Los chocolatines donados por los niños a los soldados que combatían en Malvinas durante 1982, los mismos que terminaron por ser vendidos en los kioscos del Gran Buenos Aires, pasaron a formar parte del anecdotario de un régimen de aspecto serio y accionar contradictorio. ¿Cómo se puede anunciar que se reivindica a la Patria y a la vez se incurre en la indignidad de traficar con golosinas?
La viveza criolla permitía esas combinaciones inimaginables, de un discurso heroico y mezquindades que avergüenzan hasta a los testigos, al enterarse de la impunidad entronizada. Cuando los avivados se apoderaban del Estado, solo puede esperarse que el fraude pierda todo atisbo de actividad ingeniosa, para dejar en evidencia toda su crueldad y bajeza.
Durante mi infancia, los tíos de Buenos Aires me
llevaron a lo que recuerdo como el Parque Japonés (aunque debió llamarse Parque
Retiro, después de la tardía declaración argentina de guerra al Japón). Estaba instalado
frente a la estación terminal del Ferrocarril Central Argentino. Era un
territorio donde se concentraban diversiones tan inocentes como El Látigo, Los
Autos Chocadores, el Tiro al Blanco, la Pesca de Botellas y otras más
pecaminosas, de acuerdo lo que sugería la letra del tango Garufa. Entre las
atracciones que allí se exhibían estaba una mujer barbuda, un faquir que se
perforaba la piel con enormes agujas, forzudos que desafiaban a los
espectadores a un combate sin guantes… y
la siniestra Flor Azteca, una cabeza de mujer que emergía de un angosto
florero. Supongo que respondía las preguntas de los curiosos, porque no me
permitieron verla, ni yo lo hubiera tolerado, como quedó demostrado cuando hice
todo el viaje del Tren Fantasma con los ojos cerrados.
Una versión de La Flor Azteca |
Las falsedades del mundo del espectáculo no podían
ser tomadas nunca demasiado en serio. La fórmula de Samuel Johnson respecto de
la ficción (una suspensión voluntaria de la incredulidad) que descubrí en mi
adolescencia, leyendo un texto de Jorge Luis Borges, resumía el complejo
proceso de aceptación condicionada del engaño que se daba en el arte. No había
ningún problema en jugar por un rato a engañar y dejarse engañar, siempre y
cuando todas las partes involucradas respetaran las reglas de un acuerdo
transitorio.
Fu-Manchú |
Una de mis frustraciones infantiles fue no haber podido asistir
nunca a un espectáculo del mago Fu-Manchú, que todos los años veía anunciados
en La Nación. Él presentaba revistas musicales de magia negra, con títulos tan
sugestivos como La Noche de Shanghai, La Butaca
de la Muerte o La Hija de Satán.
Para mucha gente, lo más lamentable no era ser
honesto, pobre y sin futuro, sino haber demostrado ser incapaz de aprender y
aplicar oportunamente las malas artes de cualquier avivado. Esa torpeza no
tenía disculpa y contaba con un agravante: el honesto sin tacha quedaba
sindicado como un imbécil, por quienes se reconocían como sus amigos y estaban
seguros de que nunca hubieran sido tan ciegos como él.
El máximo de ambición que descubrían, era parangonable con el de
un aventurero. Dar un golpe de suerte o de azar para enriquecerse y “pasarla
bien”. Respetaban y odiaban a sus jefes, admiraban incondicionalmente a los pilletes
audaces que se imponían en la ciudad con su trabajo de extorsión y eran
sumamente amargos escépticos, burlones y joviales. (Roberto Arlt)
Enrique Santos Discepolo |
Por ser bueno / me pusiste en la miseria / me dejaste en la
palmera / me afanaste hasta el color. / En seis meses / me comiste el mercadito
/ la casiya de la feria / la ganchera, el mostrador. / ¡Chorra! / Me robaste
hasta el amor. / Aura / tanto me asusta una mina / que si en la calle me afila
/ me pongo al lao el botón., (Enrique Santos Discépolo: ¡Chorra!)
El encuentro de la viveza criolla con la misoginia
típica del tango, generaba una indignación mayúscula entre los hombres. Ser (o
tan solo imaginarse) engañado por una torpe mujer, a la que todos habían
considerado la víctima ideal, y de pronto se revelaba como victimaria,
constituía una ofensa intolerable para el ego masculino. El personaje masculino
del tango de Discépolo tiene una herida que no puede sanar, ni ocultar, porque
otros lo recordarán cuando él la haya olvidado. Una mujer se burló de él, tal
como él se ha burlado de tantas mujeres.
Las malas artes del estafador complican la
posibilidad de identificarlo a tiempo y detener el daño que puede causar. Como
se trata de un actor que interpreta un personaje altamente seductor, sabe cómo predisponer
a la víctima, para convertirla en principal cómplice del engaño que habrá de
sufrir.
En el eterno carnaval de
la vida, el psicólogo debe observar, en el interior de la máscara, la
personalidad real de quien la lleva. (José Ingenieros: La simulación de la
locura)
Emile Maxim St.Patrick Higgins |
Diego Armando Maradona había compartido con él la
convocatoria de un show televisivo. ¿Podía ser Maradona víctima de una burda
estafa? Funcionarios municipales certificaban que el hipotético magnate había
llegado en una flota de helicópteros, necesarios para transportar un séquito de
veinte personas. ¿Cómo no dejarse impresionar por esa fastuosa puesta en
escena? Su auto avaluado en cientos de miles de dólares podía ser alquilado,
pero eso aún se ignoraba. ¿Necesitaba embaucar inversores? Tal vez ellos solicitaban ser embaucados. Mientras el
engaño duró, muchos debieron disfrutarlo. El desengaño tuvo que ser penoso. La
posibilidad de extraer una moraleja de la anécdota, no tiene mucho sentido.
Cuando alguien quiere ser engañado, puede apostarse que tarde o temprano
aparecerá quien lo haga caer en su propia trampa.
No hay credulidad tan ciega como la credulidad de la codicia, que es, en su medida universal, la miseria moral y la indigencia intelectual de la humanidad. (Joseph Conrad)