Juan Duarte |
Tras la caída de Perón, durante la investigación de
los negociados de altos personeros del régimen depuesto, se hicieron circular
rumores inverosímiles, tales como que el Director del Museo Histórico Nacional
había utilizado el sable de San Martín para cortar fiambres durante una de sus
fiestas escandalosas, o que habían empleado la cama del Libertador para sus
prácticas orgiásticas. Eran fantasías espectaculares, que se desprestigiaban
solas y distraían de otras acusaciones mejor fundamentadas.
¿Había manera de comprobar o desvirtuar un rumor atractivo,
al que se negaba espacio en los medios o tan solo se condenaba genéricamente,
sin averiguar qué denunciaba o encubría? ¿Cómo detenerlo una vez lanzado? El
pudor colectivo que impregnaba a la sociedad tradicional, no era el terreno más
adecuado para desacreditar ese tipo de comunicación informal. Se daba por
sentado que no se hablaba de muchas cosas desagradables, ofensivas, de mal
gusto. Por lo tanto, el silencio que se cosechaba al establecer el repertorio
de esos temas, podía ser interpretado como ocultamiento, no como confirmación
de la inconsistencia de lo que se pretendía averiguar.
El rumor es el producto, no de
una mentira, sino el resultado de un cuestionamiento de la objetividad de los
medios. (Margarita Zires Roldán: Las dimensiones del rumor: oral, colectiva y
anónima)
Héctor Basaldúa: Pintura |
Esto ocurría en el curso de diálogos realizados en la privacidad,
a espaldas de aquellos a quienes se mencionaba y aprovechando el tiempo libre de los
chismosos, que por entonces carecían de entretenimientos más variados. Las
mujeres que salían poco de sus casas, eran las emisoras y destinatarias
ideales. El chisme adquiría el carácter de una reivindicación de su género,
puesto que la información confirmada de la prensa se presentaba como un
territorio controlado por hombres y dedicado a los hombres.
Hoy la televisión, con sus programas de farándula y reality shows, o los mensajes de texto
del teléfono, se encargan de cubrir la misma área de entretenimiento
tendencioso. Grandes sectores de la sociedad quieren presenciar la intimidad,
con frecuencia vergonzosa, culpable, de aquellos que por codicia, desequilibrio
o desesperación se exponen al escrutinio de los medios.
A mediados del siglo XX, la tecnología no se había
desarrollado, pero el chisme, el rumor, la difamación existían, eran lentos
pero gozaban de alta credibilidad, y sobre todo no dejaban pruebas que
comprometieran a quienes participaban.
Años más tarde oí en Chile (pudo ser también en Guatemala) la
expresión “pelambre” y el verbo “pelar”, que significan lo mismo: chismorreo
irresponsable, improductivo, pero sobre todo malintencionado, que despoja a una
persona de sus apariencias engañosas.
Horacio Butler: Pintura |
Ese temor a la opinión de la gente con nombre y apellido,
conocida de toda la vida, no a una anónima opinión pública, tal como se da hoy
en los medios masivos, era un factor tradicional de cohesión social. Perder la
imagen que durante años se había forjado ante los vecinos y parientes,
equivalía a un desastre del que mucha gente no se recuperaba nunca.
No había muchos testigos que evaluaran la conducta de
alguien, pero esos pocos eran temibles expertos, que gozaban de alta
credibilidad, a los que no se podía olvidar ni confundir.
Cuando se dijo en nuestro barrio que una vecina solterona,
que en algún momento había pasado varios meses fuera de San Pedro,
aparentemente trabajando en la Capital, era la verdadera madre de quien se
presentaba como su hermano veinte años menor, el rumor se instaló para
permanecer y reaparecer periódicamente, sin nuevos datos que lo confirmaran o
descartaran, aproximadamente una generación más tarde, cuando yo lo escuché por
primera vez.
No se trataba de una historia nueva, ni demasiado original.
Más tarde me enteré de otras parecidas, que habrían ocurrido en otras ciudades
de provincia. Probablemente daban cuenta de las dudas que suscitaba la
existencia de esas familias numerosas, en las que madres maduras continuaban
pariendo y los hijos menores llegaban al mundo cuando sus hermanas mayores
habían alcanzado la edad fértil.
Pocos oyen murmurar de otro,
que no les parezca poco lo que oyen y verdad lo que creen. (Francisco de
Quevedo)
Lino Eneas Spilimbergo: Arrabal |
Si escaseaban las fiestas y las
tertulias de música y de baile, abundaban en cambio las “tenidas” de
murmuración y desollamiento. Los hombres las celebraban en el club y el café;
las mujeres en sus casas y las ajenas. Como hormigas iban y venían de sala en
sala, despellejando aquí las que acababan de dejar allá, mientras eran
despellejadas a su vez por aquellas y por otras, en una madeja de chismes,
embustes, habladurías y calumnias que no hubiera desenredado el mismo Job. (…)
Tales misteriosos cuchicheos empañaban más de una fama limpia y pura, y pronto
no quedó en Pago Chico (…) ni hombre decente, ni mujer honrada. (Roberto J.
Payró: Cuentos de Pago Chico)
Eran comunidades agrícolas poco pobladas, en las que se
trabajaba duro y todos se conocían, pero al terminar el trabajo, en los
momentos de bien ganado ocio ¿cómo eludir el inevitable aburrimiento? Hablando,
por ejemplo. ¿Hablando de qué, de quiénes? De los conocidos por todos. La moral
tradicional condenaba la propagación del chisme y el rumor, por considerarlos promotores
de la discordia en el seno de cualquier comunidad, pero no lograba erradicar
esa manifestación agresiva y discriminatoria. Más aún, al plantear un código
ético tan poco flexible para evaluar la conducta pública o privada de la gente,
invitaba a que cada uno lo aplicara cuando se le ocurriera, de acuerdo a sus
propios criterios, sin avergonzarse de la ignorancia y el sectarismo que
estuviera demostrando.
Las advertencias bíblicas solían detener a nadie.
Seis cosas aborrece Jehová. Y
aún siete abomina su alma: los ojos altivos, la lengua mentirosa, las manos que
derraman sangre inocente, el corazón que maquina pensamientos inicuos, los pies
presurosos para correr hacia el Mal, el testigo falso que habla mentiras, y el
que siembra discordia entre hermanos. (Proverbios 6, 16)
El rumor era demasiado tentador,
para resistirse a reciclarlo, siempre y cuando se tomaran precauciones. No
presentaba mayores riesgos para quienes lo difundieran, sin preocuparse de
analizarlo y en el momento de compartirlo, en lugar de sentirse partícipes de
un acto impropio, reforzaban en el círculo de sus conocidos, sus imágenes de
personas bien informadas.