martes, 18 de noviembre de 2014

Elogio de la estupidez ajena


¿Hay cosa más natural que la necedad entone sus propias alabanzas y se dé bombo a sí misma? (Erasmo: Elogio de la Locura)
La estupidez es a veces la mayor de las grandes fuerzas de la Historia. (SIdney Hook)

Nave de los locos (grabado medieval)
Cuando yo tenía veinte años, lamento decir que hace de ello más de medio siglo, en el grupo en el que participé durante mi etapa de estudiante universitario, la inteligencia era valorada casi por encima de cualquier cosa. El dinero no importaba, el atractivo físico tampoco. No era que uno se mirara en el espejo y considerara pertenecer a automáticamente a una élite esclarecida (los “happy few” de acuerdo a la fórmula de Stendhal).
Ese sector que intelectualmente se hubiera debido encontrar por encima del resto, la mayoría de la gente, menos favorecida por la suerte, de acuerdo a la concepción aristocrática de la inteligencia. Solo se trataba de algo deseable para cualquiera con dos dedos de frente, una característica que podía no ser innata y valía la pena cultivar, aunque se estuviera lejos de obtener los mismos frutos que admirábamos en nuestros héroes, los grandes artistas e intelectuales.
Recuerdo a un joven de mi edad, a comienzos de los años ´60, al que llamábamos (no sin maldad) “el sobaco ilustrado”. Andaba siempre con un libro bajo el brazo. Nunca el mismo. A nadie le constaba que los leyera. Tampoco era cosa de ponerlo a prueba para salir de dudas. ¿Qué hubiera pasado si al interrogarlo demostraba que efectivamente asimilaba esas lecturas? No hubiéramos podido continuar riéndonos de él, sintiéndonos superiores. ¿Qué hubiera pasado si quedaba en evidencia que se trataba solo de una pose? No se habría ganado nada con confirmar la hipótesis.Nadie esperaba nada relevante de e.
Hans Holbein: Erasmo de Rotterdam
En ese momento no leí a Erasmo, a pesar de que tuve la oportunidad de hacerlo, porque di por supuesto que representaba una etapa superada de la Humanidad, que el pensamiento moderno había superado y aborrecía justificadamente. Prejuicios similares crearon baches considerables en mi frágil Cultura, que por haber sido organizada por un autodidacta, no pasaba de ser un rejunte caótico de las vanguardias de entonces. Podía considerarme al día, pero me faltaba profundidad.
Erasmo creyó necesario dedicar, en pleno siglo XVI, cuando los métodos de la Escolástica mantenían sujeta a la inteligencia, un minucioso Elogio de la Locura, que en rigor es una denuncia de la Estupidez. De haber encarado el libro de ese modo, no me hubiera parecido tan ajeno a la ironía de Kafka, ni al teatro del absurdo de Ionesco, ni a El Malentendido de Camus, ni al distanciamiento crítico planteado por las obras de Bertolt Brecht que tanto me sedujeron por entonces. Erasmo escribía en una época en que la disidencia religiosa, moral o política planteaba enormes riesgos para todo aquel que se atreviera a manifestarla (después de todo, era un hijo ilegítimo que intentaba abrirse paso en una sociedad que lo estigmatizaba sin conocerlo). No es de extrañar que tomara tantas precauciones para no ser visto como un peligroso heterodoxo que debía reprimirse.

¿Qué hombre (…) ofrecería su cabeza al yugo del matrimonio si, como suelen hacer los sabios, pensase antes seriamente en los inconvenientes de la vida conyugal, ni qué mujer consentiría que se le acercase un varón si conociese o examinase solamente los peligrosos dolores del partes o las molestias de criar los hijos? (Erasmo: Elogio de la Locura)

Para sobrevivir, Erasmo estaba obligado a vender su inteligencia a los príncipes y jerarcas de la Iglesia. Por eso deja a la vista de todo el mundo una densa capa de erudición y conformismo que satisface el paladar de la clientela y distrae del fondo del discurso. Es inteligente y (sobre todo) lo parece, lo ostenta de manera tal que no puedan ignorarlo aquellos que se encuentran en disposición de utilizar la cercanía de la inteligencia ajena, aunque solo se para adornarse.

¿Qué es lo que vemos en los niños que nos mueve a besarlos, a abrazarlos, a acariciarlos, y que hace que nos parezca que hasta tienen la virtud de desarmar al enemigo, sino el atractivo de la necedad, con que la prudente Naturaleza ha adornado la frente de los recién nacidos, a fin de que puedan pagar en placer los trabajos de la crianza y conquistar por su amabilidad la protección que necesitan? (Erasmo: Elogio de la Locura)

A diferencia de lo que pasa hoy, Erasmo no se preocupa de halagar a los jóvenes que son mayoría y conforman la clientela ideal, porque consumen sin detenerse a pensarlo demasiado. Ni siquiera estaba obligado a tolerarlos. Podía denostarlos con elegancia. Nuestra conciencia actual de lo que es políticamente correcto por un lado y aquello que resulta imprudente afirmar en público por el otro, aunque uno se encuentre suficientemente  convencido de lo que opina, todavía no se había establecido por entonces.

¿De dónde proviene este encanto de la juventud, sino de mí [la Necedad] a quien se debe que los que menos saben sean, por ello mismo, los que menos se enojen? (Erasmo: Elogio de la Locura)

Los tiempos han cambiado, puede comprobar cualquiera que transite la modernidad. Aquellos que menos saben hoy, tienen conciencia de representar una abrumadora mayoría, están orgullosos de lo que ignoran, se sienten con derecho a plantear sin pudor sus puntos de vista y no pocas veces otorgan a sus desconocimientos, mitos y prejuicios el peso de nuevos dogmas, por los que consideran que bien vale la pena matar (lo más probable) o morir (lo menos).
A pesar de que no existen estadísticas al respecto, quizás no haya hoy más estupidez  que hace quinientos años. Claro, la educación básica es obligatoria en gran parte del planeta, la Medicina ha mejorado las condiciones de vida, las telecomunicaciones han conectado de manera instantánea a los seres humanos más distantes, las leyes se han vuelto más sensibles respecto de los débiles, desde hace tiempo no quemamos a las brujas... pero nada parece más improbable que haber alcanzado la racionalidad en el manejo del planeta.
Desde la actualidad, el observador tiene la impresión de que en el pasado la ignorancia experimentaba algo parecido a una conciencia de sus límites y tendía a respetarlos, no fuera que la denunciaran de lo que era, mientras que hoy se la nota envalentonada, conocedora del poder infalible que le reconocen la democracia y los estudios de mercado.
Cole Porter
No se trata de un sentimiento nuevo, que envenene las primeras décadas del siglo XXI, tras una seguidilla de desencantos de los grandes sistemas políticos y religiosos. El compositor norteamericano Cole Porter daba cuenta en 1934 de la crisis de valores contemporánea, en una canción cínica incluida en una comedia musical que fue reciclada en varios filmes:

The world has gone mad today / and good´s bad today / and black´s White today / and day´s night today / and that gente today / you gave a cent today / once had several chateaux / when folks who still can ride in jitneys / find out Vanderbilts and Whitneys / lack baby clothes, / anything goes. (Cole Porter: Anything goes)

¡Qué alivio! Desaparecidos los valores tradicionales, podía experimentarse algo parecido a la libertad (o el vértigo) que prometía la modernidad. Todo había comenzado a dar lo mismo, en medio de la mayor crisis económica internacional de la que se tuviera memoria, causante de inmensas hambrunas y paralela destrucción de recursos, menos de veinte años después de terminada lo que se llamó la Gran Guerra y apenas cinco años antes de que se iniciara la todavía más horrible Segunda Guerra Mundial. Es difícil imaginar un contexto más sombrío.
Enrique Santos Discépolo
Para Enrique Santos Discépolo, el mundo contemporáneo (1934) se presentaba como una pesadilla que a pesar del horror que causaba, podía ser cantada y bailada como un tango.

Hoy resulta que es lo mismo / ser derecho que traidor / ignorante, sabio o chorro / generoso, estafador. / Todo es igual / nada es mejor / lo mismo un burro / que un gran profesor / (…) Si uno vive en la impostura / y otro roba en su ambición / da lo mismo que sea cura / colchonero, rey de bastos / caradura o polizón. (Enrique Santos Discépolo: Cambalache)

El vaciamiento inocultable de la cultura tradicional y su reemplazo por algo que no resulta del todo reconocible ni satisfactorio, pero tampoco puede dejarse de lado, es un fenómeno que abruma a ignorantes e inteligentes por igual. Sin duda, es un sentimiento que se ha dado en otros momentos de la Historia, en diferentes sociedades, causando vértigo a unos y comentarios irónicos a otros.

Si los imbéciles son los más satisfechos de sí mismos y los más admirados por todos, ¿quién será el necio que prefiera la verdadera sabiduría, que tanto trabajo nos cuesta adquirir, nos vuelve tímidos y vergonzosos, y por último encuentra tan pocos que la aprecien? (Erasmo: Elogio de la Locura)

Erasmo lo presenció en su época. Se refiere a su propia experiencia. Aunque hubiera debido considerarse a sí mismo un privilegiado, por las oportunidades que tuvo de formarse, un intelectual de fama internacional, con pocos competidores que le disputaran ese rol, su situación ventajosa era inestable.
Dependía de los favores de una clase dirigente a la que debía halagar, distraer y (créase o no) guiar en la interpretación de materias relevantes, evitando sin embargo cualquier cuestionamiento. Podía utilizar su inteligencia, le pagaban para que lo hiciera, en atención a la completa inutilidad de esa demostración pública de los más altos dones de la Humanidad.
Ese reconocimiento de la inteligencia, que la condena a ser inoperante, no parece molestarnos demasiado en la actualidad. La lógica del mercado se ha impuesto y el principal rol que se otorga a la inteligencia, es interpretar el oráculo de la necedad colectiva, para dictar a continuación las normas que habrán de seguirse para obtener las mayores ganancias.
El necio posee una cualidad que no es de despreciar: la de ser solo él franco y verídico. (Erasmo: Elogio de la Locura) 
¿Por qué paga mejor hacerse el tonto que serlo efectivamente? Más aún: ¿por qué conviene hacer creer que uno es algo tonto, que pretender demostrar el valor efectivo e irrenunciable de la propia inteligencia? La inteligencia real o aparente asusta a muchos, que se sienten amenazados por su ejercicio o incapacitados para acceder a ella.
Quien opta por la primera estrategia, la de simular estupidez, por deshonrosa que parezca, se ahorra más de un dolor de cabeza. No lo vigilan buscando errores que le serán cobrados, no lo envidian pensando en desplazarlo. Aunque la estupidez irrite cuando se manifiesta con demasiada frecuencia, también alivia a quien se cree libre de su mancha.

La estupidez elimina cualquier sospecha: “desarma”, como se dice todavía hoy. Huellas de esa astucia, de esa estupidez astuta, las encontramos en el hecho de que las fuerzas están tan desigualmente distribuidas, que el más débil busca su salvación en fingirse más estúpido de lo que es: se encuentran, por ejemplo, en la proverbial astucia cotidiana (…) del soldado con el superior, del escolar con el maestro y del niño con los padres. Quien está en el poder se irrita menos cuando los débiles no pueden, que cuando no quieren. (Robert Musil: Sobre la estupidez)

domingo, 2 de noviembre de 2014

De las cartas de amor al SMS


Muy señor mío: tomo la pluma en la mano, para decirle por la presente que me encuentro bien de salud, como espero que usted también, Dios mediante…
A mediados del siglo XX el aprendizaje de las fórmulas tradicionales de la comunicación escrita, comenzaba en la escuela primaria. En algunos momentos, podía parecer una acumulación tediosa de destrezas manuales, pero hoy se sabe que al ejercitarlas se activan zonas del cerebro que de otro modo permanecerían tal como estaban.
Quizás el estudiante no quedara capacitado para expresar todo lo que pasaba por su cabeza, pero al menos adquiría ciertas herramientas que le permitían establecer un contacto escrito con otras personas. En mi caso, ese aprendizaje continuó durante la educación secundaria, porque asistí a una Escuela de Comercio donde nos enseñaban a redactar misivas convencionales, de esas que tarde o temprano uno debe afrontar y se encuentran formalizados en modelo que se recicla con mínimas alteraciones.

La gente cree que el lenguaje es algo simple. El lenguaje tiene múltiples niveles, como un edificio con un diferente plano para cada piso. En el lenguaje escrito hay letras, palabras, frases, que son diferentes niveles del lenguaje. Están relacionados, pero no de una manera simple. El deletreo está al nivel de la palabra, pero frases están al nivel de la sintaxis. Palabras y sintaxis (esquemas para organizar el orden de las palabras) son semi-independientes. La organización de las frases para crear textos es otro nivel. (Virginia Berninger)

Tal vez la gente escribe hoy más que antes, gracias a un teclado, no en un papel, utilizando un lápiz o una pluma movidos por una mano experta, y dudo que escriba lo mismo de antes. En el pasado, se escribía menos y se le prestaba mayor atención al escrito. Hoy, los teléfonos celulares nos acompañan a todas partes, durante las actividades cotidianas y ofrecen tanto la posibilidad de dialogar utilizando la voz, como de redactar y leer breves textos, que reclaman una urgencia pocas veces justificada; pueden enviar y recibir imágenes fijas o en movimiento, pero de todos modos triviales, etc.
Los mensajes de texto se han convertido en una rutina de la gente (a veces, también en una adicción vergonzosa) de la que probablemente cuesta librarse. Leerlos o redactarlos requiere muy poco esfuerzo. No se corrigen y pronto se olvidan. Cuando se compara esta facilidad sin criterio, con las nociones de responsabilidad y sentido que acompañaban tradicionalmente a la comunicación escrita, se llega a la certeza de no haber ganado tanto con la novedad tecnológica.

Las frases se me resistían, como las cosas. Las observaba, las rodeaba, fingía que me alejaba y retornaba súbitamente a ellas, para sorprenderlas desprevenidas; la mayoría de las veces conservaban su secreto. (Jean-Paul Sartre: Las palabras)

¿Cómo se escribe hoy, cuando la pantalla del teléfono limita el número de caracteres que puede incluir un mensaje? Se escribe en cualquier sitio donde uno se encuentre y se envía (y recibe) de inmediato cualquier mensaje de otros participantes de la comunicación, por lo que no se tiene la oportunidad de preparar o corregir lo escrito.
Se escribe sin atender a las reglas de cortesía, porque no hay espacio para saludos y despedidas. Se escribe desentendiéndose de la ortografía y la sintaxis, porque o bien se las ignora, o no se estima que sea necesario concederle atención a tales añejeces.
La necesidad de escribir a mano se vuelve cada vez menos frecuente para los jóvenes. ¿Para qué hacerlo, cuando hay teclados que cumplen con esa función y programas que suministran una enorme variedad de tipografías, incluyendo algunas que imitan la escritura manual?  He descubierto que algunos de mis estudiantes, cuando son obligados a escribir a mano, solo son capaces de hacerlos en letras de imprenta.
Mi infancia y mi adolescencia, en cambio, fueron atormentados por observaciones de maestras y profesores que reprobaban mi caligrafía poco ortodoxa (“patas de mosca” fue descrita alguna vez) fruto de la rapidez del trazado y el insuficiente control muscular, o que se empeñaban en adiestrarme en el trazado de la Cursiva Inglesa o la Redondilla (incluso la Gótica heredada del Medioevo) utilizando plumas de acero de punta abierta o cuadrada, para lo cual se requería un tiempo y una concentración que al parecer me faltaban.
El llenado de los cuadernos de caligrafía de la secundaria me exponía a evaluaciones mediocres que bajaban mi promedio de otras materias. Yo sabía que tarde o temprano terminaría arruinando un ejercicio, por no tomarme el tiempo que requería. La escuela planteaba modelos de vida demasiado estrictos, sin alternativas para los educandos. Si no se disponía de la pluma adecuada, era inútil ponerse a escribir. Si no se sostenía la lapicera en diagonal, respecto del papel, entre los dedos índice y pulgar, ciertos rasgos se volvían imposibles. Si se cargaba demasiado la pluma, en lugar de drenarla en el borde del tintero, era inevitable un manchón en el cuaderno o la manga del guardapolvo. Si se dejaba el tintero destapado, la tinta se volvía espesa, inmanejable. Si no se tenía el papel secante a mano, cualquier error derivaba en una marca indeleble.
Era una cultura normativa, que no toleraba discrepancias o descuidos, porque el resultado los denunciaba.
La aparición a mediados del siglo XX del bolígrafo (que para nosotros era Birome) condenaba al desuso las plumas cucharita y con ellas los tinteros de los pupitres escolares, los rasgos de distinto grosor, la necesidad de recargar la lapicera con tinta, el papel secante, etc. Una nueva modalidad de escritura se había impuesto, que permitía seguir el hilo de los pensamientos sin interrupciones, mientras suprimía paralelamente el disfrute estético de la caligrafía.
Para los chinos y japoneses, la caligrafía era un arte no inferior al de la pintura, que costaba aprender y era el fruto de especialistas admirados. Los musulmanes pueden condenar la pintura figurativa, que entra en competencia con el único Hacedor del universo, pero ven obstáculo en el lucimiento de la caligrafía. En nuestra cultura actual, se ha vuelto una formalidad arcaica, decorativa, que nadie practica y de todos modos se considera inútil.
En algún momento, cuando aprendí a leer, descubrí en un cajón del tocador de mi madre, algunas cartas que mi padre le había enviado durante su noviazgo, escritas en un papel lila que conservaba el perfume a violetas de tal vez nueve o diez años antes. Resultaba tan extraño reconocer esa letra familiar, que aparecía en los libros de cuentas del almacén, intentando describir sentimientos personales, en correcta cursiva inglesa, que alternaba los rasgos delgados y los gruesos, delicadamente inclinada hacia la derecha. No recuerdo el contenido de esas misivas, pero debió ser algo que aún le importaba a mi madre, incluso después del desengaño que fue su matrimonio, porque de otro modo no las hubiera conservado, junto a las fotos familiares, a pesar de la convicción de que la relación era un fracaso.
La caligrafía de mi padre era una de las pocas adquisiciones que mantenía de su paso por el Colegio Nacional de Buenos Aires. Cuando lo pienso mejor, tal vez fuera la marca de la educación de mi abuelo, que lo dedicó a llenar los libros de Contabilidad de su comercio, tal como él me obligó a mí, cuando estuve en edad de secundarlo. Prestarle atención a la caligrafía era una forma de facilitar una comunicación más fluida entre nosotros. Nada resultaba menos adecuado que una “letra de médico”, rápida pero imposible de descifrar para casi todo el mundo.
Las palabras de amor que había usado mi padre en sus esquelas de noviazgo, tal vez no fueran del todo suyas, comprendí más tarde. Solo de ese modo se explicaba que ya no las usara en su vida cotidiana (si es que no era porque el desencanto del matrimonio las había vuelto desactualizadas, inútiles). Existían volúmenes de modelos de cartas, que la gente de mi barrio utilizaba cuando se encontraba en la alternativa de escribir algo más personal que una tarjeta de felicitaciones. Lo que hubiera debido ser más personal, recurría a los modelos expresivos que planteaba lo aceptado, tal como en San Pedro las fotos que salían de los estudios de Suñer o Bennazar se encontraban posadas y cuidadosamente retocadas, para que todo el mundo luciera bien y no tuviera que avergonzarse de sí mismo.
Cuando en la actualidad busco algo similar en Google, descubro para mi sorpresa que los modelos de correspondencia amorosa no han desaparecido, que continúan ofreciendo a la gente la descripción de sentimientos y actitudes tan actuales como los dinosaurios. ¿Alguien los utilizará, exponiéndose al ridículo?
Un cambio de mentalidad se ha verificado en nuestra cultura. Ni siquiera fue necesario que pasara mucho tiempo para convencerse de ello. En la actualidad, no son pocos los que prefieren dar por terminada una relación amorosa mediante un mensaje de texto. Se ahorran (puede suponerse) la incomodidad de recibir la respuesta incómoda durante un diálogo cara a cara, o lo que todavía es peor, una negociación plagada de lágrimas y reproches, que puede conducir al resultado opuesto. Un mensaje de texto es breve, definitivo, y si la otra parte se empeña en continuar la comunicación, con un gesto que no cuesta el menor esfuerzo, se bloquean sus respuestas.
Queda en pie, sin embargo, la pregunta sobre el efecto que esos mensajes producen en aquellos que los reciben. ¿Dejan alguna huella? ¿Vuelven a ser consultados? ¿Se olvidan tan pronto como aparece otro mensaje, probablemente no menos trivial, reclamando por unos segundos la atención del receptor?

Nunca una lágrima emborronará un e-mail. (José de Saramago)