jueves, 2 de junio de 2016

Propaganda, rumores y sacar el cuero (II)


Juan Duarte
Después de 1955, se dijo en Argentina que el suicidio de Juan Duarte había sido un crimen político, con el objeto de evitar que huyera del país, tras haber perdido el favor de su cuñado, Juan Domingo Perón, que de ese modo evitaba que saliera rumbo a Suiza, donde su hermana había depositado años antes un tesoro, obtenido de los dirigentes nazis, que de ese modo habían comprado un cómodo refugio en Argentina, tras el fin de la Segunda Guerra Mundial. ¿No era una historia fascinante, que ofrecía todos los atributos de la novela negra?
Tras la caída de Perón, durante la investigación de los negociados de altos personeros del régimen depuesto, se hicieron circular rumores inverosímiles, tales como que el Director del Museo Histórico Nacional había utilizado el sable de San Martín para cortar fiambres durante una de sus fiestas escandalosas, o que habían empleado la cama del Libertador para sus prácticas orgiásticas. Eran fantasías espectaculares, que se desprestigiaban solas y distraían de otras acusaciones mejor fundamentadas.
¿Había manera de comprobar o desvirtuar un rumor atractivo, al que se negaba espacio en los medios o tan solo se condenaba genéricamente, sin averiguar qué denunciaba o encubría? ¿Cómo detenerlo una vez lanzado? El pudor colectivo que impregnaba a la sociedad tradicional, no era el terreno más adecuado para desacreditar ese tipo de comunicación informal. Se daba por sentado que no se hablaba de muchas cosas desagradables, ofensivas, de mal gusto. Por lo tanto, el silencio que se cosechaba al establecer el repertorio de esos temas, podía ser interpretado como ocultamiento, no como confirmación de la inconsistencia de lo que se pretendía averiguar.

El rumor es el producto, no de una mentira, sino el resultado de un cuestionamiento de la objetividad de los medios. (Margarita Zires Roldán: Las dimensiones del rumor: oral, colectiva y anónima)

Héctor Basaldúa: Pintura
Cuando era chico, escuché de los adultos la expresión “sacar el cuero” (incluso el verbo “cuerear”) que refería la crítica solapada de personas y costumbres efectuada por una comunidad ociosa, que ejercía una vigilancia constante y malintencionada sobre cada uno de sus miembros, tanto en aquello que se mostraba, como en aquello que se ocultaba. ¿Quién se acostaba con quién? ¿Cómo se comportaba en privado alguien que aspiraba a ser respetado? En ese ámbito vecinal, cualquiera estaba autorizado para comunicar en cualquier momento los datos significativos que había averiguado o que tan solo sospechaba sobre los demás integrantes del grupo, siempre y cuando la información resultara curiosa o desagradable para los aludidos.
Esto ocurría en el curso de diálogos realizados en la privacidad, a espaldas de aquellos a quienes se mencionaba  y aprovechando el tiempo libre de los chismosos, que por entonces carecían de entretenimientos más variados. Las mujeres que salían poco de sus casas, eran las emisoras y destinatarias ideales. El chisme adquiría el carácter de una reivindicación de su género, puesto que la información confirmada de la prensa se presentaba como un territorio controlado por hombres y dedicado a los hombres.
Hoy la televisión, con sus programas de farándula y reality shows, o los mensajes de texto del teléfono, se encargan de cubrir la misma área de entretenimiento tendencioso. Grandes sectores de la sociedad quieren presenciar la intimidad, con frecuencia vergonzosa, culpable, de aquellos que por codicia, desequilibrio o desesperación se exponen al escrutinio de los medios.
A mediados del siglo XX, la tecnología no se había desarrollado, pero el chisme, el rumor, la difamación existían, eran lentos pero gozaban de alta credibilidad, y sobre todo no dejaban pruebas que comprometieran a quienes participaban.
Años más tarde oí en Chile (pudo ser también en Guatemala) la expresión “pelambre” y el verbo “pelar”, que significan lo mismo: chismorreo irresponsable, improductivo, pero sobre todo malintencionado, que despoja a una persona de sus apariencias engañosas.
Horacio Butler: Pintura
Cuando mi padre veía que mi madre y mis tías, después de haber pasado algún tiempo sin verse, comenzaban a hablar animadamente entre ellas, olvidando al resto de los concurrentes, no tardaba en evaluar que le estaban “sacando el cuero” a alguien (por ejemplo, a los maridos que en ese momento no podían controlarlas). Las mujeres podían estar sojuzgadas cotidianamente por sus parejas, pero disponían de un arma formidable: la lengua, capaz de destruir la reputación de cualquier hombre.
Ese temor a la opinión de la gente con nombre y apellido, conocida de toda la vida, no a una anónima opinión pública, tal como se da hoy en los medios masivos, era un factor tradicional de cohesión social. Perder la imagen que durante años se había forjado ante los vecinos y parientes, equivalía a un desastre del que mucha gente no se recuperaba nunca.
No había muchos testigos que evaluaran la conducta de alguien, pero esos pocos eran temibles expertos, que gozaban de alta credibilidad, a los que no se podía olvidar ni confundir.
Cuando se dijo en nuestro barrio que una vecina solterona, que en algún momento había pasado varios meses fuera de San Pedro, aparentemente trabajando en la Capital, era la verdadera madre de quien se presentaba como su hermano veinte años menor, el rumor se instaló para permanecer y reaparecer periódicamente, sin nuevos datos que lo confirmaran o descartaran, aproximadamente una generación más tarde, cuando yo lo escuché por primera vez.
No se trataba de una historia nueva, ni demasiado original. Más tarde me enteré de otras parecidas, que habrían ocurrido en otras ciudades de provincia. Probablemente daban cuenta de las dudas que suscitaba la existencia de esas familias numerosas, en las que madres maduras continuaban pariendo y los hijos menores llegaban al mundo cuando sus hermanas mayores habían alcanzado la edad fértil.

Pocos oyen murmurar de otro, que no les parezca poco lo que oyen y verdad lo que creen. (Francisco de Quevedo)

Lino Eneas Spilimbergo: Arrabal
Siempre resulta más entretenido pensar lo peor de otros, que averiguar la verdad, cualquiera sea la verdad y verse obligado a cerrar definitivamente el tema. O tolerar un punto de vista que tal vez no se comparte, ni resulta posible desmontar, y de nuevo cerrar el tema, aunque solo sea porque hay otras preocupaciones más urgentes que el escrutinio reiterado y fantasioso de la conducta ajena. El reciclaje de los mismos rumores, la incapacidad para elaborar otras preocupaciones, marcaba la existencia poco variada en el interior de esas comunidades provincianas. Roberto J. Payró lo había descripto a comienzos del siglo XX, tras muchos años de vivir en las nacientes ciudades argentinas de provincia, que se establecían en un territorio hasta poco antes aislado, controlado por las tribus indígenas. 

Si escaseaban las fiestas y las tertulias de música y de baile, abundaban en cambio las “tenidas” de murmuración y desollamiento. Los hombres las celebraban en el club y el café; las mujeres en sus casas y las ajenas. Como hormigas iban y venían de sala en sala, despellejando aquí las que acababan de dejar allá, mientras eran despellejadas a su vez por aquellas y por otras, en una madeja de chismes, embustes, habladurías y calumnias que no hubiera desenredado el mismo Job. (…) Tales misteriosos cuchicheos empañaban más de una fama limpia y pura, y pronto no quedó en Pago Chico (…) ni hombre decente, ni mujer honrada. (Roberto J. Payró: Cuentos de Pago Chico)

Eran comunidades agrícolas poco pobladas, en las que se trabajaba duro y todos se conocían, pero al terminar el trabajo, en los momentos de bien ganado ocio ¿cómo eludir el inevitable aburrimiento? Hablando, por ejemplo. ¿Hablando de qué, de quiénes? De los conocidos por todos. La moral tradicional condenaba la propagación del chisme y el rumor, por considerarlos promotores de la discordia en el seno de cualquier comunidad, pero no lograba erradicar esa manifestación agresiva y discriminatoria. Más aún, al plantear un código ético tan poco flexible para evaluar la conducta pública o privada de la gente, invitaba a que cada uno lo aplicara cuando se le ocurriera, de acuerdo a sus propios criterios, sin avergonzarse de la ignorancia y el sectarismo que estuviera demostrando.
Las advertencias bíblicas solían detener a nadie.

Seis cosas aborrece Jehová. Y aún siete abomina su alma: los ojos altivos, la lengua mentirosa, las manos que derraman sangre inocente, el corazón que maquina pensamientos inicuos, los pies presurosos para correr hacia el Mal, el testigo falso que habla mentiras, y el que siembra discordia entre hermanos. (Proverbios 6, 16)

El rumor era demasiado tentador, para resistirse a reciclarlo, siempre y cuando se tomaran precauciones. No presentaba mayores riesgos para quienes lo difundieran, sin preocuparse de analizarlo y en el momento de compartirlo, en lugar de sentirse partícipes de un acto impropio, reforzaban en el círculo de sus conocidos, sus imágenes de personas bien informadas.

Propaganda, rumores y sacar el cuero (I)


Durante el siglo XX se desarrollaron medios de comunicación tan poderosos como el cine, la radio y la televisión, que permitían masificar la difusión de informaciones, logrando que enormes sectores de la población quedaran expuestos a esos datos simultáneamente, sin exponerse a la distorsión que introducen los intermediarios. Si alguien lograba el acceso al medio, podía utilizarlos para decir lo que quisiera, sin quedar demasiado expuesto a la respuesta de los destinatarios.
La publicidad de empresas y servicios encontró en los medios un vehículo dispuesto a acogerla sin restricciones. A partir de los años `30, la propaganda política no tardó en utilizar el poder de los medios para lograr sus objetivos de control social.

La propaganda, cuidadosamente coordinada con los ejércitos, puede contribuir en forma devastadora a la caída de Hitler (…). Los puntos débiles en la armadura enemiga (…) solo pueden ser alcanzados por los tiros de la propaganda hábilmente dirigidos. La más peligrosa y efectiva de esta propaganda ofensiva, es el RUMOR INSPIRADO. El rumor difundido con el objeto de confundir al enemigo, puede valer por muchas divisiones y muchos escuadrones aéreos. (Ronald Turnbull)

Himmel y su hija Gundrun
Los nazis no fueron los primeros en utilizar las informaciones falsas, imposibles de confirmar. Los adversarios de los alemanes, durante la Primera Guerra Mundial, habían propagado el rumor de que en Alemania se utilizaba grasa humana (de judíos) para fabricar jabones. Era una idea horrible, que alentaba a derrotar a una nación tan cruel. Durante la Segunda Guerra Mundial, ese proyecto imaginario se convirtió en realidad, gracias a la visión delirante de los antisemitas, pero esto sucedió en pequeña escala, y fue suspendido por los mismos jerarcas nazis, cuando advirtieron que sus repercusiones eran incontrolables para ellos. Si iban a exterminar judíos, aprovecharían el pelo como relleno de sillones y colchones, pero lo harían discretamente, para no escandalizar.
Los mitos, encarados por el gobierno de Gran Bretaña de comienzos de los años `40 como una herramienta bélica de primer orden, debían infundir en ciertos casos un optimismo excesivo a los ciudadanos ingleses y en otros desmoralizar a los adversarios, haciéndoles creer que eran superiores a los alemanes, o por lo contrario, que los alemanes eran invencibles.  En tal caso, ¿por qué prepararse para la confrontación o por qué resistirse? Un medio tan reciente y eficaz para difundir ideas como era entonces la radio, o uno tradicional y bastante más lento, como el comentario boca a boca, fueron sistemáticamente utilizados por los países en conflicto, a partir de los años ´30.
Se dijo, por ejemplo, que las defensas de la Línea Maginot que marcaban la frontera entre Francia y Alemania, podían considerarse inexpugnables, o que los cada vez más numerosos tanques alemanes eran de madera. Todo esto era falso, pero mientras tanto, los desinformados que lo aceptaban y lo difundían entre sus parientes y amigos, habían comenzado a perder la guerra.

Tu enemigo es muchos menos proclive a hacer lo que tú quieres que haga, si ve que tú quieres que lo haga. (…) Tu enemigo es mucho menos proclive a hacer lo que quieres que haga, si ve que eres tú quien quiere que lo haga. (…) Atribuye lo que dices a la autoridad más alta que puedas encontrar. (…) Saca de las noticas que hagas toda apariencia de propaganda, porque la propaganda no debe parecer propaganda. (…) El mejor propagandista para nosotros es el enemigo mismo. (A.R. Walmsley; Propaganda to the Enemy)

Tita Merello
A mediados del siglo XX en Argentina, durante el primer gobierno de Juan Domingo Perón, el rumor aseguraba que la actriz Tita Merello, declarada partidaria del régimen, había sido favorecida con un permiso para importar té, un producto que todavía no se cultivaba en el país y por entonces escaseaba. De otra actriz, Fanny Navarro, a quien se sabía relacionada sentimentalmente con Juan Duarte y desde varios años antes amiga íntima de Eva Duarte, se decían cosas peores, que después de la llamada Revolución Libertadora de 1954, decidieron su prematuro (también injusto) retiro de la actividad profesional.
Eva Duarte y Libertad Lamarque
Probablemente eran historias inventadas, o al menos, adoptadas sin objeciones por la oposición antiperonista, una circunstancia que a diferencia de lo que pasa hoy, no llegaban a ser mencionadas por los medios masivos. Circulaban eficazmente, de acuerdo al circuito tradicional del rumor boca a boca. Tal vez tardara en llegar al último rincón del país, pero el sistema de circulación lo volvía altamente creíble. Eso mismo había pasado con la anécdota de la bofetada que la conocida actriz y cantante Libertad Lamarque le habría dado a Eva Duarte durante la filmación de La Cabalgata del Circo, cuando la más joven y menos famosa acababa de conocer al coronel Juan Domingo Perón, una situación que la destinaba a encumbrarse como una figura política fundamental de la Historia Argentina.
Eva Perón y enfermeras
Algo tenía que haber pasado entre las dos mujeres, algo que al mismo tiempo fuera capaz de explicar el exilio en México de Lamarque y confirmaba el carácter despótico y rencoroso atribuido a una mujer que de ningún modo ocultaba haber sufrido humillaciones inaceptables desde la infancia. Ella iba a ser descripta poco después por Mary Main, en un libro que no circulaba públicamente, como “la mujer del látigo”, que controlaba al país desde un cargo no electivo. Pocos años más tarde, cuando Eva Perón estaba agonizando, circuló el rumor de que los niños de clase media, provenientes del Barrio Norte de Buenos Aires, eran sometidos a involuntarias donaciones de sangre, con el objeto de mantener con vida a la moribunda.
Marie Langer
La sicoanalista Marie Langer analizó este mito y otro no menos atroz, que no sé si antes o después había circulado, sobre la cena servida a una pareja de la alta burguesía por una empleada doméstica, que en una bella fuente de plata descubrían el cuerpo asado de su hijo de pocos años. La lectura de esta escena era múltiple. Por un lado, evocaba los cuentos del Medioevo sobre judíos que comían niños (cristianos) asados, para celebrar impíamente la Pascua, con lo que se justificaba cualquier respuesta antisemita, desde la discriminación verbal cotidiana, al más sangriento pogrom.


En el término de una semana me llegaron nueve versiones, sólo en sus detalles distintas, fue aceptado como verídico por personas generalmente capaces de un juicio crítico. Esto comprueba que el rumor corresponde, aunque en forma muy disfrazada y elaborada, a una situación interior reprimida y a angustias infantiles persistentes en la gran mayoría de las personas. (Marie Langer: “El mito del niño asado y otros mitos sobre Eva Perón”)


Manifestación peronista
El mito expresaba también el temor de entonces ante el resentimiento de los pobres (los “cabecitas negras” celebrados por Eva Perón) que habían emigrado del campo a la ciudad, en busca de mejores condiciones de vida, eran envalentonados por la prédica del peronismo y no solo exigían justas reivindicaciones, sino venganza contra aquellos que los habían explotado desde que tenían memoria. Viejos prejuicios adquirían gracias al rumor, un poder de convicción que no requería de mayores pruebas para ser aceptado como algo cierto.

El desprecio por el cabecita negra, su rechazo por parte de la pequeña burguesía liberal y democrática, muestra hasta qué extremo el prejuicio impregna nuestras racionalizaciones. (…) El pequeño burgués transfiere sus propias carencias al cabecita negra: el otro es el indolente, el ignorante, el poca cosa, el advenedizo. (Pedro Orgambide: El racismo en Argentina)

Juan Domingo Perón y Eva Perón regalando bicicletas
En San Pedro se inauguraron hacia fines de los `40 juegos infantiles en alguna plaza que no recuerdo, con el patrocinio de la Fundación Eva Perón, como solían advertir los llamativos carteles, pero las madres nos advertían que en ningún caso los utilizáramos, porque podíamos sufrir consecuencias horribles. Una de las historias que circularon y causaban explicable espanto, fue que en un tobogán alguien (probablemente un opositor, pero podía ser también un desequilibrado partidario del régimen, que se suponía animado por las peores intenciones) había dispuesto una hoja de afeitar, con el propósito de dañar a los niños que se aventuraran en ese espacio que se anunciaba como un oasis en medio de la indiferencia urbana hacia los niños.
Nada de eso llegaba a ser mencionado por los medios de la época (a diferencia de lo que pasa hoy con las circunstancias menos amables de la vida de personajes célebres) por lo que el rumor encontraba un terreno propicio para difundirse y aumentar su credibilidad. Después de junio de 1954, las historias de orgías en la Quinta Presidencial de Olivos combinaban la novedad de las motonetas italianas, el auge de bellas adolescentes en el mundo del espectáculo y el desenfreno sexual que se atribuía a los altos funcionarios. ¿Cómo rehusarse a oír esos rumores que no hubieran podido ser mencionados por la prensa? ¿Cómo dejar de reproducirlos entre los más cercanos, aunque fuera para reírse de ellos (solo que después de haberlos hecho circular)?
Desde el formidable aparato propagandístico organizado por Raúl Apold, que controlaba la radio, la prensa gráfica, el cine y la televisión ¿cómo desacreditar esos mensajes? El poder del rumor fue utilizado con habilidad desigual por los antiperonistas y también por los peronistas, como parte de la lucha ideológica que dividía al país de entonces. Perón se creyó obligado a mencionar el tema en uno de sus discursos, después del golpe militar abortado:
Perón paseando en motocicleta

Lo justo es esperar que la elección y que la mayoría del pueblo sea la que decida, y no decidir por la violencia, ni por los panfletos, ni por las calumnias que se hacen correr con móviles inconfesables. (…) En los últimos tiempos, los insensatos que no han querido esperar las elecciones y han comenzado a lanzar rumores, panfletos y toda suerte de inconvenientes para la paz y para el orden de la Nación, los acusamos realmente de no saber cumplir con su deber de argentinos. (Juan Domingo Perón)