jueves, 21 de septiembre de 2017

Sufrir o gozar la vida (II): Cegueras voluntarias del Siglo XX

Epicuro

Los seres humanos y los animales buscan el placer y evitan el dolor, determinando lo placentero como bueno y lo doloroso como malo. Por eso decimos que el placer es el principio y fin del vivir feliz. Pues lo hemos reconocido como bien primero y connatural y a partir de él hacemos cualquier elección o rechazo. (Epicuro)

El bienestar que suministran las endorfinas, esas glándulas minúsculas de las cuales depende la convicción personal de que en buena hora uno se encuentra en este mundo, nos vuelve dependientes de situaciones que no resulta fácil controlar cuando se las disfruta. Uno quiere estar muy bien, o al menos no sufrir la existencia que le ha tocado en suerte. La cultura en la que se ha nacido, propone actividades inútiles, ingestas y rituales que permiten gozar la vida y hasta convencerse de que tienen asegurada la felicidad eterna, para quienes comparten ciertos credos religiosos.
Algunas de estas actividades suelen ser privadas, como lo referente al sexo o el consumo de un amplio repertorio de estimulantes, mientras que otras son actividades públicas, como los paseos y la asistencia a espectáculos deportivos o musicales. El siglo XX desplegó una cultura de la diversión, que no tiene precedentes con aquella que lo antecedió y solo puede entenderse por el contexto histórico amenazante en el que surgió. La vieja amenaza de un próximo fin del mundo, que estaba presente hacia el comienzo de nuestra era y después, al llegar al siglo X, nunca estuvo más cerca de concretarse, y la decisión darle la espalda mientras fuera posible, puesto que no se atina a enfrentarlo o impedirlo, nunca estuvo más justificada.

Por cuatro días locos / que vamos a vivir. / Por cuatro días locos / te tenés que divertir. / En esta vida la mescolanza / de diversiones y de pesar / no pierdan nunca las esperanzas / y aprendan todos este cantar. (Rodolfo Sciammarella: Por cuatro días locos)

Alberto Castillo
La voz de Alberto Castillo no anunciaba nada muy alegre. El hedonismo no pasa de ser una máscara del nihilismo. Pasarlo bien es la intención declarada de casi todo el mundo, y solo pasa a un segundo término o se lo cuestiona (y finalmente se lo condena) cuando esa idea tan elemental y sana entra en conflicto con compromisos que se consideran superiores al mero disfrute, tales como la salud del propio cuerpo o la seguridad de otros seres humanos. Intentar lo contrario, subordinarlo todo a la búsqueda del placer inmediato era tradicionalmente una actitud censurada por la sociedad (el epicureísmo nunca fue una filosofía puesta a la altura del estoicismo), que en todo caso los individuos se dedicaban a disimular lo mejor que podían, como si debieran avergonzarse de su aspiración a la felicidad.
Winston Churchill
Hay épocas de inevitable y generalizado sacrificio de todo el mundo, le guste o no, como la era que anunciaba el Primer Ministro Winston Churchill a los ingleses, hacia el comienzo de la Segunda Guerra Mundial: les aguardaban días de sangre, sudor y lágrimas. Hay etapas de esperanzas colectivas, como aquellas que prometía la canción que se hizo popular durante la crisis económica de los años `30, probablemente porque todo en la realidad parecía oponerse a lo que anunciaba la letra, sin aportar la menor prueba de que ningún anuncio optimista fuera a cumplirse:

Happy days are here again / The skies above are clear again / So let´s sing a song of cheer again, / Happy days are here again. (Milton Ager y Jack Jellen: Happy days are here again)

 Hay épocas de obnubilación colectiva, no pocas veces promovida por la industria cultural, que necesita vender sus productos, que se corresponde con despreocupados proyectos personales, no pocas veces fruto del temor a la realidad, en connivencia con el discurso de los dirigentes políticos deseosos de perpetuarse en el poder. Si se los acepta, no habrá carencia que no se resuelva, humillación que no se consuele. ¿Acaso la realidad plantea límites a los deseos? Si eso ocurre, basta con cerrar los ojos y continuar haciendo y creyendo lo que hasta entonces uno estaba convencido de que le correspondía hacer y creer.
Adolf Hitler

Podemos estar felices de saber que el futuro nos pertenece. (Adolf Hitler)

Si las promesas de felicidad duradera no resultaban demasiado convincentes, quedaba el recurso de anunciar el apocalipsis, una estrategia que el pensamiento cristiano adoptó con éxito durante el primer siglo de nuestra era y reactualiza de vez en cuando, gracias a las admoniciones que descubre en los textos sagrados. Si triunfaba el comunismo ateo, planteaba la propaganda capitalista de mediados del siglo XX, quedaría abolida la propiedad privada, no solo de las grandes empresas, porque hasta los niños serían arrancados de sus madres, para someterlos a un adoctrinamiento que los convertiría en autómatas puestos al servicio del Estado.
El fin de los tiempos se acercaba cada vez más, ya no por los pecados de la Humanidad, que era incorregible, sino por obra y gracia de la mortal radioactividad que sumiría al planeta en un invierno de miles de años. Sobrevivirían las bacterias, la vegetación o mutantes que de solo imaginarlos causaban espanto. El futuro se veía oscuro, mientras no se mirara más allá de las narices. Costaba pensar que alguna vez amaneciera.
En oposición a eso, se ofrecía la imagen de una Edad de Oro del capitalismo, libre de penurias y contradicciones, moderna, placentera, que no se sabía cómo llegaría a ser eterna y perfecta, generalizada y sin coste alguno para los participantes. No se trataba de esperar un futuro razonable, sino de cerrar los ojos ante las amenazas del futuro inmediato. Si es difícil ignorar la realidad, porque se vuelve apremiante y resulta imposible marginarse de sus corrientes, cabe la alternativa de concentrarse en cualquier cosa que no resulte conflictiva, de escapar por un rato.
Guerra nuclear
En medio de la Guerra Fría, que anunciaba el inminente fin de la humanidad, como consecuencia de las bombas nucleares que estaban acumulando las grandes naciones, poco después de terminada la Segunda Guerra Mundial, y hasta por descuido iban a estallar, podía cantarse:

La televisión pronto llegará / yo te cantaré y tú me verás.

No fue la televisión sino internet, el medio llegado hacia el fin de siglo XX, el que se encargó de democratizar la comunicación audiovisual, dotándola de una interactividad que finalmente la vuelve trivial. Todo el mundo tendría la oportunidad de convertirse en una celebridad por quince minutos, anunciaba Andy Warhol en los `60 y la tecnología contemporánea respalda esa aspiración, aunque solo sea por los 140 caracteres de un Twitter o los selfies de Facebook.
Andy Warhol
La música popular suele dar cuenta de las tensiones y expectativas nada superficiales de determinado un momento histórico. Primero la gente canta y baila una simplificada visión del mundo, la comparte y difunde; más tarde los estudiosos desentrañan el significado de visión del mundo.  En Argentina, el tango se ha dedicado no pocas veces a describir los vicios de una clase alta que puede pagarse todos los placeres imaginables y carece de escrúpulos cuando trata de disfrutarlos. Tal vez el tango no pretenda moralizar a nadie, enunciando una superioridad de virtudes en las que no cree, pero no suele celebrar ese ambiente, que conoce bien.
Francisco Canaro: Tiempos Viejos

¿Te acordás, hermano, qué tiempos aquellos? / Eran otros hombres, más hombres los nuestros. / No se conocían cocó [cocaína] ni morfina; / los muchachos de antes no usaban gomina. (Francisco Canaro y Manuel Romero: Tiempos viejos)

No es un tango escrito hace pocos años, que da cuenta de un país previo a la irrupción de todo tipo de estimulantes y tranquilizantes adictivos, sino en 1926. Por entonces, el mundo contemporáneo era visto como el escenario de una profunda crisis de valores. “Todo es igual / nada es mejor” denunciaba Enrique Santos Discépolo en Cambalache.
Los estimulantes y tranquilizantes adquieren muchas formas y suscitan una diversidad de reacciones en la sociedad donde se los produce, distribuye y consume. Algunos son tolerados socialmente (el chocolate, la comida en general, la ingesta moderada de alcohol), mientras otras pasan de lo aceptado a lo reglamentado (es el caso del tabaco o los ansiolíticos en la actualidad) o de lo clandestino a lo aceptado (como el empleo terapéutico de la marihuana en algunos países) mientras otras quedan confinadas al plano de lo clandestino (las llamadas drogas recreativas).
Publidad: cigarrillos y deporte
En el pasado, las drogas que no fueran el alcohol y el tabaco se consumían discretamente, en los círculos capaces de financiarlas, durante actividades los medios fingían ignorar, excepto cuando desembocaban en algún crimen que despertara el interés de la audiencia masiva alertada por la prensa, hasta generar una condena social focalizada, que pronto se trasladaba a otras circunstancias de la actualidad.
Luego las drogas se descontrolaron. Creció la demanda de una sociedad que no veía futuro, o que solo veía las amenazas del futuro, mientras que paralelamente creció una oferta difícil de resistir. Era más fácil huir de la realidad que intentar algún cambio.
Una sólida tradición de desconfianza respecto de instituciones como los partidos políticos, las Fuerzas Armadas, la Iglesia Católica, la Justicia, que hubieran debido estar fuera de toda sospecha y todos los días quedaban en evidencia como incompetentes, corruptas o discriminadoras, se había acumulado en Argentina durante décadas. No se podía prescindir de ellas, y al mismo tiempo resultaba imposible controlarlas. Conformarse con lo que había, era esperar lo peor y no atinar a evitarlo.
VIH positivo y negativo
Después de la difusión de la píldora anticonceptiva, que liberó a las mujeres del temor a un embarazo no deseado, las últimas décadas del siglo XX condujeron a la idea de que podía (y hasta debía) disfrutarse del sexo como no había sido posible hasta entonces. Todo podía experimentarse sin culpa.
A mediados de los años ´80, el enigma del VIH obligó a despertar de esa fantasía. El sexo tenía consecuencias, más allá de la prevención de embarazos y esas consecuencias incluían la muerte. Los tiempos cambiaban, para ofrecer nuevas maneras de sufrirlos.