martes, 9 de agosto de 2011

Fertilidad de las familias


Mi mujer y yo no hemos tenido hijos. Durante más de cuarenta años de matrimonio nos desplazamos demasiado, de un país al otro, por motivos algunas veces laborales y otras políticos, sentimentales también, dificultando cualquier intento de adoptar legalmente. Llegamos demasiado maduros a la época en que se desarrollaron las técnicas confiables de fertilización asistida. Cuando lo intentamos, a comienzos de los ´70, no existían los conocimientos que hoy se disponen y (sobre todo) los tiempos estaban demasiado revueltos en todo el continente, para pensar en el tema. Luego, por nuestra edad, los hijos hubieran sido más bien nietos que no hubiéramos sido capaces de atender. Conozco, entonces, los ventajas (y no pocas limitaciones) de vivir en pareja, encarando los conflictos que dan entre dos adultos, sin las interferencias y puentes que plantea una familia.
Desde chico, la imagen de mis tíos Rosa y Eduardo me acompañó, como la demostración palpable de una pareja que a pesar de sus eternas discusiones, que la familia no tomaba en serio, se amaban más que mis propios padres. A pesar de carecer de hijos, ellos dedicaban un afecto sin límites a todos los sobrinos de la familia, aunque no siempre eran retribuidos del mismo modo. Ser estéril por una causa u otra, de acuerdo a la opinión generalizada, no era una situación digna de respeto, por la limitación generalmente involuntaria que la fundamentaba, sino una discapacidad que salía a relucir cada vez que se pretendía ofender a quien la sufría.
Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir habían decidido no tener hijos ni compartir el mismo techo, pero ese modelo de independencia parecía tan lejano de la imaginación de la mayoría, que resultaba imposible de conectar con la realidad de un país que se pretendía culto y moderno, pero no tardaba en revelarse anticuado en la moralidad. Había que reproducirse, más que disfrutar del sexo. Para la mentalidad tradicional cristiana, que viene desde las epístolas de los santos Pablo y Pedro, solo lo primero justificaba lo segundo.
Mi padre fue el primer hijo hombre de una (desigual) pareja de inmigrantes, nacido después de las dos hermanas mayores y antes que su hermano menor. Sospecho que para mi abuelo, las dos mujeres no figuraban en sus planes de continuidad personal, como comerciante en la periferia de San Pedro. Eran una molestia, cuando necesitaba hijos varones. Aunque mi abuelo se preocupó de asegurar a las dos hijas una educación y no les escamoteó su parte en el patrimonio familiar, repartido varios años antes de su muerte, supongo que esperaba librarse de ellas lo antes posible, mediante un par de buenos matrimonios. Los dos hombres, en cambio, debían ocuparse de los negocios familiares, puesto que en la adolescencia habían demostrado tan escasa disposición para convertirse en los profesionales que el jefe de la familia deseaba.
Vistos a la distancia, los planes de mi abuelo paterno eran racionales y solo tuvieron una falla: la mayor parte de sus hijos se dedicaron a contrariarlo (mi padre hasta mediados de sus veinte años, mi tía Matilde el resto de su vida).
Mi madre era una de las hijas mayores de un grupo de diez hermanos, nacidos en los aledaños de San Pedro, donde para gente de las chacras, tener muchos hijos era la manera de asegurar la subsistencia de una familia, mediante el trabajo no remunerado de todos. Ese esquema tradicional, todavía vigente a comienzos del siglo XX, se mantuvo en otros países del continente hasta dos generaciones más. Cuando pasé por Chile y Venezuela, descubrí familias enormes, como la de mi madre, hijos que habían sido engendrados regularmente, mientras se prolongaba la etapa fértil de las mujeres, como evidencia de la solidez de unión establecida ante la Iglesia Católica o de hecho.
Una familia numerosa, tanto legal como ilegal, era la demostración fehaciente de la potencia sexual del padre y la dedicación de la madre al universo hogareño. Gran parte de la autoridad del hombre surgía de su destreza para preñar mujeres dentro y fuera del matrimonio. El valor de las mujeres casadas, dependía por entonces de su fertilidad. Cuanto mayor fuera el número de hijos que trajera al mundo, mejor la consideraban sus parientes y amigos. No tenerlos, como se presenta en Yerma de García Lorca, era considerado por muchos la señal de una maldición.
En Chile y Venezuela era habitual que un hombre tuviera una familia legal y otra al margen, las dos tan extensas como sus parejas lo permitieran. Las leyes favorecían ese doble estándar, al negar cualquier derecho a herencia a quienes tuvieran la desgracia de haber nacido fuera del matrimonio. En ciertos casos, el reconocimiento de los hijos “naturales” se encontraba obstaculizado expresamente.
En la Argentina que conocí al crecer, los hijos solían nacer dentro del matrimonio. Con cierta frecuencia, la gente se casaba precisamente para que los hijos ya concebidos nacieran de una pareja legalmente constituida. La gente podía reírse de las novias embarazadas, pero el hecho de que esa fuera una causal de matrimonio indica que la institución estaba bien considerada (una situación que parece haber cambiado de manera ostensible en la actualidad).
A mediados del siglo XX, advierto ahora, las familias de mi barrio tenían muy pocos hijos. Uno o dos era lo más frecuente. Los métodos anticonceptivos habían logrado una difusión mayor y la gente los utilizaba sin problemas de conciencia. Una de las amigas de mi mujer, muchos años más tarde, decía que ella, ferviente católica, le agradecía a Dios haber permitido la existencia de anticonceptivos que otorgaban mayor alegría a la vida de una pareja.
Los preservativos se vendían en unos expendedores automáticos de colores brillantes que uno encontraba en los baños de hombres de los bares y estaciones de servicio (supongo que también en las farmacias, pero me pregunto quién era el valiente que se atrevía a dar la cara en esos locales de una ciudad pequeña, donde todo el mundo se conocía).
Me tocó pasar por la revolución de la píldora anticonceptiva cuando me convertí en adulto. Formidable coincidencia, que en su momento no aprecié como tal, porque uno vive más de un cambio histórico sin entender muy bien lo que está pasando. De pronto, las mujeres que desde siempre habían debido defenderse de los avances de los hombres para no quedar embarazadas, se encontraban en condiciones de tomar la iniciativa en materia sexual y dejar de lado la visión de la maternidad como el castigo que esperaba a quienes aceptaran el sexo fuera del matrimonio. Ellas habían sido hasta entonces las elegidas o discriminadas, mientras que el futuro de la píldora les ofrecía el poder de elegir a los padres de su descendencia, chequeando a cuántos hombres estimaran necesarios, hasta localizar al más adecuado, o dejar de lado la maternidad hasta que lo creyeran oportuno.
Disfrute sexual y fertilidad quedaron desvinculados, tanto para los hombres como para las mujeres. Comenzó a ser bien visto que uno lo pasara bien durante las actividades sexuales y no tuviera que preocuparse por la fertilidad. En la actualidad, tras un cuarto de siglo de convivir con el VIH, cuesta recuperar el optimismo sexual de aquellos años ´60. La liberación de entonces ha tenido una resaca prolongada, pero al mismo tiempo, la noción de una fertilidad obligatoria desapareció del horizonte. Desde la Economía a la Ecología, nada alienta a reproducirse de manera indiscriminada.