martes, 25 de diciembre de 2012

Orquesta de Señoritas

En su palco las señoritas / repetían con todo esmero / pasodobles y rancheritas / que no daban para el puchero. / Eran rubias, llevaban flores / en el pelo y en la cintura. / Se movían como muñecas / con tristísima compostura. (María Elena Walsh: Orquesta de Señoritas)
Orquesta de Señoritas años `30
Cuando tenía cinco años, a comienzos de los `40, descubrí a mi primera orquesta de señoritas, actuando en una confitería de calle Suipacha, en Buenos Aires, adonde mi tía Matilde nos condujo, a mi madre, mi hermana y a mí, que visitábamos la gran ciudad por primera vez y todo nos deslumbraba, desde el ornamentado interior del hotel España de Avenida de Mayo, hasta los huevos fritos de forma absolutamente circular (gracias al molde inimaginable para nosotros, provincianos) o la cantidad abrumadora de autos que circulaba por las calles (para alguien crecido en la tranquila intersección de las calles Libertad y Chivilcoy, donde era un acontecimiento que pasara alguno).
En ese local forrado en paneles de madera oscura, adornado con grandes vitrales internos, iluminados por luz artificial en pleno día, el angosto palco art deco donde cinco mujeres mustias ejecutaban valses vieneses a la hora del té, excedía todo lo que habíamos experimentado antes y mi tía Matilde nos concedía la oportunidad de descubrirlo, mientras nos observaba con evidente placer: ella estaba acostumbrada a ese mundo urbano, gracias a que llegada a los cuarenta años se mantenía soltera (en otras palabras, se podía considerarla vagamente disponible para cualquier hombre de su misma clase social y edad madura, que se interesara en su persona). Desgraciadamente era también una mujer sin un oficio que le permitiera independizarse. No obstante, se movía sin pedirle permiso a nadie, padre, hermano o marido.
Atrás habían quedado, gracias a las prohibiciones de los sucesivos gobiernos conservadores de la Década Infame, las confiterías animadas por falsas orquestas de señoritas, formadas a veces por decenas de presuntas ejecutantes (violinistas sobre todo) que durante los años ´20 ofrecían otra fachada de la prostitución, según cuenta Albert Londres en El Camino de Buenos Aires. Los clientes decidían quiénes eran aquellas que les interesaban como parejas ocasionales, mediante señas o enviando mensajes a través de las camareras. Las elegidas se retiraban del palco donde se habían exhibido, se trasladaban a una casa vecina, en compañía del cliente, mientras sus puestos en la orquesta pasaban a ser ocupados por otras damas igualmente disponibles.
Anuncio de baile, con orquesta femenina
En los `40, esa imagen oscura se estaba saneando, tal como iba a ocurrir poco después con la letra de los tangos que difundía la radio, con el objeto de acatar la censura de los gobiernos conservadores. El pecado no iba a obtener demasiado espacio en los medios, ni siquiera para demostrar que era un error entregarse a él.
Niní Marshall en Orquesta de Señoritas
Niní Marshall protagonizaba una película de Luis César Amadori titulada Orquesta de Señoritas, en la que varias actrices jóvenes aparentaban sin demasiada convicción seguir sus órdenes, mientras actuaban en una confitería familiar de Buenos Aires. Ser huérfana y haber trabajado en una orquesta como esa, eran dos circunstancias que el diálogo mencionaba como graves handicaps para que el matrimonio de Blanca, la chica de la mandolina, que encarnaba Zully Moreno, fuera aceptado por el tío del novio.
A comienzos de los ´50, San Pedro tuvo una orquesta de señoritas, en la que participaba una de mis compañeras de escuela primaria, que se llamaba Nelly C. si puedo confiar en la memoria. Horacio Montes era un músico muy conocido en la zona. Su pequeña orquesta amenizaba los bailes (como se decía entonces) con un variado repertorio, que iba desde los valses vieneses y los fox-trots norteamericanos, hasta los tangos y pasodobles.
La orquesta femenina fue consecuencia del éxito continuado de Montes en los bailes de San Pedro. Mi padre organizó algunos en el galpón del almacén, que todavía existe, frente a la Escuela que en la actualidad lleva el nombre de mi abuelo. No atino a imaginar cómo vaciaron ese gran recinto de las pilas de cajas y cajones de mercaderías, de las bolsas de maíz y café, de la gran balanza, de los toneles de vino y aceite, para dejar el espacio libre, tras pintar las paredes con cal y tender guirnaldas de papel de barrilete. El piso era de tierra apisonada y el palco de la orquesta se encontraba en lo que había sido hasta entonces el depósito del carbón. El quinteto de Montes amenizaba esos bailes, como los que de vez en cuando se celebraban en el salón de la fábrica de ladrillos de los Cedraschi, que podían ser a beneficio de la Cooperadora de la Escuela Nº 2.
La orquesta masculina de Montes no podía cumplir con todos los compromisos. La femenina estaba formada por media docena de adolescentes, bastante tímidas todas ellas, que estudiaban música con él y no tenían un repertorio demasiado extenso, pero el simple hecho de ser mujeres jóvenes las disculpaba de sus evidentes limitaciones profesionales.
Las recuerdo actuando en Balcones al Paraná, un recreo ubicado al comienzo de la calle Mitre, durante una noche de verano, en que mis tíos maternos me llevaron con ellos. Reconocí a Nelly C. entre las otras chicas, tan delgada como siempre, tal vez con un peinado de trenzas recogidas sobre las orejas. Ella cantaba sin demasiado entusiasmo, cuando la pieza lo exigía. Algunas parejas bailaban. Tanto si las aplaudían, como si no lo hacían, lo más probable era que repitieran la pieza.
Uno de mis compañeros de secundaria era responsable de la frase que se suponía graciosa, aunque solo resultara discriminatoria y sexista: “No es lo mismo las chicas de la orquesta de Montes, que montarse a las chicas de la orquesta”. La imagen de mujeres que trabajaban de noche, en lugares donde se expendía alcohol y la gente disfrutaba la oportunidad de acercarse durante el baile, continuaba marcada por las sospechas de las generaciones anteriores. Aunque se tratara de un chiste, los prejuicios de quien lo contaba y la risa de quienes lo celebraban quedaban en evidencia. A pesar de que teníamos tantas compañeras de estudio que nos demostraban diariamente su capacidad intelectual, cuando un adolescente le preguntaba a otro si su hermana trabajaba, no se entendía en otro sentido que no fuera la prostitución.
El documentado artículo publicado en su blog por Fernando Chiodini, sobre las orquestas que proliferaron en San Pedro, a mediados del siglo XX, sitúa ese momento irrepetible, precioso desde la perspectiva actual, en el que tantos músicos vivían de su oficio y los bailes permitían un tipo de comunicación entre los jóvenes, que de acuerdo a lo que me cuentan, hoy se encuentra extinta.
Tony Curtis, Jack Lemmon y Marilyn Monroe en Some Like It Hot
En una de las comedias de Billy Wilder, Some like it hot, Tony Curiis y Jack Lemmon interpretaban a dos músicos obligados a esconder su identidad, para escapar de la persecución de unos gansters. Disfrazados de mujer se incorporaban a una orquesta de señoritas que actuaba en un balneario de los años `20. La situación daba lugar a una serie de equívocos sexuales, que desafiaban a la censura de Hollywood. Reunir a tantas mujeres (ciertas o aparentes) no podía ser visto como una coincidencia trivial. No se trataba de considerar a las mujeres un objeto decorativo y anónimo, como sucedía en los filmes musicales de Bubsby Berkeley en los años `30. Algo estaba cambiando en la mentalidad de la audiencia de los medios, porque las relaciones entre los géneros comenzaba a ser analizada desde la perspectiva del feminismo y la difusión de anticonceptivos para la mujer.
HORTENSIA: ¡Señoritas, nada de discusiones en el palco! ¡Aún cuando no toquemos, el público no deja de mirarnos! ¡Por favor. sonrisas y gracia! Puedecirse lo que piensan, sin dejar de sonreír. (...) Se lo deben al público. (Jean Anouilh: Orquesta de Señoritas)
A comienzos de los años `60, en Francia, Jean Anouilh escribió una comedia teatral de las que él mismo denominaba desagradable, La Orquesta, ambientada en la segunda posguerra, que presentaba a las integrantes de un maduro grupo femenino, dedicado a ejecutar música sentimental en un balneario de Mediterráneo, mientras ventilaba sus ideas triviales y frustraciones sexuales.
Diez años más tarde, Jorge Petraglia montó en Buenos Aires una versión travesti (hombres que interpretaban los roles femeninos) que alteró de manera perdurable la imagen de la obra. En adelante, ya no sería el retrato de una época superada, en la que se daba por sentada la sumisión de la mujer al macho, para revelarse como la visión grotesca, desactualizada, de las fantasías masculinas respecto de unas mujeres que en el mundo real ya no eran las mismas.
Graciela Bello: Orquesta de Señoritas
Ese enfoque fue inmediatamente aceptado por la audiencia. La pieza se representó durante décadas en varios países, respetando ese planteo. Reírse de las mujeres que salen del encierro del hogar para ganarse la vida, no se consideraba que fuera discriminarlas. En 1973, Rolando Rivas, taxista, una exitosa telenovela de Alberto Migré, se burlaba de la orquesta de señoritas, reciclando (y de paso vulgarizando) los mismos aspectos que atraían en la puesta en escena de Petraglia. Cuarenta años más tarde, como demuestra la pintura ingenua de Graciela Bello, el enfoque no ha variado, como si la realidad histórica de las mujeres que fueron (y son) exhibidas y explotadas, continuara fascinando a los testigos, pero tuviera que ser encubierta y distorsionada, hasta convertirse en chiste.

sábado, 17 de noviembre de 2012

Galantería perdida, auge del piropo agresivo

Guillermo Divito: comic
¿Vos existís o te estoy inventando? (Piropo anónimo argentino)
No recuerdo a los hombres de mi familia diciendo piropos guarangos hace medio siglo. Hubiera sido una desconsideración expresar abiertamente el deseo por cualquier mujer de la vecindad, porque todo el mundo se conocía y respetaba. Ofender a una mujer del barrio exponía a la condena de la comunidad, y eso era algo que nadie estaba dispuesto a asumir. La eficaz autocontención se combinaba con la evidencia de que los hombres de entonces no se caracterizaban por su ingenio verbal.
En el mejor de los casos, durante el cortejo repetían las frases de los personajes de la radio, el teatro o las revistas cómicas. Habían sido educados en un código de comportamiento que no alentaba a tomarse demasiadas libertades en público.
Probablemente se limitaban a soltar piropos clásicos y a resguardo de cualquier crítica, como "¿Dónde va la buena moza?" o "Dichosos los ojos que la ven". Nada que pudiera ofender a la destinataria. Nada que arriesgara ser malinterpretado. Aunque no tuvieran mucho que decir, los hombres no debían quedarse callados en presencia de una mujer, porque si eso llegaba a difundirse, quedaban en ridículo, se los motejaba como cortos de carácter o maricones.
Hasta comienzos del siglo XX, las mujeres argentinas que tenían la suerte de crecer en el seno de una familia constituida, salían poco de su casa. Allí nacían, crecían, eran educadas, encontraban marido, parían a sus hijos y morían. El verse obligadas a trabajar fuera del hogar para mantenerse, iba en desmedro de su imagen.
En la actualidad, las mujeres andan solas o acompañadas por otras mujeres. A cualquier hora ocupan la calle, un territorio que tradicionalmente estuvo reservado a los hombres, en el que ellas todavía se encuentran en desventaja, como les recuerda el piropo agresivo. Aunque tardaron siglos en conquistar ese espacio público, pueden verlo amenazado o perderlo en cualquier instante, por lo que se evalúa como acoso masculino.
No pasa lo mismo en el mundo islámico, donde el rol femenino sigue siendo el mismo o incluso ha retrocedido a lo que era habitual en el Medioevo. Por un lado, las mujeres que anden solas por la calle pueden ser detenidas por cualquier hombre que no tolere la situación, y a continuación entregadas a la Justicia para que las juzguen y condenen por ese solo hecho (como demuestra el filme iraní Dayereh (El Círculo) de Jafar Panahi). Por el otro, un hombre que piropee a una mujer puede ser castigado a recibir azotes. La necesidad de controlar la conducta de la gente es evidente en sociedades contemporáneas, lo mismo da si se refiere a quienes tienen derechos limitados, como a quienes parecen gozar de todos los privilegios.
En una milonga de Ángel Villoldo, que se publicó en 1907, se evoca la situación de Argentina, cuando los hombres podían ser multados por haber emitido un piropo.
Una ordenanza sobre la Moral / decretó la dirección policial / por la que el hombre se debe abstener / [de] decir palabras dulces a una mujer. / Cuando una hermosa veamos venir / ni un piropo le podemos decir / y no habrá más que mirarla y callar / si apreciamos la libertad. / ¡Caray! No sé / por qué prohibir al hombre / que le diga un piropo a una mujer! (Angel Villoldo: ¡Cuidado con los 50 [pesos]!)
Desde la perspectiva de la actualidad, tantos remilgos de la autoridad debieron ser más ineficaces que excesivos. ¿Quién se hubiera atrevido a denunciar un piropo? ¿Qué prueba disponía entonces una mujer para acusar a quien se hubiera propasado? El piropeador ha sido mostrado tradicionalmente como una figura cómica, cuyo ingenio verbal es celebrado por los testigos masculinos, incluso cuando deriva en abierta grosería.
El capocómico de las revistas teatrales argentinas (desde Parravicini a Porcel) convirtieron en rutina los improperios que una mujer joven y ligera de ropas recibía en el escenario, delante de una audiencia cómplice, provinientes de un hombre poco atractivo, fuera por sus muchos años o sobrepeso.
Los más jóvenes pueden aceptar la idea de que el piropo es un acto inocente y divertido (cuando hay testigos que lo celebran), o al menos intrascendente (cuando discrimina y acosa). Hace tiempo que las mujeres dejaron de vivir encerradas entre las cuatro paredes del hogar, como había sucedido durante miles de años, para compartir con los hombres un territorio en la sociedad que les ha costado conquistar.
En un programa matinal de la televisión se discuten las modalidades agresivas del piropo en la actualidad. Hace medio siglo, los hombres no eran más ingeniosos que ahora, pero de todos modos el piropo mantenía las formas. Las alusiones sexuales no pasaban de ser un elogio de la belleza de la mujer a quien se lo dirigía. Si ella lo aceptaba, el galanteador podía creer que le daban cuerda y podía continuar el asedio. Si lo ignoraban, se resignaba a que el intento hubiera fracasado y quedaba en las mejores condiciones para intentarlo de nuevo en el futuro, sin convertirse en un acosador.
Una de las armas más poderosas de las mujeres en Occidente, ha sido la capacidad para provocar y al mismo tiempo mantener a raya a los hombres que se sienten atraídos por ellas. Desde el siglo XIII, según Gaston Duby, las mujeres de las cortes francesas estableciendo pactos con sus admiradores. Ellos podían homenajearlas durante las frecuentes ausencias de sus maridos guerreros (y tal vez obtuvieran sus discretos favores) siempre y cuando negaran haber tenido cualquier contacto físico con ellas.
Los cantos de los trovadores son refinados piropos a una dama (siempre ajena) a la que no sueñan con tocar. Hay algo patético y excitante en estas parejas imposibles. El texto se concibe y expone para sustituir el contacto físico.
El piropo del siglo XXI es otra cosa. El contenido ha variado, las alusiones sexuales se han vuelto más directas, mientras que la sensibilidad ante la ofensa verbal ha crecido. Las víctimas del piropo se sienten degradadas. Los piropeadores no son poetas que halagan a la mujer, sino resentidos que aprovechan la presunta impunidad que gozarían por haber nacido hombres, y manifiestan el enojo por la que consideran demasiado libre circulación de mujeres.
Si en el pasado se celebraba la belleza de la mujer, ahora se la insulta. ¿Cómo se atreven a provocar la sobreproducción de tetosterona con sus ropas ajustadas, sus peinados coquetos, su maquillaje imposible de ignorar, sus gestos insinuantes... para dejarlos en ese estado de excitación? Ellas ponen en escena un espectáculo que desborda la capacidad de contención de ellos. ¿Acaso ignoran que los machos pueden olvidar las normas de la vida en sociedad y abusar de sus ventajas físicas o la inercia de las instituciones, cuando se trata de sancionar algo al parecer tan inocente como un piropo?
La Constitución les asegura a las mujeres el libre tránsito (cosa que no sucede hoy en un país islámico, ni tampoco en uno cristiano de no hace mucho) mientras que el piropo agresivo recuerda que esa garantía se encuentra restringida en la práctica por la decisión de cualquier hombre perturbado. La mujer es fuego y el hombre paja, plantea el refrán. Reunirlos, aunque sea brevemente y en un lugar público, es favorecer la oportunidad de despertar una pasión que puede consumirlos.
El piropo en Italia
Hay algo patético en el piropeador: atemoriza, porque no logra seducir. Espanta a quien pretende atraer. Hiere y ofende, porque no acaricia. Viola, porque no será invitado a entablar un diálogo amoroso consentido. Al mismo tiempo, hay algo equívoco en los piropeadores. Al agredir a una mujer, confirman la importancia que tiene para ellos la comunidad masculina.
No es raro que el piropo surja de un grupo de hombres que observan (fichan, se decía en el pasado) a una mujer, la designan como una posible víctima. Mediante el piropo guarango, uno de ellos excita la imaginación de los otros. El piropo se destina a los pares, tanto como a las hembras. Uno de ellos demuestra su capacidad de agresión ante los otros posibles agresores. Uno se da el lujo de demostrar que hombres y mujeres no pueden entenderse, que los hombres están unidos en una vieja guerra contra las mujeres, que la cercanía masculina es preferible a la que se da entre los dos géneros.


domingo, 14 de octubre de 2012

Inútil humo del tabaco

Publicidad cigarrillos, circa 1940
Haber nacido y crecido en la trastienda de un almacén de barrio, me dio la oportunidad de acercarme en cualquier momento al alcohol y el tabaco, dos de las drogas cuyo consumo era y todavía es aceptado por casi todo el mundo. Si no me entregué a ellas, debe ser porque no es cierto que la oportunidad hace al ladrón. Hay temperamentos adictivos y otros que no sienten la misma urgencia. Las drogas que en la actualidad circulan por los más opuestos sectores de la sociedad, eran hace tres generaciones privilegio de la clase alta. Se las mencionaba al pasar en la letra de los tangos (“No se conocían popó, ni morfina / Los muchachos de antes no usaban gomina”) o en textos de circulación restringida (como la novela Cocaína de Pitigrilli). Correspondía a gente quizás envidiada, sin embargo desconectada de la experiencia de la mayoría.
Me recuerdo a la edad de cinco o seis años ordenando los paquetes de cigarrillos en el casillero de madera que estaba debajo del reloj de péndulo del almacén, probablemente por mi abuelo, medio siglo antes, cuando los paquetes traían regalos para atraer a los compradores: fotos de mujeres poco vestidas, artistas célebres, naipes.
Sin fumar, aprendí a diferenciar el aroma de los cigarrillos negros y el de los rubios, los colores y marcas que los distinguían: estos eran los 43, estos otros Particulares, Fontanares, Imparciales. Quizás hubiera Chesterfield y Parliament. Había también papel de armar cigarrillos y paquetes de tabaco picado que en mi infancia rara vez se vendían. Cerca estaban los cigarros de hojas, de marca Avanti, que se vendían en paquetes chatos, de cuatro toscanos, que olían más intenso que los cigarrillos comunes y eran pedidos por algunos viejos chacareros italianos. Se decía que los mascaban (y escupían) en lugar de fumarlos.
En mi niñez, no quedaban las escupideras latón dorado en otros locales públicos que no fueran las peluquerías de hombres. La costumbre de mascar tabaco no era bien vista. Había pasado de moda. Los hijos de inmigrantes no la habían heredado de sus padres. Los hombres fumaban en cualquier parte y no se disculpaban ni pedían permiso a las mujeres para hacerlo. Ellos estaban en su derecho y más bien constituía una obligación que se veían obligados a respetar, para ser aceptados por otros hombres.
En el almacén de mi padre se vendía tabaco de hebra, para alimentar pipas, pero solo recuerdo a un consumidor de esa modalidad, nuestro vecino inglés, John Cummings. Los dedos y los dientes amarillentos por el tabaco eran la confirmación de pertenecer a un género privilegiado, incluso cuando alguien era un pobre diablo (tuve que salir de Argentina para enterarme de que en otras partes se vendían cigarrillos sueltos, a quienes no podían afrontar el costo de un paquete).
Mis tíos fumaban constantemente y sufrieron problemas pulmonares que al menos en un caso condujeron a la muerte. No era, sin duda, la óptica de esa época. Mi padre fumaba ocasionalmente, en compañía de amigos. Me parece recordarlo jugando a los naipes los sábados por la noche y fumando, aunque más no fuera para no desairar a sus visitantes. Solo había un cenicero en la casa, de bronce, que representaba la cara de un diablo y entre los cuernos lucía la publicidad de Pineral.
Las mujeres no fumaban. Sé que medio siglo antes, muchas lo hacían, no en público, sí en las reuniones reservadas a su género. El tabaco, muchas veces mascado, no necesariamente quemado y aspirado, facilitaba la comunicación entre ellas.
A la distancia cuesta entender que las feministas norteamericanas de los años `20 se fotografiaran fumando en las calles de New York, para indicar su resistencia a las discriminaciones que sufrían (entre todas, aquella de fumar en público). Debió pasar bastante tiempo para que una voz femenina adaptara la letra de un tango que Gardel había cantado en 1922 para hacerla suya:
Fumar es un placer /genial, sensual / fumando espero / al hombre que yo quiero / tras los cristales / de alegres ventanales / y mientras fumo / la vida no consumo / porque flotando el humo / me suelo adormecer. (Villadomat y Garzo: Fumando espero).
Marlene Dietrich, circa 1950
¿Qué podía ser más atractivo que una mujer desafiante de las tradiciones y el recato, que sin embargo confesaba su dependencia del hombre que la hacía esperar? Que George Sand, Lola Montes o notorias prostitutas del siglo XIX se hicieran fotografiar con cigarrillos en la manos, era un espectáculo excitante para los hombres.
En las películas nacionales y extranjeras, las actrices de los años `40 fumaban. Utilizaban largas boquillas que evitaban el contacto de sus labios pintados con el papel de cigarrillo. No abrían ruidosos paquetes de cigarrillos, como todo el mundo, porque los guardaban en relucientes pitilleras (esa palabra nunca la oí en el mundo real, a pesar de leerla en novelas de Mickey Spillane y subtítulos de las películas de Hollywood). El humo creaba un filtro interpuesta entre la cámara y el rostro maquillado de las actrices, que las volvía más hermosas y distantes. ¿Había algo más seductor que el humo lanzado por los labios de Marlene Dietrich, María Félix o Zully Moreno? Anunciaban una sexualidad sin límites, que debía ser imaginada por el observador, puesto que ellas nada mostraban.
El humo resultaba fotogénico, romántico y nadie parecía asociarlo con complicaciones respiratorias o cardiovasculares. El cáncer de pulmón era un asunto que discutían los médicos y ni siquiera ellos lo relacionaban con el consumo de tabaco. Gracias al tabaco los seres humanos se seducían unos a otros en la pantalla. Bette Davis encendía dos cigarrillos en Now Voyager: uno para ella, otro para su enamorado, Paul Henried.
Tuve que esperar hasta los años `60 para ver a las mujeres jóvenes que fumaban al igual que los hombres y en la vecindad de los hombres. La píldora anticonceptiva y el cigarrillo en público coincidieron para indicar que ellas iban a tomar decisiones que las generaciones anteriores dejaban en exclusividad para los hombres. Mis compañeras de secundaria no fumaban o lo hacían muy de vez en cuando, pero las universitarias lo hacían. Pronto serían fumadoras más asiduas que los hombres del mismo segmento social y etario.
Las empresas tabacaleras han logrado relacionar en su publicidad el control del apetito por las mujeres, con el consumo de cigarrillos. La presión de los pares y las tendencias antiautoritarias, se combinan para motivar en las jóvenes de todo el planeta el deseo de fumar. Las investigaciones efectuadas en Chile durante 2008, revelaron que 40% de la población femenina de entre 13 y 15 años reconocía haber fumado durante el último mes.
Fumar daba prestigio, el suficiente para sentirse adulto. Al parecer, las adolescentes miran esto como una forma de liberación. (Roberto del Águila)
Hace medio siglo, los niños se entretenían chupando cigarros de chocolate, antes de probar a escondidas los verdaderos cigarrillos, robados a los adultos, a pesar de que se les advirtiera que al fumar podían atrofiar su crecimiento. Cuando se veían películas producidas tras el fin la Segunda Guerra Mundial, la imagen de los huérfanos en Lustrabotas o En Cualquier lugar de Europa, asociaba a los fumadores infantiles con familias destruidas e indefensión. Nada que ver con los vagabundos anárquicos y fumadores de pipa que aparecen en las novelas del siglo XIX de Mark Twain.
Durante los recreos, los adolescentes fumaban en los baños del Colegio Nacional. Se juntaban para protegerse de la vigilancia de celadores y personal administrativo que los hubieran amonestado en caso de descubrirlos in fraganti. Restricciones como esas, en lugar de desalentar el consumo de tabaco, le otorgaban un aire de desafío muy difícil de ignorar Desde la actualidad, ahogados por una cultura de la droga que promete arruinar el futuro de una generación, todo aquello que tanto alarmaba a los adultos, nos parece trivial, inocente. La búsqueda de placer (o al menos, de consuelo) adquirió en un par de generaciones un carácter de urgencia que en el pasado no tenía. ¿Adónde nos lleva?
Now laughing friends deride / tears I can not hide / oh, so I smile and say / when a lovely flame dies / smoke gets in your eyes. (Jerome Kern y Otto Harbach)

lunes, 17 de septiembre de 2012

Mujeres ideales y otros fantasmas

Petrus Christus:
Retrato de una dama
Cuando no siendo tan joven (al cumplir treinta años) conocí a quien fue mi esposa durante medio siglo, por algún motivo que ahora no recuerdo, le informé que no era mi mujer ideal. A pesar de haber incurrido en una aclaración innecesaria (hoy se diría "políticamente incorrecta") me cuidé de describirle cómo era esa figura que cada hombre se forma en su imaginación, muy temprano en su vida y lo más probable que no por decisión propia, sino por el azar de las experiencias que acumula.
No diré que nuestra relación sobreviviera cinco décadas por ese gesto imprudente, pero al menos tampoco continuó en el fatal malentendido de que ella era mi mujer ideal, una situación que tarde o temprano se hubiera descubierto, porque uno tiene diferencias con su pareja y una relación estable las destapa a todas. Tal vez mi revelación no resultaba demasiado alentadora para ella, como en alguna oportunidad me lo recordó frente a nuestros amigos, pero era la verdad y a la larga se convirtió en prueba de la solidez de nuestra relación.
Tampoco yo esperaba ser su hombre ideal, ni creía útil averiguar sus fantasías para intentar ajustarme a ellas. Fuimos dos personas contradictorias y eso era lo bueno (también lo difícil) de una relación de pareja, que podía funcionar o no, que exigía redefinirse mediante negociaciones y establecimiento de límites a cada rato.
Comprometerse a vivir en pareja con la mujer ideal o no comprometerse a vivir en pareja con nadie, hasta encontrar la mujer ideal, son errores en los que no aconsejaría incurrir a ningún joven, porque solo conducen a la decepción o la soledad.
En mi infancia conocí entre mis vecinos y parientes a demasiada gente que parecía estar esperando la pareja ideal y mientras tanto dejaba pasar las oportunidades que la vida cotidiana les ofrecía. Recuerdo la decepción generalizada cuando la hija del mecánico del barrio, que era rubia, alta, bonita, trabajadora, ocurrente, pero que también estaba superando los 28 años sin que se le conociera un novio oficial, anunció de un día para el otro que se casaba con el ayudante de su padre, un tipo pobre, nada rubio, menos alto que ella, más joven y poco atractivo, de acuerdo a la opinión generalizada. ¿Qué esperábamos nosotros, que no teníamos nada que esperar de una situación como esa? Al menos, la llegada del Príncipe Azul. Si ella hubiera aceptado la imagen que entre todos (incluyendo varios hombres que pudieron cortejarla y finalmente no se arriesgaron) habíamos elaborado con tanta buena voluntad, ella se hubiera quedado soltera. En buena hora, no se dejó llevar por la opinión dominante, que no podía ignorar, y optó por lo que había.
Mi padre le confesó a mi mujer, durante los últimos años de su vida, que había estado enamorado de mi madre desde que ella todavía era una niña (había siete años de diferencia entre ambos). Esa idea me perturba todavía: ¿cómo pudo conservarse esa pasión mientras ella crecía, y al mismo tiempo fallar de manera tan lamentable, cuando el matrimonio se consumó? 
Mi mujer ideal se fue definiendo, según creo, durante la infancia. Muchos años después la descubrí en el curso de una visita a un museo alemán y hace poco la recuperé en Google. Era la imagen de una joven pintada por Petrus Christus, artista del siglo XV que me deslumbró cuando yo tenía siete u ocho años, gracias a las reproducciones de arte, impresas en colores bastante dudosos, que traían las páginas centrales de la revista Para Ti que compraban nuestros vecinos, los Boccardo, y luego apilaban en un ángulo de su dormitorio, detrás de un enorme ropero victoriano.
Mis conocimientos de la Historia de las artes plásticas se fueron acumulando así: quitando páginas en colores a las revistas que habían comprado mi madre, mis tías o las vecinas, anotando los nombres de los artistas y buscando más datos biográficos en la enciclopedia del colegio, cuando descubrí que la existencia de esos libros intimidantes.
Vermeer: Niña de la perla
La joven medieval, con el cabello oculto por un tocado que deja al descubierto la frente, tenía más de una semejanza con la joven de la perla que pintó Vermeer y las dos o tres fotografías de mi madre antes de casarse, muy delgada, triste, incapaz de fingir una sonrisa para la cámara Kodak de mi padre.
Se parecía a la mirada de quien iba a convertirse años más tarde en mi mujer. Probablemente esta afirmación no pasa de ser una fantasía discutible: la mayor parte de los rostros humanos tienen algo en común, que los identifica como miembros de una misma especie. Había, no obstante, en esas figuras, un enigma, una seriedad que me atraía. Quizás fuera el pañuelo que cubría el cabello y dejaba al descubierto la frente (rémora de la práctica de la Enfermería, en el caso de mi mujer). Lo más probable es que la gente busque imágenes de otros seres humanos alegres, que prometen hacer pasar un buen rato a quien las contemple.
Amada González
Hace veinte años, al escribir una pieza teatral que se titula Fuego y Cenizas, exploré el tema del atractivo que una mujer triste puede tener para un personaje masculino y tardé bastante en darme cuenta de lo que había hecho: un autorretrato con el que no terminaba de identificarme. Entiendo que otras mujeres resulten más deseables, pero yo entraba en sintonía con un estado de ánimo no expresado por las palabras, capaz de ser deducido a partir de los silencios, que presentaba a esas mujeres como objetos frágiles, incluso necesitadas de auxilio. Sin duda estoy dando forma a fantasías de rescate de la mujer que no termino de descifrar, como le sucedió a mi padre, y tengo la impresión de que tampoco vale la pena indagar más. Aunque mi mujer no se pareciera en nada a la que yo suponía mi ideal, correspondía a imágenes que yo no había relacionado.
Dante Gabriel Rosetti: Dante y Beatriz
Dante Alighieri vio no más de dos o tres veces a Beatrice Portinari en toda su vida. Le bastaron esas escasas oportunidades para que escribiera un par de obras inmortales. Esa relación probablemente unilateral, no impidió que ella y él organizaran sus vidas por separado, con otras parejas, que tuvieran hijos y fueran felices, quiero suponer. El ideal amoroso es con cierta frecuencia un estorbo, sospecho, pero también un impulso formidable cuando se lo desvía hacia otras actividades, como hizo Dante. Para el común de la gente, puede ser una fuente de insatisfacciones, de la que hasta los más pragmáticos le resulta difícil librarse.
Mejor es casarse que arder en soledad, planteaba como disyuntiva san Pablo, que vivía soltero. A pesar de lo radical de su punto de vista, la mayoría demuestra estar de acuerdo con él, incluso cuando no ha pensado en dedicar el sacrificio del celibato a Dios. Descubrir la pareja posible en aquellas personas que no coinciden con el ideal, será siempre mejor que continuar buscándola y arriesgarse a no encontrarla nunca.

miércoles, 22 de agosto de 2012

Inalcanzables chicas de Divito

Guillermo Divito: Ilustración
Las pinups de Alberto Vargas poblaron las ensoñaciones eróticas de los varones norteamericanos de los años `40 y `50, con sus ropas livianas, agitadas por el viento y sus cuerpos redondeados. Estaban más desvestidas que sus predecesoras enn la publicidad y la prensa gráfica, las chicas Gibson de comienzos del siglo XX, pero de todos modos continuaban la representación de mujeres de cintura de avispa, grandes senos y caderas prominentes, promotoras de la última moda y dispuestas a exhibirse ante los hombres, con mayor liberalidad que las mujeres del mundo real.
Eran hembras excitantes, pero no agresivas, casi siempre sumisas, puesto que no alteraban la pose a pesar de la presencia de curiosos. Ellas aparentaban haber sido sorprendidas en una situación inoportuna para la mayoría de las mujeres, aunque quedaba la sospecha de que disfrutaran ese instante que confirmaba el poder que ejercen los hombres sobre el sexo opuesto. De acuerdo a la tradición, ellas debían ser inocentes o más bien bobas, por la facilidad con que se visten y desvisten, mientras los hombres observan. Sin duda, nacieron para entregarse a la voracidad del ojo masculino.
En la Argentina de la segunda postguerra, las chicas dibujadas por Guillermo Divito rondaron mi infancia, sembrando (supongo) un ideal femenino que hubiera sido inútil buscar en la realidad, porque solo existía en las páginas de Rico Tipo, una revista para hombres, que los niños podíamos hojear desde que comenzó a publicarse en 1944, sin demasiados riesgos de exponernos a lo que gente mejor informada hubiera decidido que era material inadecuado para nuestra edad.
Nuestras compañeras de colegio no usaban pantalones, ni escotes, ni mangas cortas. El uniforme blanco, tableado y endurecido por la plancha y el almidón, capaz de aplastar cualquier curva que tuvieran, las cubría casi tanto como el hábito de las monjas de clausura.
Las clases de Educación Física se celebraban por separado para hombres y mujeres, y tengo la vaga impresión de que las chicas usaban una voluminosa falda-pantalón (bloomer se denominaba en otros países del continente, recordando a la feminista que los utilizó por primera vez en el siglo XIX). Ropas como esas no hubieran ofendido hoy a un fundamentalista islámico.
Cuando algunas de nuestras compañeras aparecieron vestidas con jeans en una reunión de fin de curso realizada en el Club Náutico, causaron sensación. El chiste que circuló durante semanas, era que habían ido vestidas de escopetas, a pesar de que ninguna se hubiera atrevido a exhibirse en shorts o pantalones ajustados.
Guillermo Divito: ilustración
Imagen privilegiada del final de mi infancia, incluye a las dos sobrinas de un vecino que nos llevó de visita a la isla que cultivaba en la laguna de San Pedro. Fue la primera vez que vi en la realidad trajes de baño femeninos de dos piezas, con toda seguridad cosidos por las mismas jovencitas, tan púdicos como los que imponía el Código Hays a las películas de Hollywood. En Mar del Plata, hubo que esperar un Festival de Cine de 1952, para que una figurita del cine italiano, Lila Rocco, sedujera a los fotógrafos con un bikini. El cuerpo de las mujeres, prometido siempre a la imaginación masculina, y a continuación postergado, estaba más allá de la experiencia cotidiana.
Las chicas de Divito andaban casi siempre juntas, con lo que se multiplicaba el placer de admirarlas, comentando sin pelos en la lengua las incidencias grotescas a las que se veían expuestas por la vida en pareja o la inevitable rivalidad femenina. Los hombres que Divito dibujaba eran bajos, feos o por lo menos ridículos, narigones, dotados de grandes vientres y piernas delgadísimas, mientras las mujeres se encontraban siempre en la plenitud de sus encantos. ¡Qué agradable poder reírse de los conflictos y desajustes que con tanta frecuencia sufrían los hombres durante las relaciones con sus parejas femeninas! Sigmund Freud lo había explicado antes en un ensayo del que ninguno de mis conocidos había oído hablar. Uno reía, sin el menor esfuerzo y no sabía por qué.
Guillermo Divito
En Rico Tipo circulaba un humor adulto y heterosexual, pero sin genitalidad, advierto ahora. Las chicas tan deseables y aparecían siempre deseadas por hombrecitos muy inferiores, que guardaban respecto de ellas la misma desproporción que tienen los ínfimos sapos machos respecto de las enormes hembras de su especie.
El cuerpo de las chicas de Divito revelaba otras desproporciones, que terminaban por imponerse como un estilo, si uno las comparaba con las mujeres que conocía en la realidad. Tenían piernas interminables, pies minúsculos, cinturas diminutas, grandes pechos y caderas. Usaban poca ropa, pero nunca llegaban a destaparse demasiado, a diferencia de las pin-ups de Vargas, que parecían víctimas del viento que les levantaba la falda o estaban a punto de reventar las ropas demasiado ajustadas.
Durante los `40, antes de la invención del bikini, los traseros femeninos cubiertos por trajes de baño, mostraban en los dibujos de Divito un bulto evidente pero sin detalles.
En los `50, cuando en los espectáculos teatrales aparecieron Nélida Roca o Nélida Lobato, los glúteos comenzaron a verse en el escenario de los teatros de revista de Buenos Aires (aunque todavía no en el cine, de ningún modo en la televisión) por lo que en los dibujos de Divito pasaron a tener tanto detalle como los senos. Iba quedando atrás la época de la mujer imaginada, como Marlene Dietrich en una escena de Kismet, cuando baila en un traje que aparenta ser transparente y no mostraba más de lo que una señora decente solía revelar en la playa. Divito iba quedando atrás. La caricatura no hacía falta para transgredir mediante una caricatura inverosímil, el auténtico deseo masculino de ver representada la sexualidad.

domingo, 22 de julio de 2012

Cuando las niñas se convertían en mujeres

En todas las culturas existe una falta de simetría en la llegada a la adultez de los hombres y las mujeres. Con esto se atiende no solo a las evidentes diferencias en el desarrollo hormonal de los géneros, sino al espacio que la sociedad les otorga. Los niños se desarrollan después, pero tienen asignados roles dominantes en la relación de pareja, mientras las niñas se desarrollan antes y sin embargo continúan subordinadas. Nora, la protagonista de Casa de Muñecas de Henryk Ibsen, descubre tras un doloroso proceso que le requiere infinidad de tropiezos, desvíos y sacrificios, que no ha crecido demasiado y continúa siendo una niña, a pesar de haberse casado y ser la madre de dos hijos.
Los cuentos de hadas ofrecían tradicionalmente una visión metafórica (consoladora) del proceso de conversión de las niñas en mujeres. Pasara lo que pasara, las protagonistas saldrían ganando en estabilidad y respeto, cuando llegaran al nuevo estado, una situación que exigía la incorporación de un hombre. Blanca Nieves o La Bella Durmiente eran representadas como figuras encantadoras pero pasivas, no por casualidad tendidas en un lecho, a la espera del beso de un Príncipe encargado de despertarlas a la vida en pareja y la felicidad vitalicia (una versión más antigua de la Bella Durmiente incluye bastante más que un beso, porque la joven queda embarazada de dos gemelos que la despiertan cuando nacen y comienzan a mamar).
Cenicienta no se queda esperando. Como una pescadora experta, a pesar de su inocencia, se engalana con lo que encuentra en una cocina, concurre a la fiesta donde puede hallar pareja, y después de asegurarse que el Príncipe la desea, en lugar de entregarse escapa, con lo que adopta la estrategia sexual que siglos más tarde enunció un militar experto, Napoleón Bonaparte: “En el amor, aquel que huye vence”. El Príncipe tendrá que buscarla, dispuesto a ofrecerle matrimonio, mientras ella espera en su fogón, la eliminación del resto de las competidoras.
Los griegos de la Antigüedad hicieron aportes fundamentales a la cultura de la Humanidad, que todavía siguen vigentes, y sin embargo no tenían demasiado en claro la conexión entre la actividad sexual de hombres y mujeres, con la procreación. Las mujeres quedaban embarazadas de espíritus o planetas del firmamento. El viento o los árboles podían ser responsabilizados de la paternidad de seres humanos.
En el universo no tan lejano de San Pedro de hace más de medio siglo, no todas las madres se consideraban dotadas de suficiente conocimiento sobre el tema, para instruir a sus hijas sobre datos fundamentales sobre sus cuerpos. En ocasiones, la timidez se rebelaba como el obstáculo principal. ¿Cómo hablar, aunque fuera en privado, entre dos personas tan cercanas en todos los aspectos, sobre algo que la persona adulta no se atrevía a describir?
En las clases de Biología de cuarto año del Bachillerato a cargo del doctor Fernández Riera se nombraba, por primera vez en público, que yo recuerde, la menstruación y los espermatozoides. Como el profesor era un profesional de la Medicina, todo quedaba rodeado de un aura de seriedad insostenible para cualquier otro docente. La terminología científica se encargaba de mantener los interrogantes posibles de nosotros, los estudiante, a prudente distancia. Algunas décadas antes, en los países de habla inglesa, todo lo referido a la sexualidad podía ser escrito y publicado, siempre y cuando se usara una lengua muerta como el latín para describir aquello que la lengua cotidiana no se hubiera atrevido a mencionar. De allí el impacto causado por las novelas de D.H.Lawrence, que intentaban poetizar actividades tan elementales como la sexualidad humana y nosotros leíamos veinte a treinta años después como textos audaces, cercanos a la pornografía.
Nuestras clases de la secundaria no eran tan abstractas como la inolvidable frase de Elba Bernasconi, mi maestra de tercer grado, que nos obligaba a memorizar que los mamíferos se reproducían por yuxtaposición (una fórmula que debió hallar en la revista del magisterio La Obra y conseguía cerrar el paso a cualquier pregunta inoportuna que un estudiante se hubiera atrevido a formular).
Tal como sucede con los chistes verbales, que si uno intenta explicarlos termina matándolos, los objetivos de la instrucción sexual en los colegios se habían cumplido, pero nadie lograba conectar lo que sabía antes de la clase, con lo que estaba obligado a repetir en clase.
La primera regla llegaba hace un siglo en medio de la adolescencia, cerca de la fiesta de quince, mientras hoy ocurre cinco a siete años antes, en plena infancia. Los especialistas atribuyen este cambio a la industria de la alimentación de nuestra época, saturada de hormonas y pesticidas (una situación que se estudió hace más de veinte años en Puerto Rico) mientras otros estudiosos lo relacionan con el sedentarismo y sobrepeso. El destaque de los pezones y rellenado de los pechos, la aceleración del crecimiento, luego la aparición del vello púbico y de las axilas, eran signos perturbadores para muchas adolescentes del pasado. ¿Cómo los encaran hoy las niñas todavía menos maduras emocionalmente? Aunque se trata de situaciones que todas las mujeres viven, tarde o temprano, cada una lo experimenta de acuerdo a los prejuicios y temores que el entorno suministra.
Para las culturas patriarcales, la menstruación era un momento de alto riesgo que corría todo el grupo que rodeaba a la jovencita. La preocupación de todos no era la situación de ella, sino el daño que podía causar con su involuntaria efusión de sangre.
Hacia 1952 se estrenó en el Cine La Palma de San Pedro una película muy comentada, Domani é troppo tardi (Mañana es demasiado tarde) que se ocupaba del tema. Cualquiera habría pensado que después del caos de la Segunda Guerra Mundial, en un país derrotado como Italia, humillado por varios ejércitos extranjeros, como cuenta la novela de Alberto Moravia La Ciociara (Dos mujeres) los tabúes a la información sexual de los jóvenes eran cosa del pasado, pero eso no debía ser cierto. A comienzos de los `50, Hon dansade en sommar, una película sueca que se tituló en Argentina Un solo verano de felicidad, indicaba que incluso en los países protestantes nórdicos, supuestamente más liberados en aspectos morales, la sexualidad de los adolescentes era una actividad desinformada y reprimida, que conducía la frustración y la muerte.
[Cuando yo era chica] el único anticonceptivo generalizado era el terror a la paliza paterna en caso de un embarazo fuera de la ley. Funcionaba en el 95% de los casos y si alguna joven se embarazó antes de tiempo, nunca se supo; ella, dependiendo de los medios económicos familiares, pasaba a cultivarse a Europa o al campo, a reponerse de una repentina tuberculosis. (Patricia Undurraga: Cuando yo era chica)
Una de mis informantes me cuenta que su madre no se atrevía a advertirle los cambios que habría de sufrir su cuerpo. Del colegio no podía esperar ayuda, porque concurría a una institución católica donde las monjas estaban todavía peor preparadas que la madre, por su inexperiencia en la materia y sobre todo por la convicción de que cuanto más se hablara del tema, tanto más se facilitaba la comisión de pecados que ellas debían impedir.
En tal situación, la ayuda de una tía materna, que vivía en la Capital, permitió a mi informante salvar el vacío, de manera tal que la primera menstruación no la sumió en el desconcierto y la culpabilidad que eran frecuentes.
Por aquel entonces, las toallas higiénicas o los tampones que en la actualidad hacen publicidad en revistas y la televisión, no estaban disponibles o al menos no eran demasiado utilizadas, por las mujeres de San Pedro. Recuerdo las toallas reutilizables que eran lavadas cuidadosamente y se tendían a secar, generalmente cubiertas por otras prendas, para escapar a la mirada de niños y adultos. Durante el siglo XIX, entre los médicos, todavía se consideraba la menstruación como una de las enfermedades femeninas.
Hacia fines de los `50, había publicidad de Kotex en la prensa femenina, pero de todos modos era una tan abstracta que no podía incomodar a nadie. Hacia los `60, con la difusión de la píldora anticonceptiva, el rol pasivo de la mujer, que se había mantenido sin mayores alteraciones durante siglos, comenzó a derrumbarse en la realidad y en el discurso de los medios. En un famoso anuncio de Maidenform, la hembra agresiva, orgullosa de su sexualidad, aparecía armada con pistolas, como los criminales míticos del Far West.
La conversión de niña en mujer pasó a ser representado como un proceso deseable y cómodo, que debía ocurrir cuanto antes. De nuevo, un mito sustituía a otro, que se había desgastado, y las contradicciones del mundo continuaban escamoteadas. En un par de generaciones, se ha llegado a la situación actual, donde las niñas estimuladas por la publicidad, se maquillan, peinan y visten como mujeres adultas, en una caricatura de la madurez que no se corresponde con su evolución intelectual. Ahora tienen que sentirse mujeres antes de tiempo, aunque solo sea para sumarse a la masa de consumidores.
Where have all the young girls gone? / Long time ago / Where have all the young girls gone? / Taken husbands every one / When will they ever learn? (Pete Seeger y Tao Rodriguez-Seeger: Where have all the flowers gone?)

domingo, 1 de julio de 2012

Esperanzas perdidas: El Fin del Futuro

Walt Disney: Patro Donald
En mis recuerdos me veo rumbo de la Escuela Nº 2, entonces ubicada en Tres de Febrero y Chivilcoy, a comienzos de mayo de 1945, mientras oigo las campanas de la iglesia en la distancia. Anunciaban el fin de la Segunda Guerra Mundial, que habíamos estado esperando desde hacía tanto tiempo, que cualquier futuro sería digno de ser vivido. Adolf Hitler había sido derrotado en Berlin. Antes que entregarse y ser juzgado por sus crímenes, había preferido envenenarse junto a Eva Braun y sus fanáticos seguidores lo incineraron para que no sufriera humillaciones póstumas. Los guerrilleros italianos no le brindaron tanta consideración a Mussolini, cuando lo ahorcaron junto a Chiara Petacci, su amante, cuando intentaban escapar del país. La fotografía del par de cuerpos colgados no se borraría tan pronto de mi memoria.
Benito Mussolini, Chiara Pettaccia muertos
Solo quedaban dispuestos a prolongar el enfrentamiento bélico los japoneses, que preferían inmolarse colectivamente, por lo que oía decir a los adultos que habían aprendido la palabra kamikaze, antes que rendirse. Las historias de hijos que mataban a sus padres o padres que mataban a sus hijos más pequeños y luego se suicidaban, para librarlos del oprobio, tal como se recuerda en Level Five, el documental de Chris Marker, todavía no habían llegado a la prensa. Los japoneses eran presentados como la amenaza amarilla, una fuerza anónima y ciega, tan incontrolable como las langostas que llegaban en verano y debían ser espantadas por los niños que golpeábamos latas o las quemábamos en hogueras, después de haberlas atrapado en zanjas, para que no devoraran las cosechas.
Niños judíos llegando a campo de concentración
El descubrimiento de los horrores de los campos de concentración fue filtrándose de a poco y encontraron el escepticismo de los adultos que admiraban la disciplina e industriosidad de los alemanes. Las bombas atómicas que fueron lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki tiempo después, nos eran presentadas por los diarios y la radio como una experiencia disuasiva admirable, en lugar de constituir una crueldad innecesaria, que castigaba a la población civil, cuando el fin de la guerra era inevitable. Gracias a las bombas atómicas, se afirmaba, no se perderían miles de vidas norteamericanas.
Antes de cumplir los diez años, lo más probable es que uno carezca de una visión articulada del mundo, pero en ese entonces la actualidad resultaba más atractiva que la suministrada por los cuentos de hadas o los radioteatros de aventuras que ofrecía Radio Splendid en la tarde. Los personajes de comic (Superman, el Capitán Marvel) participaron en la Segunda Guerra Mundial, y a pesar de los superpoderes formidables que les conocíamos, no lograban que los bondadosos Aliados impusieran la paz de una buena vez.
El cine europeo que de vez en cuando llegaba a San Pedro, abriéndose paso entre las comedias musicales de la Metro-Goldwyin-Meyer y los melodramas de Zully Moreno, traía datos desconcertantes. Las imágenes de antiguas ciudades arrasadas por los bombardeos, de gente hambreada (Paisá, En cualquier lugar de Europa, Balada Berlinesa) ofrecían evidencias difíciles de entender para nosotros, que éramos pobres y sin duda provincianos, pero comíamos todos los días y disponíamos de un techo. ¿Eso había ocurrido en el mundo? No es que me resultaran desconocidos los hechos, pero leer los artículos de la prensa gráfica o escuchar los boletines de la radio no causaba la misma impresión de realidad.
El cine (todavía no era la televisión, que llegó a comienzos de los `50) no podía mentir, pero de todos modos desconcertaba, porque hasta poco antes reinaba el optimismo de los aliados o el escapismo de los europeos (de Italia llegaban comedias de teléfonos blancos, de Alemania, fantasías como Las aventuras del Barón de Münchaussen, donde descubrí mis primeras mujeres desnudas en la pantalla). La gente de casi todo el mundo se había matado durante años y al llegar la paz, de todos modos continuaban pasando hambre, no tenían techo ni trabajo, querían juzgar a los responsables de su situación o estaban muriendo por causa las radiaciones.
Después de semejantes horrores, cualquier futuro, estábamos convencidos, debía ser mejor, porque de acuerdo a mi maestra de tercer grado, la señorita Elba Bernasconi, la Humanidad entera habría aprendido de la guerra una gran lección. El país donde nos tocó en suerte nacer, Argentina, había sido marcada por Dios para ser el granero del mundo. Yo imaginaba una hilera interminable de panes y buenos cortes de carne vacuna, rumbo al humillado continente europeo. Desde los muelles del puerto de San Pedro se cargaban naves de ultramar y a veces íbamos a mirar de lejos nuestro aporte indirecto a la paz mundial.
Cuando no más de tres años más tarde un álbum del Pato Donald me informó sobre la existencia del nuevo Estado de Israel y los conflictos con los palestinos, mi visión del futuro esplendoroso que aguardaba a la humanidad comenzó a enturbiarse. La guerra que había sido desterrada para siempre, continuaba activa por aquí o allá. No era la misma de antes, conviene aclararlo.
La Guerra Fría nos introdujo de nuevo en un mundo de propaganda amenazante, donde los buenos y los malos se dividían el mundo y estaban a punto de iniciar la batalla de la cual probablemente nadie saldría ganador, dado el tipo de armamento nuclear que se disponía. Era la amenaza roja que debía detenerse a cualquier precio. Ese fue el mundo de mi adolescencia. Los justicieros de la Segunda Guerra Mundial invadían pequeños países de Centro América, rusos y norteamericanos acumulaban bombas atómicas y estaban a punto de perder el control, en Corea, Berlín o Irán. Fueron años de un aprendizaje brutal de Geografía, siguiendo el vaivén de los enfrentamientos entre las grandes potencias. Hoy aquí, mañana allá. El futuro se encontraba hipotecado, sin importar lo que sucediera. Quizás la guerra mundial que se nos anunciaba repetidamente quedara postergada, pero no la discriminación institucionalizada de grandes sectores de la sociedad, ni el agotamiento de los recursos renovables, ni la contaminación ambiental, ni… La lista de amenazas que un chico debe identificar ahora, es mucho más compleja que la que a mí me tocó aprender durante mi infancia. El desengaño de los jóvenes respecto del modelo idealizado que suministraban los maestros y los medios de comunicación.
No hay futuro en el sueño de Inglaterra. / (…) Cuando no hay futuro, ¿cómo puede haber pecado? / Somos las flores del basurero / Somos el veneno en tu máquina humana / Somos el futuro, tu futuro. (Sex Pistols: God save the Queen)
El estribillo de la canción de los Sex Pistols, desde los últimos años `70, ha calado hondo en la mentalidad contemporánea. De acuerdo a amplios sectores de la sociedad, que rechazan el sistema, no hay futuro posible. Si alguien supone con optimismo que eso significa una reproducción sin demasiados cambios del presente, la continuidad de los problemas y solucione actuales, por no encontrar nada mejor, una sensación de encierro termina por imponerse.
Cuando Voltaire define a Cándido, el protagonista de la novela que lleva su nombre, como un perfecto imbécil, convencido de vivir en el mejor de los mundos posibles, uno que ningún esfuerzo humano sería capaz de alterar, describe la visión desesperada de aquellos que se descubren atrapados en situaciones horribles, que se les fueron de las manos y ni siquiera pueden darse el lujo de darles la espalda. A lo largo de mi vida, partiendo de una convicción bastante menos esperanzada que la de Cándido, he llegado más de una vez a sobrevivir en crisis donde otros quedaron atrapados. No lo presento como una hazaña, porque no lo es, pero al menos he de morir viejo.
Has agotado todo tu crédito / en una familia de niños que te quitan las píldoras / y fuman tu pipa / después de que la guerra quebró tu Banco / los bastardos quebraron el mundo esta vez. (No Future Shock)

jueves, 17 de mayo de 2012

Romerías y otras formas de acercamiento de las parejas

Hombres y mujeres experimentan una atracción mutua desde el comienzo de los tiempos (o desde mucho antes, si aceptamos las hipótesis de Darwin sobre la evolución de las especies). Los animales en los que se han diferenciado los sexos, entran por temporadas en un estado de excitación que tiene como objetivo hallar pareja para la reproducción. Las formas en que esa atracción tan primitiva se manifiesta, varían de acuerdo a las culturas humanas, que intentan poner freno a impulsos como esos, que en gran parte escapan a la razón.
En San Pedro, a mediados del siglo XX, la búsqueda de pareja se daba siguiendo ciertas pautas que a los jóvenes de la actualidad pueden parecerles risibles cuando se las describe, por lo complicadas, prolongadas e infructuosas que resultaban. No es tanto el tiempo que desde entonces ha pasado, pero los quiebres culturales ocurren de pronto y dividen dos épocas hasta volverlas irreconocibles.
En el Medioevo que describe Shakespeare, Romeo descubre a Julieta en un baile de enmascarados que se celebra en la casa de los enemigos de su familia. Por un lado, no debería conocerla ni interesarse en ella, dada la disputa existente entre los dos grupos. Por el otro, la sociedad le brinda mediante los vaivenes de la fiesta en la que hombres y mujeres se acercan, la oportunidad de superar esa limitación y descubrir a la pareja con la que para su dicha o desgracia habrá de ligarse.
Perseguir un rostro en esas romerías de pueblo en las que me deslumbraba una muchacha desconocida y la buscaba guiándome por su vestido o el de sus compañeras, por alguien que va delante y detrás de ella hasta que en cualquiera de las vueltas el orden se desbarata y la muchacha ya no aparece detrás de quien debió aparecer. (Abelardo Castillo: Crónica de un iniciado)
¡Romerías! Las fiestas más concurridas y ruidosas de mi infancia en San Pedro, a mediados del siglo XX. Era una tradición que se había prolongado durante milenios y estaba por desaparecer en esos años. Desde la Antigüedad, la gente peregrinaba en ciertas fechas a santuarios religiosos, con el objeto de reunirse y festejar algún acontecimiento notable, capaz de aglutinarlos. Quebrar la rutina de la vida productiva, compartir un espacio dedicado al ocio, entrar en contacto con posibles parejas, definen tres actividades que en el pasado se relegaban a ocasiones poco frecuentes y por eso más apreciadas.
Hoy los jóvenes se divierten por su lado, a altas horas de la noche, en lugares que los adultos conocen de oídas, y los niños y adultos se aislan en otros lugares, en torno a la televisión o reuniones familiares. A mediados del siglo XX, toda la familia participaba de las mismas fiestas. Para un chico resultaba extraño ver a tanta gente conocida, con otras ropas, que reservaban para las fiestas o gente que uno no solía ver nunca, hablando, riendo, bebiendo cerveza, bailando en la cancha de básquetbol de un club social, engalanada con tantas luces, guirnaldas de papel de barrilete y música ejecutada por un orquesta del lugar o llegada desde Buenos Aires.
Las sensaciones mareaban al chico que no había tocado el alcohol y se limitaba a consumir naranjada o limonada (bebidas de todos modos inhabituales). Recuerdo las Romerías del Club Mitre, porque se hacían a pocas cuadras de mi casa y yo acompañaba a mis tías, a las que se sumaban a veces mis padres. Era emocionante ver de cerca a la Orquesta Característica de Feliciano Brunelli, que conocíamos por la radio Belgrano (¿o pudo ser la Santa Paula Serenaders o Héctor y su orquesta, que tenían programas diarios en Radio El Mundo?). Era el mismo repertorio que habíamos oído tantas noches, cuando nos reuníamos en la cocina, en torno a la radio, después de haber terminado los deberes escolares, pero estar presente mientras los artistas que habían carecido de una identidad precisa ejecutaban esa música, pegados al escenario, hacía toda la diferencia.
El joven Juan Carlos Mareco (Pinocho) era el animador de alguna de esas romerías. También su nombre me resultaba familiar, y verlo como un hombre adulto, de cuya garganta salían tantas voces diferentes, algunas de ellas infantiles, reforzaba el misterio que rodeaba a la radio, en vez de diluirlo.
Mientras yo enfrentaba el mundo de mis fantasías, concretado y desconcertante, las parejas bailaban en la pista. Eran tantos que costaba reconocerlas. Mis tías solteras podían aceptar la invitación de algún conocido o desconocido que se acercara a la mesa donde estábamos mirando lo que sucedía. Ni mi madre ni mis tías que estaban de novio, hubieran podido aceptar cualquier invitación sin despertar la ira de los hombres que las habían reservado para ellos, estuvieran casados o solo comprometidos para hacerlo.
Paula Rego: La danza
Bailar era permanecer libre, fuera del núcleo de los parientes, durante alrededor de tres minutos. Había que concentrarse en la coreografía, porque tanto había que bailar tangos como valses, pasodobles o fox-trots, y la necesidad de no hacer el ridículo ante la pareja de baile y los testigos que observaban del otro lado de la barrera de tablitas blancas no era cosa de olvidar. Mi padre se confesaba “pata dura” y no recuerdo que sacara a bailar a mi madre, ni a ninguna otra mujer. Alguno de mis futuros tíos solo sabía bailar tango y vals, por lo que se abstenía del resto de los bailes, aunque hubiera deseado tener a su novia en brazos más tiempo.
Después de un baile, ellas comentaban las incidencias del encuentro: el perfume excesivo de la pareja, su falta de conversación o las preguntas demasiado personales que ellas se habían negado a responder, la decisión de aceptar o no aceptar una nueva invitación, si la recibían. No eran temas interesantes para un chico. La vida de los adultos corría paralela a la de los niños la mayor parte del tiempo, entre otras razones, porque los adultos se encargaban de mantenerla fuera de nuestro alcance.
Dos o tres veces por semana, se paseaba en San Pedro por calle Mitre, al atardecer y primeras horas de la noche. En mi memoria, las mujeres jóvenes recorrían pausadamente esas cinco o seis cuadras. Iban por una vereda, tomadas del brazo, regresaban por la otra. Aparentemente, pasaban revista a las vidrieras de las tiendas iluminadas, comentaban entre ellas sus asuntos, reían para demostrar que se encontraban sanas, que tenían buenas dentaduras y un mejor estado de ánimo. Los hombres permanecían en el borde de la vereda, mirándolas pasar. En algún momento, unas y otros se detenían a consumir algo en la terraza de la vereda o el salón del Bar Butti: un refresco, un café, un copetín acompañado con aceitunas, queso y otras menudencias.
Crecí sabiendo que entre los adultos pasaba algo que no llegaba entender. Aquellos que habían sido nuestros mejores amigos, de pronto nos apartaban y los veíamos salir en búsqueda de gente de su edad, con una urgencia que resultaba desconocida. Nunca han faltado los datos enigmáticos de la vida de los adultos que los niños aceptan sin preguntar qué significan, puesto que lo más probable era entonces (y sigue siendo ahora) es que los adultos no les respondan la verdad. ¿Por qué la gente caminaba por una vereda de la calle Mitre, yendo hasta una cuadra antes de la plaza de la Iglesia y regresaba por la otra vereda, hasta poco antes de Tres de Febrero? Una red de altoparlantes suministraba música popular y estentórea publicidad.
Por eso entonces, nadie había imaginado habilitar calles peatonales, como la Obligado en San Pedro del siglo XXI, que sigue una corriente de otras ciudades grandes y pequeñas. Ahora las peatonales declaran como principal objetivo facilitar la concurrencia de clientes a los comercios, no el contacto de la gente. En el viejo San Pedro, si se excluía a las confiterías y heladerías, el resto de los comercios estaba cerrado a esa hora, aunque las vidrieras permanecieran iluminadas. En las laberínticas ciudades del Medioevo, la plaza del mercado cumplía la misma función de permitir la exposición y facilitar el contacto de quienes estaban disponibles para formar parejas.
Los corsos del centro una vez por año, las fiestas de la Primavera, las romerías de verano que se celebraban en las sedes de clubes deportivos, los bailes de barrios, que se improvisaban en los sitios con recintos más amplios de la vecindad, como el salón de los Cedraschi o el galpón del almacén de mi padre, brindaban las oportunidades para que las mujeres jóvenes se expusieran ante los hombres solteros, unas y otros vestidos con sus mejores ropas, acabados de bañar, perfumados, con los peinados que consideraban más seductores. Como esas fiestas no eran frecuentes, debían ser aprovechadas como si cada una de ellas fuera la última oportunidad de conseguir pareja.

domingo, 6 de mayo de 2012

Canciones escolares

En las escuelas públicas de hace medio siglo en Argentina se cantaba todos los días, en las mañanas para subir la bandera, en las tardes para bajarla, durante las clases. Supongo que todavía se canta, porque los cambios del sistema escolar pueden ser tan lentos que tres o cuatro generaciones no alteran demasiado los recursos ni la ideología. No es improbable que se trate de las mismas canciones, aunque ahora la música se reproduzca a partir de grabaciones digitales y amplificadores, mientras que por entonces había que generar la música, bien o mal, entre aquellos que estaban presentes y no disponían de conocimientos ni aptitudes para hacerlo.
Tanto les gustara como si no, los niños eran invitados (obligados) a memorizar las letras y melodías de canciones cuyo sentido, con frecuencia, resultaba inasible. El canto hubiera debido establecer un sentimiento de comunidad entre los niños, lo mismo que el uso del uniforme, pero cabe otra posibilidad de entender la situación, me temo. En tal caso, las canciones escolares imponían visiones burocráticas y jerarquizadas del mundo, puesto que eran cantadas por temor a una sanción de los maestros y sin entender lo que se cantaba. Solo se nos exigía que repitiéramos de memoria, no que comprendiéramos lo que decíamos. En el Himno a Sarmiento la sintaxis no ayudaba demasiado y a pesar de ello cantábamos:
Fue la lucha, tu vida y tu elemento
La fatiga, tu descanso y calma;
La niñez, tu ilusión y tu contento,
La que al darle el saber, le diste el alma.
Con la luz de tu ingenio iluminaste
La razón, en la noche de ignorancia
Por ver grande a la Patria tú luchaste
Con la espada, la pluma y la palabra. (Segundino Navarro y Francisco Collecchia)
No era solo un prócer y fundador de escuelas públicas del pasado, Domingo Faustino Sarmiento, a quien se instalaba en un sitio privilegiado, poco menos que un altar laico, sino a los docentes de muchos años más tarde se proclamaban sus herederos directos y se presentaban bajo una imagen redentora de la niñez, que los beneficiaba notoriamente ante el resto de la sociedad, aunque no les significar económicamente demasiado.
Ellos podían ser desinformados o autoritarios, carentes de ideas propias, pero no se los cuestionaba. El maestro, con frecuencia una mujer, era el superior jerárquico que imponía el orden entre aquellos que necesitaban ese aporte e impartía directivas que no podían ser discutidas por los estudiantes. Ellos transmitían los conocimientos que les indicaban sus superiores, a través de un modelo militarizado de la enseñanza. El canto llegaba para celebrar ese acuerdo forzado de todos los participantes del sistema educativo, puestos en filas y eliminada cualquier improvisación.
Algunas canciones tenían un origen que no permitía prever su llegada a una escuela primaria y las gargantas de los niños, como era el caso Aurora, proveniente de una ópera estrenada en 1908, poco antes del centenario de la independencia. Intento reproducir la letra, tal como la cantábamos (y deformábamos involuntariamente):
Altá en el cieelo un águila guerreera
Audaz se eleeva en vueelo triunfal
Azul un aala del color del cieelo
Azul un aala del color del maaar.
Así en el alta aurora irradial
Punta de flecha el áureo rostro imita
Y forma estela al purpurado cuello,
El ala es paño, el águila es bandera. (Héctor Panizza, Quezada e Illica)
¡Cuántas palabras que hubiéramos debido consultar en el diccionario para entender lo que cantábamos! ¡Qué complejidad sintáctica digna de mejor empeño! Había que cantarla y se cantaba, para eludir una sanción, con todos los ripios y fiorituras que nos causaban tanta risa más tarde, aunque exigiera una destreza vocal que nos resultaba inaccesible y no se entendiera casi nada. Fuera de la escuela, nos burlábamos de la falsedad de todo eso, que no podíamos identificar con el repertorio lírico. Cantar Aurora era tan desubicado como cantar No llores por mí Argentina en la actualidad.
Más próxima a los estudiantes era la marcha Mi bandera, que ayudaba a marcar el paso durante los desfiles del 20 de junio o el 9 de julio:
Aquí está la bandera idolatrada,
La enseña que Belgrano nos legó,
Cuando triste la Patria esclavizada
Con valor, sus vínculos rompio. (Juan Imbroisi y Juan Chassaing)
Esas eran ideas simples, aunque se refirieran a circunstancias tan distantes como los comienzos del siglo XIX. Uno hablaba de la Independencia o de la Colonia como de asuntos familiares, gracias a las elementales lecciones de Historia y Educación Cívica que recibíamos. El origen de los símbolos patrios era uno de esos temas destacados por el programa escolar. A la distancia, veo que no se nos permitía entender la actualidad de los grandes conflictos del pasado. La descripción de la lucha de los fundadores del país contra la metrópoli española de un siglo y medio antes, no se conectaba con la oposición al capitalismo inglés que marcó los primeros años del peronismo.
Los símbolos nacionales se encontraban por encima de todo eso.
Salve, argentina bandera azul y blanca
Girón del cielo donde impera el sol;
Tú la más noble, la más gloriosa y santa
El firmamento su color te dio. (L.Corretjer)
Las metáforas en torno al cielo, las nubes y el sol, indican que el sentimiento patriótico era más decorativo que informado. La Historia se convertía en una sucesión de anécdotas bélicas, que recordaba triunfos viriles y anunciaba una paz sin fronteras para el futuro.
Febo asoma, ya sus rayos
Iluminan el histórico convento,
Tras los muros, sordos ruidos
Oír se dejan de corceles y de acero;
Son las huestes que prepara
San Martín para luchar en San Lorenzo
Y el clarín estridente sonó
Y la voz del gran jefe
A la carga ordenó. (J.C.Benelli y C.A. Silva)
No tengo muchas dudas sobre el objetivo que se buscaba al obligarnos a repetir estos versos. Al cantar, se nos preparaba para aceptar una imagen más que improbable del país, donde se celebraba sin críticas de ningún tipo el pasado heroico y no existía ningún conflicto actual, capaz de turbar la construcción de un único futuro. A mediados del siglo XX, tras el espectáculo de la Segunda Guerra Mundial que había ocurrido tan lejos y dejado tantos beneficios para la autoestima del país, eso era todavía posible de aceptar sin esfuerzo. ¿Cómo se las compusieron los maestros para conservar un repertorio tan alejado de la realidad en décadas posteriores, cuando la violencia interna y la ilegalidad en el poder, causaron tanto daño al país? ¿Cómo resonaban esas canciones? ¿Qué incredulidad e irritación se incubó en los estudiantes que continuaban siendo obligados a reproducirlas?

domingo, 29 de abril de 2012

Vida Provinciana

Felisberto Hernández
He revuelto mucho los recuerdos. (…) Les debo haber echado por encima conceptos (…) que los modificaron; los debo haber cambiado de posición, debo haber cambiado el primer golpe de vista, debo haber mirado unas cosas primero que otras, en un orden distinto al de antes, pues muchos de los que llegan a la conciencia son obligados a ser concretos y claros. Algunos me deben haber engañado con audacia, con gracia, con nuevos encantos y hasta deben haber sido sustituidos con cosas que les han ocurrido a otros, cosas que yo he visto (…) como mías. (Felisberto Hernández: Por los tiempos de Clemente Collins)

1. La memoria inventa (o si se prefiere: miente sin darse cuenta, porque no puede evitarlo) cuando ofrece su repertorio de personajes y situaciones del pasado. Después de tantas búsquedas infructuosas de recuerdos, uno se resigna a la idea de que probablemente no hay nada que sea demasiado confiable en las imágenes de su propia juventud que atesora, pero goza de la ventaja de que tal vez nadie lo contradiga cuando las falsifica.

2. He conocido otras ciudades y otras gentes que no sospechaba antes de comenzar un viaje que no he terminado y ni siquiera se planteaba como tal cuando fue iniciado. Aprendí otras lenguas, intenté acomodarme a otras costumbres. Durante muchos años, más de la mitad de mi vida, residí en países a los que me costó adaptar. No obstante los cambios que sobrellevé, continúo siendo un provinciano de este planeta.

3. Home, sweet Home. La simplificación extrema de los eslogans comerciales y las canciones populares logra instalarse en la conciencia de cada uno, como verdad suprema, una simplificación que de acuerdo a todas las evidencias miente.

4. Si el territorio natal fuera tan amable como uno lo imagina cuando se encuentra lejos, ¿quién hubiera aceptado dejarlo? ¿Quién nos hubiera obligado o tan solo invitado a dejarlo, sin hallar inmediata resistencia?

5. Nací en un barrio en los aledaños de un pueblo al que no he vuelto después de más de medio siglo, y bastante a mi pesar he terminado por reconocer el rol privilegiado que tiene en mi memoria ese lugar y esa época. Es el museo de mi infancia y mi adolescencia (también su infierno, si recuerdo con objetividad los detalles). Un territorio clausurado, inaccesible para mí, condenado a permanecer tal como fue en la memoria. Solo me permito asomarme después de tomar las debidas precauciones para que no me devore.

6. Cuando era un adolescente, los diarios, los libros y las películas se convirtieron en los vehículos que me permitían escapar de un mundo que consideraba estrecho, aunque no estuviera en condiciones de entender por qué. Fue un sacrificio que me privó del contacto con mis raíces, pero no consigo imaginar qué otra cosa hubiera podido hacer, por erradas que fueran mis decisiones. Uno se define cuando toma opciones y paga las consecuencias, no cuando las posterga.

7. La fama pueblerina es una de las situaciones más temibles que logro imaginar. Que llegado el momento de alcanzada, no haga falta ya ningún esfuerzo adicional para completarla o desmentirla, porque todos te conocen bien (o al menos creen que te conocen) y todos te aprecian (o detestan) sin posibilidad de alterar el acuerdo establecido. ¿No es lo más parecido al eterno bostezo de la muerte?

8. A pesar de lo que puedan pensar aquellos que no se encuentran en tu lugar, no hubieras podido permanecer mucho tiempo en el territorio provinciano del que saliste, convencido de que para ti al menos era un encierro inaceptable. No hay nostalgia posible en tus sentimientos, ni planes de recuperar el pasado. Cuando recuerdas lo que dejaste atrás, es para celebrar que ya no tengas nada que ver con eso.

9. En la vieja fábula de Esopo, el ratón citadino que visita al ratón campesino, le pinta a su amigo una imagen envidiable, pero distorsionada de su propia existencia. Si el diálogo resulta verosímil, si nos proyectamos en esos dos personajes tan distantes de nosotros y les atribuimos nuestros sentimientos sobre el tema, es porque comenzamos por aceptar el improbable diálogo de dos ratones que usan nuestras palabras para expresar nuestros sentimientos.

10. Tal vez no halle el espacio más adecuado para desarrollar mi potencial, ni disponga de mucho futuro en este rincón que suelo ver como un bastión contra el mundo amenazante, pero es imposible negar que el estar aquí otorga impulso y sentido a una disconformidad con la que he terminado por identificarme. Si fuera demasiado feliz, si finalmente nada me incomodara, ¿quién sería?

11. Los vecinos de su pueblo lo vigilan y (antes o después) él es también quien vigila a sus vecinos. Tiene a veces la impresión de estar encerrado en un sistema bastante laxo, pero no por ello menos eficaz cuando se trata de reprimir a la gente (como podría ser también para ayudarla). Sin duda, es el guardián de aquellos que sin embargo lo controlan. Puede parecer a veces que se queja, pero no halla una manera mejor de sentirse acompañado.

12. Tarde o temprano, la experiencia de formar parte de un grupo humano que se consolidó hace tiempo, suele suministrar el impulso más adecuado para quien trate de hallar su propio camino, desafiando las convenciones de la mayoría. Cuando alguien experimenta la estabilidad, no tarda en buscar el desequilibrio.

13. Vivir en una gran ciudad, rodeado (diré mejor, asediado) por la vecindad de millones de desconocidos que no prestan atención al resto, parece ser la forma ideal de aislarse para todos ellos, hasta que la soledad se les revela como un ahogo intolerable, que no saben cómo controlar.

14. Vivía pegada a la ventana, detrás de cortinas que impedían reconocer su presencia, con el objeto de averiguar los movimientos de los vecinos que pasaban frente a su casa. En el Panóptico de Bentham, el carcelero tenía la misión de vigilar a los presos. La vecina escondida aceptó convertirse en prisionera de aquellos que espiaba, aquellos que a pesar de su desconfianza daban sentido a su vida.

15. Provincianas en el interior de la provincia: las mujeres del barrio vivían hace medio siglo su aislamiento en el hogar, sin disfrutarlo ni protestar. Hubieran debido ser tontas para aceptar lo primero y demasiado arriesgadas para intentar lo segundo. Los tiempos estaban cambiando. Esa era toda su esperanza, aunque la vida se les fuera sin ver los resultados.

16. Después de vivir en el anonimato habitual de las grandes ciudades, ¿te adaptarías a la sobreexposición interminable del pueblo, donde todo lo que existe llegó a ser lo que es, poco a poco y sin otras interrupciones que las fallas de memoria?

17. Tu regreso no les hace ninguna falta a tus coterráneos y probablemente no habrían de recibirte con los brazos abiertos, porque llevas contigo la marca de la distancia, como la señal delatora del crimen, que Dios puso en la frente de Caín y nadie puede quitar.

18. El que se fue no hace falta / (…) en el juego de la vida / unos vienen y otros van, proclaman los versos del guaguancó de Tito Rodríguez. Suena cruel para quienes se atormentan pensando que podrían regresar con las mejores intenciones, aunque no les convenga, pero al menos confirma el sentimiento generalizado de aquellos que por falta de oportunidades o iniciativas se quedaron.

19. No hay que mirar atrás, advierten los mitos. La mujer de Lot queda convertida en estatua de sal. Orfeo pierde definitivamente a su mujer en el Infierno. Una vez que alguien se aleja del territorio en el que por el azar de nacer hubiera debido permanecer, cualquier nostalgia está de más.
Ulises contra los pretendientes de Penélope

20. Después de colaborar en la ruina de la invencible ciudad de Troya, Ulises descubre que nada le importa más que regresar a Itaca, su isla natal, donde lo aguardan su esposa, su hijo, las tareas nada gloriosas de todos los días. Antes de partir para Troya, Itaca no pasaba de significar el encierro de una rutina doméstica, probablemente fácil de sobrellevar, pero indigna del potencial de alguien como él. Cuando está lejos, Ítaca se convierte en la visión del paraíso inalcanzable para un héroe, que debe luchar contra los hombres y los dioses para recuperarlo.

21. Según Fray Luis de León: ¡Oh, descansada vida / la que huye del mundanal ruido / y sigue la escondida senda / por donde han ido / los pocos sabios / que en este mundo han sido! Intenta despojarte de los hábitos de la vida en sociedad y pronto verás cómo te mueres de tedio, antes de que ningún sabio se te cruce en el camino, para intentar convencerte de lo que has ganado, al perder aquello que realmente deseabas.

22. Según Eduardo Galeano, si Beethoven hubiera nacido en Tacuarembó (una localidad uruguaya) habría llegado a ser director de la banda municipal. Por suerte para él, no es demasiado probable que en tal caso tuviera ninguna conciencia de ser Beethoven.

23. En un pueblo de provincia, las tres hermanas de Anton Chejov languidecen por la distancia que las separa de la civilizada Moscú. Si estuvieran en Moscú, probablemente suspirarían por la cosmopolita San Petersburgo. Si estuvieran en San Petersburgo, desearían estar en Paris. La felicidad es imposible para quienes se niegan a reconocer el territorio de sus verdaderos conflictos.

24. ¿Acaso en el mundo actual, avasallado por la red de comunicaciones instantáneas, queda en pie algo que pueda ser denominado como vida provinciana? Probablemente sí, la convicción de ser espectadores de un drama que ocurre siempre en otra parte y recuerda (como si hiciera falta) que uno está al margen de aquello que lo conmueve. Eso no ha cambiado. Eso se ha vuelto más urgente y ofensivo que un siglo antes.