domingo, 15 de diciembre de 2013

Expectativas y resacas navideñas

La Navidad que conocí en mi infancia en San Pedro, a mediados del siglo XX, todavía no era blanca (globalizada de acuerdo a los paradigmas del marketing de las empresas multinacionales) y por lo tanto no llegaba a ser consumista. Bing Crosby había cantado White Christmas de Irving Berlin, en el contexto de Holiday Inn, una película musical en blanco y negro de 1942, donde las alusiones cristianas brillaban por su ausencia y todo se equiparaba a otros feriados del calendario norteamericano.
I´m dreaming of a white Christmas / with every Christmas card I write. / May your days be merry and bright / an may all your Christmasses be white, (Inving Berlin: White Christmas)
Mis primeros intentos de armar un árbol de Navidad a los ocho o nueve años, cuando acababa de tomar la Primera Comunión, guiado por los modelos que ofrecía Billiken, fueron desafortunados. Era una idea (comprobé) con la que no se lograba interesar demasiado a los adultos, a diferencia de lo que pasaba con los torneos de zancos o barriletes, donde ellos se involucraban gustosos.
Por ese entonces había bolas de vidrio de color, increíblemente frágiles, había guirnaldas metalizadas, velitas de torta de cumpleaños e incluso soportes de velitas, que podía comprar en alguna tienda del centro (probablemente La Magnolia) siempre y cuando pudiera reunir algunas monedas en mi alcancía metálica y con llave, pero conseguir un pino similar al de las ilustraciones, se reveló pronto como una dificultad insalvable.
Lo más parecido a un pino, eran los cipreses que mis tíos maternos habían plantado como el tupido cerco de su casa, sobre la calle Chivilcoy. Eso me aseguraba contar con algunas ramas, de las cuales confiaba colgar los globos, pero la resistencia de las ramas de cipreses era insuficiente, se desplomaban bajo el peso de las velas y guirnaldas. Tampoco sabía cómo mantener en pie el arbolito. La maceta de greda con tierra apisonada, era insuficiente para otorgarle estabilidad. El pino se iba torciendo solo y no tardaría en caerse o terminaría apoyado en la pared. Llenar la maceta con pesas de una balanza del almacén de mi padre, tampoco era la solución
El resultado de mi proyecto no podía ser más decepcionante. No se parecía al enorme árbol de Navidad cargado de adornos (y regalos) que tanto parecían disfrutar los personajes de las películas. Tampoco había nieve. Tal vez lo peor de todo, pasaba desapercibido en un rincón del comedor de mi casa y no estimulaba a nadie a poner regalos debajo.
No recuerdo haber experimentado una resaca navideña, porque el entusiasmo había desaparecido por sí solo, antes de la Nochebuena, durante el proceso de organizas la celebración, y la ilusión infantil no volvió a repetirse.
En mi infancia había tarjetas de Navidad, pero no se trataba de las importadas por Hallmark, donde no hace falta exprimirse el cerebro para dejar un mensaje personalizado. Se consumía el pan dulce de la tradición europea, sidra La Asturiana y fruta seca ausente de la mesa durante el resto del año. Se escuchaba antes de la medianoche, las campanas de Nuestra Señora del Socorro que convocaban a la Misa de Gallo (a la que nunca asistí, porque hubieran debido acompañarme) y luego los petardos de los vecinos (aunque el mayor estruendo se reservara para Año Nuevo).
Miracle on 34th Street
Las radios difundían villancicos, pero no había nada parecido a una programación navideña sistemática, como suele ocurrir cuando los expertos en marketing se encargan de controlar el discurso de los medios. Todo era menos espectacular y masificado que en la actualidad. No por ello supongo que fuera más auténtico. El Santa Claus de Miracle on 34th Street no tardaría en llegar, gracias a las agencias de publicidad internacionales, demostrando que la desinformación de los niños, convencidos de que los regalos pueden ser suministrados por un ser sobrenatural, que a todos vigila desde el Polo Norte y premia a los niños por ser obedientes, era más confiable que la verdad.
Dar regalos es una forma de desarrollar y mantener vínculos sociales. Por lo tanto, es importante para nuestras relaciones. (…) Todas las culturas intercambian regalos, por lo que se supone que es una necesidad humana básica. (Karen Pine)
En todas las culturas suele haber espacio para momentos privilegiados, en los que se quiebra momentáneamente la rutina de la gente, pasados los cuales resulta inevitable que todo vuelva a ser como siempre. Pueden ser festividades en las que se levantan las prohibiciones habituales y predomina el desenfreno, como era en la Antigüedad (es todavía) el caso del Carnaval en Río de Janeiro o Gualeguaychú, o épocas de tregua y reconciliación, como se daba en el Jubileo de los israelitas o la Navidad de los cristianos. Hay que llegar a programar incluso las excepciones a las normas, indica el mensaje.
Navidad inglesa siglo XIX
En Navidad la gente se enviaba tarjetas postales, portadoras de buenos deseos, que cuando alcanzaban cierto volumen, se exhibían como parte de la decoración de los hogares, testimoniando que uno tenía parientes y amigos. Esa costumbre fue impuesta en Inglaterra victoriana de la Revolución Industrial, a mediados del siglo XIX, permanece vigente hasta la fecha y a la vez ha cambiado. Ahora los saludos no llegan a través del cartero, que en ocasiones demoraba su entrega hasta después de pasadas las fiestas, y se difunden a través de Internet, son vistos en una pantalla plana, a través de imágenes en movimiento, con vívidos colores y la música apropiada o toman la forma de gift cards, vales que el receptor puede canjear por un regalo a su gusto, dentro de los límites de costo que ha establecido el emisor.
Los niños son quienes más celebran hoy la Navidad y las fiestas actuales de la Navidad parecen organizadas para satisfacer sus expectativas de consumidores de mercancías, por desubicadas que sean. Ellos quieren ser complacidos y recibir los regalos de no importa quién, comenzando por los familiares a los que se encuentran atados por lazos contradictorios, de afecto y resentimiento. Si no se los satisface, la molestia no tardará en expresarse, y entonces los adultos descubrirán qué no saben cómo controlarlos.
En España o Argentina, los regalos eran atribuidos a la generosidad de los Reyes Magos. Durante mi infancia, Papá Noel era una figura extranjera (Santa Claus, más aún) de la que teníamos conocimiento pero no nos involucraba. Antes, uno podía esperar juguetes y no obstante recibir ropa, útiles escolares o incluso golosinas. Se trataba de regalos, no de lujos..
Niños son los destinatarios de los mensajes navideños y niños también los personajes convocados para servir como evidencia el espíritu paradojal, por amable, de la Navidad.
El camino que lleva a Belén / baja hasta el valle que la nieve cubrió, / los pastorcillos quieren ver a su Rey / le traen regalos en su humilde zurrón / al Redentor, al Redentor. / Yo quisiera poner a tus pies / algún presente que te agrade, Señor / mas tu ya sabes que soy pobre también / y no poseo más que un viejo tambor / rom pom pom pom, rom pom pom pom. (Catherine Kennicott Davis: El Tamborilero)
La imagen del ruidoso tamborilero, el niño que antes de la aparición de los medios masivos convocaba a los pobladores, con el objeto de difundir alguna noticia, se incorpora al pesebre de Belén. La canción es reciente. Fue elaborada a mediados del siglo XX, a pesar de lo cual no cuesta mucho incorporar el personaje a la tradición de los retablos de figuras evocadoras del nacimiento de Jesús de Nazaret, inventados por san Francisco de Asis durante el siglo XIX.
El capitalismo del siglo XX ha sido fértil en imaginería navideña. ¿Por qué desaprovechar un tema que proclama el fin de los conflictos y estimula la buena disposición de la gente para el diálogo y el consumo? En New York, nos mostraba Miracle on 34th Street, los desfiles de la tienda Macy´s eran programados para el Día de Acción de Gracias, algunas semanas antes de la Navidad. McDonalds y Gimbel´s patrocinaban otros desfiles temáticos por la misma época. Desde comienzos del siglo XX, las mercancías quedaron asociadas a la celebración religiosa, que en forma paralela fue despojada de gran parte de su mensaje original, para que pudiera ser aceptada por creyentes y no creyentes por igual.
Los desfiles navideños norteamericanos convocan a cientos de miles de observadores y eventuales consumidores. Incluyen figuras ornamentales infladas con helio son enormes, la música estruendosa y conocida, las carrozas lujosas, hay cientos de extras bien entrenados, que lucen ropas inhabituales y se mueven al unísono. Se trata de un espectáculo gratuito y callejero, que atraviesa una gran ciudad, espectáculo cuya eficacia propagandística fue demostrada por los grandes jefes militares del Imperio Romano hacia el comienzo de nuestra era.
Durante el siglo XX, el desfile ornamental fue utilizado por regímenes de izquierda y derecha, para convencer a las multitudes de que su vida se encuentra bajo control, que pueden relajarse, aplaudir y vitorear a los participantes. Desde mediados de los años ´20, Macy´s planteaba a los norteamericanos un recordatorio difícil de ignorar: era época de no pensar en el futuro, de comprar regalos y engalanarse con ropas nuevas, como si el mentado espíritu navideño fuera una intoxicación deliciosa. Las presiones de todos los días lograban desvanecerse (no por mucho tiempo) y la gente más opuesta se comprometía a seguir un estilo de vida que no era el suyo.
Navidad para recortar y armar
Ese paraíso del consumo, ornamentado por la religión, no nos era desconocido, pero sí inalcanzable. El equivalente argentino a la atmósfera navideña de los pa se daba en Harrod´s y Gath & Chaves, dos tiendas de Buenos Aires que publicitaban las ventas navideñas mediante catálogos fascinantes para quienes vivíamos en provincia y anunciaban en La Nación la presencia del mismísimo Papá Noel en sus locales de la Capital. Definitivamente, los fastos de la Navidad eran ajenos a quienes habían nacido en la provincia y cuando pretendían mostrarle un pesebre a sus mayores, tenían que conformarse con recortar y armar las páginas centrales de Billiken.

miércoles, 4 de diciembre de 2013

Caricaturas de niños en el mundo del espectáculo

Anuncio de anestésico de venta libre (Siglo XIX)
¿Quién puede resistir el encanto de la imagen de un niño? Es la pregunta que se hacen los productores audiovisuales y los expertos en marketing desde hace varias generaciones. Su eterna respuesta es: casi nadie resulta inmune y como ventaja extra, son modelos seductores y baratos, que no tienen la menor consciencia de lo que hacen.
La niña Jody Foster fue explotada por su madre, que la comprometió en comerciales del bronceador Coppertone, en los que mostraba el trasero. Los industriales victorianos anunciaban en pleno siglo XIX los productos menos adecuados para los niños (tabacos, medicinas, alucinógenos) exponiendo a criaturas angelicales, vulnerables, muchas veces ligeras de ropas y a pesar de todo sonrientes.
Quizás uno se impaciente con el comportamiento de los niños en el mundo real, cuando reclaman con llanto y quejas, de los adultos que los trajeron al mundo, la atención que no reciben, pero una vez que son puestos bajo control, con promesas o amenazas, posando para una foto, la pantalla de cine o el televisor, recitando un libreto aprendido de memoria, su presencia es infalible. Hay que ser un desalmado para no rendirse.
A los niños se les atribuye una inocencia sin límites; a todos les consta que se prestan a manipulaciones que los adultos menos incautos no aceptarían. Cuando no son utilizados por la publicidad, los padres se deleitan compartiendo con otros adultos las imágenes sonrientes de sus hijos, a la par que aquellas de sus autos y mascotas. ¿Existe alguna diferencia?
Hace un par de generaciones, pagaban para que los fotografiaran en un estudio, delante de un fondo pintado, tal como en otras épocas pagaban para que los pintaran ataviados con sus mejores ropas. Los adultos llevaban esas fotografías en la billetera, para demostrar que no son estériles, como en la actualidad las publican en Facebook. Llenan los muros de sus casas con retratos infantiles que no tardan en desactualizarse y pronto ya no se sabe muy bien a quién corresponden.
Elenco de El Chavo del 8
Junto a los niños que intentaban satisfacer de manera verosímil la demanda de estereotipos de los adultos respecto de la infancia, no faltaban los adultos que encararon el mismo trabajo desde la convención declarada. El Chavo del 8 solo fue la culminación de una caricatura de la infancia interpretada por adultos, que se reiteró en los medios masivos (cine, radio, televisión) durante casi todo el siglo XX.
Chimbela tenía corazón, sinceridad, era dulce, tierna y nunca se supo si tenía madre, padre, novios. El personaje tenía unos quince años, así que contaba con un gran carga de inocencia. (…) Yo era la comadronita del barrio, la que sabía los chimentos. (Elena Lucena)
En los años `40 del siglo XX, la televisión no había llegado aún para capturar a las nuevas generaciones con imágenes tendenciosas, cuidadosamente filtradas, que estimulan el consumo tranquilizador de toda la familia, pero la imagen de los niños ocupaba desde mucho antes las pantallas del cine y las voces de los niños llegaban a través de la radio. Recuerdo a mi tía Matilde informándome, ante mi incredulidad, que Elena Lucena, intérprete radial del personaje llamado Chimbela, era una señora grande. ¿Cómo podía ser? Su voz sonaba como la de una adolescente. Ella usaba inadecuadamente las palabras, como hacen los niños que se guían por el sonido, y lo que hubiera debido alertarme, causaba la risa de los adultos que la rodeaban. Ella era cómica, no por su ingenio, sino por su inadecuación. Al reír de ella, se la marginaba.
En la radio, la edad de la actriz carecía de importancia. Fanny Brice, en los EEUU, se eternizó interpretando a Baby Snooks, una niña incorregible, desde comienzos de los años `30 hasta fines de los `40, cuando ella tenía más de medio de siglo de edad. Los niños de la radio o el cine quedaban incluidos en dos categorías: los pícaros y los conmovedores. La picardía no superaba el doble sentido.
Los adultos podían entender las alusiones a su modo, mientras los niños se quedaban en el plano de lo aparente, disfrutando el comportamiento de un personaje infantil ingobernable, que no llegaba a ser castigado aunque en la realidad ese hubiera sido el desenlace de sus travesuras.
Denis the Menace
El comediante Jorge Luz interpretaba en Argentina a Corchito, un niño terrible de La Cruzada del Buen Humor, un programa que transmitía Radio Belgrano. Era un personaje armado en la tradición de Baby Snooks y Denis the Menace (Daniel el travieso) a partir de 1951; una criatura malvada, que a pesar de sus malas intenciones no causaba daños permanentes a los adultos que convertía en sus víctimas, y tampoco recibía ningún castigo que prometiera una mejora de su conducta a lo largo de una serie interminable de sketches.
La memoria de Tatín, el personaje radial de Tato Cifuentes de fines de los años ´40 (una generación más tarde reapareció convertido en muñeco de la televisión) es más conformista. No pasaba de ser la caricatura del niño hacendoso pero sometido, que había en todas las familias y los adultos adiestraban para que los divirtiera cuando se lo ordenaban. Era el niño payaso, que cantaba y contaba chistes proclamándose aquello que no era. Aunque Tatín no dejara de lado las diabluras, tampoco llegaba a cuestionar el orden de los adultos. Su inocencia contrastaba con la complejidad de un mundo que no entendía, ni se preocupaba de develar ante su audiencia.
En México, el niño terrible de los cuentos picantes se llamaba Pepito. En Argentina era Jaimito. Fuera de la habitual censura de los medios, en los chistes que la gente comunicaba de boca en boca, esas criaturas humillaban a sus parientes y maestros con la enunciación de palabras obscenas y un conocimiento detalladas de las debilidades humanas, que solo podría esperarse de un adulto.
Pepito y Jaimito eran adultos prematuros, travestis de la infancia que los adultos organizaban quién sabe con qué intenciones, tal vez para desensibilizarse ante la eventualidad de abusar de la infancia sin cargos de conciencia. Al dar por supuesto que los niños son perversos, no pocas veces crueles y se encuentran bien informados sobre la sexualidad humana, ¿por qué tenerles consideración?
Los niños podían ser malvados y al mismo tiempo ignorantes, por lo que cabía disculparlos. Eran inaguantables y a la vez cómicos. Apenas se escarbaba un poco en las situaciones que protagonizaban, había que verlos como víctimas. Los conflictos provenían de los adultos, que podían ser muy convencionales (los padres de Denis) o inexistentes (aquellos de Charlie Brown). Situaciones como esas justificaban las malas maneras infantiles.
De acuerdo a los personajes cómicos infantiles, ser adulto era ser hipócrita. Desde la perspectiva implacable de la infancia, el doble estandar de los adultos podía ser parte de una guerra no declarada entre los miembros de distintas generaciones, obligadas a compartir el territorio familiar. Quizás los niños desconozcan las complejidades de la política y los negocios, ámbitos en los que se les niega el ingreso, pero no ignoran los detalles contradictorios de la vida doméstica, donde los adultos suelen demostrar que no suelen ser lo que aparentan.
Los niños terribles complementan la imagen enternecedora pero unilateral de la infancia, organizada al estilo de las pinturas y fotografías victorianas, que idealizan la vida familiar. Es lo que plantea una interminable serie de filmes que utilizan a los niños (poco importa si ellos hacen algo admirable o solo sirven de relleno, con tal que sean bonitos) para seducir a la audiencia. ¿Quién podría resistir el encanto de la imagen en movimiento de un niño? Ellos sonríen, gatean, lloran, dan sus primeros pasos, se ensucian la cara al comer, son limpiados y no hace falta demasiado más para justificar el atractivo que ejercen sobre la audiencia de todas las edades.
A veces los niños son convocados para disfrazarse de lo que todavía no son; se convierten en payasos que exageran su inadecuación para interpretar el rol de adultos. En Bugsy Malone, un filme musical de los años 1976, se presenta una historia de fabricantes de alcohol ilegal, gangsters y bailarinas, ambientado medio siglo antes, que se encuentra interpretado en su totalidad por niños. La obscenidad se encuentra siempre cerca de esas imágenes, a diferencia de lo que pasaba en los sketches de El Chavo del 8, donde sucedía lo contrario. Los adultos que asumen roles infantiles quedan expuestos en su inadecuación, no llegan a confundirse nunca con aquello que imitan, mientras los niños que asumen roles de adultos rondan la pornografía.
Shirley Temple
Shirley Temple comenzó a trabajar en el cine en 1931 a los tres años, protagonizando cortometrajes sonoros donde se parodiaban situaciones propias de adultos, como el enamoramientos, trabajo en clubes nocturnos, etc. Cuando Shirley imita a Mae West, la situación resulta demasiado perturbadora para la sensibilidad actual, que ha recibido tantos datos de niños abusados: Temple se muestra como una niña que simula a la perfección el personaje adulto de una prostituta experimentada. En la complejidad de los adultos, la posibilidad de alimentar fantasías eróticas a partir de una ficción que se anuncia como inocente, lo que incomoda. La conciencia del abuso que suelen sufrir los niños de parte de los adultos y sus iguales, no había tomado forma aún.

jueves, 10 de octubre de 2013

Niños reales en el mundo del espectáculo

A mediados del siglo XX, los espectadores de cine admiraban a los actores de pocos años. Su inocencia real o aparente no desentonaba en un medio al que la censura condenaba a una simplicidad apta para toda la familia. Ellos conmovían con su situación desvalida y divertían con sus habilidades musicales. No se implicaban en tramas de sexo o corrupción política. Las amenazas que se cernían sobre ellos, no tardaban en resolverse en un happy end moralizador.
Siempre había actores infantiles en el cine de cualquier origen. Lo más probable es que su fama durara poco tiempo y la industria audiovisual lo reemplazara por otros parecidos a los anteriores. El via crucis de los actores infantiles que al crecer pierden el atractivo que se les reconoció en los medios, ha sido reiterado tantas veces, que parece enunciar una ley universal, capaz de alertar a quienes decidan intentar de nuevo el mismo desafío.
No suele haber futuro para los niños que son expuestos tempranamente a los medios, que los utilizan y desechan a continuación, cuando comprueban que dejaron de atraer al público masivo. Esto no impide que cuando se convoca un casting para la publicidad de un pañal o un alimento para niños, los adultos acudan en hordas, acompañando a sus hijos, confiando recuperar con el trabajo remunerado de los menores, cada centavo de lo que invirtieron al traerlos al mundo.
Algunos pocos padres se salen con la suya y convierten a su prole en una empresa lucrativa. En 1921 Chaplin descubrió a Jackie Coogan, entonces de siete años, bailando el shimmy en un teatro burlesque. Lo contrató para actuar en El Pibe, como su coprotagonista. La repercusión de su trabajo fue inmensa. Inmediatamente Coogan participó en una adaptación cinematográfica de Oliver Twist. Su figura quedó relacionada con una serie de mercancías, tales como golosinas, juguetes, silbatos, papelería (una situación que ocurría por primera vez en los medios masivos). Los empresarios organizaron giras internacionales y fue presentado a las grandes personalidades de la época. Al crecer, todo eso quedó en el pasado. Era un actor secundario, menos atractivo que la mayoría de los que intentaban destacarse en Hollywood. Maduro, calvo y gordo, reapareció sin que la mayoría de los espectadores lo reconociera, como el feo tío Lucas de la serie televisiva La familia Adams.
Entre los imitadores de Coogan estuvo Scotty Beckett, actor infantil de la serie Our Gang. Ganó cerca de cuatro millones de dólares, cantidad que fue dilapidada por su madre y el padrastro, a quienes años más tarde procedió a demandar ante la Justicia.
El productor de comedias cinematográficas Hal Roach lanzó Our Gang (llamada previamente Little Rascals) una serie de 220 cortometrajes protagonizados por niños estereotipados: el gordo, el pecoso, el negro, el asiático, las niñas rubias y lloronas, etc. A pesar de sus diferencias, convivían sin mayores conflictos en un vecindario suburbano. Gracias al recambio de actores infantiles, la serie se continuó produciendo hasta 1944. A mediados de los ´50, Roach relanzó los cortos sonoros por la televisión, un medio en el que continuaron exhibiéndose por las tres décadas que siguieron.
En el cine norteamericano, cuando se quiebra la imagen idealizada que se había impuesto desde los años `20, los niños pueden ser mostrados como víctimas del abandono parental y delincuentes potenciales, que se instalan en el centro de Boys Town (1938) de Norman Taurog o en Going my Way (1944) de Leo McCarey, personajes rescatados por la decisión de un par de sacerdotes católicos, idealistas que obligan a la sociedad a reconocer sus contradicciones y corregirlas parcialmente.
Los niños en el cine europeo cumplían otros roles, más conmovedores, me tocó presenciar durante mi infancia. Podían ser testigos de la separación de sus padres, como sucedía en El ángel caído de Carol Reed. Llegaban a rechazar la posibilidad de vivir con su madre adúltera, causante de la muerte del padre, en Los niños nos miran de Vittorio de Sica; o era la pandilla de huérfanos de guerra, en busca de un lugar para crecer en paz, del filme húngaro En cualquier lugar de Europa de Géza Radvanyi.
El imaginario del cine argentina prosperó a la sombra de las producciones de otras industrias audiovisuales, siguiendo los modelos expresivos que habían sido desarrollados en Hollywood. Luis Sandrini seguía las pautas del humorismo de Eddie Cantor, tal como Libertad Lamarque las de Jeannette McDonald. Si Hollywood tenía mujeres bellas y enigmáticas como Greta Garbo o Marlene Dietrich, en Argentina se recurría a Mecha Ortiz. Si en México le encomendaban a María Félix los roles de mujer causante de la perdición de los hombres, en Argentina se contaba con Zully Moreno o Laura Hidalgo, que cumplían la misma función.
En 1933 los padres de la niña Shirley Temple firmaron un contrato con la 20th Century Fox, productora en la que permaneció hasta 1940, protagonizando docenas de películas del mismo tipo: ella era una niña huérfana, protegida por algún adulto sin hijos, a quien la niña conseguía pareja y se aseguraba un hogar sustituto. Ella fue la figura que produjo mayores ganancias en la industria de Hollywood. En torno a su figura de rizos dorados prosperó una serie de mercancías: publicaciones, alimentos, muñecas, ropas, accesorios, discos. Al llegar a la adolescencia, el encanto que ejercía sobre la audiencia desapareció. Temple se apartó del cine antes de cumplir veinte años. Convertida en madre de familia, se dedicó a la televisión, como conductora de series infantiles y posteriormente a la diplomacia (representando a los sectores más conservadores).
En 1922 Frances Gumm nació en el ámbito teatral donde se ganaban la vida sus padres. A los tres años formaba un trío con sus hermanas, conocido como The Gumm Sisters Kiddie Act. Al llegar la adolescencia, el trío se disolvió, Frances pasó a llamarse Judy Garland y comenzó una carrera de solista en Hollywood. En 1935 consiguió su primer contrato con la empresa Metro-Goldwin-Mayer. En 1938, a los dieciséis años, le asignaron el rol protagónico de Dorothy en El Mago de Oz, a pesar de que el estudio la consideraba fea (por una ligera escoliosis). El médico del estudio la alentó a ella (como a tantos otros actores infantiles contratados) a consumir anfetaminas y somníferos para sobrellevar las duras condiciones de trabajo que debían sobrellevar. Para Garland, el consumo de estimulantes se volvió adictivo y terminó por arruinar su vida profesional y privada, causándole la muerte.
Los niños del cine argentino de mediados del siglo XX, se apoyaban en paradigmas diferentes. No lograban competir con esos niños anglosajones tan profesionales como explotados. El personaje infantil que interpretaba Semillita (Juan Ricardo Bertelegui) en Orquesta de Señoritas (1941) era un adulto joven que usaba pantalones cortos para crear un personaje, siguiendo el modelo planteado en los años `30 por Harry Langdon en Hollywood. Semillita fue el nombre del personaje que marcó el escaso tiempo que la industria audiovisual le concedía para interesar a la audiencia y desaparecer.
Toscanito era el nombre artístico de Andrés Poggio, un actor joven que tuvo seis años de actividad en el cine (entre 1948 y 1954). Sus personajes eran siempre chicos de la calle, que dividían sus intereses entre el fútbol y las peleas a puñetazos. Al crecer, se quedó sin trabajo, tuvo problemas con la Ley, emigró y retornó a su patria, sin recuperar la carrera que lo había encumbrado.
Juan Carlos Barbieri debutó en el borde de la adolescencia, protagonizando El Tambor de Tacuarí. No le quedaba mucho tiempo para lograr la fama. Oscar Rovito, surgido en el radioteatro, pasó al cine en El Hijo del Crack y otros filmes de comienzos de los años `50. En Demasiado jóvenes, el filme que protagonizaba con la adolescente Bárbara Mugica, que años más tarde se convirtió en su esposa, eran la pareja perfecta: inexpertos, enamorados, tímidos. Con el tiempo, la relación se quebró. Ella continuó dedicándose a la actuación, mientras él derivó a la política.
Adrianita (Adriana Bianco) interpretó varias películas argentinas entre 1952 y 1958. Rubia, con ojos claros y trenzas, era la imagen perfecta de la hija (o sobrina o hermana) que cualquier espectador hubiera querido tener por entonces. A diferencia de lo que pasó con Brigitte Fossey en Francia, que había conmovido en Jeuxs Interdictes y fue adaptándose a personajes adultos, Arrianita, al crecer nunca se adecuó a las demandas muchas veces banales de una carrera actoral. Cuando estudiaba Letras en la Universidad de Buenos Aires, hizo un cortometraje con mi amigo Eduardo de Gregorio, que era su compañero de Facultad. Luego derivó al periodismo escrito y el televisivo. ¿Cómo volver atrás, cuando se carga el handicap de un pasado memorable?
Todavía me siguen reconociendo por la calle. Muchas veces me paran y me dicen: “Tu cara me suena de algún lado”. La televisión me usó. (Pedro Aragona
)
Usar, desgastar y desechar, es el mecanismo de los medios. Gastón Bayti fue un niño que actuó en el filme argentino Un lugar en el mundo de Adolfo Aristarain. Seis años más tarde, como adulto joven, participó en Bajo bandera, el filme de Juan José Jusid y a partir de entonces no volvió a ser convocado como actor. Omar Lefosse hizo películas, series televisivas y publicidad, hasta resignarse a atender un kiosco de un barrio de Buenos Aires. En ese momento es redescubierto por la prensa, que lo transforma en demostración palpable de que los medios trituran a quienes exponen y lo sabio es permanecer lo más lejos posible de esa maquinaria.

lunes, 5 de agosto de 2013

Casi pido perdón por sobrevivir

Giorgio di Chirico: Pintura
Cada uno de nosotros espera que las generaciones que nos precedieron dejen este mundo antes de que nos llegue el turno, que liberen de su presencia un territorio que puede ser nuestro, con todas las responsabilidades que acarrea ocuparlo.
Con frecuencia nos duele que los mayores se ausenten, pero sabemos que no es otro el orden habitual de las cosas. Hasta los menos dados a la resignación, esperan esa soledad inevitable.
Los padres habrán de morir antes que los hijos. Conocer a los nietos es una dádiva de la suerte y los genes que siempre se agradece, pero tal vez no llegue a disfrutarse, y en tal caso no tienen mucho sentido las quejas.
La muerte de los contemporáneos, en cambio, siembra un desasosiego del que cuesta librarse. Si ellos murieron, cuando teníamos la misma edad, o al menos compartíamos las mismas experiencias, ¿cuándo será mi turno? La historia de los amigos anuncia nuestra historia. ¿Cómo es que comenzó tan pronto el turno de morir, si hasta el momento en que un amigo murió, yo esperaba no irme nunca de este mundo?
Mi primer contemporáneo en desaparecer, fue un compañero de secundaria, de apellido García, a quien de la noche a la mañana se le diagnosticó cáncer y en pocas semanas murió. No éramos amigos, pero habíamos compartido tres o cuatro años de clases y nos sentábamos en bancos cercanos. Su padre era un ordenanza del colegio. Creo recordarlo sentado, como yo, junto a una de las ventanas de nuestro salón.
Estaba acostumbrado a verlo, moreno, peinado a la gomina, sonriente, y de pronto lo encontraba tendido en un ataúd, en una casa de la bajada al Balneario Municipal de San Pedro. Nunca he podido mirar la cara de un muerto. Me impresiona como obscena la observación impune de alguien que ya no puede respondernos. El velatorio de García, fue la primera oportunidad en que lo comprobé. Sabía que era él, pero no lo verifiqué. No quise confrontarlo con la imagen de alguien que recordaba tal vez enfermo, pero de todos modos vivo.
O.G. y Mauricio Scherevschevsky (arriba, en el centro) y cinco amigos hoy muertos
Hay muertes y muertes. Algunos esperan el fin o luchan con todas las fuerzas para evitarlo, mientras otros salen a buscar, no la muerte, pero al menos un riesgo que puede desembocar en ella, como si solo así valiera la pena estar en este mundo. Pupi R. era uno de esos tipos encantadores que uno encontraba en la universidad y con los cuales parecía fácil ser amigo, sin complicarse demasiado en los detalles. Un día desapareció y meses más tarde nos enteramos que había sido hallado muerto por el ejército, que perseguía a una guerrilla que intentaba emular la aventura de los cubanos en Tucumán. Cómo se había incubado la aventura, cómo fracasó por un descuido inaceptable (bajar de la selva a un arroyo, con el objeto de bañarse) no terminaré de entenderlo. A comienzos de los `60, las esperanzas de cambio social parecían al alcance de la mano de los primeros que se decidieran a intentarlo. Era el asalto al cielo, de acuerdo a la metáfora de Marx, en su ensayo sobre la Comuna de Paris, una promesa que la revolución cubana renovaba.
El despertar fue cruel. Varios de mis compañeros de universidad murieron por su propia mano, desengañados. Armando B. era uno de mis amigos más radicales. Lo recuerdo afirmando a mediados de los `60, que después de los 30 años y la aceptación de los valores dominantes en nuestra sociedad, nadie merecía vivir. Cuando tiempo más tarde pasó por la experiencia de ser traicionado por un socio inescrupuloso y pagar su credulidad con la cárcel, optó por eliminarse. Mario B. murió en el exilio, solo y con sobrepeso. Carlos F. debió ser víctima de los estimulantes que consumía. De Myrtha L. nunca me llegaron detalles, pero su última carta, escrita tras la muerte de su pareja, era de despedida.
Edward Hooper: Pintura
Haber sobrevivido a las desilusiones es una ventaja que deja en condiciones de afrontar nuevos desafíos, pero rara vez se la disfruta como una victoria.
Es abrumadora la muerte de aquellos que de una manera u otra desearon morir. Por un lado, se salieron con la suya, por dolorosa que sea su decisión para los testigos que desconocen las circunstancias. Por el otro, ¿no alentaban ya ninguna esperanza?¿Quién no ha sentido en algún momento de crisis una desolación parecida? Sin embargo, ha continuado resistiendo, como la rata que cae en depósito industrial de leche, y en lugar de abandonarse a la muerte, patalea durante una noche entera, hasta despertar en la mañana, sin fuerzas, pero descansando sobre un gran pote de manteca.
Durante los `70, se produjo una sucesión de muertes de gente que yo había estimado, colegas, amigos, víctimas de la represión del Estado, tanto en Argentina como en Chile. Varios desaparecieron. No es estuvieran muertos, de acuerdo a la información oficial, pero tampoco podía verificarse que permanecieran vivos, y entonces uno luchaba por encontrarlos, presumiendo lo peor. Mauricio, un sacerdote uruguayo que hacía trabajo social en las villas de Buenos Aires, fue visto por última vez en un centro de tortura, como supimos casi una década más tarde. Pasó en nuestro departamento de Caracas su última noche en Venezuela, y estaba tan decidido a regresar, en 1979, para reiniciar sus actividades, que hubiera sido indecente tratar de convencerlo de lo contrario.
Horacio C., nuestro testigo de matrimonio, a quien mi mujer conocía desde su infancia, por haber sido estudiante de mi suegra, regresó a Chile en 1976, donde esperaban su mujer, sus hijos y el partido político en el que militaba. El Golpe de Estado lo había sorprendido en Europa y allí hubiera podido mantenerse, en el exilio pero seguro. Al regresar, lo atraparon, delatado por alguien que él y nosotros conocíamos. La búsqueda de los familiares fue incansable y en vano. A mediados de los `90 se detectó una pista. Hallaron una pieza dental de Horacio, en el sitio donde enterraron por primera vez su cuerpo, antes de inhumarlo (algunos años más tarde) para que desapareciera definitivamente, quizás en alta mar. Por el ADN de ese diente, nuestro amigo fue reconocido casi treinta años más tarde.
Durante los últimos años `80 y comienzos de los `90, llegaron las muertes por VIH, que la gente enmascaraba para eludir el rechazo social. Mi amigo Ricardo L., director teatral, se había resignado a morir, cuando nos vimos por última vez en Caracas, en 1993. No luchaba. Era portador del virus. La muerte iba a alcanzarlo sin que él hiciera nada para oponerse. No alimentaba ningún reproche por su suerte. Otro director de teatro, Carlos G., en cambio, se encerró a morir en un departamento inaccesible, rodeado por su madre y su hermana, convocadas para aislarlo del mundo que lo había celebrado (y que probablemente había sido contagiado por él). Se hablaba de una muerte horrible, tras haber sido deformado por la enfermedad, mientras sus pocos amigos y sus más numerosos enemigos lo creían disfrutando un año sabático en Europa.
En el curso de los `90 no lloré la muerte de mi madre, porque su vida fue una secuela terrible de dolores que ella mantuvo en secreto (como si no tuviera derecho a hacerse oír) y se atrevió a revelar solo cuando la muerte se anunciaba, convertida en circunstancia liberadora para ella. Tampoco lamenté la muerte de mi padre, porque la suya había sido una vida a la deriva, que si bien no podía despertar rencor, tampoco me permitía apiadarme de sus opciones equivocadas. De hecho, viví el duelo de aquellos que amaba antes de que murieran, por lo que su desaparición sólo confirmó una resolución que yo había imaginado.
Haber sobrevivido no nos obliga a pedir perdón a los que se fueron. Cada uno siguió el camino que se le presentó como inevitable o consideró el más adecuado. La suerte o la decisión de sobrevivir incluso en las circunstancias más difíciles, eso que ahora se denomina resiliencia, no reclaman disculpas. Lamentablemente ellos no están (todos nos iremos, tarde o temprano) cuando otros sobrevivimos, por lo que de algún modo cargamos con responsabilidad de recordarlos. Hay quienes llevan flores a las tumbas. Yo escribo este artículo, en la esperanza de que alguien los recuerde por estas páginas, cuando me toque el turno de irme.

viernes, 19 de julio de 2013

Historia sentimental de las máquinas de escribir

Desde hace más seis décadas, me siento casi todos los días ante el teclado de diferentes máquinas de escribir e intento cumplir con mi tarea, que me ha permitido ganarme la vida, unas veces mejor que otras, cuando redacto artículos periodísticos, guiones de cine, libretos de televisión, piezas de teatro, cartas a los amigos, ensayos sobre los medios audiovisuales, apuntes destinados a mis estudiantes universitarios o blogs como éste, que publico en la red.
Al comienzo, no comenzaba a escribir nada, hasta haber completado un borrador a mano, que era sometido a una multitud de correcciones y agregados que le volvían ilegible para cualquiera que no fuera yo. Con el tiempo, esos preparativos se acortaron y luego desaparecieron. No es improbable que al enfrentarme a la máquina, no tenga una idea demasiado concreta de lo que voy a hacer durante esa jornada. Son tantos los años, que parte de ese trabajo se ha vuelto inconsciente.
No pienso donde debo apretar las teclas para redactar una frase. Alguna vez utilicé mis diez dedos. En la actualidad no estoy seguro de cuántos dedos empleo. Probablemente son cuatro dedos de la mano izquierda y tres de la derecha.
Mi primer contacto con una máquina de escribir fue a los once años, cuando me preparaba para estudiar en la secundaria. Una de las materias que aprendíamos en la llamada Sección Comercial Anexa al Colegio Nacional de San Pedro, era Mecanografía. Recuerdo al profesor Ernesto Rosito, obligándonos a memorizar el teclado: qwertyuiop, asdfghjklñ, zxcvbnm, para teclear a continuación, sin mirar, los ejercicios sin mayor sentido que iban a acostumbrarnos a escribir “al tacto”; vale decir, sin mirar el teclado y utilizando los diez dedos.
Evoco el ruido ensordecedor generado por una treintena de estudiantes escribiendo al mismo tiempo. Semanalmente nos sometíamos a dictados, que ponían a prueba la velocidad y exactitud de la escritura (los errores quedaban en el papel, antes de la invención de los papeles y el líquido corrector que llegaron en los ´70).
En ese momento adquirí las cincuenta palabras por minuto que todavía estoy en condiciones de tipear (aunque en la actualidad cometa más errores que antes, confiado en la facilidad de las correcciones que me permite la computadora).
Antes de esas clases que se realizaban en una sala de la segunda planta del colegio, a la izquierda del salón de actos, descubrí que nuestros vecinos, los Boccardo, tenían un teclado de cartón impreso tal vez una generación antes, que reproducía la disposición de las teclas una máquina de escribir. Para facilitar el acostumbramiento de los dedos, el espacio de cada tecla se encontraba perforado en el cartón.
Durante mi adolescencia dependí de máquinas de escribir que pedía prestadas. La del martillero Calderón la utilizaba para escribir los artículos que comencé a publicar (con seudónimo) en La Palabra y El Imparcial. Cuando nos mudamos a Mar del Plata, usaba la Remington del Hotel de mis tíos. Uno de los primeros trabajos que me encomendaron, fue la escritura de los menús del comedor, dos veces por día. Usaba papel carbónico para evitar el tedio de tipear tantas veces lo mismo. Debo haber sido un buen mecanógrafo, porque entonces el intento de borrar una copia de papel carbón dejaba un borrón inaceptable.
En algún momento, mi padre me compró una vieja máquina portátil, una Olivetti de preguerra, de color gris verdoso, que hacía demasiado ruido, una situación que limitaba las horas de trabajo, para no molestar al resto de la familia. Esa máquina me acompañó durante seis o siete años, mientras estudié en la Universidad de La Plata y escribí artículos para la revista de cine que fundamos con otros compañeros, hasta que me fui a Europa y renuncié a llevarla conmigo. Se la dejé a mi padre, que la usó hasta el final de sus días. Era un equipo indestructible, que admitía el cambio del rodillo de goma, resecado por el tiempo y el constante golpeteo de la tipografía.
Una de mis primeras compras cuando llegué a Praga fue una hermosa máquina de escribir portátil, de marca Cónsul, que era un clon de la Lettera 22 de Olivetti y tenía la ventaja de contar con varias vocales acentuadas y la desventaja menor de algunas consonantes que solo existen en checo. En esa máquina escribí un libro de ensayos que nunca se publicó, sobre cinco directores de cine checo, un libro de poemas que extravié e innumerables artículos para una enciclopedia femenina que publicaba Editorial Abril, cuando regresé a Argentina. El borrado de los errores se había simplificado, gracias a la aparición de un líquido blanco que se aplicaba con el pincelito adosado a la tapa.
La Cónsul me acompañó hasta comienzos de los `80, pero durante los últimos cinco años descansaba en un estante de mi oficina, porque me sentía más cómodo con una IBM eléctrica, que utilizaba en mi oficina de la productora donde trabajaba. Al comienzo, me sentía traicionado por los dedos. Bastaba un toque mínimo para que la letra quedara impresa. ¡Nada que ver con la Cónsul, que exigía un golpe certero del dedo para imprimir. La IBM cambiaba de tipografía con solo quitar una bolita metálica y por entonces lo complementaba con una cinta correctora que dejaba una escritura perfecta.
Durante los `80 compré una Olivetti eléctrica, elegantísima, con una caja de fibra de vidrio negra y un sistema de impresión que se conocía como margarita y permitía cambiar la tipografía. Con ella escribí docenas de libretos de telenovela que se producían en Puerto Rico.
La nueva Olivetti era silenciosa, negra, bien diseñada en Italia (pero fabricada en Hong Kong), me permitía escribir hasta de noche sin que los vecinos del edificio donde vivíamos protestaran por el ruido. No obstante, la margarita de los caracteres era demasiado frágil para el uso intensivo que yo le daba (escribíamos seis capítulos de telenovela por día) y sobre todo había llegado tarde a un mercado en el que las máquinas de escribir estaban condenadas a competir muy pronto con equipos digitales.
Mi amiga Josefina Bigott compró para escribir la miniserie de televisión que estábamos armando a mediados de los `80, un procesador de texto cuya marca no recuerdo. Era un aparato grande y silencioso, con una pequeña pantalla en la que aparecía parte de lo que se escribía, en letras verdes fluorescentes, sobre fondo negro. Ese texto podía ser corregido sin dificultad antes de imprimirlo y nosotros utilizamos esa alternativa constantemente. Escribir era tan decisivo como corregir.
De todos modos, se anunciaba la era de la computación. En 1987 puse mis manos sobre el teclado de mi primera computadora personal, una Macintosh 512K Enhanced. La pantallita era del tamaño de una tarjeta postal. Me acostumbré a utilizar los diskettes de 3 ½” que introducía en la caja de la memoria adicional. Esa primera computadora me acompañó por doce años, desde Venezuela a Chile, más por hábito que por practicidad.
O.G. Macintosh 512K, 1990
Cuando la reemplacé por otra de la misma marca, con una pantalla tres o cuatro veces más grande, me había resignado a la idea de que los nuevos artefactos no debían durar mucho tiempo. Aunque me costara acostumbrarme a ellos, no tendría que reemplazarlos por otros más cómodos, con monitores que reproducían colores, pantallas de mayor tamaño, que al cabo de unos años se volvieron planas y me condujeron a Internet, antes de que terminara el siglo XX.
De la vieja Remington negra y lustrosa, provista de una cinta bicolor que saltaba en cada letra y ensuciaba los dedos al instalarla, ese artefacto que si era mal digitado enredaba dos o más tipos de metal que habían sido golpeados al mismo tiempo por un usuario impaciente, de la máquina cuya campanilla anunciaba el final del renglón, solo quedaba el recuerdo de un teclado en el que continuaba golpeando (ya no con la misma intensidad que sesenta y cinco años antes) qwertyuiop, asdfghjklñ, zxcvbnm, día tras día.

martes, 21 de mayo de 2013

Copas del olvido: Masculinidad, música popular y penas de amor

Durante mi infancia y adolescencia hubieran debido obligarme para que escuchara con la debida atención los tangos y rancheras que conocía de memoria todo el mundo, pero nadie consideró necesario proveerme de una educación musical de ese tipo. Yo escuchaba por la radio baladas de jazz, en los programas de Radio Mitre, sin prestarle ninguna atención a la letra, que a veces me preocupaba de leer en unos cancioneros modestísimos que se publicaban en papel de diario, con la intención de practicar el inglés que nos enseñaba nuestra pelirroja profesora del secundario, Miss Austin. Al descifrar esas canciones, lo más probable era descubrir que sus letras no tenían mucho sentido.
Jeanne Moreau en Eva
Oh, life could be a Dream / Sh-Boom / If I can take you up in Paradise up above / Sh-Boom / If you would tell me I´m the only one that you love. / Life coud be a dream / sweetheart. / Sh-boom, sh-boom / Ya-da-da Da-da-da Da-da-da Da. (James Keyes y James Edwards: Sh-Boom)
En cuanto al jazz más estricto, el scat de Louis Armstrong y Ella Fitzgerald, prescindía de palabras. Solo eran fonemas rítmicamente organizados y desprovistos de sentido. El deslumbramiento de la modernidad de mediados del siglo XX, condenaba de antemano a la música producida al sur del Río Grande, considerándola rémora de un pasado provinciano que subsistía gracias a la radio, sin enorgullecer a nadie.
Los adultos podían conocer las letras de memoria, pero no les prestaban mucha atención al cantarlas, porque no pasaban de ser una excusa para bailar sujetando a la pareja.
Hubiera sido imposible, sin embargo, aislarse del aporte de ese tipo de música sentimental, que había reinado durante los años `30 y nos asaltaba desde la radio o los altoparlantes publicitarios del centro de San Pedro. Sus letras narraban historias melodramáticas, emparentadas con aquellas de la prensa amarilla de Ahora, imposibles de dejar indiferente a quienes las oyeran, pero extrañas al mundo de la Cultura (eso creíamos, al menos).
Aprendí a disfrutar la música culta después, al llegar a los veinte años, cuando trabajé en un laboratorio fotográfico y durante meses, mientras revelaba y ampliaba fotos en la penumbra, tuve como compañía la discoteca de música del Barroco y moderna de un compañero de trabajo. Haber crecido oyendo música de películas de Hollywood y el Hit Parade de Radio Excelsior, no me preparaba de la mejor forma para concentrarme en las complejidades de la música popular del continente, que existían y sin embargo yo no llegaba a percibir.
Luego, en los años `60, llegaron los Beatles y se afianzó la noción de que la música popular del pasado, quedaba archivada para siempre, cuando sucedía otra cosa: yo, al menos, no había madurado lo suficiente para escucharla con la atención que requería.
Cuando oigo cantar rock (nunca, debo confesar) no llego a entender la letra de lo que se grita o gruñe con tanta energía. Me desconecto. Supongo que el texto del vocalista importa bastante menos que el aporte de la percusión y el resto de los instrumentos. De vez en cuando reaparecen las denuncias de bienpensantes que descubren mensajes satánicos o elogios de la droga en las letras del rock, y eso me desconcierta y maravilla: ¿cómo llegan a entender algo en ese magma de sonidos inarticulados y estridentes?
Los viejos tangos, las rancheras mexicanas, efectivamente refieren historias pobladas por personajes conflictivos, que el oyente capta en toda su complejidad o simpleza, que no cuesta recordar y acomodar a las experiencias personales.
Quiero emborrachar mi corazón / Para apagar un loco amor / Que más que amor es un sufrir. / Y aquí vengo para eso / A borrar antiguos besos / En los besos de otras bocas. (Enrique Cadícamo y Juan Carlos Cobián: Nostalgias)
No recuerdo que mi tío Miguel, después de la ruptura de un noviazgo de varios años se explayara delante de testigos, ni que ellos lo interrogaran sobre las circunstancias o lo comentaran a sus espaldas. En la realidad, la gente de mediados del siglo XIX era púdica (tal vez torpe) cuando se trataba de exponer sus sentimientos. La música popular llegaba entonces para expresar lo mismo que ellos guardaban sin atinar a expresarlo.
Eche amigo, nomás, écheme y llene / hasta el borde la copa de champán, ( que esta noche de farra y de alegría / el dolor que hay en mi alma quiero ahogar. (Francisco Caruso y Juan Andrés Caruso: La última copa)
En los tangos que durante mi infancia oía por la radio, puesto que en mi casa no había tocadiscos, el tema del alcohol y las penas de amor reaparecía asociado a la imagen de esas mujeres pérfidas que no me había tocado conocer, porque mi madre nunca se hubiera animado a dialogar con ellas y mi padre las hubiera despreciado o deseado tanto (no veo muy bien la diferencia) porque desencadenaban un drama, al burlar las promesas de fidelidad.
Los hombres que cantaban, exponían de manera elocuente su penosa situación de borrachos y cornudos. No era que bebieran por adicción al alcohol, como cualquiera puede suponer. La causante era otra persona, alguien que ni siquiera estaba presente para desmentir lo que se cantaba de ella, una mujer traidora, que había defraudado la confianza masculina.
Mozo, traiga otra copa / Que anoche juntos los vi a los dos. / Quise vengarme, matarla quise / Pero un impulso me serenó. / Salí a la calle desconcertado, / Sin saber cómo hasta aquí llegué / A preguntarle a los hombres sabios / A preguntarles qué debo hacer. / Olvide amigo, dirán algunos, / Pero olvidarla no puede ser, / Y si la mato, vivir sin ella, / Vivir sin ella nunca podré. / Alberto Vacarezza y Enrique Delfino: La Copa del Olvido (tango)
José Guadalupe Posada: grabado
Entre el despecho amoroso y la adicción etílica no suele mediar mucha distancia en el ambiente de los tangos y rancheras. Alguien se embriaga con el objeto de olvidar que acaban de abandonarlo (¿o tal vez lo abandonaron porque se embriagaba con excesiva frecuencia, porque era incapaz de resistir la tentación del alcohol?). Las mujeres y el aguardiente son dos fatalidades que aguardan al hombre, por lo general asociadas para perderlo.
Esta noche me voy de parranda / Para ver si me puedo quitar / Una pena que traigo en el alma / Que me agobia y que me hace llorar. / Si me encuentro por ahí con la muerte
A lo macho no le he de temer, / Si su amor ya perdí para siempre / ¿qué me importa la vida perder? (José Alfredo Jiménez: Esta noche)
No era cosa de sufrir sin anestesia, como uno hubiera supuesto de un macho confirmado en su inagotable capacidad de aguante. No, el hombre enamorado se volvía frágil, manipulable incluso para alguien, tan temible (a pesar de los golpes que habitualmente recibía durante la relación de pareja) como llegaba a ser una mujer.
Tampoco se trataba de cerrar un capítulo sin duda penoso y abrir otro, para demostrar ante el mundo que se mantenía cierto control masculino sobre las emociones. Los hombres de las canciones populares se derrumbaban literalmente en los mostradores y mesas de los bares, delante de otros hombres que en un momento u otro habían pasado por la misma situación, y aunque no se apiadaran, tampoco habrían de burlarse del espectáculo su debilidad.
Estoy en el rincón de una cantina / Oyendo una canción que yo pedí; / Me están sirviendo orita mi tequila, / Ya va mi pensamiento rumbo a ti. / Yo sé que tu recuerdo es mi desgracia, /Y vengo aquí nomás a recordar; / ¡qué amargas son las cosas que nos pasan, / cuando hay una mujer que paga mal. (José Alfredo Jiménez: Tu recuerdo y yo)
Una de las ventajas más evidentes del canto, es que sustituye al llanto y de ese modo le permite expresarse a quien se apropia de esas palabras ajenas para decir lo propio. Un hombre que se abandona al dolor personal en público, se denigra, pierde gran parte de su virilidad, mientras que un hombre que canta despierta las emociones de sus iguales, que han atravesado experiencias similares y en lugar de reírse de su desgracia, lo aplauden.
El enamoramiento que expone al engaño y el abandono, debilita al hombre, mientras que en forma paralela otorga poderes inusitados a las mujeres.
Entre copa y copa se acaba mi vida, / Llorando borracho tu pérfido amor. / ¡Qué negros recuerdos me trae tu mentira! / ¡Cómo cuesta lágrimas una traición! (Felipe Valdés Leal: Traigo penas en el Alma)
Emilio Petorutti: La canción del pueblo
Aunque el hombre declara que le canta a una mujer que se ha ido, los verdaderos destinatarios de la canción son los testigos de la humillación sufrida por el hombre. Ellos se han enterado o habrán de hacerlo, y evaluarán al perdedor como un pobre tipo que se merecía lo que se recibió, como alguien fuerte a pesar de la traición. Desde el punto de vista de la víctima, hay que justificar el duelo, insultando al objeto del enamoramiento.
A veces la verdadera poesía se desliza en el desarrollo de una canción que relaciona al alcohol y el despecho, para decir en pocos versos la decisión de ponerle fin a un duelo que de otra manera derivaría en algo tan poco masculino como la tristeza.
Hoy vas a entrar en mi pasado / en el pasado de mi vida… / Tres cosas lleva mi alma herida: / amor, pesar, dolor. / Hoy vas a entrar en mi pasado / hoy nuevas sendas tomaremos / ¡Qué grande ha sido nuestro amor! / Y sin embargo, ay / mira lo que quedó! (Juan Carlos Cobián y Enrique Cadícamo: Los mareados)

viernes, 17 de mayo de 2013

Infierno y Purgatorio de la vejez en pareja

Nada nos hace envejecer con más rapidez que el pensar incesantemente en que nos hacemos viejos. (Georg Lichtenberg)

John Cummings y su esposa Mary eran la pareja de más edad de mi barrio y hubieran sido notables por otros aspectos: eran ingleses, delgadísimos, rubios, les costaba hacerse entender en castellano, vestían de manera extraña (el hombre, usaba un rígido sombrero de corcho forrado en tela caki, como el del explorador Livingstone, mientras la mujer se protegía la cabeza con sombreros de paja y las manos con guantes blancos). Ellos no parecían tener contacto con nadie, fuera de las esporádicas visitas al almacén de mi padre, para comprar algunos pocos víveres, combustible y averiguar si habían llegado cartas con estampillas exóticas.
No tenían hijos ni otros parientes en San Pedro. Nunca me invitaron a conocer su casa, que debía ser tan pulcra por dentro como se la veía por fuera. Cuando llegué a la secundaria, me hablaban en inglés, para poner a prueba mis dos clases semanales con Miss Austin, pero no creo que yo me atreviera a tartamudear algo más que un par de respuestas básicas.
Desde la calle se podía ver que los Cummings tenían una antena de radio que les permitía escuchar emisoras de larga distancia, mientras nosotros nos conformábamos con las nacionales. Yo los imaginaba siempre solos, noche tras noche, después de haber trabajado todo el día en su chacra, oyendo las transmisiones de la BBC, con las interferencias que uno consideraba inevitables.
Nadie se hubiera preguntado si los Cummings eran felices o al menos si no se aburrían demasiado al tenerse únicamente uno al otro como interlocutores. No solo no era asunto nuestro inmiscuirnos en sus vidas, sino que nos resultaba imposible imaginar esa situación, porque nosotros vivíamos en el interior de familias extensas, rodeados de vecinos con los que interactuábamos en nuestra lengua materna todos los días.
Años después fui testigo de la madurez y la vejez de mis tíos Rosa y Eduardo, una pareja que no tuvo hijos, y a pesar de las dificultades que afrontaron, nunca se separó. Aislados, no creo que estuvieran mucho tiempo. Consentían a sobrinos o a cualquier chico que se les acercara. A medida que crecíamos, nos iban perdiendo. Era fácil darse cuenta que permanecían disponibles para oír a quien tuviera algo que decirles, generalmente para pedirles ayuda (y recibirla, una situación que ya por entonces se había vuelto bastante rara). No sé si se aburrían juntos o no, porque no estaban solos, ni tampoco inactivos casi nunca. Los veo acusándose teatralmente ante los amigos y parientes de ser tal como eran, chismosos, crédulos, carentes de ambiciones, nada de lo que hubieran debido avergonzarse, resignados a las decepciones mutuas que toleraban durante décadas, como solo puede hacer la gente que a pesar de todo se ama.
El matrimonio debe combatir sin tregua un monstruo que todo lo devora: la rutina. (Honoré de Balzac)
Ser viejo, para un joven de mediados del siglo XX, no era, como en la actualidad, pertenecer a otro mundo, que se supone incomunicable, y por lo tanto no hace falta prestarle atención. Medio siglo atrás, los viejos no eran tantos y había más jóvenes alrededor, que se sentían obligados a cuidarlos. Hace unos años, la vejez de mis tíos Matilde e Isidro se reveló traumática para las relaciones de mi familia paterna. Se habían quedado sin recursos, pero tenían una propiedad que les pertenecía desde medio siglo antes. Como no terminaban de morirse, aquellos que hubieran debido ayudarlos se encargaron de estafarlos. ¿Por qué no dejaban de una vez el espacio libre para los más jóvenes? Al enviarlos a un asilo, les hacían un favor.
La historia de los esquimales envejecidos, que perdieron sus dientes y ya no pueden participar en las tareas de ablandar con ellos el cuero de las focas, comenzó a circular durante los últimos años, difundida (¡oh casualidad) por jóvenes, como otro mito urbano, similar a la de la rubia desconocida que se dedica a propagar el VIH, aunque se refiriera a una realidad geográficamente distante.
Según la historia, esos viejos ern abandonados en el hielo, para que sirvieran a alimento a algún oso polar que se dignara hacerlo y (sobre todo) para que no constituyeran una carga para los esquimales jóvenes.
Ser viejo, a comienzos del siglo XXI, es compartir ese problema con muchos otros que han llegado a esa situación (cada vez más, de acuerdo a las estadísticas). Por eso envejecer pasa a convertirse en un problema de Estado. Se vuelve necesario diseñar programas para la Tercera Edad, hay que reunir a quienes envejecen separados, delante del televisor, tanto para abaratar los elevados costos de atención médica, como para evitar que los viejos hagan demasiado ruido cuan reclaman sus derechos.
Un matrimonio feliz es una larga conversación que siempre parece demasiado corta. (André Maurois)
Las parejas ideales que se recuerdan, no llegan a compartir demasiado tiempo juntos. No corren el riesgo de desgastarse por la rutina, de envilecerse con traiciones. Dante y Beatriz se ven apenas un par de veces en toda su vida, y a pesar de ello generan una obra literaria inmortal. Romeo y Julieta mueren demasiado jóvenes y por esa circunstancia tan triste pueden ser idealizados en el esplendor de la pasión juvenil. Se trata de imágenes conmovedoras, fáciles de aceptar y condenadas a no durar. Si el proyecto de vida en común no se debilita, ni convierte en rutina, es porque la muerte llega antes. Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir nunca fueron una pareja romántica (¡tan estudiosos y feos los dos!). Uno de los factores más deconcertantes de la relación, fue que envejecieron sin haber abjurado de sus ideas. Sin juntarse más, ni separarse del todo. Salvador Dalí y Gala estuvieron juntos hasta la muerte de ella, pero nunca convencieron como pareja romántica.
En la Antigüedad, tener 40 años era haber llegado a la vejez. Las condiciones de existencia de amplios sectores de la Humanidad han mejorado al punto de que las expectativas de sobrevivir suelen duplicar a las de hace un par de siglos. Nace menos gente que en el pasado, allí donde los anticonceptivos se difundieron mientras ocurría la incorporación de las mujeres al mundo laboral, pero también mueren menos, bastante más tarde que antes. Tal vez en la actualidad se viva sometido a un nivel de estrés desconocido en otras épocas, pero se vive más tiempo y los más jóvenes viven mejor que los más viejos, que al apegarse a la vida son percibidos como una carga molesta para el resto de la sociedad.
Para el 2030 se calcula que una quinta parte de los norteamericanos tendrá más de 65 años (una cantidad cuatro veces mayor que en 1990). La situación puede celebrarse, porque indica una mejora de las condiciones de vida, a pesar de que se convierte en preocupación para médicos, paramédicos y políticos superados por los problemas que plantea una masa creciente de viejos. ¿Qué hacer con esa gente que ha dejado de morir apenas concluida la etapa productiva y comienza a ser vista por sus familiares y el Estado como una carga?
Si en el pasado la juventud era tan breve y la madurez no tardaba en conducir a la muerte, hoy se enfrenta la amenaza de continuar vivo más tiempo del que pudieron disfrutar las generaciones anteriores, sin saber muy bien qué hacer con eso. En algunos países, se está alienta la reincorporación de los jubilados a las actividades laborales. Ellos están en condiciones de aportar un caudal de experiencias a las nuevas generaciones, sometidas a procesos de formación defectuosos, y por el otro pueden aliviar las deficiencias del sistema provisional que ha demostrado su incapacidad para asegurar las condiciones de vida a las que estaban acostumbrados.
Las parejas que envejecen necesitan más cuidados. A partir de cierta edad, la dependencia de alguien más joven y sano se vuelve inevitable. ¿Puede ser el otro miembro de la pareja? Depender de la buena voluntad de parientes, amigos o empleados, revela problemas que antes se encaraban entre todos y ahora, al reducirse las familias y debilitarse los lazos de amistad, quedan insatisfechos. Cuidar a un anciano es tarea difícil y costosa, tanto financiera como emocionalmente.
Estadísticamente se sabe que las mujeres viven más que los hombres. Al llegar a la ancianidad, hay más viudas que viudos. Aunque solo sea por enfermedades que se encargan de liquidarlos antes, los hombres mueren en compañía de sus mujeres, pero apenas un tercio de ellas viven acompañadas por sus maridos después de los 65 años. Las guerras, el consumo de alcohol y tabaco, los accidentes, se encargan de liquidar tempranamente a los hombres. Hacia 1990, en los EEUU, las mujeres mayores superaban a los hombres de la misma edad en una relación de tres a dos, cuando en 1960 era de seis a cinco. Después de cumplir los 85 años, había cinco mujeres por cada dos hombres.
Otras situaciones que no son la muerte, ponen a prueba a las parejas de ancianos y llegan a destruir la relación o la vuelven incómoda. La infidelidad es una crisis que desarticula cualquier proyecto de vida en común. ¿Cómo confiar en alguien que miente? ¿Cómo seguir juntos con aquellos que tienen proyectos que excluyen a la pareja?
María Campos, mi suegra
Para los ancianos, quedarse solos, porque los hijos crecieron y formaron sus propias familias, o porque nunca hubo hijos, brinda nuevas posibilidades de comunicación. Tal vez se entiendan mejor, una vez desaparecida la interferencia familiar que les impedía concentrarse en ellos mismos, pero también puede ocurrir lo contrario, que el aislamiento deje al descubierto los conflictos que antes quedaban ocultos o demorados.
Cuando un miembro de la pareja comienza a mostrar su deterioro, el otro suele intervenir para compensarlo de algún modo. Esto supone enfrentar la evidencia de que se está perdiendo a la otra persona, de la manera más penosa que pueda darse, no porque se aleje de una vez por todas, como impone la muerte, sino porque día tras día deja de ser quien fue.
Sentimientos de enojo, tristeza y frustración se combinan, como cuando se sufre una traición. Ellos dejan de ser quienes prometieron ser en la etapa distante en la que ambos se reunieron. El menos dañado debe alterar su rol inicial en la pareja, y pasar de la condición de cónyuge al de cuidador o compañero de desgracias. El amante quedó atrás mucho antes y hasta la amistad en la que deviene se deteriora. No es una imagen demasiado placentera para nadie. Puede ser vista incluso como una pesadilla por los jóvenes, que todavía no han aprendido a negociar con la realidad el inevitable desgaste que imponen los años.
El secreto de una buena vejez no es otra cosa que un pacto honrado con la soledad. (Gabriel García Márquez)

lunes, 11 de marzo de 2013

Canciones de la Nostalgia

Lili Marleen: Portada de disco 78 rpm
Uno de los privilegios de la música popular es adecuarse a los contextos más variados y darle forma oportuna a los sentimientos complejos y no siempre disponibles para ser expresados, de la gente que la oye, memoriza y reproduce en su vida cotidiana. Otro privilegio (y no el menor) es la inmensa difusión que los medios masivos otorgan a la música popular. Alain Resnais elaboró en 1997 un filme musical, On connaît la chanson, donde casi todo lo que sus personajes intentan decir y no podrían decirlos sin ayuda, procede de las canciones contemporáneas. Ellos se comunican citando fragmentos de canciones famosas. Allí parece estar lo que necesitan decirse unos a otros.
Los soldados alemanes de la Segunda Guerra Mundial descubrieron una canción que había surgido pocos años antes, del poema escrito por un veterano de la contienda anterior. En tiempos de paz, esa canción hubiera dicho lo suyo: el entusiasmo de un soldado por una chica que probablemente se ofrece a todos los uniformados que pasan por la calle, en las inmediaciones de un cuartel. Cuando la misma canción es oída durante la guerra, lejos de la patria y las mujeres amadas, antes o después de una batalla, la nostalgia adquiere mayor dignidad y hasta patriotismo. No ha cambiado la música, ni la letra, pero sí el contexto y la intención de quienes la cantan y quienes la oyen y acompañan.
Vor der Kaserne / Vor dem grossen Tor / Stand eine Laterne / Und steht sie noch davor / So woll´n wir uns wieder seh´n / Bei der Laterne woll´n wir steh´n / Wie einst Lili Marleen. (Hans Leip y Norbert Schulze: Lili Marlene)
Frente al cuartel / delante del portón / había una farola / y aún se encuentra allí / Allí volveremos a encontrarnos / como antes, Lili Marlene. (Hans Leip y Norbert Schulze: Lili Marlene)
Marlene Dietrich (circa 1940)
Gracias a un medio como la radio, la canción se difundió en poco tiempo allí donde había soldados alemanes dedicados a imponer el nazismo en todo el planeta y también del otro lado, en las filas enemigas. No hay fronteras para las ondas herzianas, las melodías son universales, las letras se traducen. La radio alemana la programaba Lili Marlene todas las noches a las 20.57, antes de cerrar las transmisiones dedicadas a los combatientes. Pronto la canción fue tan popular entre aquellos que peleaban en un bando, como en el otro. Los aliados la parodiaron, introduciendo burlas a Hitler. En varios países donde se admiraba a Alemania, se convirtió en marcha militar, ejecutada durante los desfiles solemnes. Rainer Werner Fassbinder armó un filme de 1980, titulado Lili Marlene sobre esa reiteración obsesiva de un mismo mensaje que cambia de sentido y de ser una canción sentimental (como la consideraba Goebbels, que trató en vano de suprimirla) pasa a revelarse como la expresión de la resistencia antifascista.
Una vez que la canción es adoptada por la gente, resulta muy difícil de controlar. Pasa a pertenecer a la gente común, que en el caso de Lili Marlene le atribuyó el carácter de otro reclamo de paz y amor.
Hay tal cantidad y variedad de canciones de amor, porque se trata de una de las aspiraciones básicas de la humanidad, compartida por casi todo el mundo. ¿Quién no quiere sentirse acompañado, protegido? Ante un diagnóstico como ese, la música popular no retrocede ante la posibilidad de reciclar los tópicos más frecuentes de la pasión, desde el enamoramiento ciego al desengaño, para no dejar indiferente a nadie. Hay canciones sobre la familia, sobre la patria, sobre la vida y la muerte. Algunas tienen destinatario y operan como cartas que muchos pueden suscribir; otras son reflexiones sobre experiencias fundamentales.
Cuando Carlos Gardel cantaba Volver, muchos de los oyentes no habían salido nunca de su país natal, ni habían sufrido desencuentros en el extranjero, por lo que ignoraban el sentimiento de desubicación típico de los exiliados, como le sucedía al protagonista de Luces de Buenos Aires, la película de 1935. De todos modos, no podían evitar la proyección en ese personaje sonriente y nostálgico, tras una ausencia demasiado larga.
Volver / con la frente marchita / las nieves del tiempo / platearon mi sien. / Sentir / que es un soplo la vida / que veinte años no es nada, / que febril la mirada / errante en las sombras / te busca y te nombra. (Carlos Gardel y Alfredo Le Pera: Volver)
El universo temático de las canciones populares de mediados del siglo XX podía ser tan extenso, que recuerdo un juego de mi juventud, que consistía en hacerle preguntas al fantasma de Gardel, cualquier pregunta imaginable, en la seguridad de que en alguna letra de sus canciones se encontraba la respuesta. El juego solo era posible porque los participantes poseían un conocimiento erudito sobre un extenso repertorio de canciones, acumulado a lo largo de cuatro décadas, que a diferencia de lo que pasa en la actualidad, no pasaba de moda.
La música culta logra pocas veces una repercusión tan inmediata en la vida cotidiana de aquellos que la disfrutan. Para los italianos del siglo XIX, durante la época de la lucha por la reunificación de su país, las óperas de Giuseppe Verdi contenían mensajes patrióticos, que les otorgaron enorme repercusión, a pesar de referirse a historias del pasado remoto.
Cuando yo tenía menos de diez años, durante la Segunda Guerra Mundial, escuchaba por radio Belgrano la voz de Jean Sablon, por entonces un cantante exiliado francés que recorría las ciudades de Argentina y Brasil dando recitales en teatros y boîtes (término que aprendí entonces y no hubiera podido aplicar nunca en San Pedro, porque se refería a centros nocturnos de diversión, propios de las grandes ciudades).
Jean Sablon a mediados años `40
J´attendrai / le jour et la nuit, j`attendrai toujours / ton retour / J`attendrai / car l`oiseau qui s´enfuit vient chercher l´oubli / dans son nid. / Le temps passe et court / en battant tristement / dans mon coeur si lourd / Et pourtant j´attendrai / ton retour. (Louis Poterat y Dino Olivieri: J´Attendrai)
Esperar, no una circunstancia vaga, sino el regreso a la patria, el reencuentro con los parientes y amigos dejados atrás, por circunstancias superiores a la voluntad de quien cantaba. ¿Cómo podía entender un chico ese mensaje, a pesar de estar expresado en otra lengua y corresponder a otra visión del mundo?
Sablon era un hombre encantador, maduro, que en las fotos de los años `40 se veía siempre sonriente y a la vez triste, de acuerdo a lo expresado por la elevación central de las cejas. Rina Ketty había popularizado la misma canción poco antes de la guerra y no costaba entenderla como el lamento de una mujer que espera con toda seguridad al hombre que la ha abandonado, probablemente contra su voluntad. En Tornerai, el texto original italiano, cantado por Carlo Buti, se trata de otra historia. La letra muestra a un hombre que confía en el regreso de una mujer que lo ha dejado solo. Es una canción que no tiene otras dimensiones que aquellas propias de una relación amorosa:
Tornerai da me / perche l`unico sogno sei / del mio cuor / tornerai perche / senza i tuoi baci languidi / non vivró. / ho qui dentro ancor / la tua voce que dice / torneró… / perche tuo é il mio cuor (Nino Rastelli y Dino Olivieri).
Durante la Segunda Guerra Mundial, sin embargo, esa letra se alteró, para mencionar la contienda y ser atribuida a una mujer que espera con impaciencia el regreso del hombre que ama. La voz de Miriam Ferretti infundía esperanzas a un hombre que no sabe dónde se encuentra.
Non ti ricordi quella canzon / piena d´amore e di passion / che dolcemente ci avvinse un dí / e che per sempre ci uní? / Or che lontano / tu sei da me / mentre la guerra / scheggia in ciel / Con un tremor / io canto ancor.
En España, la canción fue grabada por un coro masculino y se convirtió inesperadamente en un himno de camaradería franquista. Gracias a J’Attendrai, el tema del exilio se había introducido sin dificultad en nuestra vida cotidiana, aunque la palabra exilio todavía no se utilizara. En la escuela nos hablaban de los inmigrantes recibidos por nuestra patria generosa, pero no iban más allá, para explicarnos las razones del desplazamiento forzado de millones de personas, desde una región del mundo a otra, desde una cultura a la opuesta, dejando atrás la mayor parte de lo que había sido su vida.
¡Tantos vecinos de mi infancia en San Pedro eran hijos de extranjeros o habían llegado a Argentina con sus padres, cuando eran niños, que la nueva oleada de desplazados solo confirmaba la inestabilidad del mundo contemporáneo y la paradojal estabilidad de América, del norte al sur, a pesar de los gobiernos militares y las crisis económicas, había sido consolidada por la política del Buen Vecino de los EEUU que promovía el presidente Franklin Delano Roosevelt.
Los europeos, en cambio, con su cultura milenaria, que en América conocíamos de segunda mano, pero de todos modos considerábamos el paradigma al que aspirábamos, no lograban estabilizarse. Periódicamente, los países de donde llegaban los grandes artistas y pensadores, quedaban involucrados en guerras atroces, donde buena parte de su patrimonio milenario se destruía, para obligarlos a dedicarse a una periódica reconstrucción. Eso estaba más próximo de las reflexiones amargas de tangos y rancheras, que las celebraciones bobas de las comedias musicales norteamericanas.
Mon amour est parti pour longtemps, / Quelque part, je ne sais sur la terre. / Son retour n`est pas pour le printemps. / Les oiseaux n´auront plus qu´à se taire, / Le soleil n´brill´ra plus si souvent / Et les bois auront perdu tour leur mystère. / Je serai solitaire / Mais jâttendrai, le couer battant, / Mon amour est parti pour longtemps. (Charles Trénet: Mon amour est parti pour longtemps)