miércoles, 7 de septiembre de 2011

La fe de los niños

Nuestra Señora del Socorro, San Pedro
A los ocho años me tocó el turno de estudiar el Catecismo, como era inevitable entre la gente que conocía en mi barrio, a mediados del siglo XX. Mis padres no estaban casados por la iglesia, ni tampoco asistían a misa. De acuerdo a las historias que contaban mis tías maternas, ellos habían debido ocultar su situación para que el párroco me bautizara. Mis padres no rezaban, ni tenían imágenes religiosas en la casa (apenas logro recordar una rama de olivo seca, enredada en lo que tal vez fuera un crucifijo de bronce, sobre la cama), a pesar de que en algunas oportunidades mi madre y sus hermanas participaban en las procesiones de San Roque y nos llevaban con ellas, o nos incorporábamos a una peregrinacion al santuario de Luján, con una veintena de vecinos.
En una ciudad pequeña de provincia, una iglesia era más que suficiente para encargarse del culto católico. La ermita de San Roque, construida en 1906, se encontraba marginada respecto del centro urbano y estaba dedicada a un santo que en la actualidad no goza de mucho reconocimiento, pero fue inmensamente popular durante la Edad Media, como comprendí veintitantos años más tarde en Praga, al verlo instalado en la fachada de una de las construcciones del rey Karel IV de Bohemia. San Roque era el protector contra la peste.
De acuerdo a la Leyenda Dorada, mientras curaba en Roma a las víctimas de la peste, con solo hacerles la señal de la cruz, había sufrido el contagio, situación que lo hizo retirarse al bosque, donde un perro lo alimentó con panes que le quitaba a sus amos, mientras duró la enfermedad. Según otra versión, un perro le había arrancado los testículos y así se lo representaba en Praga, con el animal que sostenía una forma indeterminada entre sus dientes.
San Roque
En San Pedro, a mediados de agosto, San Roque era llevado en procesión hasta la iglesia parroquial, donde (según se nos contaba a los niños) pasaba la noche con la Virgen, para volver al día siguiente a su refugio suburbano. La idea del santo acompañante de Nuestra Señora del Socorro era extraña, porque sugería un estado de indefensión y soledad nocturna de la Virgen durante el resto del año.
Las monjas nos mandaron a leer la historia muy linda de María Goretti, una niña mártir por defender la castidad. La monja no quiso explicarnos lo de la castidad, porque era muy difícil. (Patricia Undurraga: Cuando yo era chica)
Ocho años era una buena edad para tomar la primera comunión, porque en ese momento un niño era capaz leer sin dificultades y sobre todo entender lo que leía, a pesar de que el aprendizaje del Catecismo se hacía de acuerdo a una modalidad que permanecía vigente desde el Medioevo. El catequista (Arturo Cueste, sacerdote que acababa de hacerse cargo de la parroquia de Nuestra Señora del Socorro, donde permaneció por más de tres décadas) nos convocaba por las tardes, los niños nos ubicábamos en un lado del templo, las niñas en el otro, el cura leía las preguntas en orden, y uno debía reproducir exactamente las respuestas que había memorizado.
Estampita de mediados del siglo XX
Vivíamos a unas treinta cuadras de la iglesia. Yo recorría a pie la distancia, contando las baldosas flojas que encontraba en el camino. Si llegaba a seis baldosas firmes seguidas, iba a tener suerte cuando me llamaran para demostrar mi aprendizaje. En una de esas tardes de primavera oí las campanas que celebraban el fin de la Segunda Guerra Mundial (tardé en relacionar ese júbilo con la explosión de bombas atómicas sobre Nagasaki e Hiroshima).
El día de mi primera comunión, que debió ser el día de la Inmaculada Concepción, no lo recuerdo. Solo tengo presente la foto que me tomaron días más tarde en el Estudio Bennazar, donde aparezco delgadísimo y de rodillas, delante de un fondo pintado que representa el interior de una capilla gótica envuelta en niebla, con un traje oscuro de pantalón corto, un brazalete de seda blanca en el brazo y las manos unidas, con el devocionario dotado de cerradura de lata dorada que me habían comprado para la ocasión.
Recuerdo el espeso chocolate que nos sirvieron en el patio de la casa parroquial, probablemente con obleas dulces, para quebrar el ayuno después de la misa. La iglesia era un lugar de sensaciones inhabituales, desde el mareante perfume del incienso, hasta las azucenas que ofrendaban a la Virgen, la música del armonio, la liturgia en latín, el sabor de las hostias que debían disolverse en el paladar, en lugar de fragmentarla con los dientes, el de los redondos pancitos de san José que se repartían en su fecha.
Pasada la primera comunión, la fe que experimentaba se debió esfumar poco a poco, porque a los doce años ya no iba nunca a misa, y a los quince o dieciséis, en un verano en que leí el Ulises de James Joyce, no recuerdo a cuenta de qué, hice una apuesta privada, similar a la de Blas Pascal, sobre la posibilidad de creer o no creer, solo que con resultado opuesto al del filósofo. ¿Qué psaría si dejaba de creer? No iba a convertirme en furioso anticlerical, como me tocó ver a tantos conocidos que proclamaban la muerte de Dios, pero comencé a interesarme en el budismo.
Me quedé sin fe desde entonces, a pesar de lo cual conservé la ética cristiana (una más congruente con el calvinismo que con el catolicismo, debo confesar). En momentos de crisis, un par de veces, me he reconfortado con la oración atribuida a san Francisco de Asis, pero no sería capaz de suscribir ninguna de las afirmaciones del Credo.