miércoles, 1 de enero de 2014

De la comida casera al Delivery

Ilustración italiana (circa 1930)
A mediados del siglo XX, gracias a la nula frecuentación de restaurantes atendidos por cocineros profesionales, uno crecía en la firme convicción de que la comida elaborada por su mamá era insuperable. Para llegar a ese acuerdo, que se encontraba impuesto en cada grupo familiar y gozaba del status de dogma, era necesario que también la madre estuviera convencida de su propia superioridad sobre el resto de las madres y se preocupara de mantenerla en pie. ¿Cómo, si no había escuelas que prometieran esa capacitación? Perfeccionando recetas tradicionales (cada una era poseedora de “secretos” que se comunicaban de madres a hijas). Probando recetas nuevas, suministradas por las revistas femeninas como El Hogar, Para Ti, Vosotras, Chabela, Estampa, Damas y Damitas, varias décadas antes de que Cosmopolitan fijara en las revistas femeninas la imagen hedonista de una mujer inútil, centrada exclusivamente en el disfrute del sexo y la captura de parejas masculinas.
Habilidades como la costura, el bordado y la crianza de los niños eran también apreciadas, pero la cocina sobresalía del resto, porque era puesta a prueba cuatro veces por día en cada casa de familia. Una mujer que confesara su incapacidad para cocinar o que se creyera dispensada de la responsabilidad de ejercer su control de la cocina, constituía un absurdo inaceptable.
Mujeres cocinando (mediados siglo XX)
Cuando estaba en la cocina, siempre y cuando no demorara el momento de servir la comida, la mujer gozaba de una libertad insólita. ¿Qué hombre se hubiera atrevido a interrumpirla en sus tareas, aunque fuera con la intención de ayudarla? En la cocina ella escuchaba la radio, que le suministraba canciones que la acompañaban y de lunes a viernes le brindaba la posibilidad de asistir sin ser vista, al desarrollo de ficticias vidas ajenas ofrecidas por los radioteatros.
El dulce de leche se hacía en casa, revolviendo una olla durante horas, y se perfumaba con una chaucha de vanilla. Mi padre podía protestar que había quedado muy líquido, comparado con el producto industrial, pero el perfume era inigualable. Las pastas elaboradas un par de horas antes, no tenían comparación con las industriales. La salsa de tomate y la carne estofada que se cocían toda la mañana, invitaban a mojar un pedazo de pan mucho antes del almuerzo.
Cocina a leña o carbón
Interferir en el trabajo de la mujer mientras cocinaba, o tan solo contemplarla en la coreografía de su trabajo, hubiera sido para el hombre poner en riesgo la satisfacción de su propio estómago y la autoestima. Ni ella le hubiera permitido a nadie observarla en una actividad tan íntima, que le impedía concentrarse, ni él se hubiera arriesgado a que otros hombres se enteraran de una debilidad como esa.
Hoy, los abonados a la televisión por cable tienen acceso a un canal (Gourmet) que transmite programas de cocina las 24 horas del día. A mediados del siglo XX, la televisión abierta estaba naciendo y las cocineras comenzaron a mostrar sus habilidades en la programación de la tarde. Antes de eso, las revistas femeninas concedían poco espacio a la cocina, a pesar de dirigirse a lectoras que no parecían tener otros intereses que la atención de la familia. Simultáneamente, destacaban secciones como la de Petrona C. de Gandulfo en El Hogar, que podían resultar intimidantes para las lectoras, por la magnitud de los desafíos que incluía. ¿Qué mujer se hubiera atrevido a encarar la complejidad técnica y el costo de las tortas de bodas o los pavos rellenos fotografiados a todo color?
Las mujeres de la generación de mi madre habían crecido alrededor del fogón de sus mayores. La escuela no competía en ese plano con el aprendizaje familiar. El adiestramiento comenzaba en los primeros años de vida. Se enseñaba a las niñas a pelar las arvejas, seleccionar las lentejas para separarlas de las piedritas, batir los huevos, pelar las papas. Todas conocían sin necesidad de consultar un recetario, los platos tradicionales de la cocina italiana y la española, en los que solo introducían variantes cuando la memoria o el presupuesto no les alcanzaba.
Publicidad española de mediados del siglo XIX
Desde la infancia, ellas habían sido designadas como depositarias de una cultura gastronómica transmitida mediante demostraciones práctica, de generación en generación, como parte del mundo femenino, con frecuencia oculto al escrutinio de los hombres, que prometía asegurar el rol (decisivo pero sumiso) de la mujer en la sociedad patriarcal.
Tal vez ellas no tuvieran acceso a los derechos y privilegios que los hombres se reservaban para ellos, en el campo de la política y los negocios, pero podían controlar la mesa y la cama, ámbitos donde ellas se volvían insustituibles.
Todo eso ha cambiado (¿alguien se sorprende?) con la modernidad que no deja ningún territorio de la cultura humana sin invadir y explotar. La comida casera se encuentra hoy en retirada, o al menos en una situación de alto riesgo, amenazada por la industria multinacional de los alimentos, que invade el territorio antes controlado por las madres y ha llegado a seducirlas tanto a ellas como a quienes ellas mantenían convencidas de su superioridad sobre la comida elaborada fuera del hogar.
La alimentación es uno de los planos de relación entre los seres humanos que la sociedad ha codificado con mayor precisión, aunque no suela otorgarle la misma trascendencia que a otros como el lenguaje.
La posibilidad de comer fuera del núcleo familiar, en locales dedicados a elaborar comidas, atendidos por especialistas en la materia, capaz de ofrecer platos que por su complejidad no sería posible encontrar en el ámbito privado, solo se da en sociedades que ostentan cierta división de funciones. La institución del restaurante es reciente. Apareció en Europa tras la Revolución Francesa.
A mediados del siglo XX, la mayor parte de las mujeres había recibido entrenamiento informal que las capacitaba para encargarse de la alimentación del grupo familiar, y de ellas se esperaba que ejercieran ese rol sin acudir a otras ayudas que sus manos y algunos instrumentos elementales.
Preparación de pizza
Hacia fines de los años ´40, la pizza entró en el horizonte de mi madre y sus hermanas. Varias de mis tías maternas se habían instalado en Buenos Aires y conocían los placeres modestos de comer en pizzerías de barrio. La orquesta de Feliciano Brunelli ejecutaba un boogie-woogie que se llamaba “Pizza Caliente”. Mi madre se dedicó a elaborar pizzas de acuerdo al recetario de los Polvos Royal y el resultado era novedoso para nosotros, pero no seductor. Sin duda, nos atraía aquello que ya conocíamos, porque mi madre lo había perfeccionado durante años y años de práctica..
La masa de esa primera pizza era esponjosa, alta, como de focaccia (palabra desconocida por entonces). La combinación de tomate, cebolla, orégano y queso resultaba sabrosa, pero después de todo, según mi padre, era lo mismo que comer pan. Fundamentar una comida en una pizza hubiera sido para mi madre la confesión de no haber trabajado tanto como se esperaba de ella.
Una ofensa similar hubiera sido suministrarle un lavarropas, cuando disponía de una batea de madera y una cómoda tabla de lavar. Cuando mi padre compró el primer lavarropas artesanal, desarrollado por un vecino ingenioso, que se limitaba a centrifugar el agua jabonosa, mi madre lo miró con desconfianza. Podía dañar las prendas finas. No estaba equivocada. Liberarla en parte del esfuerzo de mantener una casa con tres hijos, un marido y un hermano, era algo parecido a cuestionar su rol en el mundo.
Alguna vecina le sugirió a mi madre otra forma menos laboriosa de armar la pizza, gracias a rodajas de pan de molde y el agregado de anchoas a la cobertura. Si bien resultaba más sabrosa, la base resultaba tan esponjosa que el jugo del tomate humedecía todo hasta convertirla en un mazacote. Mi madre experimentó otras alternativas, que expuso a la evaluación de sus hermanas, que tenían una experiencia directa, como consumidoras también, hasta que optó por abandonar el intento.
La pizza, como el pan, los helados, los alfajores o el Pan Dulce a Año Nuevo, eran alimentos que se compraban fuera, porque ninguna mujer del barrio estaba capacitada para elaborarlos. Técnicamente, el desafío superaba sus nada superficiales conocimientos de cocina, y al insistir en sus ensayos se exponía al ridículo ante el resto de la familia como una incapaz, dos situaciones demasiado incómodas para cualquier mujer de entonces.
Supongo que en el centro de San Pedro se elaboraban pizzas profesionales. Yo no los conocí en mi infancia o en mi adolescencia. La alternativa de comer fuera se limitaba en nuestra familia a comer en la casa de alguna familia amiga o en la de parientes. Si las mujeres no cocinaban, los hombres las reemplazaban (exclusivamente en el ámbito de las carnes, porque se daba por supuesto que el asado era materia masculina, como analizó Gaston Bachelard en su ensayo sobre el fuego.
Caja de ravioli
Mandar a comprar comida hubiera sido una ofensa para las mujeres. En grandes ocasiones, desde mi casa se mandaba un lechón a la panadería que estaba a medio kilómetro de distancia, por calle Chivilcoy. Eso era todo lo que correspondía que una mujer confiara en otras manos, y según recuerdo, siempre decía que el asado de horno de panadería era infinitamente superior al que se podía elaborar en casa. ¿No era una forma insidiosa de sugerir la inferioridad femenina incluso en el único territorio donde no solían tener competencia?
Durante sus últimos años, mi madre se acostumbró al Delivery. No se usaba esa palabra todavía, pero se había resignado a comprar tapas de empanadas, tortas para decorar, cajas de ravioles, pollos rostizados, pizzas precocidas. Nunca lo hablé con ella. Debe haber sido una pequeña liberación. También una renuncia a su rol decisivo en el interior de la familia.