores de pacotilla, pero en ningún caso el de violadores, asesinos o
padres irresponsables, que hubieran podido encontrar en la prensa amarilla,
pero no en la radio ni en el cine.
Los juegos de niños que imitaban los paradigmas industriales
de la ficción, podían ser inverosímiles, pero no resultaba demasiado probable
que la crueldad apareciera en ellos destinada a otros personajes que no fueran
los malvados, con los que nadie se hubiera identificado nunca, porque eran
demasiado extravagantes, inaceptables por su excentricidad, antes que por sus
crímenes. ¿Quién puede tomar al Joker o Lex Luthor como modelo de vida? Habría
que ser deforme o calvo y al mismo tiempo multimillonario para enredarse en un
confusión como esa. El escapismo de
mediados del siglo XX no iba más allá de un juego consciente de su
arbitrariedad. Tampoco al disparar una pistola de cartón, imitando con la boca
el sonido del disparo, indicaba la propensión a la violencia.
Que algún chico se hubiera arrojado por una ventana de un piso alto, confiado en la habilidad de volar, mientras personificaba a Superman o el Capitán Marvel, era un mito urbano, bastante difundido por entonces, pero carente de credibilidad, que manifestaba el desprecio de los adultos por la infancia crédula. ¿Cómo podía haber niños tan tontos? Si los había, en todo caso, merecían el escarmiento que les brindaba la realidad.
Que algún chico se hubiera arrojado por una ventana de un piso alto, confiado en la habilidad de volar, mientras personificaba a Superman o el Capitán Marvel, era un mito urbano, bastante difundido por entonces, pero carente de credibilidad, que manifestaba el desprecio de los adultos por la infancia crédula. ¿Cómo podía haber niños tan tontos? Si los había, en todo caso, merecían el escarmiento que les brindaba la realidad.