domingo, 29 de enero de 2012

Prensa de San Pedro a mediados del siglo XX


A mediados del siglo XX, La Palabra y El Imparcial llegaban todas las semanas al almacén de mi padre, donde eran compartidos por los clientes que pedían leerlos entre un vaso de vino y otro del Despacho de Bebidas. Gracias a la prensa local uno se enteraba de noticias tales como los nacimientos, los bautizos, las muertes, los matrimonios, los viajeros que llegaban o se iban de la ciudad (y no parecían ser tantos, puesto que se los nombraba), los actos protocolares de las autoridades municipales. También figuraban allí el horario de trenes, las misas de difuntos, la cartelera de los dos cines, la llegada de ciertos productos a las tiendas, los anuncios de liquidaciones de temporada que perturbaban a mis tías, los encuentros deportivos que daban lugar a discusiones interminables de los fanáticos, los bailes que se programaban para el fin de semana.
Al anotar lo anterior, puedo dar la impresión de que no había en esto nada que coincida con la concepción de hoy de la prensa (escrita o de cualquier medio) entendida como un vehículo de información de actualidad, pero en el San Pedro de entonces, y en los otros núcleos poblados del partido, lo actual debía reducirse a eso: pequeños acontecimientos, incluso acontecimientos rutinarios, carentes de novedad, como el horario de los trenes, que tenían relevancia para unas pocas personas y no se confundían con la circulación de otros datos, destinados a la audiencia masiva, que correspondían al discurso de otros medios (los impresos provenientes de la Capital, pero sobre todo la radio y el cine, porque la televisión estaba por llegar).
Había que leer los dos semanarios de San Pedro, comprendí muy pronto, porque ambos eran tan opuestos entre ellos, que finalmente se complementaban y planteaban la imagen de una comunidad más contradictoria y digna de ser vista con mayor atención por cualquiera que la habitara.
Fachada de La Palabra en calle Oliveira César
La Palabra era un semanario progresista, declaraba su oposición al peronismo entonces en el poder, estaba impreso en un papel tosco, similar al que usábamos en el almacén de mi padre para envolver azúcar o harina, y utilizaba una tipografía cargada, como si tratara de no pasar desapercibido. Todo giraba en torno a su director (luego supe que también su impresor) Juan Bautista Arcuri, una figura tan excéntrica que hubiera debido conocerlo mejor y convertirme no sé si en su amigo, a pesar de que mi timidez se interponía en el diálogo con aquellos que no pertenecieran al barrio.
De haber continuado viviendo en San Pedro, en lugar de dejar la ciudad a los dieciocho años, La Palabra hubiera sido con toda probabilidad mi destino. Trabajar con Arcuri, continuar la obra quijotesca, por provinciana, de alguien que está tan seguro de su misión, que se despreocupa del eco que puede tener en la comunidad, aunque solo se justifica porque existe en esa comunidad, apostando a movilizarla. Eso fue lo que intenté más de una vez durante el resto de mi vida, en otros lugares, asociándome con otra gente, pero sin hallar a un visionario absurdo como él.
El Imparcial era más pulcro e impersonal. Parecía marcado por su nombre y trataba de equilibrar todo lo que mencionaba, hasta desconcertar al lector que buscara una opinión. Supongo que incluía más información local que La Palabra y prácticamente ninguna opinión que pudiera ofender a nadie. Esa objetividad la conseguía con pocas palabras, en lugar de la faramalla verbal típica de los editoriales de la gran prensa de Buenos Aires.
Al intentar recordar qué leía de la prensa de San Pedro, no me parece recordar que fueran las noticias locales, sino la cartelera de los cines y luego la página final, de colaboraciones, que incluían un poco de todo: opiniones, poesías de Aníbal de Antón (a quien conocía personalmente, porque pasaba a visitar a mi padre y beber un vaso de vino), artículos de interés general, a veces firmados con seudónimo y hasta publicidad encubierta (como se daba en los artículos de Basilia Oberti, que publicaba en El Imparcial y se convirtió en mi amiga epistolar, cuando me fui de San Pedro).
Fue en estos medios donde comencé a escribir y también a publicar con cierta regularidad, cuando todavía era un adolescente.
La necesidad de expresarse mediante la escritura, surge de una mala adaptación a la vida, o de un conflicto interior, que el adolescente (o el hombre adulto) no puede resolver en acción. (André Maurois)
El paso de la situación de lector compulsivo a la de escritor, presentaba dificultades de las que no tuve entonces la menor conciencia. Siempre había escrito. Primero, cuentos infantiles que imitaban los textos de Conrado Nalé Roxlo, que leía todas las semanas en la página final del diario El Mundo. Después, libretos de radioteatro, consistentes en veinte capítulos de media hora cada uno, que anotaba pacientemente en cuadernos de tapa blanda (los medios audiovisuales estaban en el futuro, pero yo no los imaginaba). Luego, ensayos históricos, como aquel sobre la ocupación inglesa a las Islas Malvinas que escribí para un concurso que convocó mientras estaba en la secundaria, donde rendí tributo a las técnicas modernas de narración, que había descubierto en las novelas de John Dos Passos. ¡Cómo puede complicarse la vida alguien que está buscando sus herramientas expresivas!
Nada de eso hubiera debido compatibilizarse con la prensa semanal de San Pedro, pero lo bueno de aquellos medios en aquella época, era que aceptaban cualquier texto que les llegara, hasta los de un desconocido que no había dejado aún la adolescencia y se le notaba, por las variedad de modelos que imitaba (poemas en prosa, cuentos breves, descripciones de personajes).
El martillero C. me prestaba su máquina Remington, sin saber para qué la solicitaba, y una o dos veces por mes, redactaba mis colaboraciones de media página para un semanario u otro. En la actualidad, no estoy demasiado seguro si enviaba esos textos por correo o si los entregaba en mano, sin identificarme.
Estuve durante más de un año escribiendo de ese modo, hasta que nos fuimos de San Pedro, y entonces decidí levantar el anonimato, un gesto que tuvo consecuencias en mi vida familiar. Mi padre conocía y respetaba a don Alejandro Maino, quien debió ser por entonces (mediados de los ´50) un hombre retirado de la actividad pública, incluso desubicado del ámbito político local, por el auge del peronismo. Maino tuvo un rol crucial en la relación con mi padre, sin quererlo ni saberlo.
Cuando estábamos por irnos de San Pedro para siempre, liquidando el comercio que había sido administrado por la familia durante tres generaciones, mantuve uno de los pocos diálogos con mi padre que recuerde. Se había enterado de que yo colaboraba desde hacía un año, utilizando el mismo seudónimo, en La Palabra y El Imparcial. Don Alejandro se lo había mencionado y él debió sentirse humillado, porque la información le llegaba de un hombre al que apreciaba tanto. ¿Cómo lo había hecho quedar yo? No era una pregunta que necesitara ser respondida. Lo había dejado como alguien incapaz de enterarse en qué andaba metido su hijo. No podía avergonzarse de mí, porque lo estaban felicitando, pero tampoco podía sentirse halagado.
Nunca tuve de mi padre un comentario que me estimulara, y en realidad, tampoco lo esperaba, porque no escribía pensando que me leyera. Uno de los libros que me habían marcado, a los catorce o quince años, era la Carta al Padre de Franz Kafka. No me costaba mucho identificarme con el hijo que escribe un largo reclamo, que no espera ver atendido. En mi caso, ni siquiera dialogaba imaginariamente con él. A partir de ese momento, mi padre debió confirmar su convicción de que yo no era lo que él había esperado (si acaso había esperado algo de mí) como él tampoco él había sido lo que su padre esperaba de su primogénito: un profesional universitario, que no estuviera atado a la rutina de comerciante.
El desengaño de mi padre duró, estoy seguro, hasta el fin de sus días y yo me convencí de que no había manera de revertirlo ni atenuarlo. Hay desencuentros familiares que explotan en crisis espectaculares, sobre todo en el teatro, pero en la realidad son más frecuentes los otros conflictos, que no tienen clímax, ni se resuelven nunca, por lo que no permiten la reconciliación. El nuestro fue de ese tipo.
Mientras vivíamos en Mar del Plata continuamos recibiendo La Palabra, que se convirtió en uno de los pocos nexos que mantenía mi madre con la ciudad en la que había nacido y volvía a recorrer cada noche en sus sueños. Enterarse de nacimientos y muertes de conocidos o hijos de personas que jamás había encontrado, leer los nombres de viajeros y matrimonios, alimentaba su desarraigo, más que las llamadas telefónicas o las cartas de familiares.
Por algún motivo que no recuerdo, yo dejé de enviar colaboraciones a La Palabra. Las cinco o seis veces que regresé, fueron por pocas horas, como alguien ajeno a San Pedro, que no intentaba reincorporarse al ámbito de su infancia. Me preocupaban otros temas, otra gente, en otras partes. Durante los años de la juventud, uno tiende a abrir y cerrar etapas, en un alarde de toma de decisiones que anuncia definitivas y con el tiempo revelan su arbitrariedad. Medio siglo más tarde, internet me brinda la oportunidad de asomarme de nuevo a ese mundo lejano en el espacio, inaccesible en el tiempo.

sábado, 21 de enero de 2012

El barrio y las comunicaciones


En la actualidad, suele haber casi tantos teléfonos móviles como habitantes de un país. Varios de mis conocidos tienen más de un teléfono que cargan en sus bolsillo al mismo tiempo. Durante las reuniones, la variedad de ring-tones les permite diferenciar cuál de ellos tiene una llamada.
Hace diez años, en una reunión de docentes, se planteó la pregunta: ¿qué hacer cuando un estudiante recibe una llamada telefónica mientras se encuentra en clase? La respuesta más tolerante, era permitir que los estudiantes respondieran, aunque más no fuera para informar que estaban en clase, sobre todo porque eso autorizaba a los docentes a hacer lo mismo, cuando se suponía que estaban trabajando.
Dudo que hoy tenga mucho sentido volver plantear la misma pregunta, porque la difusión del instrumento ha sido tal que no hay modo de cerrarles el paso.
No sé si en las iglesias, en los cines y en los teatros se advierte a los asistentes sobre la necesidad de mantener apagados los teléfonos o si los usuarios se han acostumbrado a programar el vibrador que los alerta de una llamada, que pueden responder mediante silenciosos mensajes de texto, sin molestar el oído de los vecinos.
En los aviones, la prohibición de utilizarlos, capaz de interferir con el sistema de comunicaciones del vehículo, se limita a las maniobras de ascenso y descenso. Durante el resto del viaje, los pasajeros envían y reciben mensajes no pocas veces triviales, registran imágenes que transmiten en vivo, etc. Mis estudiantes consultan su correo electrónico en cualquier momento, gracias al celular. Cuando queda en evidencia que yo prescindo de un instrumento como ese, me veo obligado a justificar (avergonzado) por qué incurro en una conducta tan extravagante: prefiero mantener a distancia a mis contactos. Un teléfono fijo y una conexión a Internet me bastan para exponerme a la comunicación cuando yo lo decido, en ningún caso todo el tiempo.
Nací en la casa construida por mi abuelo paterno, durante el último tercio del siglo XIX, cuando él era un comerciante soltero, de edad madura, y su almacén de Ramos Generales se había constituido en el centro de las comunicaciones del barrio. Los vecinos se aprovisionaban allí de harina, azúcar, aceite, café, vino, carbón, sal, kerosene, productos que se expendían al por menor, se anotaban en libretas y se pagaban a fin de mes o al término de las cosechas, cuando circulaba algún dinero por la zona.
Un rol que parecía secundario, el de servir de centro de comunicaciones del barrio, se daba por descontado. El cartero, en lugar de repartir la correspondencia casa por casa, dejaba en el almacén aquella de la clientela del almacén, tanto la del barrio como la de un kilómetro a la redonda. Alguien tenía que cumplir esas funciones y bastaba que solo un comercio se encargara de hacerlo. Recuerdo cartas que se eternizaban a la espera de que el destinatario se presentara. Cruzando la calle, en la Carnicería de Pedro Boccardo, que era un comercio de la misma importancia `para la provisión del barrio, no había teléfono, pero él también repartía el correo y la prensa de su clientela del campo.
Antes de haber aprendido a leer, me deslumbraron las postales que llegaban de Italia para uno de los clientes de mi padre, cuando todavía se desarrollaba la Segunda Guerra Mundial. Venían sin sobre, para facilitar el trabajo de la censura, una situación que me permitía descubrir las imágenes deslumbrantes de Belluno y Reggio-Calabria, alentando las ganas de viajar y conocer el mundo.
En el barrio no había buzones. Por eso el almacén vendía también estampillas y entregaba la correspondencia de los clientes al cartero. Los pocos telegramas que se recibían, debían repartirse de inmediato (una tarea que me tocaba cumplir). Por aquel entonces, uno mandaba telegramas para hacerse presente en ocasiones festivas o luctuosas. Bodas, bautismos, velorios, justificaban el envío de mensajes brevísimos, que se cobraban de acuerdo al número de palabras incluida, con lo que se definía un estilo rústico (Llego mañana tren quince horas) que anunciaba el de los actuales mensajes de Twiter, atormentados por la horca caudina de los 140 caracteres.
¿Cómo nos arreglábamos para vivir con comunicaciones tan deficientes? No estoy describiendo el siglo XIX, ni antes aún, cuando las comunicaciones dentro de los límites puestos por la velocidad del caballo. Desde la perspectiva del siglo XXI, acostumbrado a una densa red de contactos instantáneos, que no se detienen en fronteras, que incluyen imágenes y sonidos, el aislamiento de hace apenas media centuria impresiona como la prehistoria. La calidad de las pocas comunicaciones posibles, me temo, no era inferior a las actuales.
La Mercería de Ali Nasser era un territorio que se encontraba tácitamente reservado para las mujeres, que sin embargo no hubieran soñado con reunirse allí para intercambiar noticias y rumores. Los pocos comercios estaban atendidos por hombres, que hubieran obligado a buscar otro espacio para el diálogo femenino por su simple presencia. Tampoco la calle era un sitio bien visto para detenerse mucho rato a conversar dos mujeres. ¿Acaso no tenían nada que hacer en sus casas? Cuando mi madre y mis tías visitaban a sus amigas de toda la vida, muy rara vez, a pesar de que vivieran a no más de un kilómetro de distancia, pasaban la tarde entera dialogando sin testigos (a los chicos nos mandaban fuera). No sé siempre tenían algo importante que contarse, o si la escasa frecuencia de las reuniones les otorgaba un peso especial, aunque intercambiaran trivialidades.
Simétricamente, por las tardes, hasta la hora de la cena, los hombres del barrio se reunían en el Despacho de Bebidas, un recinto separado del resto del almacén por una mampara de madera, que las mujeres no hubieran franqueado nunca. Allí la concurrencia masculina consumía alcohol (no demasiado: vasos de vino, vasitos de caña o ginebra) leían el diario de la Capital, llegada pocas horas antes, contaban chistes, comentaban las noticias de la radio y los chismes del barrio. Sé que en otras partes se jugaba a las cartas, como en los almacenes del campo, que incluían canchas de bochas o taba, incluso reñideros de gallos, pero mi abuelo no había pensado en eso. En el Despacho de Bebidas no entraban las mujeres, ni siquiera para beber un vaso de granadina (excepto, quizás a doña Justa, llamada la Brava, una clienta mítica de mi padre, a quien recuerdo armada con un látigo, que bien pudo pedir un vaso de vino con soda para refrescarse del viaje en sulky, sin que nadie se atreviera a criticarla).
Mientras viví en mi casa natal, hasta mediados los años ´50, no conocí otro teléfono que el nuestro, utilizado por todos los vecinos. Cuando llamaban a alguien de larga distancia, me tocaba correr dos o tres cuadras para avisar al interesado, que llegaba en chancletas y sin aliento, para recibir alguna noticia capaz de cambiar su vida.
Las llamadas telefónicas sin una justificación eran impensables. Se hablaba poco y preciso, como si la restricción de los telegramas operara en el otro medio de comunicación. A mí nunca se me ocurrió llamar a mis compañeros de estudios para consultar tareas. Llamábamos a una farmacia para preguntar la existencia de un medicamento, a un taxi para que pasara a buscar a un viajero o un enfermo. La guía telefónica de San Pedro era delgadísima e incluía en pocas páginas a otras localidades de la zona.
Un par de veces estuve en la central telefónica, probablemente con alguna de mis tías, que intentaba comunicarse con alguien de la Capital, desde la cabina que allí estaba disponible. La oficina era larga y angosta, poco más que un pasillo, y la visión (fascinante) de una telefonista que enfrentaba un tablero enmarañado de cables, en el que sus manos establecían o ponían fin a las comunicaciones, fue mi primer atisbo de un mundo todavía falto de desarrollo, en el que me iba a mover el resto de mi vida.
Nuestro teléfono era en los años ´40 un modelo arcaico, de comienzos del siglo XX, una caja de madera que podía abrirse para ver el interior. Estaba sujeto a la pared, a la altura de un adulto de pie, por lo que los niños llevábamos una silla para alcanzar la bocina. Tenía una manivela que debía girarse para suministrarle electricidad. Auricular y micrófono estaban separados. Había sido instalado en una casilla de madera terciada sin iluminación interna, por lo que el usuario optaba por hablar en la oscuridad o mantener la puerta abierta para ver algo, dejando que el diálogo fuera oído por todos los que andaban cerca. No había posibilidad de marcar privadamente el número con el que uno deseaba comunicarse, porque la telefonista preguntaba con quién se pretendía hablar (y de acuerdo a la leyenda pueblerina, con tal de distraer el aburrimiento de un trabajo como ese, que la comprometía a estar sentadas durante horas, oía cualquier conversación que prometiera ser interesante).
En la actualidad, vivo frente a un local de Correos, a pesar de lo cual no son muchas las cartas que recibo. Los estados de cuenta del Banco me llegan por email, como las facturas del teléfono, las invitaciones a actividades culturales, los comprobantes del Impuesto sobre la Renta o las citaciones de un Juzgado. Los saludos de Navidad ya no están impresos en papel, ni me las entrega el cartero, porque son Power Points o videos musicales que llegan adjuntos a emails. Me cuesta recordar cuándo escribí una carta dirigida a algún pariente o amigo. Gracias a Internet, he recuperado el contacto con personas a la que había dejado de ver durante décadas. Simultáneamente, con otras he perdido todo contacto, debo confesar, para mi vergüenza, por el simple hecho de que no tienen correo electrónico.

sábado, 14 de enero de 2012

Mitología de la Memoria


A lo largo de los últimos dos años, al redactar este blog, he comprobado que la memoria acumula los datos más opuestos, algunos útiles, otros inservibles, sin que me sea posible entender muy bien cuáles son sus criterios de selección, ni atreverme a detenerla cuando se pone en movimiento y exige de mí una paciencia y un respeto que no sé si ella merece. La memoria me ofrece datos que por algún motivo le ha interesado conservar, acorta aquello que se vuelve reiterativo, relaciona personajes y situaciones que yo hubiera supuesto inconexos, propone hipótesis que me obligan a reinterpretar el pasado, investiga las oscuridades que descubro por todos partes, deduce los nexos que faltan, recupera lo que ella considera significativo, allí donde yo no sospechaba que hubiera nada digno de atención. La memoria compara, diferencia, distorsiona, desecha parte de su materia prima y aunque estoy tan directamente implicado en el proceso, yo soy el primer sorprendido por su trabajo.
¿Debo limitarme entonces a recordar, tratando de ser lo más fiel posible a ese flujo que recibo, hasta convertirme en el médium de un discurso incontrolable? Mi respuesta no es afirmativa. Pocas veces he utilizado material autobiográfico en mis textos de ficción, mientras que la observación y la documentación me parecen capaces de suministrar un repertorio más atractivo. Hace quince años, al decidirme a estudiar portugués, uno de los ejercicios que nos planteaban era redactar una semblanza personal. Para mi sorpresa, al emplear otra lengua, la resistencia a lo autobiográfico, que no había analizado nunca, pero sin duda ha existido, desaparecía. Por lo tanto, hay fantasmas que no controlo y se oponen a una exposición demasiado directa.
Al decidirme a anotar mis recuerdos, eludiendo los artificios de la ficción, no estaba demasiado seguro de lo que encontraría durante el proceso. Eran situaciones y personajes que podía considerar míos y sin embargo no estaba seguro de que me pertenecieran del todo, porque el tiempo los había erosionado durante más de medio siglo y no iba a devolvérmelos sin dejar alguna marca de su trabajo destructor (o creador: como se quiera).
Cuando tenía quince años, me identificaba con el autor de la Carta al Padre (Franz Kafka) a pesar de no ser judío, ni sufrir de tuberculosis. La vida conyugal de mis padres la entendí cuando era un hombre maduro, a través de la ficción de La Mansa (Feodor Dostoievski) a pesar de que mi madre no se mató para escapar del encierro al que la sometía un marido posesivo, ni mi padre confesó nunca la magnitud de su duelo, tras haberla perdido.
La resistencia de mi padre a regresar a San Pedro durante sus últimos años, la interpreté según el modelo de Ulises cuando llega de incógnito a Ítaca, en La Odisea y demora el contacto que. Debo ser la marca profesional de un escritor, sentirse inclinado a relacionar cualquier experiencia del mundo real con algún modelo literario o mítico. Lo propio tiende a conectarse con lo ajeno, con lo admirado, con aquello que proviene del pasado y alerta a percibir el presente.
Al trabajar, los escritores mienten a sus lectores todo el tiempo, lo mismo cuando confiesan inventar personajes y situaciones, que cuando declaran referirse a sus circunstancias más íntimas. Borges es el personaje narrador de El Aleph o de Tlön, Uqbar, Orbis Tertium, y uno pecaría de ingenuo si se lo tomara demasiado en serio, pero de nuevo demostraría no entender para nada el juego que el autor propone a sus lectores, si no percibiera lo bien informado que se encuentra esos autorretratos que se afirman falsos.
Un texto de Abelardo Castillo me alentaba a sospechar que buena parte de lo que yo podía encontrar en el curso de mi búsqueda, probablemente fuera una invención, de las tantas que marcan el oficio de un escritor: alguien se pone en disposición de recordar, y las imágenes que lo asaltan satisfacen su demanda, pero no siempre informan sobre algo real.
Hay una casa muy vieja en San Pedro, en la barranca. O había hace muchos años. Una casa con un mirador. El mirador tiene una grieta que baja hasta la cornisa de la portada. Como una cuña. En verano, te sientas en el tercer banco de la plaza de la iglesia, como viniendo del río, y esperás. Ya de por sí la rajadura impresiona bastante, fuera de que tiene la forma de un triángulo y eso debe ser simbólico. Cuando el reloj del cabildo da el primer campanazo hay que tener los ojos muy abiertos, fijos en el mirador, y arrepentirse de todos los pecados. Entonces empieza a aparecer la Loca en mitad de la rajadura. (Abelardo Castillo: Crónica de un iniciado)

Precisiones como ese “tercer banco de la plaza de la iglesia” viniendo desde el río, alientan a creer que todo lo que sigue se corresponde con la realidad, ahora o hace décadas, en un pueblo que el lector probablemente desconoce, iniciando un proceso que Samuel Johnson (y luego Coleridge) describieron como una suspensión voluntaria de la incredulidad. Si esa disponibilidad para aceptar lo improbable que ofrece el autor no se obtiene, la ficción difícilmente prospera.
Castillo recuerda en un ensayo la lección magistral que habría recibido de Bossio Arnaes, un profesor sin cátedra y escritor sin textos publicados (capaz, sin embargo, de inspirar la escritura de Los Isleros, la novela de Ernesto L. Castro) que habría habitado una casa sobre las barrancas de San Pedro y le demostró lo que era el estilo literario, al corregir sin anestesia las primeras líneas de un cuento que el autor consideraba perfecto y la demostración reveló ripioso.
Lectores y comentaristas que han reproducido esa anécdota, no ponen en duda que haya ocurrido, supongo que convencidos por la circunstancia de que el autor no deja bien parado al distante adolescente que la vivió. Si alguien recuerda una humillación sufrida o un aprendizaje que modificó su visión del mundo, debe ser porque confiesa una verdad que habitualmente nadie refiere.
En mi memoria figura una clase de Rodolfo Constantin, nuestro profesor de Literatura en la secundaria, que también fue profesor de Castillo. Él citaba una historia que Antonio Machado le atribuye a un personaje apócrifo. Juan de Mairena convoca al pizarrón a uno de sus estudiantes y le dicta la siguiente frase: “Los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa”. ¿Léxico rebuscado? No tanto, comparado con la retórica de la poesía española, desde el Siglo de Oro hasta comienzos del XX. Mairena, identificado como un hombre de gustos modernos, le pide a su estudiante que lo traduzca al habla cotidiana, con lo que se obtiene: “Las cosas que pasan en la calle”. ¿Por qué complicar aquello que puede ser simple? Arnaes o Mairena tienen toda la razón, pero es inevitable que un escritor invente, a diferencia de lo que pasa con un cronista.
Como cineasta y periodista, he entrevistado a centenares de personas. No me cuesta elaborar preguntas que los invitan a contar sus experiencias, que pasan a convertirse en la materia prima de mi propio discurso. Oír, descubrir, coordinar, son tareas que disfruto más que redactar mis comentarios. Mientras viví en San Pedro, nunca traté de averiguar las circunstancias en las que nací o crecí, mediante un interrogatorio sistemático a mis mayores, porque ese tipo de comunicación tan abierto, desgraciadamente no se daba en mi familia, y sobre todo, porque no llegué a imaginar que tuviera la menor importancia investigar el tema, hasta muchos años después, cuando estuve en condiciones de relacionar por mí mismo la cantidad de pistas contradictorias que fui acumulando sin darme cuenta de lo que hacía.
Según mi padre, que había oído contar la historia a su tío Félix, Juan Moreira había frecuentado el Despacho de Bebidas de mi abuelo. Todo habría ocurrido en las últimas décadas del siglo XIX, cuando en la calle Chivilcoy se corrían carreras cuadreras muy concurridas por apostadores y mi abuelo mantenía junto a la caja, donde guardaba el dinero de los vueltos, un garrote de quebracho de casi un metro de largo, con el que desalentaba a los clientes que intentaran consumir sin pagar o pretendieran asaltarlo.
Yo conocí el garrote, que permanecía en el mismo lugar, pero nunca vi que lo usaran. De acuerdo a la documentación, el gaucho bandido, protagonista de una novela de folletín y una pantomima teatral, había muerto en 1874. Mi abuelo pudo conocerlo en su adolescencia, pero de ahí a enfrentarlo... No hubiera estado mal. Por lo contrario, hubiera sido estupendo que un chico español desafiara a una figura mitológica como Juan Moreira, munido de una herramienta que en su tierra natal se emplea hasta en competencias atléticas. Nunca supe si mi padre creía realmente en esas anécdotas que se situaban por lo menos ochenta años antes del momento en que las contaba. Dejar que el mito se mantuviera y prosperara, imposibilitado de confrontarlo con la memoria de testigos, debió ser lo más seductor de todo para él. Mientras lo comunicaba, conseguía que se fijaran en él, que de algún modo lo conectaran con un pasado más atractivo que el presente.

martes, 3 de enero de 2012

Espesor de la Memoria



Cuando uno alcanza cierta edad, la desaparición de los padres y familiares que fueron testigos de su infancia, lo deja convertido en el dueño exclusivo de sus recuerdos, mientras que paralelamente se descubre incapaz de confrontar esos recuerdos con la visión de otros, que los complementen, confirmen o contradigan. Quizás la memoria suministre datos realmente confiables, por haberlos experimentado, pero tal vez no pueda evitar distorsionarlos por distintos motivos: la desinformación, los prejuicios, las proyecciones de aquel que recuerda.
A los niños no se le exhiben todos los conflictos que empantanan a los adultos, o cuando los presencian, no siempre los entienden. Por eso, la muerte de los mayores nos despoja de algo precioso, una verdad cuya ausencia nadie puede suplir.
Carola Bovio
Mi tía Carola Bovio murió en las últimas semanas del 2011. Había hablado por teléfono con ella un par de meses antes, después de una de las varias crisis de salud que tuvo, y nos pasó algo extraño: no atinábamos a decir nada que tuviera mucho sentido, excepto “¡Qué alegría oírte!” porque hay emociones demasiado intensas que no se expresan verbalmente, sino a través del contacto, que en ese caso no podía ser físico, sino imaginario. No nos veíamos desde varios años antes, cuando cruzó la cordillera en su primer vuelo en avión, con mi hermana Marta, estuvo unos cuantos días en Chile y no encontré la oportunidad de hacerle preguntas fundamentales para entender la historia de nuestra familia, ahora que no queda vivo casi nadie de su generación. Decidí en ese momento quedarme con todas las dudas, ante la posibilidad de herirla con alguna referencia indiscreta, con algún recuerdo que pudiera causarle dolor.
Carola era una de las hermanas menores de mi madre, que tuvo cinco (más cuatro hombres) desde Rosa, la de más edad, pasando por Fina y Celina, hasta llegar a Nilda, apenas seis o siete años mayor que nosotros, los primeros sobrinos de la familia, que nos convertimos en los protegidos de cinco formidables mujeres.
Francisco de Goya: Cronos
Protegidos éramos en rigor, dados los celos irracionales de mi padre, que no estaba dispuesto a compartir a mi madre, ni siquiera con nosotros, sus hijos. En la mitología griega, el Titán Cronos devoraba a sus hijos, los futuros dioses del Olimpo, a medida que Rea, la Tierra, los paría, con el objeto de evitar que las criaturas que había engendrado lo despojaran de sus poderes, como le había anunciado el oráculo. Esa imagen atroz, tuvo en nuestro caso dos atenuantes: el primero, la ignorancia del mito por mi padre; el segundo, la presencia de los tíos maternos que se interpusieron para darnos el afecto que necesitábamos y nuestros padres no iban a darnos.
Recuerdo a mis cinco tías viviendo en su casa de Chivilcoy y Colón, que adquirieron después de haberse quedado huérfanos, frente al terreno que hoy ocupa la Escuela Pública que lleva el nombre de mi abuelo paterno, porque se construyó en un terreno entonces cercado por arbustos espinosos, que él donó a la comunidad, a comienzos del siglo XX, cuando estaban llegando al mundo sus hijos.
Mis tías, como mi madre, nunca pensaron en desarrollar vidas independientes de la tutela de algún hombre. Mientras estaban solteras, servían a sus hermanos varones, que no siempre las trataban con la misma dedicación. Las mayores fueron muy controladas por ellos, mientras que a las menores se les permitieron algunas libertades.
Se suponía que las Bovio debían casarse con alguien del barrio, porque tampoco les estaba permitido exhibirse tanto, que conocieran a otros posibles maridos en San Pedro. Mientras permanecían solteras, se dedicaban a la infinidad de tareas no remuneradas propias de una casa, que las mujeres debían realizar con sus propias manos a mediados del siglo pasado.
Portada Vosotras, 1941
Los hermanos trabajaban fuera, con el objeto de traer algún dinero a la familia. En la casa de mis tíos, tengo la impresión de que todos estaban haciendo algo útil todo el tiempo. Las mujeres compraban una revista femenina, Vosotras (de ningún modo Para Ti) que dedicaba una mínima parte de su material a la ficción y el resto a manualidades, entre las cuales moldes de costura, que ellas utilizaban para elaborar su ropa y la de los hombres de la familia, una tarea cuyos gráficos intrincados constituían un enigma indescifrable para mí.
Las tías nos tejían guantes y pulóveres jaspeados, a partir de otras prendas que destejían y sobrantes de lana de distintos colores que se acumulaban en un costurero. Mi madre conservaba batitas y camisas de bebé bordadas que sus hermanas habían elaborado mientras esperaban mi llegada al mundo. Ellas debieron ser mis hadas protectoras, que me llamaban con un sobrenombre que nadie más utilizó nunca. A pesar de los cuidados que recibí de ellas, mi padre no pemitió que fueran mis madrinas, y eligió para esa función a una señora que él conocía y no se me acercó nunca. Eso indicaba la relación tensa que había entre él y las Bovio, que estaban siempre del lado de mi madre y no tenían de él una buena opinión.
Cuando mis tíos Juan, Goyo y Horacio regresaban en bicicleta de sus empleos en el taller ferroviario de Depietri o el Matadero Municipal, se encargaban de cultivar la huerta familiar, que regaban con agua de pozo, alzada balde a balde, o reparaban objetos en el taller que estaba detrás de la casa. No había nada que ellos no fueran capaces de hacer: pintaban casas, alzaban muros de ladrillos, construían puertas, carneaban cerdos, cultivaban choclos y zapallos. También nos cuidaban a nosotros, los sobrinos, con una dedicación que nos parecía lo más normal del mundo y hoy evalúo como algo excepcional. Nos daban un afecto que mi padre, sumido en sus conflictos, no estaba en condiciones de compartir.
A los tres o cuatro años, perseguía a mi tío Juan para que me secundara para hacer vueltas carneras o elevar barriletes. De él aprendí a andar en bicicleta, el arte paciente de hacer asados a las brasas (que no apliqué nunca). Él me leía las historietas que traía el suplemento en colores del diario Crónica, cuando todavía era incapaz de hacerlo por mi cuenta.
Recuerdo el matrimonio de mi tía Carola con Amado Pheulpin, que era un carpintero de ascendientes suizos, con ojos claros y pelo ondulado. El hombre que pasó a ser mi tío, también había crecido en el barrio. La celebración fue memorable por dos motivos: una torta cubierta con picos alternados de dulce de leche y crema batida, como no había visto nunca en mi vida, y la que debió ser mi primera borrachera, cuando me dediqué a probar los restos de bebidas alcohólicas que encontré en la mesa, mientras los adultos no prestaban atención a los niños.
Mi tío Amado necesitaba un taller amplio, para instalar sus herramientas, las pilas de madera perfumada y los encargos de sus clientes. Eso lo llevó a mudarse varias veces durante mi infancia. Primero lo instaló en una de las casas de su madre en calle Litoral, luego en una casita adjunta a la quinta de uno de sus parientes, en Tres de Febrero, luego estuvo en una casa de calle Pellegrini, que compartía medianera con la intrincada casa de la familia Tettamanti, a continuación regresó a nuestro barrio, junto a la casa de los Bovio, hasta que construyó el taller de calle Ruiz Moreno, donde continuó hasta su muerte.
Esos cambios me desconcertaban, porque nuestra familia parecía haberse instalado para siempre en la vieja casa de Chivilcoy y Libertad, como había decidido muchos años antes mi abuelo. Esa situación cambió para siempre, a partir de la muerte de mi abuelo en 1949 y la decisión de mi padre de salir de San Pedro, en 1955. Él debió sentirse uno de los hijos de Cronos, amenazado por la figura de alguien tan admirado por el resto del mundo, aunque desconociera el mito y su situación objetiva fuera exactamente la opuesta. Quería librarse de las comparaciones desfavorables con mi abuelo, que tantas esperanzas había depositado en él.
A partir de la salida de San Pedro, mi familia se mudó no menos de siete veces, porque mi padre cambiaba de proyectos que lo aburrían, confiaba en socios que lo traicionaban o depositaba sus esperanzas en negocios utópicos. Mis tíos maternos habían comenzado a separarse con el matrimonio de las mujeres, a mediados de los años `40. Algunos permanecieron en el mismo barrio, otros se instalaron en la Capital, donde las posibilidades de trabajo eran superiores.
Mi tía Carola y mi madre eran lo que en aquella época se consideraban mujeres sufridas. Estaban atadas a maridos controladores, ambos acosados por imágenes de padres ausentes (en el caso de mi padre, por la edad avanzada y el carácter asertivo de mi abuelo, que no escuchaba razones; en el caso de mi tío Amado, por la muerte prematura de su padre). Las dos hermanas cumplieron con su deber y compartieron sus penas, de acuerdo a lo que me enteré tardíamente.
Mi padre y mi tío Amado se entendían bastante bien, a pesar de sus visiones políticas que no podían ser más opuestas. Probablemente los unía su opinión crítica respecto de las Bovio, que no eran tan fáciles de domar como ellos habían pretendido. Tampoco eran incontrolables, dado el respeto incondicional a los compromisos contraídos, que las hizo permanecer atadas a hombres que en ciertos casos las defraudaron. Las quejas masculinas sobre las mujeres de la familia, no impidió que en sus últimos años, tras la muerte de mi madre y la viudez de mi tía Carola, mi padre aprovechara su última visita a San Pedro para proponerle que formaran una pareja. Probablemente solo pensaba en aliviar la soledad, que sin embargo había buscado con tanta dedicación durante años. Mi tía había alcanzado por entonces la madurez suficiente para considerarlo un chiste (yo estoy convencido de que no podía serlo).
Una de las preguntas que nadie me responderá nunca, es por qué mi madre llevó a su hermana a vivir con ella cuando se casó con mi padre, como si entre las dos, repitiendo el acuerdo que se presenta en las Mil y Una Noches entre las hermanas Scheherezad y Dunyazad, fuera posible superar el miedo que les causaba la cercanía de Schahriar, el marido ogro que después de la noche de bodas liquidaba a una esposa tras otra. Una pregunta más difícil aún: ¿bajo qué circunstancias (seguramente muy penosas) intentó mi madre abandonar a mi padre y fue disuadida por sus hermanos? No intentar averiguar más de lo que esos personajes tan amados de mi infancia decidieron mostrar, postergar indefinidamente mi curiosidad, es la forma que adquiere mi homenaje.