viernes, 19 de julio de 2013

Historia sentimental de las máquinas de escribir

Desde hace más seis décadas, me siento casi todos los días ante el teclado de diferentes máquinas de escribir e intento cumplir con mi tarea, que me ha permitido ganarme la vida, unas veces mejor que otras, cuando redacto artículos periodísticos, guiones de cine, libretos de televisión, piezas de teatro, cartas a los amigos, ensayos sobre los medios audiovisuales, apuntes destinados a mis estudiantes universitarios o blogs como éste, que publico en la red.
Al comienzo, no comenzaba a escribir nada, hasta haber completado un borrador a mano, que era sometido a una multitud de correcciones y agregados que le volvían ilegible para cualquiera que no fuera yo. Con el tiempo, esos preparativos se acortaron y luego desaparecieron. No es improbable que al enfrentarme a la máquina, no tenga una idea demasiado concreta de lo que voy a hacer durante esa jornada. Son tantos los años, que parte de ese trabajo se ha vuelto inconsciente.
No pienso donde debo apretar las teclas para redactar una frase. Alguna vez utilicé mis diez dedos. En la actualidad no estoy seguro de cuántos dedos empleo. Probablemente son cuatro dedos de la mano izquierda y tres de la derecha.
Mi primer contacto con una máquina de escribir fue a los once años, cuando me preparaba para estudiar en la secundaria. Una de las materias que aprendíamos en la llamada Sección Comercial Anexa al Colegio Nacional de San Pedro, era Mecanografía. Recuerdo al profesor Ernesto Rosito, obligándonos a memorizar el teclado: qwertyuiop, asdfghjklñ, zxcvbnm, para teclear a continuación, sin mirar, los ejercicios sin mayor sentido que iban a acostumbrarnos a escribir “al tacto”; vale decir, sin mirar el teclado y utilizando los diez dedos.
Evoco el ruido ensordecedor generado por una treintena de estudiantes escribiendo al mismo tiempo. Semanalmente nos sometíamos a dictados, que ponían a prueba la velocidad y exactitud de la escritura (los errores quedaban en el papel, antes de la invención de los papeles y el líquido corrector que llegaron en los ´70).
En ese momento adquirí las cincuenta palabras por minuto que todavía estoy en condiciones de tipear (aunque en la actualidad cometa más errores que antes, confiado en la facilidad de las correcciones que me permite la computadora).
Antes de esas clases que se realizaban en una sala de la segunda planta del colegio, a la izquierda del salón de actos, descubrí que nuestros vecinos, los Boccardo, tenían un teclado de cartón impreso tal vez una generación antes, que reproducía la disposición de las teclas una máquina de escribir. Para facilitar el acostumbramiento de los dedos, el espacio de cada tecla se encontraba perforado en el cartón.
Durante mi adolescencia dependí de máquinas de escribir que pedía prestadas. La del martillero Calderón la utilizaba para escribir los artículos que comencé a publicar (con seudónimo) en La Palabra y El Imparcial. Cuando nos mudamos a Mar del Plata, usaba la Remington del Hotel de mis tíos. Uno de los primeros trabajos que me encomendaron, fue la escritura de los menús del comedor, dos veces por día. Usaba papel carbónico para evitar el tedio de tipear tantas veces lo mismo. Debo haber sido un buen mecanógrafo, porque entonces el intento de borrar una copia de papel carbón dejaba un borrón inaceptable.
En algún momento, mi padre me compró una vieja máquina portátil, una Olivetti de preguerra, de color gris verdoso, que hacía demasiado ruido, una situación que limitaba las horas de trabajo, para no molestar al resto de la familia. Esa máquina me acompañó durante seis o siete años, mientras estudié en la Universidad de La Plata y escribí artículos para la revista de cine que fundamos con otros compañeros, hasta que me fui a Europa y renuncié a llevarla conmigo. Se la dejé a mi padre, que la usó hasta el final de sus días. Era un equipo indestructible, que admitía el cambio del rodillo de goma, resecado por el tiempo y el constante golpeteo de la tipografía.
Una de mis primeras compras cuando llegué a Praga fue una hermosa máquina de escribir portátil, de marca Cónsul, que era un clon de la Lettera 22 de Olivetti y tenía la ventaja de contar con varias vocales acentuadas y la desventaja menor de algunas consonantes que solo existen en checo. En esa máquina escribí un libro de ensayos que nunca se publicó, sobre cinco directores de cine checo, un libro de poemas que extravié e innumerables artículos para una enciclopedia femenina que publicaba Editorial Abril, cuando regresé a Argentina. El borrado de los errores se había simplificado, gracias a la aparición de un líquido blanco que se aplicaba con el pincelito adosado a la tapa.
La Cónsul me acompañó hasta comienzos de los `80, pero durante los últimos cinco años descansaba en un estante de mi oficina, porque me sentía más cómodo con una IBM eléctrica, que utilizaba en mi oficina de la productora donde trabajaba. Al comienzo, me sentía traicionado por los dedos. Bastaba un toque mínimo para que la letra quedara impresa. ¡Nada que ver con la Cónsul, que exigía un golpe certero del dedo para imprimir. La IBM cambiaba de tipografía con solo quitar una bolita metálica y por entonces lo complementaba con una cinta correctora que dejaba una escritura perfecta.
Durante los `80 compré una Olivetti eléctrica, elegantísima, con una caja de fibra de vidrio negra y un sistema de impresión que se conocía como margarita y permitía cambiar la tipografía. Con ella escribí docenas de libretos de telenovela que se producían en Puerto Rico.
La nueva Olivetti era silenciosa, negra, bien diseñada en Italia (pero fabricada en Hong Kong), me permitía escribir hasta de noche sin que los vecinos del edificio donde vivíamos protestaran por el ruido. No obstante, la margarita de los caracteres era demasiado frágil para el uso intensivo que yo le daba (escribíamos seis capítulos de telenovela por día) y sobre todo había llegado tarde a un mercado en el que las máquinas de escribir estaban condenadas a competir muy pronto con equipos digitales.
Mi amiga Josefina Bigott compró para escribir la miniserie de televisión que estábamos armando a mediados de los `80, un procesador de texto cuya marca no recuerdo. Era un aparato grande y silencioso, con una pequeña pantalla en la que aparecía parte de lo que se escribía, en letras verdes fluorescentes, sobre fondo negro. Ese texto podía ser corregido sin dificultad antes de imprimirlo y nosotros utilizamos esa alternativa constantemente. Escribir era tan decisivo como corregir.
De todos modos, se anunciaba la era de la computación. En 1987 puse mis manos sobre el teclado de mi primera computadora personal, una Macintosh 512K Enhanced. La pantallita era del tamaño de una tarjeta postal. Me acostumbré a utilizar los diskettes de 3 ½” que introducía en la caja de la memoria adicional. Esa primera computadora me acompañó por doce años, desde Venezuela a Chile, más por hábito que por practicidad.
O.G. Macintosh 512K, 1990
Cuando la reemplacé por otra de la misma marca, con una pantalla tres o cuatro veces más grande, me había resignado a la idea de que los nuevos artefactos no debían durar mucho tiempo. Aunque me costara acostumbrarme a ellos, no tendría que reemplazarlos por otros más cómodos, con monitores que reproducían colores, pantallas de mayor tamaño, que al cabo de unos años se volvieron planas y me condujeron a Internet, antes de que terminara el siglo XX.
De la vieja Remington negra y lustrosa, provista de una cinta bicolor que saltaba en cada letra y ensuciaba los dedos al instalarla, ese artefacto que si era mal digitado enredaba dos o más tipos de metal que habían sido golpeados al mismo tiempo por un usuario impaciente, de la máquina cuya campanilla anunciaba el final del renglón, solo quedaba el recuerdo de un teclado en el que continuaba golpeando (ya no con la misma intensidad que sesenta y cinco años antes) qwertyuiop, asdfghjklñ, zxcvbnm, día tras día.