sábado, 14 de enero de 2017

Viveza criolla (IV): El arte de avivarse


Los chocolatines donados por los niños a los soldados que combatían en Malvinas durante 1982, los mismos que terminaron por ser vendidos en los kioscos del Gran Buenos Aires, pasaron a formar parte del anecdotario de un régimen de aspecto serio y accionar contradictorio. ¿Cómo se puede anunciar que se reivindica a la Patria y a la vez se incurre en la indignidad de traficar con golosinas? 
La viveza criolla permitía esas combinaciones inimaginables, de un discurso heroico y mezquindades que avergüenzan hasta a los testigos, al enterarse de la impunidad entronizada. Cuando los avivados se apoderaban del Estado, solo puede esperarse que el fraude pierda todo atisbo de actividad ingeniosa, para dejar en evidencia toda su crueldad y bajeza.
Durante mi infancia, los tíos de Buenos Aires me llevaron a lo que recuerdo como el Parque Japonés (aunque debió llamarse Parque Retiro, después de la tardía declaración argentina de guerra al Japón). Estaba instalado frente a la estación terminal del Ferrocarril Central Argentino. Era un territorio donde se concentraban diversiones tan inocentes como El Látigo, Los Autos Chocadores, el Tiro al Blanco, la Pesca de Botellas y otras más pecaminosas, de acuerdo lo que sugería la letra del tango Garufa. Entre las atracciones que allí se exhibían estaba una mujer barbuda, un faquir que se perforaba la piel con enormes agujas, forzudos que desafiaban a los espectadores a un combate sin guantes…  y la siniestra Flor Azteca, una cabeza de mujer que emergía de un angosto florero. Supongo que respondía las preguntas de los curiosos, porque no me permitieron verla, ni yo lo hubiera tolerado, como quedó demostrado cuando hice todo el viaje del Tren Fantasma con los ojos cerrados.
Una versión de La Flor Azteca
Las falsedades del mundo del espectáculo no podían ser tomadas nunca demasiado en serio. La fórmula de Samuel Johnson respecto de la ficción (una suspensión voluntaria de la incredulidad) que descubrí en mi adolescencia, leyendo un texto de Jorge Luis Borges, resumía el complejo proceso de aceptación condicionada del engaño que se daba en el arte. No había ningún problema en jugar por un rato a engañar y dejarse engañar, siempre y cuando todas las partes involucradas respetaran las reglas de un acuerdo transitorio. 
Fu-Manchú
Una de mis frustraciones infantiles fue no haber podido asistir nunca a un espectáculo del mago Fu-Manchú, que todos los años veía anunciados en La Nación. Él presentaba revistas musicales de magia negra, con títulos tan sugestivos como La Noche de Shanghai, La Butaca de la Muerte o La Hija de Satán.
Para mucha gente, lo más lamentable no era ser honesto, pobre y sin futuro, sino haber demostrado ser incapaz de aprender y aplicar oportunamente las malas artes de cualquier avivado. Esa torpeza no tenía disculpa y contaba con un agravante: el honesto sin tacha quedaba sindicado como un imbécil, por quienes se reconocían como sus amigos y estaban seguros de que nunca hubieran sido tan ciegos como él.

El máximo de ambición que descubrían, era parangonable con el de un aventurero. Dar un golpe de suerte o de azar para enriquecerse y “pasarla bien”. Respetaban y odiaban a sus jefes, admiraban incondicionalmente a los pilletes audaces que se imponían en la ciudad con su trabajo de extorsión y eran sumamente amargos escépticos, burlones y joviales. (Roberto Arlt)

Enrique Santos Discepolo
El tramposo podía ser disculpado por el atolondramiento de sus víctimas, que aceptaban el discurso seductor del primero que les acercara, por lo que tenían bien merecida la estafa. De ese modo, sin duda costoso y humillante, aprenderían a no confiar en desconocidos (aunque tampoco eran más seguros los conocidos). El avivado llegaba a ser admirado cuando la operación resultaba exitosa para él y no mortal para su víctima. Eso pasaba al menos cuando el estafador era un hombre. La alternativa de que una mujer fuera capaz de engañar a un hombre, no suscitaba la misma simpatía.

Por ser bueno / me pusiste en la miseria / me dejaste en la palmera / me afanaste hasta el color. / En seis meses / me comiste el mercadito / la casiya de la feria / la ganchera, el mostrador. / ¡Chorra! / Me robaste hasta el amor. / Aura / tanto me asusta una mina / que si en la calle me afila / me pongo al lao el botón., (Enrique Santos Discépolo: ¡Chorra!)

El encuentro de la viveza criolla con la misoginia típica del tango, generaba una indignación mayúscula entre los hombres. Ser (o tan solo imaginarse) engañado por una torpe mujer, a la que todos habían considerado la víctima ideal, y de pronto se revelaba como victimaria, constituía una ofensa intolerable para el ego masculino. El personaje masculino del tango de Discépolo tiene una herida que no puede sanar, ni ocultar, porque otros lo recordarán cuando él la haya olvidado. Una mujer se burló de él, tal como él se ha burlado de tantas mujeres.
Las malas artes del estafador complican la posibilidad de identificarlo a tiempo y detener el daño que puede causar. Como se trata de un actor que interpreta un personaje altamente seductor, sabe cómo predisponer a la víctima, para convertirla en principal cómplice del engaño que habrá de sufrir.

En el eterno carnaval de la vida, el psicólogo debe observar, en el interior de la máscara, la personalidad real de quien la lleva. (José Ingenieros: La simulación de la locura)

Emile Maxim St.Patrick Higgins
Las comunidades pequeñas son el sitio menos apropiado para que en su interior surja un embaucador, porque todos se conocen y controlan desde hace generaciones. Si alguien lo intenta, se lo detecta pronto y se margina al tramposo antes de que pueda causar demasiado daño. La llegada de un embaucador proveniente del exterior, en cambio, sorprende a la comunidad desarmada. Cuando la confianza que despierta el vecino cuya trayectoria se conoce, se traslada automáticamente a un recién llegado, la estafa no tarda en aparecer, como demuestra la historia de Emile Maxim St. Patrick Higgins, aventurero jamaiquino, que en el 2007 prometía construir una franquicia de Disney World en San Pedro, evoca por la trama de El Inspector, la pieza teatral de Nicolai Gogol, donde un aventurero que ha perdido todo su capital jugando a los naipes, logra embaucar a un pueblo entero, como si todos hubieran estado esperando que los engañaran.
Diego Armando Maradona había compartido con él la convocatoria de un show televisivo. ¿Podía ser Maradona víctima de una burda estafa? Funcionarios municipales certificaban que el hipotético magnate había llegado en una flota de helicópteros, necesarios para transportar un séquito de veinte personas. ¿Cómo no dejarse impresionar por esa fastuosa puesta en escena? Su auto avaluado en cientos de miles de dólares podía ser alquilado, pero eso aún se ignoraba.  ¿Necesitaba embaucar inversores? Tal vez ellos solicitaban ser embaucados. Mientras el engaño duró, muchos debieron disfrutarlo.  El desengaño tuvo que ser penoso. La posibilidad de extraer una moraleja de la anécdota, no tiene mucho sentido. Cuando alguien quiere ser engañado, puede apostarse que tarde o temprano aparecerá quien lo haga caer en su propia trampa.

No hay credulidad tan ciega como la credulidad de la codicia, que es, en su medida universal, la miseria moral y la indigencia intelectual de la humanidad. (Joseph Conrad)