Encuentros cercanos con delirantes



Máquina utópica de movimiento perpetuo

El cobrador Zanetti no se quitaba el sombrero delante de las iglesias ni de los coches fúnebres, pero descubría con unción al pasar frente a los conventillos, los nosocomios y las penitenciarías. Encarnizado enemigo de toda superstición, Zanetti derramaba la sal adrede, quebraba espejitos, apaleaba gatos negros y corría parrilladas en Viernes Santo. (Leopoldo Marechal: Adán Buenosayres)
 
Cuando era un chico de 7 u 8 años, pude conocer a un vagabundo que en ocasiones se detenía en el Despacho de Bebidas del almacén de mi padre y explicaba a quien quisiera oírle, su máquina de movimiento perpetuo, que debía elevar el agua del río Paraná, para distribuirla sin costo alguno por San Pedro. Pedía una hoja de papel de estraza, del que usábamos para armar paquetes de azúcar o fideos, y dibujaba en ella poleas y cañerías, estructuras y válvulas que me causaban asombro, porque la máquina más complicada que yo conocía era el motor de la bomba de agua de nuestra casa, que nunca se me ocurrió abrir.
La idea del movimiento continuo (el perpetuum mobile del mundo clásico) era uno de los temas recurrentes de los delirantes tecnológicos, aprendí más tarde. Algo parecido a la piedra filosofal de los alquimistas o la instauración de un nuevo orden social, en el que reinaría un eterno equilibrio. Se trataba de empresas demasiado grandes para ser factibles, planteadas por gente que carecía de conocimientos técnicos y recursos materiales. Y aunque esto último pudiera remediarse, ¿cómo podía ser que nadie hubiera advertido antes la capacidad excepcional de un delirante como el inventor de la máquina perfecta, que regalaba su creación a cambio de un vaso de vino?
Logo de American International Pictures
Cuando estudiaba en la Universidad, pretendía hacer cine (eso estudiaba) y conocí a un tipo no mucho mayor que yo, que buena parte de mis amigos conocía en Mar del Plata. Se presentaba a sí mismo como representante de American International, la productora y distribuidora de películas norteamericanas baratas. Él andaba siempre en la vecindad de los cines Radio City y Roxy, que exhibían esas películas. En algún momento me ofreció financiar un cortometraje en color y 35 milímetros, que promocionaría a Mar del Plata en el exterior.
Era una gran oportunidad para mí, que hasta entonces solo había participado en un par de cortometrajes en blanco y negro y 16 milímetros. Trabajé armando el guión, tratando de incorporar los elementos que el productor exigía (ciertas locaciones, como el Hotel Provincial, un trío musical que se llamaba Los Sudamericanos, y luego una modelo seleccionada por él, que parecía una chica de barrio). Después de haber comprometido a un equipo técnico formado por algunos de mis compañeros de estudios, entre los cuales Myrtha Lecourt, que organizó el esquema de color, el productor desapareció.
Era imposible encontrarlo en los sitios que frecuentaba anteriormente, y solo entonces caí en la cuenta de que no había estado nunca en su oficina. Cuando nos encontrábamos, siempre en sitios públicos, él me llamaba por teléfono y fijaba el lugar. Tuve que afrontar la idea de que nada de lo que había aceptado como cierto durante meses, tenía el menor sustento. Pedí disculpas a mis amigos y me resigné a la idea de haberme portado como un tonto. No sería la única oportunidad en que tal cosa me ocurrió. Los delirantes, en el mundo de los medios masivos, proliferaban. Algunos eran famosos y gozaban de una trayectoria profesional, otros eran desconocidos y trataban de incorporarse a la profesión, pero todos se alimentaban de la credulidad ajena.
Durante mi paso por la Universidad conocí a un compañero de más edad, que mirábamos con una mezcla de lástima y burla, cuando exhibía, por ejemplo, una interminable filmación en 8 milímetros de su propia boda, en la que él no aparecía nunca, ni en los momentos inevitables de intercambiar alianzas o bailar el vals con la novia. Todo el tiempo, él estaba dedicado a lo que realmente le interesaba: registrar imágenes en movimiento.
Ganado cebú
Uno podía estimularlo para que recitara sus discursos ya conocidos, como el de la faena constante de vacunos: en lugar de matar a las vacas de la raza cebú, que proporcionaban excelente leche, él proponía podarles las gibas, que sin duda volverían a crecer después de un tiempo. Al oírlo hablar experimenté el callado espanto que suscitan las palabras de un delirante entre aquellos que escuchan su mensaje. No hace falta que uno se deje convencer por sus argumentos, porque de todos modos (lo que resulta más perturbador) uno reconoce en esa carencia de sentido, como en un espejo deformante, buena parte de sus propias expectativas.
Algunos de mis compañeros de Universidad decidieron a comienzos de los años `60 iniciar una guerrilla en la selva tucumana. Eran los tiempos de mayor seducción de la Revolución Cubana sobre la izquierda de todo el continente. Mis amigos desaparecieron un día, y al cabo de algunos meses nos enteramos por la prensa que el ejército los había capturado, junto con otros inexpertos combatientes, mientras intentaban refrescarse en un río. Uno de ellos había muerto durante la emboscada. Otro pasó en la cárcel varios años. Costaba no lamentar su suerte, pero al mismo tiempo indignaba que hubieran imaginado que participaban en una excursión de boy-scouts.
Plaza de Mayo, 1/5/1974
Diez años más tarde, ya casado y regresando de Chile, donde habíamos tenido la experiencia de un sangriento golpe de Estado, nos reencontramos con viejos amigos que en poco más de dos años de no vernos, se habían radicalizado políticamente, recibieron a Perón de regreso de su exilio como si fuera el inicio de nuevos tiempos, abandonaron decepcionados la plaza durante el discurso del Primero de Mayo de 1974, acompañaron el cortejo fúnebre del viejo líder, y comenzaron a conspirar contra el gobierno de Isabelita  Martínez. Los bombazos se volvieron rutina en Buenos Aires. ¿No eran demasiado bruscos los cambios de opinión acumulados en tan escaso tiempo, para no advertir que la atmósfera del país se estaba desquiciando? Una de nuestras amigas, joven madre, le contó a mi mujer, como lo más natural del mundo, que trasportaba cócteles Molotov en el cochecito de su hija de pocos meses.
Masacre de Guyana
En Venezuela escuché la expresión “Capitán Araya, que embarca a su gente y se queda en la playa”, para designar a los conductores que engañan (embarcan) y luego abandonan a su suerte, a las víctimas que confiaron en ellos. También se utilizaba en Chile y España. No se refería a delirantes siniestros, como Jim Jones, capaz de estafar a casi un millar de jubilados norteamericanos, para conducirlos lejos de sus familias, hasta una comuna levantada en la jungla de Guyana, y terminar envenenándolos con Kool-Aid, cuando se anunciaba la visita de un recaudador de impuestos que iba a destapar el engaño.
Mis delirantes fueron menos crueles, o tal vez yo no fui tan tonto como supuse, porque pude haberlos encontrado en situaciones de mayor riesgo. A comienzos de los `70, por ejemplo, me tocó trabajar como escenógrafo de un director de cine debutante, que acababa de recibir una herencia y estaba dispuesto a financiar con recursos propios un largometraje. Era una co-producción argentino-francesa, con actores de cuatro nacionalidades, un eficiente productor profesional, un equipo confiable, la estructura intacta de un viejo estudio de Martínez, y todo parecía estar en orden durante la pre-producción, hasta que el primer día de filmación dejó en evidencia las carencias de quien debía conducir todo el proceso. No tenía la menor idea de lo que estaba haciendo.
La distancia entre querer hacer cine y encontrarse en condiciones de hacerlo era abismante. De algún modo, el equipo profesional llegó (con alivio) y gracias a una dedicación digna de mejor causa, hasta el final de una producción que se veía naufragar desde el comienzo, pero más tarde, como es habitual en la región, no hubo manera de cobrar la última semana de trabajo. Los delirantes, aprendí, sufrían más que sus víctimas. Caían de lo alto de sus elaboraciones quiméricas, arrastrando a quienes les hubieran concedido credibilidad.
Tal vez eso no les causara el menor daño. Volverían a hacerlo. Tendrían que hacerlo. Estaban acostumbrados a defraudar a quienes se dejaran seducir, porque era lo único que podían hacer. De haber tenido la capacidad creativa que imaginaban, hubieran hecho una carrera respetable y no, esa felicidad les estaba negada.
Los actores de teatro, descubrí en los `80, solían ser los más temibles delirantes.  Lo hacían con mayor convicción que cuando estaban representando ante el público. Podían leer un texto y entusiasmarse con él, podían solicitar del autor que les escribiera el texto que nadie les había ofrecido antes, y a continuación entraban en pánico, dudaban de su capacidad para encarar el personaje que el autor había elaborado, se enfermaban o desaparecían, porque buscaban la manera de desligarse del compromiso.
Quince días antes del estreno, querían morir con tal de evitar la humillación de un estreno para el que no estaban preparados. Enfermaban de esto o aquello. Querían suprimir partes de la obra o agregar otras. No eran capaces de recordar la letra. Se les ocurrían ideas que cambiaban todo el sentido del proyecto. Luego del estreno, si todo resultaba como debía ser, después de haber recibido un reparador baño de aplausos, la existencia del autor pasaba a ser un estorbo, una amenaza que podía despojarlos del contacto que habían llegado a establecer con los espectadores.
Con el tiempo, disipado el enojo de haber prestado atención a su discurso falaz, uno recuerda con algo de simpatía a los delirantes. Fueron inútiles, causaron daños a sí mismos y a quienes los rodeaban, o al menos hicieron perder el tiempo, pero también estimularon la capacidad de soñar de aquellos que suelen comportarse con mayor sensatez, y sobre todo nos obligan a recordar, que llegado el momento y a pesar de los recaudos que tomemos, gracias a los delirantes todos nos comportamos como tontos.

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