jueves, 3 de febrero de 2011

Amigos de infancia: los eslabones perdidos


Ahora que lo pienso, muchos de mis amigos de infancia eran adultos. En la actualidad suena extraño, porque los miembros de distintas generaciones no tienen mayor contacto, fuera del inevitable en las familias, pero entonces uno creía posible hablar, no digo que de igual a igual, pero habitualmente, sin desigualdades evidentes, con personas de otras generaciones, que de ese modo transmitían sus experiencias y modos de hacer las cosas (también sus prejuicios) a los más jóvenes.
No había demasiados chicos de mi edad en el barrio donde nací y crecí. Cuando los encontraba, automáticamente nos convertíamos en amigos. Solo recuerdo a un par de chicos de la primaria, que encontré una vez en la calle y quién sabe por qué estuvieron a punto de golpearme. Fue una única vez y luego nos hicimos amigos con uno de ello, como si el encontronazo nunca hubiera sucedido.
Entre amigos hablábamos de los programas de radio que cada uno oía en su casa, nos prestábamos revistas infantiles, íbamos juntos a las matinés del Cine Palma, los sábados a la hora de la siesta, cuando proyectaban dibujos animados, cortometrajes de Laurel y Hardy o los Tres Chiflados, episodios de viejos seriales como Dick Tracy, El Llanero Solitario o Flash Gordon.
Uno de mis amigos (no recuerdo ya su nombre, pero sí la ubicación de su casa a dos cuadras de la mía) me confesó con mucha seriedad, antes de cumplir los nueve años, que él había tenido un hijito con su hermana. La situación era incomprensible para mí, que había oído a Dora B. nuestra maestra de segundo grado explicar que los mamíferos se reproducían por yuxtaposición, una frase que acepté sin pedir más detalles, pero me sumía en mayores interrogantes.
Había que poner a uno sobre otro. ¿Quién arriba, quién abajo? Faltaban detalles. La imagen de la transferencia de calcomanías, era la primera que surgía en mi mente. ¿A qué mamíferos se refería la maestra? Yo había visto al gato montando a la gata después de una trifulca que se prolongaba durante horas, recordaba al caballo montando a la yegua.
Sin duda, eran mamíferos y el macho se montaba sobre la hembra. Pero también el gallo pisaba a las gallinas y el pato a las patas y el palomo a la paloma, a pesar de que todos ellos formaban parte de la familia de las aves. Percibir a los seres humanos como mamíferos, me parecía una generalidad irrelevante, que no permitía entender qué sucedía.
Lo fundamental para nosotros, los estudiantes de primaria que teníamos ocho o nueve años, era memorizar de la manera más exacta posible, aquello que la maestra decía en clases, porque tarde o temprano ella nos obligaría a demostrar que habíamos prestado atención. Entender el contexto, extrapolar los conocimientos, no figuraba entre nuestras expectativas. Bastaba con que uno fuera capaz de repetir las palabras de alguien a quien representaba la autoridad, para que todo se pusiera en su lugar, a pesar de que el conjunto de la información permaneciera en una incómoda nebulosa.
Tengo la impresión de que la escuela pública de entonces no era capaz de fomentar las relaciones de amistad y colaboración entre los chicos. Cuando medio siglo más tarde me dediqué a la docencia, aprendí que esas relaciones suelen ser más decisivas para el aprendizaje, que las tradicionales entre el docente y los estudiantes.
Nosotros no efectuábamos trabajos en equipo, ni compartíamos nuestros conocimientos, ni discutíamos, ni nos ayudábamos unos a otros. Los docentes eran el centro de la comunicación de cada grupo. Ellos exponían los contenidos y nosotros oíamos o anotábamos o levantábamos la mano para responder a las preguntas. ¡Competíamos de tantas maneras, obligados por el sistema escolar! Se nos evaluaba individualmente y sin apelación.
Mis notas debían ser altas, porque me recuerdo bajando la bandera nacional del mástil instalado en el patio, delante del resto de los compañeros, formados en fila (probablemente cantábamos, acentuando los ripios, el aria de la ópera Aurora: Altá en el cielo / un águila guerrera, / audaz se eleeva / en vueelo triunfal…). Una escena que hoy evalúo como bienintencionada pero nefasta para el objetivo de socializar a los niños. ¿Por qué destacar a uno y relegar al resto al rol de espectadores? ¿Por qué hacer que el varón se encargara de subir o bajar la bandera, y a la niña del mejor promedio de nota las funciones de ayudante? ¿Qué mensajes incorrectos difundía la ceremonia, junto a los patrióticos? La opción era: bajar la bandera o tener amigos (solo que si a uno lo designaban para bajar la bandera, no podía declinar el honor).
Con uno de mis amigos, que vivía frente a la propiedad de los descendientes de Facundo Quiroga, frecuentábamos la cancha del Club Mitre (ubicado junto a la torre del agua corriente, donde luego se construyó la escuela 2 y 6), como espectadores de los partidos de fútbol y basketbol. El centro de nuestra amistad era una colección de soldados de plomo, no demasiado grande, con los que intentábamos reconstruir batallas de la II Guerra Mundial mencionadas por la prensa.
Con Abelardo Castillo, que vivía a tres cuadras de distancia de mi casa y era dos años mayor, compartía su ruidoso proyector de cine Hollywood, que yo había visto anunciado tantas veces en la revista Billiquen y él poseía, junto a una colección de películas de papel (no creo que el celuloide fuera el soporte). Las películas se averiaban con cada exhibición, y había que pegarlas (¿con acetona, como hice después, al entrar en la Universidad?). Recuerdo un corto de Tom Mix, tal vez un dibujo animado de Ub Iwerks, probablemente algo de Chaplin.
No recuerdo que jugáramos al ajedrez, como parece que hacían él y Fernando Chiodini. A veces leíamos los argumentos de películas argentinas que publicaban las páginas finales de Radiolandia, cuando todavía no se estrenaban, e improvisábamos los diálogos que hubieran debido tener los personajes. Era un magnífico entrenamiento para la escritura dramática, que cada uno de nosotros intentó años más tarde. En la actualidad, utilizo una técnica similar en mis seminarios, para facilitar el proceso creativo en estudiantes que entran en pánico y no consiguen hacer hablar a sus personajes.
Mi amistad con Abelardo concluyó en la adolescencia. Nos veíamos diariamente en el Colegio Nacional, pero a esa edad, un par de años de diferencia alcanzan para definir experiencias totalmente distintas y establecer mundos que no vale la pena conectar. Él tenía amigos de su edad, se destacaba en todo lo que emprendía, incluyendo teatrales gestos de rebeldía contra la autoridad escolar, durante esos años finales del gobierno peronista, mientras yo era demasiado tímido para sentirme cómodo en su vecindad y debía luchar contra el handicap que entonces parecía insuperable de mi tartamudez. Continuar el diálogo entre nosotros hubiera sido inútil, a pesar de que compartíamos el interés por la Literatura, ignorándolo, cada uno por su lado.