sábado, 14 de mayo de 2016

Los tangos del despecho


Antonio Berni: Orquesta típica
Por ser bueno / me pusiste a la miseria / me dejaste en la palmera / me afanaste hasta el color. / En seis meses / me comiste el mercadito / la casilla de la feria  / la ganchera, el mostrador… / ¡Chorra! / Me robaste hasta el amor. / Aura / tanto me asusta una mina, / que si en la calle me afila / me pongo al lao del botón. (Enrique  Santos Discépolo; ¡Chorra!)

Nunca me vanaglorié de poseer una cultura tanguera. Más aún, no recuerdo haberla adquirido. Cuando la necesité, pasados los cuarenta años, descubrí que podía disponer de ella. Tal vez no fuera enciclopédica, pero me permitía escribir una pieza teatral. Si eso había sido posible, no era porque el aprendizaje ocurriera en forma sistemática y declarada, sino a través de la continuada inmersión en una corriente de datos, que aún desatendidos o rechazados, lograron llegar a su destino: mi cerebro y el de millones de seres humanos en mi situación.
Durante mi infancia, promediando el siglo XX, desde la radio y los discos de 78 rpm surgían formidables voces masculinas, fáciles de identificar, carentes de presencia física, que resultaban tanto más seductoras por ofrecerse incompletas, cuando las comparamos con los abrumadores recursos audiovisuales que acompañan, magnifican y no pocas veces suplen el desempeño vocal de los cantantes de hoy.
Mona Maris y Carlos Gardel
Se trataba de artistas como Hugo del Carril, Charlo, Héctor Mauré, Alberto Marino, Raúl Berón, Julio Martel, Agustín Irusta. Edmundo Rivero, Roberto Rufino y otros. Les bastaba el acompañamiento de algunas guitarras, una pequeña orquesta, y narraban historias emocionantes, con frecuencia melodramáticas, que solicitaban la participación imaginaria de quienes las oían. ¿Cómo no sentirse involucrado? No costaba demasiado asociar la memoria de recuerdos personales, para identificarse con las situaciones planteadas por los versos.
¿Era de extrañarse que tantos tangos y boleros hablaran de amor, sobre todo de amores no compartidos, en algunos casos porque circunstancias ajenas a la voluntad de la pareja se oponían a la felicidad, pero sobre todo porque la traición de una de las partes (generalmente la mujer) quebraba las promesas de fidelidad que alguna vez habían intercambiado los amantes?

[En las canciones populares] el tema del amor ha convertido en vicios retóricos, las dos fórmulas de tratamiento más empleadas desde que la literatura es literatura: el amor idealizado y el amor masoquista. Los temas son o la exaltación de la figura del amado idealizada o las quejas por el maltrato del amor. (Manuel Vázquez Montalbán: Cien años de Canción y Music Hall)

Mientras los boleros idealizan con frecuencia a las mujeres perversas o indiferentes, que desdeñan al hombre que cometió el error de enamorarse de ellas, para sufrir lo indecible por la pasión no correspondida, los tangos suelen denigrar en público a las mujeres mezquinas o traidoras, para demostrar que después de todo no podían ser tan atractivas como parecieron a quienes en la actualidad sienten asco o lástima por ellas, ningún apego.
Tarjeta postal años `20
Se dirá que en ambos casos, las canciones de la primera mitad de siglo XX revelan una distancia muy difícil de franquear entre hombres y mujeres; que el amor heterosexual, lejos de suturar, contribuye a revelar. Probablemente no fuera una convicción tan difundida en la realidad, pero la persistencia del tema en la música popular, y la enorme difusión que gozaron esas composiciones, indica que no se trataba de un sentimiento minoritario, rechazado o condenado por la gente. Cuando las relaciones se encuentran envenenadas por la desconfianza, todo lo que se intenta, incluyendo los gestos de buena intención, que en otras circunstancias podrían atenuar las conflictos, resultan mal interpretados:

Con gesto doloroso de mi vida pisoteada, / aquí estoy de frente a tu crueldad. / Quién sabe de los dos cuál es más digno de piedad, / midiendo mi tristeza y tu maldad. / Si supieras cómo arden tus miradas compasivas, / ¡basta ya! Déjame por favor. / Ya nunca lograrás amordazar mi sinsabor. (Héctor Artola y Alfredo Navarrine: Falsedad)

Tarjeta postal años `10
Dados los estilos musicales privilegiados por los medios durante la primera mitad del siglo XX, las letras de estas canciones se oían nítidas, protagónicas, emitidas en la lengua vernácula de los auditores, acompañadas y en ningún momento anuladas por la orquesta. Se volvían familiares gracias a la reiteración y el ámbito donde eran recibidas. Estaban allí, compartiendo nuestra intimidad, pero al mismo tiempo mantenían una distancia prudente respecto de los destinatarios del discurso (a diferencia de la televisión, medio en el que los conductores afirman de palabra y gestualidad que ven a sus espectadores).
El contacto auditivo era a la vez imperfecto y sin embargo más profundo. Grandes cantantes que no tenían cuerpo, o cuyo cuerpo no era lo fundamental de su expresión (a diferencia de lo que pasa en la actualidad con los protagonistas de video-clips) entregaban diariamente eso que el tango denomina un "sermón de vino" (Cátulo Castillo: La Ultima Curda), una narración musicalizada y bailable de peripecias ejemplares, en cuanto capaces de modelar la visión del mundo de la gente que la recibía.

Contame tu condena / decime tu fracaso. / ¿No ves la pena que me ha herido? / y hablame simplemente / de aquel amor ausente / tras un retazo del olvido. (Cátulo Castillo: Che, bandoneón)

¿Cómo extrañarse de que los tangos de entonces se refirieran constantemente a las relaciones de pareja (a los amores nacientes y sobre todo a los desamores, al despecho y otros duelos íntimos que se arrastran y sobrevienen, a medida que la pasión inicial se desgasta)? Fueron compuestos para ser oídos por hombres y mujeres que los utilizaban como excusa para acercarse físicamente y por un rato, a personas del otro sexo, mientras bailaban delante de testigos que hubieran condenado esa vecindad de no haber música, superando las restricciones puestas  por una sociedad represiva, a todo lo que propiciara el contacto erótico.
Tango años `30
Mientras las parejas bailaban, quedaban autorizados para tocarse en público, con las manos y a veces con gran parte del torso y las mejillas. Eso les permitía moverse entrelazados, siguiendo el compás, en una actitud tan evocadora de la sexualidad, que los anatemas de la Iglesia Católica contra el tango resultan más que justificados. Durante el baile, se volvía posible oler al otro (aunque las pastillitas de Sen-sen enmascararan la identidad de las feromonas), dialogar en privado, burlando la vigilancia de parientes y amigos.
El tango recurrió a los versos, después de una época inicial, de títulos sugestivos o soeces, en la que solo suministraba música a los bailarines. Las letras pasaron a convertirse en el vehículo perfecto para narrar historias conmovedoras, en ocasiones acreedoras de la estética del reportaje periodístico. En ellas cabía, por ejemplo, la confesión del hombre culpable de un doble asesinato pasional.

¡Arrésteme, sargento, y póngame cadenas! / Si soy un delincuente, que me perdone Dios / yo he sido un criollo güeno, me llamo Alberto Arenas… / Señor, me traicionaban, y los maté a los dos… / Mi china fue malvada, mi amigo era un sotreta / Cuando me fui a otro pago me basureó la infiel. / Las pruebas de la infamia las traigo en la maleta: / las trenzas de mi china y el corazón de él. (Carlos Vicente Geroni Flores y Julio Navarrine: A la luz de un candil)

Héctor Basaldúa: Salón de tango
¿Quién se atreve a condenar al asesino confeso? Mató dos veces, él no lo niega, pero de acuerdo al tango lo hizo porque se vio obligado, con el objeto de cobrarse la traición de una mala mujer y un amigo que resultó no serlo. Según costumbres ancestrales, que nadie cuestionaría, en ocasiones a un hombre que se precie de su género, no le quedan otras opciones que convertirse en criminal. Tiene que defender el honor ofendido, en pleno siglo XX, tal como sucedía mil años antes, cuando se encontraban vigentes los códigos de honor del Medioevo.
La condena judicial y el encierro de por vida en una cárcel, pueden ser vistas apenas como formalidades, que se siguen para evitar que otras mujeres se quejen de que no hay Justicia en este mundo. Para la opinión dominante, el asesino es una apenas una víctima, que decidió lavar su buen nombre. ¿Quién no hubiera hecho lo mismo, de encontrarse en la misma situación?
En el interior de su hogar, un hombre gozaba durante el siglo XX de una impunidad digna de jeques árabes. Ser macho brindaba privilegios y planteaba obligaciones a los que no era posible renunciar. En la mesa, se lo servía la comida antes que al resto, de manera tal que si no alcanzaba para todos, no fuera él quien se quedara con hambre. Cuando había que tomar cualquier iniciativa de cierto peso, se le pedía consejo y en ningún caso se hubiera obrado en contra de su opinión. Ser macho incluía también obligaciones (respecto de la comunidad de los otros hombres, más que en relación a las mujeres). Los hombres no lloraban, ni tenían dudas, ni se arrepentían, ni aprendían nada de su experiencia (porque de antemano lo sabían todo).
Los sentimientos encontrados respecto de la pareja, el conflicto entre los valores del grupo y aquellos del individuo, entre lo que se debe hacer y lo que se quiere hacer, llegan tardíamente a la canción y desgarran su esquematismo inicial.

Varón pa´ quererte mucho / varón pa´ desearte el bien / varón pa´ olvidar agravios / porque ya te perdoné. / Tal vez no lo sepas nunca / tal vez no lo puedas creer / tal vez te provoque risa / verme tirao a tus pies. (Sebastián Piana y Homero Manzi: Milonga sentimental)

Cuando se observa la letra de los tangos más apegados a la tradición, las mujeres (con excepción de las madres que se ven obligadas a poner sus vidas al servicio incondicional de los hijos varones, por crueles o indiferentes que ellos se muestren) son todas hembras desmemoriadas o pérfidas,  que con frecuencia reciben su merecido escarmiento, gracias a la intervención de hombres que les pagan con la misma moneda. La ventaja que disfrutan los hombres no es poca: de ellos ninguna mujer debería esperar la fidelidad, porque sería lo mismo que pedirles una renuncia a su género.
La figura del Destino, suele ser en los tangos una versión idealizada del punto de vista de los hombres, la concreción de sus más oscuros deseos. En ciertos casos, el Destino castiga tarde o temprano a las mujeres, que al independizarse de sus parejas se encuentran sometidas a un proceso acelerado de envejecimiento, gracias al cual pierden la belleza física, el único recurso capaz de ejercer algún poder sobre el sexo opuesto. Mujeres que de acuerdo a la opinión dominante no merecen la confianza masculina, se vuelven poco atractivas cuando se las compara con otras más jóvenes (y no por casualidad, incautas). Después de cometer la traición que el tango les imputa, ellas descubren que no pueden disfrutarlo, porque se ven obligadas a sobrellevar en público una existencia horrible.

Sola, fané, descanyada, la vi esta madrugada / salir de un cabaret. Flaca, dos cuartas de cogote / y una percha en el escote, bajo la nuez. / Chueca, vestida de pebeta, teñida y coqueteando / su desnudez, parecía un gallo desplumao / mostrando al compadrear el cuero picoteao. / Yo que sé cuando no aguanto más / al verla así rajé, pa´ no llorar. (Enrique Santos Discépolo: Esta noche me emborracho)

A pesar de las evidencias que brinda la realidad, resulta imposible hallar tangos que muestren a los hombres como seres inseguros de su sexualidad, patológicamente celosos, golpeadores o incluso asesinos, que temen a las mujeres más de lo que han llegado a desearlas. Cuesta hallar tangos donde los hombres dialoguen con las mujeres de igual a igual, que los muestren como parejas que comparten las mismas dificultades y alegrías, que les deben gratitud aunque no sean sus madres. El enfrentamiento irritado, propio de quienes desean apartarse de aquello que les inspira desconfianza, que temen o los molesta, resulta ser lo más frecuente.


Para muchos hombres, la única emoción que goza de alguna validación es la ira. El resultado es que una gama de emociones es canalizada en la ira. Aunque tal canalización no es exclusiva de los hombres (ni es el caso para todos los hombres) en algunos no son inusuales las respuestas violentas ante el temor y el sufrimiento, ante la inseguridad y el dolor, ante el rechazo y el menosprecio.

Esto es particularmente cierto cuando el sentimiento producido es el de no tener poder. Tal sentimiento sólo exacerba las inseguridades masculinas: si la masculinidad es una cuestión de poder y control, no ser poderoso significa no ser hombre. (...) La violencia se convierte en el medio para probar lo contrario ante sí mismo y ante otros. (Kaufman)