lunes, 17 de diciembre de 2018

¡Mirá cómo me ponés!


La frase atribuida a un acusado de abusos y violaciones de mujeres jóvenes, circuló en la prensa argentina de fines del 2018, reportada por al menos dos de sus probables víctimas, que la habrían oído en diferentes ocasiones. Después de que esto toma estado público, porque se encuentran implicados actores famosos, no falta la respuesta de sectores feministas que pasan a identificarse con la frase “Mirá cómo nos ponemos”, para aludir a la organización y denuncia de quienes han sido agredidas o se solidarizan con ellas. 

Son mujeres que dejan de aceptar con vergüenza la experiencia de haber sido sometidas a humillaciones sexuales, en la confianza masculina de que todas ellas preferirían no mencionar esa circunstancia tan penosa, aunque no lograran olvidarla, para no verse degradadas y hasta responsabilizadas por la opinión pública de aquello que sufrieron.
¿Qué habrían hecho las víctimas de abusos y violaciones para merecer ese trato? En su búsqueda de algún justificativo para lo que a todas luces resulta injustificable, la opinión desinformada (prejuiciosa) desanda imaginariamente la genealogía de la agresión. Hubo algo, debió haber algo antes, que no es la ideología machista dominante en la sociedad, que no necesita referirse al contexto patriarcal donde todo ocurrió. Ese algo, entonces, proviene (debe provenir) de la mujer agredida. Ella fue, como Eva en la Biblia, la tentadora, la causante del desastre que involucró a toda la humanidad. También fue su víctima, eso no se niega, pero de no haber existido ella, en las condiciones en que ella decidió manifestarse, el agresor no hubiera sido tentado, lo injustificable no hubiera ocurrido.

De acuerdo a la perspectiva machista, la mujer se exhibía más allá de lo prudente, por ejemplo. Ella provocaba y recibió su merecido, por lo que no debería quejarse. Su cuerpo, origen de tantas fantasías masculinas de posesión, era dejado parcialmente al descubierto, por ropas que permitían atisbar lo que ocultaban. O sus movimientos, al desplazarse por lugares públicos, en actividades cotidianas, alimentaban la imaginación de otras actividades (sexuales) en lugares privados. O sus palabras más inocentes y convencionales, sugerían segundas y terceras intenciones en las que se prometían disfrutes inauditos al hombre que las oyera. Cualquier cosa puede ser vista, oída, sentida por aquel que se encuentra en un estado de sobreexcitación constante, como una invitación perentoria a saltar los límites que plantea el trato civilizado y agredir a la mujer que tiene delante.


Inútil es argumentar es que una mujer pudorosa, cubierta de los pies a la cabeza con ropas sueltas, resguardada en su casa con siete llaves de la vecindad de varones que no sean consanguíneos, como sucede en algunos países islámicos, no aplaca la tentación de abusar en aquellos que se sienten con ganas de intentarlo, dado que después de todo, las sanciones suelen caer sobre las víctimas.

¿Por qué no hacerlo, si otros hombres harían lo mismo, de estar en las mismas circunstancias o si tuvieran agallas para afrontar las consecuencias? Los cuentos de varones que abusan de las mujeres (atractivas o feas, lejanas o cercanas, da lo mismo) demostrando que ellos tienen las hormonas activas y ejercen su poder ancestral, incluso en tiempos revueltos como los actuales, donde las hembras osan mostrar su independencia, suelen ser celebrados como chistes por quienes los cuentan o los oyen. Son hazañas, magnificadas por el narrador, no confesiones, ni en ningún caso arrepentimientos.
Don Juan, en la ópera de Mozart, se revela como un personaje notable por la cantidad de mujeres que ha seducido. Leporello, su sirviente, lleva la contabilidad en una libreta, país por país. Han sido 640 en Italia, 231en Alemania, 100 en Francia, 91 en Turquía, 1003 en España. Desde la perspectiva de un gran macho, importa el número de quienes fueron penetradas por él, no la identidad ni otros detalles fastidiosos (como el afecto, las enfermedades venéreas o los embarazos consecuencias de estas relaciones). Poseer a las mujeres, marcarlas con el semen, tal como tantos animales marcan con la orina su territorio, en la esperanza de que nadie más se atreva a disputarlo: esa parece ser la estrategia de alguien que califica como héroe de su género.
 “¡Mirá cómo me pones!” ¿Por qué impresionan tanto esas pocas palabras, que no requieren ningún talento literario para ser combinadas, ningún talento escénico para ser proferidas? En primer lugar, porque invierten la situación en la que objetivamente se encuentran involucrados los personajes: el agresor se presenta como la víctima de la actividad seductora de aquella a quien está agrediendo de hecho. 
Al exhibir su excitación sexual, como prueba del efecto (placentero y no obstante incómodo) que dice sufrir, está intimidando a la otra parte. ¿Cómo reaccionará ella? ¿Conseguirá intimidarla o sumirla en pánico? Desnudándose o tan solo refiriéndose abiertamente a su sexualidad, el hombre demuestra el poder que posee y no dudará en utilizar. Se ha instalado al margen de las normas de urbanidad, que prohíben exhibir los genitales fuera de una intimidad consentida entre personas de parecida edad y condición social.
 En segundo lugar, el agresor se muestra también como la primera víctima de sus propios impulsos, que le traerán problemas y él no es el último en reconocer. Las hormonas despertadas por la cercanía de la mujer lo han desestabilizado emocionalmente, lo han descontrolado al punto de entregarse a una actividad que la opinión pública repudia. Él se presenta como una persona estabilizada, respetuosa de las normas sociales (no es improbable que sea un padre de familia), y ahora, por culpa de ella, se descubre incapaz de poner freno a un cuerpo que ha dejado de pertenecerle, que le impone sus demandas imposibles de ignorar.

Por eso tendría que abusar, para calmarse después de haberse salido con la suya, para recuperar el dominio sobre su cuerpo (aunque la frase de un acusado, que alardea de haber pasado la noche excitado, tras cometer la violación, sugiere precisamente lo contrario). La memoria del abuso, lejos de prometer que no habrá reincidencia, la naturaliza, la anuncia como proyecto futuro, la estimula en otros. El abuso vivido abre la alternativa de disfrutar la narración del abuso ante una audiencia masculina cómplice, de adornarlo con descalificativos a la víctima y endiosamiento del victimario.
TARTUFO: ¡Cúbrete el seno, que yo no pueda verlo! Las almas caen heridas con semejantes visiones, que excitan pensamientos pecaminosos. (Moliére: Tartufo)