Epicuro |
Los seres humanos y los
animales buscan el placer y evitan el dolor, determinando lo placentero como
bueno y lo doloroso como malo. Por eso decimos que el placer es el principio y
fin del vivir feliz. Pues lo hemos reconocido como bien primero y connatural y
a partir de él hacemos cualquier elección o rechazo. (Epicuro)
El bienestar que suministran las endorfinas, esas glándulas
minúsculas de las cuales depende la convicción personal de que en buena hora
uno se encuentra en este mundo, nos vuelve dependientes de situaciones que no
resulta fácil controlar cuando se las disfruta. Uno quiere estar muy bien, o al
menos no sufrir la existencia que le ha tocado en suerte. La cultura en la que
se ha nacido, propone actividades inútiles, ingestas y rituales que permiten
gozar la vida y hasta convencerse de que tienen asegurada la felicidad eterna,
para quienes comparten ciertos credos religiosos.
Algunas de estas actividades suelen ser privadas, como lo
referente al sexo o el consumo de un amplio repertorio de estimulantes,
mientras que otras son actividades públicas, como los paseos y la asistencia a
espectáculos deportivos o musicales. El siglo XX desplegó una cultura de la
diversión, que no tiene precedentes con aquella que lo antecedió y solo puede
entenderse por el contexto histórico amenazante en el que surgió. La vieja
amenaza de un próximo fin del mundo, que estaba presente hacia el comienzo de
nuestra era y después, al llegar al siglo X, nunca estuvo más cerca de
concretarse, y la decisión darle la espalda mientras fuera posible, puesto que
no se atina a enfrentarlo o impedirlo, nunca estuvo más justificada.
Por cuatro días locos / que
vamos a vivir. / Por cuatro días locos / te tenés que divertir. / En esta vida
la mescolanza / de diversiones y de pesar / no pierdan nunca las esperanzas / y
aprendan todos este cantar. (Rodolfo Sciammarella: Por cuatro días locos)
Alberto Castillo |
Winston Churchill |
Hay épocas de inevitable y generalizado sacrificio de todo
el mundo, le guste o no, como la era que anunciaba el Primer Ministro Winston
Churchill a los ingleses, hacia el comienzo de la Segunda Guerra Mundial: les
aguardaban días de sangre, sudor y lágrimas. Hay etapas de esperanzas
colectivas, como aquellas que prometía la canción que se hizo popular durante
la crisis económica de los años `30, probablemente porque todo en la realidad parecía
oponerse a lo que anunciaba la letra, sin aportar la menor prueba de que ningún
anuncio optimista fuera a cumplirse:
Happy days are here again / The
skies above are clear again / So let´s sing a song of cheer again, / Happy days
are here again. (Milton Ager y Jack Jellen: Happy days are here again)
Hay épocas de obnubilación colectiva, no pocas veces
promovida por la industria cultural, que necesita vender sus productos, que se
corresponde con despreocupados proyectos personales, no pocas veces fruto del
temor a la realidad, en connivencia con el discurso de los dirigentes políticos
deseosos de perpetuarse en el poder. Si se los acepta, no habrá carencia que no
se resuelva, humillación que no se consuele. ¿Acaso la realidad plantea límites
a los deseos? Si eso ocurre, basta con cerrar los ojos y continuar haciendo y
creyendo lo que hasta entonces uno estaba convencido de que le correspondía
hacer y creer.
Adolf Hitler |
Podemos estar felices de saber
que el futuro nos pertenece. (Adolf Hitler)
Si las promesas de felicidad duradera no resultaban
demasiado convincentes, quedaba el recurso de anunciar el apocalipsis, una
estrategia que el pensamiento cristiano adoptó con éxito durante el primer
siglo de nuestra era y reactualiza de vez en cuando, gracias a las admoniciones
que descubre en los textos sagrados. Si triunfaba el comunismo ateo, planteaba
la propaganda capitalista de mediados del siglo XX, quedaría abolida la propiedad
privada, no solo de las grandes empresas, porque hasta los niños serían
arrancados de sus madres, para someterlos a un adoctrinamiento que los
convertiría en autómatas puestos al servicio del Estado.
El fin de los tiempos se acercaba cada vez más, ya no por
los pecados de la Humanidad, que era incorregible, sino por obra y gracia de la
mortal radioactividad que sumiría al planeta en un invierno de miles de años. Sobrevivirían
las bacterias, la vegetación o mutantes que de solo imaginarlos causaban
espanto. El futuro se veía oscuro, mientras no se mirara más allá de las
narices. Costaba pensar que alguna vez amaneciera.
En oposición a eso, se ofrecía la imagen de una Edad de Oro
del capitalismo, libre de penurias y contradicciones, moderna, placentera, que
no se sabía cómo llegaría a ser eterna y perfecta, generalizada y sin coste
alguno para los participantes. No se trataba de esperar un futuro razonable,
sino de cerrar los ojos ante las amenazas del futuro inmediato. Si es difícil
ignorar la realidad, porque se vuelve apremiante y resulta imposible marginarse
de sus corrientes, cabe la alternativa de concentrarse en cualquier cosa que no
resulte conflictiva, de escapar por un rato.
Guerra nuclear |
En medio de la Guerra Fría, que anunciaba el inminente fin
de la humanidad, como consecuencia de las bombas nucleares que estaban
acumulando las grandes naciones, poco después de terminada la Segunda Guerra
Mundial, y hasta por descuido iban a estallar, podía cantarse:
La televisión pronto llegará /
yo te cantaré y tú me verás.
No fue la televisión sino internet, el medio llegado hacia
el fin de siglo XX, el que se encargó de democratizar la comunicación
audiovisual, dotándola de una interactividad que finalmente la vuelve trivial.
Todo el mundo tendría la oportunidad de convertirse en una celebridad por
quince minutos, anunciaba Andy Warhol en los `60 y la tecnología contemporánea
respalda esa aspiración, aunque solo sea por los 140 caracteres de un Twitter o
los selfies de Facebook.
Andy Warhol |
Francisco Canaro: Tiempos Viejos |
¿Te acordás, hermano, qué
tiempos aquellos? / Eran otros hombres, más hombres los nuestros. / No se
conocían cocó [cocaína] ni morfina; / los muchachos de antes no
usaban gomina. (Francisco Canaro y Manuel Romero: Tiempos viejos)
No es un tango escrito hace pocos años, que da cuenta de un
país previo a la irrupción de todo tipo de estimulantes y tranquilizantes adictivos,
sino en 1926. Por entonces, el mundo contemporáneo era visto como el escenario
de una profunda crisis de valores. “Todo es igual / nada es mejor” denunciaba
Enrique Santos Discépolo en Cambalache.
Los estimulantes y tranquilizantes adquieren muchas formas y
suscitan una diversidad de reacciones en la sociedad donde se los produce,
distribuye y consume. Algunos son tolerados socialmente (el chocolate, la
comida en general, la ingesta moderada de alcohol), mientras otras pasan de lo
aceptado a lo reglamentado (es el caso del tabaco o los ansiolíticos en la
actualidad) o de lo clandestino a lo aceptado (como el empleo terapéutico de la
marihuana en algunos países) mientras otras quedan confinadas al plano de lo
clandestino (las llamadas drogas recreativas).
Publidad: cigarrillos y deporte |
Luego las drogas se descontrolaron. Creció la demanda de una
sociedad que no veía futuro, o que solo veía las amenazas del futuro, mientras
que paralelamente creció una oferta difícil de resistir. Era más fácil huir de
la realidad que intentar algún cambio.
Una sólida tradición de desconfianza respecto de
instituciones como los partidos políticos, las Fuerzas Armadas, la Iglesia
Católica, la Justicia, que hubieran debido estar fuera de toda sospecha y todos
los días quedaban en evidencia como incompetentes, corruptas o discriminadoras,
se había acumulado en Argentina durante décadas. No se podía prescindir de
ellas, y al mismo tiempo resultaba imposible controlarlas. Conformarse con lo que había, era esperar lo peor y no
atinar a evitarlo.
VIH positivo y negativo |
A mediados de los años ´80, el enigma del VIH obligó a
despertar de esa fantasía. El sexo tenía consecuencias, más allá de la
prevención de embarazos y esas consecuencias incluían la muerte. Los tiempos
cambiaban, para ofrecer nuevas maneras de sufrirlos.