miércoles, 3 de diciembre de 2014

Modernidad y agresión juvenil: ¿Quién mata al Maestro?



Hemos necesitado muchos años de indiferencia y estupidez, para hacernos tan ignorantes como somos hoy. (Charles Simic)

Escuela años `30
Cuando yo era chico, los maestros eran respetados. Poco importaba que no estuvieran muy bien preparados por apenas cinco años de estudios secundarios, siguiendo un esquema positivista que había sido impuesto por Sarmiento en el último tercio del siglo XIX, hallando la resistencia de los sectores más conservadores del país, ni que se limitaran a seguir la planificación enviada desde el Ministerio y las actividades preparadas por el equipo de la revista La Obra.
Ellos enseñaban hábitos de higiene (se fijaban si uno se había lavado las orejas por delante y por detrás, si se había limpiado las uñas) y coordinaban campañas de interés público, como la captura e incineración de bichos canasto y langostas en las que tuve la oportunidad de colaborar durante los años ´40. Ellos impartían los buenos modales, que en el trato familiar podían relajarse o ser ignorados. Ellos enseñaban a alimentarse correctamente y sin glotonería; a cuidar el mobiliario de la escuela que otros estudiantes habían rayado y manchado.
La sociedad argentina de mediados del siglo XX otorgaba credibilidad a los maestros de la escuela pública, les entregaba sus niños para que los formaran, tanto si ellos lo deseaban como si no demostraban mucho interés en aprender, y esperaba que en último caso los domaran, eliminaran las diferencias inocultables entre ellos, para que no regresaran “malcriados” (vale decir, inútiles socialmente, “chúcaros” decía mi padre) al seno de la familia que no se sentía capaz de formarlos integralmente.
Escuela argentina: niños uniformados
¿Se cumplían siempre estas expectativas? No siempre. Tampoco se esperaba tanto de la escuela: aprender a leer y escribir, cuatro operaciones aritméticas, memorizar un poco de Historia Nacional e Instrucción Cívica. Si esa demanda quedaba satisfecha, como debió haber sucedido a pesar de los recursos elementales que se ponían en juego, el maestro podía ser visto como un benefactor de la sociedad, casi un héroe civil, que la gente respetaba y recordaba con afecto por el resto de sus vidas.
La situación de hoy parece ser otra. Por un lado, las destrezas mínimas no deben ser fáciles de alcanzar, como indican los mensajes plagados de faltas de ortografía que publican los usuarios de Internet y los testimonios verbales ripiosos de gente de la calle que ofrecen los reportajes de la televisión.
En cuanto a la imagen del maestro y el clima emocional que reina en las aulas... Un profesor de Buenos Aires es envenenado por una estudiante de 12 años, que pone una preparación destinada a eliminar cucarachas, en presencia de una clase que tal como sucede en los videos de bullying escolar subidos a YouTube, no atina a reaccionar o se limita a ser espectadora de un hecho inhabitual, que podría entenderse como una broma o desafío, como la hazaña de alguien que trata de afirmar su rol de líder del grupo.
Escuela española años ´30: niño castigado
No se trata de un hecho aislado, sino de parte de una cadena de violencia escolar que se manifiesta en muchos lugares: una madre de Montevideo sujeta por el pelo a la maestra de su hijo, la tira al suelo, la abofetea, le quita varios dientes, todo por una observación de conducta que había recibido el niño y ella no acepta. Poco antes, tres profesoras fueron agredidas por una patota de estudiantes, padres y amigos, al intentar defender a otra estudiante golpeada por el grupo. Una madre y su hijo de Pergamino atacan a un maestro utilizando un palo y un cuchillo.
La desconfianza hacia el desempeño de los maestros puede justificarse. Rara vez se habla de su vocación de servicio. Durante los últimos años se ha conocido una serie de denuncias de abusos sexuales de docentes que tienen a menores de edad como víctimas. ¿Se trata de un fenómeno nuevo, sin duda gravísimo, que ha socavado rápidamente la autoridad de todo el sector en la conciencia de los padres?
Cuesta demostrar que en el pasado no hubiera situaciones parecidas, pero lo evidente es que no se mencionaba el tema, por pudor de los menores o nula disposición de la sociedad para sancionar a los responsables. Cabe argumentar que la misma visibilidad del abuso se da hoy en el seno de las familias y en instituciones tan respetadas como la Iglesia católica; por lo tanto, sería la sociedad en su conjunto la que ha decidido ver algo que antes prefería ignorar.
En España, durante 2013 y 2014, hubo más de tres mil docentes agredidos. En Chile se denuncian tres o cuatro casos por semana de agresiones a docentes. Una cuarta parte de los profesores de Madrid revelan haber sufrido algún tipo de violencia en su lugar de trabajo. Ellos no son las únicas víctimas. Los estudiantes se agreden unos a otros, dentro y fuera del recinto educativo, a veces con armas blancas que dejan heridos de cierta gravedad.

Vivimos en una sociedad con índices de violencia alto y la escuela no es una isla separada del entorno social y a veces padece de situaciones de vandalismo, de agresión, de robo. Pero la tónica general son comunidades educativas que respetan al maestro y a la institución escuela. (Héctor Florit, Director general del Consejo de Educación de Primaria de Uruguay)

Banksy: mural
Cuando en la actualidad se informa que en las escuelas públicas uruguayas se está gastando cinco veces más en seguridad que en provisión de material educativo, se indica la magnitud del problema y el deterioro que debe sufrir el aprendizaje. ¿Cómo esperar que los estudiantes respeten  a los docentes, o que los docentes trabajen sin demasiado estrés, cuando la escuela se ha convertido en un campo de batalla?
El desprestigio de los maestros parece tener un paralelo en el desprestigio del conocimiento. ¿Para qué esforzarse en estudiar, se preguntan los jóvenes, cuando se les insiste, desde las nuevas tecnologías de la comunicación, que sobran las alternativas de diversión, capaces también de suministrar la información de manera instantánea? Cualquier esfuerzo que se dedique al aprendizaje, se ha vuelto anacrónico, pasado de moda y hasta ideológicamente represivo.
En Argentina, durante el 2014, se ha denunciado un promedio de una agresión diaria a docentes, buena parte de ellas presenciadas por otros estudiantes. ¿Qué modelo de comportamiento suministran los agresores al resto de la comunidad educativa? Quizás los castiguen en ocasiones, pero con mayor frecuencia sus actos quedan impunes. En medio de tantos jóvenes desorientados, con problemas de comunicación y autoestima, ¿acaso los agresores no llegan a instaurarse como los nuevos héroes, que si no se imitan al menos se toleran y admiran?

Los padres solo tienen en cuenta la versión de sus hijos, desautorizan al maestro ante sus hijos. (Fernando Jiménez, Presidente de ANPE-Madrid)

Desde la Antigüedad viene la locución “matar al mensajero”, aludiendo a la reacción de aquellos que reciben malas noticias y la emprenden contra aquel que se las trajo, como si ellos hubieran originado la desgracia que comunican. Los maestros de hoy no pueden evitar ser portadores de malas nuevas: los niños se han vuelto incontrolables por falta de esquemas adecuados de autoridad en las familias, por la difusión al parecer indetenible de las drogas, por la sobreexposición a las redes sociales, también por las enormes falencias del sistema educativo.
Cuando esa situación queda al descubierto en las escuelas, tanto los estudiantes como sus padres no se sienten demasiado complacidos, ni están dispuestos a sacrificarse y encarar las causas. Probablemente hubieran preferido seguir ignorándolas. Se afirma que los padres proyectan sus propias frustraciones en los docentes y rechazan cualquier crítica que pueda efectuarse a sus hijos.
Tradicionalmente las clases podían ser rutinarias, aburridas o (en el mejor de los casos) estimulantes, productivas, pero de cualquier modo dependientes de la iniciativa del docente. En la actualidad eso ha cambiado, porque los estudiantes no se resignan a tolerar lo que no les gusta, aquello que requiere demasiado esfuerzo o desde el primer vistazo se les presenta como carente de sentido.
Los estudiantes conflictivos plantean mayores exigencias a los docentes, que no siempre se encuentran en capacidad de satisfacer. En la clase, reaparecen las carencias que provienen del entorno familiar, y deben coexistir con las de otros estudiantes, en recintos superpoblados. ¿Cómo atender a todos por igual, de acuerdo a las necesidades de cada uno? Gran parte del tiempo en que maestros y estudiantes se encuentran en contacto, está marcado por el rencor y la hostilidad. La reconvención de faltas de conducta ocupa el lugar que hubiera podido dedicarse al asesoramiento. Por lo tanto, no es raro que el aprendizaje se descuide.
Estudiantes de Magisterio años ´50
En el pasado, los maestros brindaban una imagen ideal del pasado, el presente y el futuro del mundo en el que se movían sus estudiantes. Les encomendaban una responsabilidad decisiva en la formación de los jóvenes. ¿Preparaban adecuadamente a sus estudiantes para encarar la vida práctica? ¿Inculcaban buenos hábitos de trabajo? ¿Infundían los principios morales aceptados por la mayoría? No es prudente afirmar que esto sucediera siempre.
Brindaban a la comunidad, en cambio, una imagen de homogeneidad social no demasiado acorde con la realidad, que lograba calmar las dudas que surgieran. En la escuela los menores estaban seguros, cuidados por gente digna de respeto (casi siempre mujeres que reiteraban los paradigmas maternales, a pesar de ser denominadas “señoritas”). En la escuela se aprendía en un ambiente de tolerancia, donde todos eran iguales, mientras que en la calle se tropezaba con trampas y se adquirían vicios.
En la actualidad cualquier intento simplificador parecido se ve contradicho de inmediato por el discurso de los medios que subrayan los conflictos, conocedores de la demanda emocional de una audiencia que se debate entre la curiosidad y la angustia.

¿Cómo transformar la escuela moderna, concebida hace trescientos años, en una institución que responda a las necesidades de un mundo globalizado, (…) de unos niños que sobre muchas cosas saben más que nosotros, de un mercado de trabajo flexibilizado, cuyas demandas formativas mutan constantemente? (…) ¿Cómo confiar en el sentido de lo que enseñamos, si las certezas científicas y la confianza ilustrada en el progreso indefinido del conocimiento están profundamente cuestionadas? (Flavia Terigi y Gabriela Diker: La formación de maestros y profesores: hoja de ruta)

martes, 18 de noviembre de 2014

Elogio de la estupidez ajena


¿Hay cosa más natural que la necedad entone sus propias alabanzas y se dé bombo a sí misma? (Erasmo: Elogio de la Locura)
La estupidez es a veces la mayor de las grandes fuerzas de la Historia. (SIdney Hook)

Nave de los locos (grabado medieval)
Cuando yo tenía veinte años, lamento decir que hace de ello más de medio siglo, en el grupo en el que participé durante mi etapa de estudiante universitario, la inteligencia era valorada casi por encima de cualquier cosa. El dinero no importaba, el atractivo físico tampoco. No era que uno se mirara en el espejo y considerara pertenecer a automáticamente a una élite esclarecida (los “happy few” de acuerdo a la fórmula de Stendhal).
Ese sector que intelectualmente se hubiera debido encontrar por encima del resto, la mayoría de la gente, menos favorecida por la suerte, de acuerdo a la concepción aristocrática de la inteligencia. Solo se trataba de algo deseable para cualquiera con dos dedos de frente, una característica que podía no ser innata y valía la pena cultivar, aunque se estuviera lejos de obtener los mismos frutos que admirábamos en nuestros héroes, los grandes artistas e intelectuales.
Recuerdo a un joven de mi edad, a comienzos de los años ´60, al que llamábamos (no sin maldad) “el sobaco ilustrado”. Andaba siempre con un libro bajo el brazo. Nunca el mismo. A nadie le constaba que los leyera. Tampoco era cosa de ponerlo a prueba para salir de dudas. ¿Qué hubiera pasado si al interrogarlo demostraba que efectivamente asimilaba esas lecturas? No hubiéramos podido continuar riéndonos de él, sintiéndonos superiores. ¿Qué hubiera pasado si quedaba en evidencia que se trataba solo de una pose? No se habría ganado nada con confirmar la hipótesis.Nadie esperaba nada relevante de e.
Hans Holbein: Erasmo de Rotterdam
En ese momento no leí a Erasmo, a pesar de que tuve la oportunidad de hacerlo, porque di por supuesto que representaba una etapa superada de la Humanidad, que el pensamiento moderno había superado y aborrecía justificadamente. Prejuicios similares crearon baches considerables en mi frágil Cultura, que por haber sido organizada por un autodidacta, no pasaba de ser un rejunte caótico de las vanguardias de entonces. Podía considerarme al día, pero me faltaba profundidad.
Erasmo creyó necesario dedicar, en pleno siglo XVI, cuando los métodos de la Escolástica mantenían sujeta a la inteligencia, un minucioso Elogio de la Locura, que en rigor es una denuncia de la Estupidez. De haber encarado el libro de ese modo, no me hubiera parecido tan ajeno a la ironía de Kafka, ni al teatro del absurdo de Ionesco, ni a El Malentendido de Camus, ni al distanciamiento crítico planteado por las obras de Bertolt Brecht que tanto me sedujeron por entonces. Erasmo escribía en una época en que la disidencia religiosa, moral o política planteaba enormes riesgos para todo aquel que se atreviera a manifestarla (después de todo, era un hijo ilegítimo que intentaba abrirse paso en una sociedad que lo estigmatizaba sin conocerlo). No es de extrañar que tomara tantas precauciones para no ser visto como un peligroso heterodoxo que debía reprimirse.

¿Qué hombre (…) ofrecería su cabeza al yugo del matrimonio si, como suelen hacer los sabios, pensase antes seriamente en los inconvenientes de la vida conyugal, ni qué mujer consentiría que se le acercase un varón si conociese o examinase solamente los peligrosos dolores del partes o las molestias de criar los hijos? (Erasmo: Elogio de la Locura)

Para sobrevivir, Erasmo estaba obligado a vender su inteligencia a los príncipes y jerarcas de la Iglesia. Por eso deja a la vista de todo el mundo una densa capa de erudición y conformismo que satisface el paladar de la clientela y distrae del fondo del discurso. Es inteligente y (sobre todo) lo parece, lo ostenta de manera tal que no puedan ignorarlo aquellos que se encuentran en disposición de utilizar la cercanía de la inteligencia ajena, aunque solo se para adornarse.

¿Qué es lo que vemos en los niños que nos mueve a besarlos, a abrazarlos, a acariciarlos, y que hace que nos parezca que hasta tienen la virtud de desarmar al enemigo, sino el atractivo de la necedad, con que la prudente Naturaleza ha adornado la frente de los recién nacidos, a fin de que puedan pagar en placer los trabajos de la crianza y conquistar por su amabilidad la protección que necesitan? (Erasmo: Elogio de la Locura)

A diferencia de lo que pasa hoy, Erasmo no se preocupa de halagar a los jóvenes que son mayoría y conforman la clientela ideal, porque consumen sin detenerse a pensarlo demasiado. Ni siquiera estaba obligado a tolerarlos. Podía denostarlos con elegancia. Nuestra conciencia actual de lo que es políticamente correcto por un lado y aquello que resulta imprudente afirmar en público por el otro, aunque uno se encuentre suficientemente  convencido de lo que opina, todavía no se había establecido por entonces.

¿De dónde proviene este encanto de la juventud, sino de mí [la Necedad] a quien se debe que los que menos saben sean, por ello mismo, los que menos se enojen? (Erasmo: Elogio de la Locura)

Los tiempos han cambiado, puede comprobar cualquiera que transite la modernidad. Aquellos que menos saben hoy, tienen conciencia de representar una abrumadora mayoría, están orgullosos de lo que ignoran, se sienten con derecho a plantear sin pudor sus puntos de vista y no pocas veces otorgan a sus desconocimientos, mitos y prejuicios el peso de nuevos dogmas, por los que consideran que bien vale la pena matar (lo más probable) o morir (lo menos).
A pesar de que no existen estadísticas al respecto, quizás no haya hoy más estupidez  que hace quinientos años. Claro, la educación básica es obligatoria en gran parte del planeta, la Medicina ha mejorado las condiciones de vida, las telecomunicaciones han conectado de manera instantánea a los seres humanos más distantes, las leyes se han vuelto más sensibles respecto de los débiles, desde hace tiempo no quemamos a las brujas... pero nada parece más improbable que haber alcanzado la racionalidad en el manejo del planeta.
Desde la actualidad, el observador tiene la impresión de que en el pasado la ignorancia experimentaba algo parecido a una conciencia de sus límites y tendía a respetarlos, no fuera que la denunciaran de lo que era, mientras que hoy se la nota envalentonada, conocedora del poder infalible que le reconocen la democracia y los estudios de mercado.
Cole Porter
No se trata de un sentimiento nuevo, que envenene las primeras décadas del siglo XXI, tras una seguidilla de desencantos de los grandes sistemas políticos y religiosos. El compositor norteamericano Cole Porter daba cuenta en 1934 de la crisis de valores contemporánea, en una canción cínica incluida en una comedia musical que fue reciclada en varios filmes:

The world has gone mad today / and good´s bad today / and black´s White today / and day´s night today / and that gente today / you gave a cent today / once had several chateaux / when folks who still can ride in jitneys / find out Vanderbilts and Whitneys / lack baby clothes, / anything goes. (Cole Porter: Anything goes)

¡Qué alivio! Desaparecidos los valores tradicionales, podía experimentarse algo parecido a la libertad (o el vértigo) que prometía la modernidad. Todo había comenzado a dar lo mismo, en medio de la mayor crisis económica internacional de la que se tuviera memoria, causante de inmensas hambrunas y paralela destrucción de recursos, menos de veinte años después de terminada lo que se llamó la Gran Guerra y apenas cinco años antes de que se iniciara la todavía más horrible Segunda Guerra Mundial. Es difícil imaginar un contexto más sombrío.
Enrique Santos Discépolo
Para Enrique Santos Discépolo, el mundo contemporáneo (1934) se presentaba como una pesadilla que a pesar del horror que causaba, podía ser cantada y bailada como un tango.

Hoy resulta que es lo mismo / ser derecho que traidor / ignorante, sabio o chorro / generoso, estafador. / Todo es igual / nada es mejor / lo mismo un burro / que un gran profesor / (…) Si uno vive en la impostura / y otro roba en su ambición / da lo mismo que sea cura / colchonero, rey de bastos / caradura o polizón. (Enrique Santos Discépolo: Cambalache)

El vaciamiento inocultable de la cultura tradicional y su reemplazo por algo que no resulta del todo reconocible ni satisfactorio, pero tampoco puede dejarse de lado, es un fenómeno que abruma a ignorantes e inteligentes por igual. Sin duda, es un sentimiento que se ha dado en otros momentos de la Historia, en diferentes sociedades, causando vértigo a unos y comentarios irónicos a otros.

Si los imbéciles son los más satisfechos de sí mismos y los más admirados por todos, ¿quién será el necio que prefiera la verdadera sabiduría, que tanto trabajo nos cuesta adquirir, nos vuelve tímidos y vergonzosos, y por último encuentra tan pocos que la aprecien? (Erasmo: Elogio de la Locura)

Erasmo lo presenció en su época. Se refiere a su propia experiencia. Aunque hubiera debido considerarse a sí mismo un privilegiado, por las oportunidades que tuvo de formarse, un intelectual de fama internacional, con pocos competidores que le disputaran ese rol, su situación ventajosa era inestable.
Dependía de los favores de una clase dirigente a la que debía halagar, distraer y (créase o no) guiar en la interpretación de materias relevantes, evitando sin embargo cualquier cuestionamiento. Podía utilizar su inteligencia, le pagaban para que lo hiciera, en atención a la completa inutilidad de esa demostración pública de los más altos dones de la Humanidad.
Ese reconocimiento de la inteligencia, que la condena a ser inoperante, no parece molestarnos demasiado en la actualidad. La lógica del mercado se ha impuesto y el principal rol que se otorga a la inteligencia, es interpretar el oráculo de la necedad colectiva, para dictar a continuación las normas que habrán de seguirse para obtener las mayores ganancias.
El necio posee una cualidad que no es de despreciar: la de ser solo él franco y verídico. (Erasmo: Elogio de la Locura) 
¿Por qué paga mejor hacerse el tonto que serlo efectivamente? Más aún: ¿por qué conviene hacer creer que uno es algo tonto, que pretender demostrar el valor efectivo e irrenunciable de la propia inteligencia? La inteligencia real o aparente asusta a muchos, que se sienten amenazados por su ejercicio o incapacitados para acceder a ella.
Quien opta por la primera estrategia, la de simular estupidez, por deshonrosa que parezca, se ahorra más de un dolor de cabeza. No lo vigilan buscando errores que le serán cobrados, no lo envidian pensando en desplazarlo. Aunque la estupidez irrite cuando se manifiesta con demasiada frecuencia, también alivia a quien se cree libre de su mancha.

La estupidez elimina cualquier sospecha: “desarma”, como se dice todavía hoy. Huellas de esa astucia, de esa estupidez astuta, las encontramos en el hecho de que las fuerzas están tan desigualmente distribuidas, que el más débil busca su salvación en fingirse más estúpido de lo que es: se encuentran, por ejemplo, en la proverbial astucia cotidiana (…) del soldado con el superior, del escolar con el maestro y del niño con los padres. Quien está en el poder se irrita menos cuando los débiles no pueden, que cuando no quieren. (Robert Musil: Sobre la estupidez)

domingo, 2 de noviembre de 2014

De las cartas de amor al SMS


Muy señor mío: tomo la pluma en la mano, para decirle por la presente que me encuentro bien de salud, como espero que usted también, Dios mediante…
A mediados del siglo XX el aprendizaje de las fórmulas tradicionales de la comunicación escrita, comenzaba en la escuela primaria. En algunos momentos, podía parecer una acumulación tediosa de destrezas manuales, pero hoy se sabe que al ejercitarlas se activan zonas del cerebro que de otro modo permanecerían tal como estaban.
Quizás el estudiante no quedara capacitado para expresar todo lo que pasaba por su cabeza, pero al menos adquiría ciertas herramientas que le permitían establecer un contacto escrito con otras personas. En mi caso, ese aprendizaje continuó durante la educación secundaria, porque asistí a una Escuela de Comercio donde nos enseñaban a redactar misivas convencionales, de esas que tarde o temprano uno debe afrontar y se encuentran formalizados en modelo que se recicla con mínimas alteraciones.

La gente cree que el lenguaje es algo simple. El lenguaje tiene múltiples niveles, como un edificio con un diferente plano para cada piso. En el lenguaje escrito hay letras, palabras, frases, que son diferentes niveles del lenguaje. Están relacionados, pero no de una manera simple. El deletreo está al nivel de la palabra, pero frases están al nivel de la sintaxis. Palabras y sintaxis (esquemas para organizar el orden de las palabras) son semi-independientes. La organización de las frases para crear textos es otro nivel. (Virginia Berninger)

Tal vez la gente escribe hoy más que antes, gracias a un teclado, no en un papel, utilizando un lápiz o una pluma movidos por una mano experta, y dudo que escriba lo mismo de antes. En el pasado, se escribía menos y se le prestaba mayor atención al escrito. Hoy, los teléfonos celulares nos acompañan a todas partes, durante las actividades cotidianas y ofrecen tanto la posibilidad de dialogar utilizando la voz, como de redactar y leer breves textos, que reclaman una urgencia pocas veces justificada; pueden enviar y recibir imágenes fijas o en movimiento, pero de todos modos triviales, etc.
Los mensajes de texto se han convertido en una rutina de la gente (a veces, también en una adicción vergonzosa) de la que probablemente cuesta librarse. Leerlos o redactarlos requiere muy poco esfuerzo. No se corrigen y pronto se olvidan. Cuando se compara esta facilidad sin criterio, con las nociones de responsabilidad y sentido que acompañaban tradicionalmente a la comunicación escrita, se llega a la certeza de no haber ganado tanto con la novedad tecnológica.

Las frases se me resistían, como las cosas. Las observaba, las rodeaba, fingía que me alejaba y retornaba súbitamente a ellas, para sorprenderlas desprevenidas; la mayoría de las veces conservaban su secreto. (Jean-Paul Sartre: Las palabras)

¿Cómo se escribe hoy, cuando la pantalla del teléfono limita el número de caracteres que puede incluir un mensaje? Se escribe en cualquier sitio donde uno se encuentre y se envía (y recibe) de inmediato cualquier mensaje de otros participantes de la comunicación, por lo que no se tiene la oportunidad de preparar o corregir lo escrito.
Se escribe sin atender a las reglas de cortesía, porque no hay espacio para saludos y despedidas. Se escribe desentendiéndose de la ortografía y la sintaxis, porque o bien se las ignora, o no se estima que sea necesario concederle atención a tales añejeces.
La necesidad de escribir a mano se vuelve cada vez menos frecuente para los jóvenes. ¿Para qué hacerlo, cuando hay teclados que cumplen con esa función y programas que suministran una enorme variedad de tipografías, incluyendo algunas que imitan la escritura manual?  He descubierto que algunos de mis estudiantes, cuando son obligados a escribir a mano, solo son capaces de hacerlos en letras de imprenta.
Mi infancia y mi adolescencia, en cambio, fueron atormentados por observaciones de maestras y profesores que reprobaban mi caligrafía poco ortodoxa (“patas de mosca” fue descrita alguna vez) fruto de la rapidez del trazado y el insuficiente control muscular, o que se empeñaban en adiestrarme en el trazado de la Cursiva Inglesa o la Redondilla (incluso la Gótica heredada del Medioevo) utilizando plumas de acero de punta abierta o cuadrada, para lo cual se requería un tiempo y una concentración que al parecer me faltaban.
El llenado de los cuadernos de caligrafía de la secundaria me exponía a evaluaciones mediocres que bajaban mi promedio de otras materias. Yo sabía que tarde o temprano terminaría arruinando un ejercicio, por no tomarme el tiempo que requería. La escuela planteaba modelos de vida demasiado estrictos, sin alternativas para los educandos. Si no se disponía de la pluma adecuada, era inútil ponerse a escribir. Si no se sostenía la lapicera en diagonal, respecto del papel, entre los dedos índice y pulgar, ciertos rasgos se volvían imposibles. Si se cargaba demasiado la pluma, en lugar de drenarla en el borde del tintero, era inevitable un manchón en el cuaderno o la manga del guardapolvo. Si se dejaba el tintero destapado, la tinta se volvía espesa, inmanejable. Si no se tenía el papel secante a mano, cualquier error derivaba en una marca indeleble.
Era una cultura normativa, que no toleraba discrepancias o descuidos, porque el resultado los denunciaba.
La aparición a mediados del siglo XX del bolígrafo (que para nosotros era Birome) condenaba al desuso las plumas cucharita y con ellas los tinteros de los pupitres escolares, los rasgos de distinto grosor, la necesidad de recargar la lapicera con tinta, el papel secante, etc. Una nueva modalidad de escritura se había impuesto, que permitía seguir el hilo de los pensamientos sin interrupciones, mientras suprimía paralelamente el disfrute estético de la caligrafía.
Para los chinos y japoneses, la caligrafía era un arte no inferior al de la pintura, que costaba aprender y era el fruto de especialistas admirados. Los musulmanes pueden condenar la pintura figurativa, que entra en competencia con el único Hacedor del universo, pero ven obstáculo en el lucimiento de la caligrafía. En nuestra cultura actual, se ha vuelto una formalidad arcaica, decorativa, que nadie practica y de todos modos se considera inútil.
En algún momento, cuando aprendí a leer, descubrí en un cajón del tocador de mi madre, algunas cartas que mi padre le había enviado durante su noviazgo, escritas en un papel lila que conservaba el perfume a violetas de tal vez nueve o diez años antes. Resultaba tan extraño reconocer esa letra familiar, que aparecía en los libros de cuentas del almacén, intentando describir sentimientos personales, en correcta cursiva inglesa, que alternaba los rasgos delgados y los gruesos, delicadamente inclinada hacia la derecha. No recuerdo el contenido de esas misivas, pero debió ser algo que aún le importaba a mi madre, incluso después del desengaño que fue su matrimonio, porque de otro modo no las hubiera conservado, junto a las fotos familiares, a pesar de la convicción de que la relación era un fracaso.
La caligrafía de mi padre era una de las pocas adquisiciones que mantenía de su paso por el Colegio Nacional de Buenos Aires. Cuando lo pienso mejor, tal vez fuera la marca de la educación de mi abuelo, que lo dedicó a llenar los libros de Contabilidad de su comercio, tal como él me obligó a mí, cuando estuve en edad de secundarlo. Prestarle atención a la caligrafía era una forma de facilitar una comunicación más fluida entre nosotros. Nada resultaba menos adecuado que una “letra de médico”, rápida pero imposible de descifrar para casi todo el mundo.
Las palabras de amor que había usado mi padre en sus esquelas de noviazgo, tal vez no fueran del todo suyas, comprendí más tarde. Solo de ese modo se explicaba que ya no las usara en su vida cotidiana (si es que no era porque el desencanto del matrimonio las había vuelto desactualizadas, inútiles). Existían volúmenes de modelos de cartas, que la gente de mi barrio utilizaba cuando se encontraba en la alternativa de escribir algo más personal que una tarjeta de felicitaciones. Lo que hubiera debido ser más personal, recurría a los modelos expresivos que planteaba lo aceptado, tal como en San Pedro las fotos que salían de los estudios de Suñer o Bennazar se encontraban posadas y cuidadosamente retocadas, para que todo el mundo luciera bien y no tuviera que avergonzarse de sí mismo.
Cuando en la actualidad busco algo similar en Google, descubro para mi sorpresa que los modelos de correspondencia amorosa no han desaparecido, que continúan ofreciendo a la gente la descripción de sentimientos y actitudes tan actuales como los dinosaurios. ¿Alguien los utilizará, exponiéndose al ridículo?
Un cambio de mentalidad se ha verificado en nuestra cultura. Ni siquiera fue necesario que pasara mucho tiempo para convencerse de ello. En la actualidad, no son pocos los que prefieren dar por terminada una relación amorosa mediante un mensaje de texto. Se ahorran (puede suponerse) la incomodidad de recibir la respuesta incómoda durante un diálogo cara a cara, o lo que todavía es peor, una negociación plagada de lágrimas y reproches, que puede conducir al resultado opuesto. Un mensaje de texto es breve, definitivo, y si la otra parte se empeña en continuar la comunicación, con un gesto que no cuesta el menor esfuerzo, se bloquean sus respuestas.
Queda en pie, sin embargo, la pregunta sobre el efecto que esos mensajes producen en aquellos que los reciben. ¿Dejan alguna huella? ¿Vuelven a ser consultados? ¿Se olvidan tan pronto como aparece otro mensaje, probablemente no menos trivial, reclamando por unos segundos la atención del receptor?

Nunca una lágrima emborronará un e-mail. (José de Saramago)

miércoles, 1 de octubre de 2014

Del amor (no siempre correspondio) por las palabras


Leían como lo hacían en otro tiempo los adolescentes de catorce y dieciséis años, es decir, con exceso, con frenesí, de día y de noche, en la copa de los árboles, en las perreras. (Colette: Sido)

En Sido, un libro de Colette sobre su infancia, la autora reconstruye el ambiente de la casa provinciana de su madre, y la adquisición del vocabulario entrañable (por la forma casual en que lo adquirió) convertido luego en materia prima de su obra literaria. Ese repertorio de recursos expresivos que nace del entorno familiar, le permite nombrar con precisión las cosas comunes: plantas de jardín, objetos de la cocina, y en paralelo adquirir un estilo fresco, directo, depurado de adjetivos.
Colette niña
Puede ser a veces un lenguaje no del todo correcto, cuando se lo compara con la norma académica, a pesar de lo cual identifica sin desvíos la complejidad de los sentimientos humanos. El establecimiento del vocabulario puede verse como una aventura extremadamente personal, llena de riesgos y eventos afortunados, que nos diferencia a unos de otros. El amor por las palabras (también el desprecio y el temor por las palabras) se establece en la infancia, una etapa de la vida humana en la que cada quien toma lo que puede y como puede, de lo que encuentra en aquellos que lo rodean.

Aprender a examinarse e instruirse a sí mismo es algo muy cómodo y no tan peligroso como afeitarse solo. Cada cual debería aprenderlo a cierta edad para no ser un día víctima de una navaja de afeitar mal gobernada. (Georg Lichjtenberg)

Recuerdo a mi padre enseñándome palabras tan arcaicas y ajenas a nuestro vocabulario cotidiano, como cetrería y genuflexo, que correspondían a situaciones que lo indignaban especialmente. No dudo que las recibiera de su padre, un inmigrante vasco nacido a mediados del siglo XIX. Cuando crecí y tuve suficiente curiosidad, las busqué en el diccionario. La caza medieval con halcón no correspondía del todo a lo que mi padre pretendía expresar: que los seres humanos atrapaban incautos, utilizando señuelos. Esa metáfora debía ser, calculo, su imagen de las mujeres que intentaba comunicarme.
La segunda la aplicaba con desprecio a todos aquellos que carecían de principios y se sometían al poder (en ese momento, se refería al primer gobierno peronista, poco antes de su caída). Probablemente era el lenguaje ornamentado, efectista, al estilo de Vargas Vila, que uno descubría en los editoriales de La Palabra.
Debí haber aprendido cientos de palabras de mi padre, como los nombres de las piezas de ajedrez o los de la infinidad de productos de consumo doméstico que vendía en su almacén. Entre ellas no estaban las palabras obscenas, que rara vez soltó en su vida (y al hacerlo sonaban arcaicas, aprendidas una generación antes, necesitadas de un Glosario que las aclarara).
De mis parientes y vecinos adquirí los nombres de las piezas del apero de un caballo, las herramientas de albañil y el carpintero, las técnicas de la costura y la cocina. Ciertas palabras, fui descubriendo, las usaban exclusivamente los hombres, mientras otras parecían pertenecerles a las mujeres. Algunas eran frecuentes en los jóvenes, mientras que otras llegaban de los ancianos.
La gente más educada tenía un léxico que podía no coincidir demasiado con el de aquellos que no habían estudiado. Los medios de comunicación masiva (diarios y radios) no habían logrado uniformar todavía el lenguaje de la gente, como sucede en la actualidad, y la observación del habla de las personas que iba encontrando, recompensaba con datos preciosos que iba a utilizar el resto de mi vida.
Aprender a leer me facilitó el acceso a una torrente de palabras nuevas y fascinantes, en muchos casos inútiles, que nunca había escuchado hasta entonces y me obligaban a deducir el significado por el contexto, puesto que en mi casa y en las casas de nuestros vecinos, no había un diccionario: clepsidra, marisma, braquicéfalo, tentempié, carantoña, ambidextro, caterva, ferruginoso, caletre, maniqueísmo, sedentario, coito. Gracias a las palabras, descubrí, podían ser evocados objetos y situaciones que habitualmente hubieran resultado innombrables o ni siquiera hubiera llegado a imaginar.

Una persona que no lee, o lee poco, o lee solo basura, puede hablar mucho, pero dirá siempre pocas cosas, porque no dispone de un repertorio mínimo para expresarse. No es una limitación solo verbal; es, al mismo tiempo, una limitación intelectual, una indigencia de pensamientos y de conocimientos, porque los conceptos mediante los cuales no apropiamos de la realidad, no están disociados de las palabras a través de las cuales los reconoce y define la conciencia. (Marrio Vargas Llosa)

En Selecciones del Reader´s Digest publicaban todos los meses una sección denominada Enriquezca su Vocabulario, que proponía una veintena de términos inusuales y ofrecía cinco alternativas para que el lector eligiera. Al voltear la página se daba el significado correcto y se ofrecía una frase donde la palabra era usada. Aprender podía ser un juego y era conveniente que lo pareciera, porque de ese modo perdía cualquier atisbo de obligatoriedad.
Recuerdo a mi maestra de tercer grado, Dora B., cuando me informó durante un ejercicio que denominaba “familia de palabras”, que el término estantigua no existía (al menos en su memoria, porque sí en el diccionario, a pesar de que no sé cómo llegué a aprenderla, pero sí que quedé encantado de su sonido tan extraño).
Uno se define en esas situaciones inexplicables, como aquel que se encuentra destinado a ser, que por algún motivo se siente obligado a ser, sin que importen los factores que se le opongan en el camino. Las palabras me habían estado esperando. Eran miles que aguardaba el turno de ser conocidas. Todavía no desconfiaba de ninguna de ellas, como le sucede a los adultos que experimentan el desengaño de los grandes discursos.

Yo empuñé las armas porque busco las palabras justas. (Paco Urondo)

Durante mi educación secundaria aprendí palabras tan técnicas que resultaban inútiles en el mundo real (como usucapión, que utilizo por primera vez desde entonces) monocotiledónea, trigonometría y centenares de palabras en otras lenguas modernas, porque el año en que comencé a estudiar desaparecieron Griego y Latín de la malla curricular, con lo que nos dejaron al margen de la cultura clásica. Era una situación contradictoria. Por un lado se nos ataba al lenguaje de los adultos, de la tradición, de aquellos que administraban el saber y habían decidido lo que debíamos aprender, y por el otro se nos liberaba de las ataduras a la lengua materna.
Las palabras que aprendí entonces, eran la herramienta privilegiada que utilizaría el resto de mi vida. Por eso me enamoraba de ellas al leerlas, las almacenaba en la memoria, aguardaba la oportunidad de usarlas, y a veces me arrepentía de haberlo hecho, porque la palabra justa (no creo que lo sospechara Flaubert) si bien es el ideal de aquel que escribe, puede resultar inoportuna en el trato social. Exhibir las palabras que corresponden, es como exhibir joyas en un entorno donde tal vez no se acostumbra nada parecido, porque no se ha tenido la oportunidad de acumularlas.

Cuando Flaubert habla del mot juste (la palabra adecuada), no quiere decir necesariamente, inevitablemente, la palabra asombrosa; no, la palabra justa, que puede ser muchas veces trivial o ser un lugar común, pero es la palabra exacta. (…) De modo que ese cuidado excesivo que ponía, no corresponde a la vanidad; al contrario, es una forma de modestia, (Jorge Luis Borges)

Mi amor por las palabras nació de la lectura, que ocurría en circunstancias poco favorables. Mi familia no era de gente demasiado letrada. Mi madre no había tenido oportunidades de educarse, por la pobreza de su familia, que la obligó a trabajar muy temprano, sacrificando la escuela. Mi padre, en cambio, había rechazado esas ventajas, al oponerse al proyecto de mi abuelo, que lo mandó al Colegio Nacional de Buenos Aires, cuando él solo quería que lo expulsaran. Mi padre y mi madre apenas hablaban entre ellos, como si cualquier intento de negociar sus puntos de vista, condujera inevitablemente a una ruptura.  
Si la conversación podía llegar a ser instructiva y amena, capaz de plantear lo que uno pensaba y sentía, si valía la pena prestarle atención, porque me brindaba oportunidades de participar, aunque solo fuera preguntando, tuve que aprenderlo fuera del ámbito de mi familia, entre los clientes de mi padre, las hermanas de mi madre y una cantidad de vecinos. Por suerte no me faltaron instructores. Los adultos, en aquel tiempo, no dudaban en hablar con un niño.
Cuando no encontraba interlocutores en el barrio, las palabras llegaban desde la radio, en la que abundaban locutores de dicción perfecta, como Jaime Font Saravia y Julio César Barton. Hasta los narradores deportivos se expresaban con una fluidez y propiedad que han pasado a convertirlos en mitos. Ellos hacían que el auditor paladeara las palabras y tratara de imitarlos.
En una sección de Radiolandia premiaban a los auditores que detectaran errores gramaticales o lexicales en los programas de las emisoras de Buenos Aires. Los crucigramas de La Nación y La Prensa eran publicados todos los días y uno trataba de resolverlos como un desafío personal. Poco importaba que después de luchar media hora quedaran incompletos. Con el próximo tendría mejor suerte. Más tarde, comencé a elaborar mis propios crucigramas. Gracias a estímulos tan triviales como estos, el joven de entonces adquiría un respeto y una familiaridad con el lenguaje que hoy me cuesta reconocer en las nuevas generaciones.
Para gente de la edad de mis padres, describir la complejidad de los sentimientos humanos era una tarea que les resultaba excesiva y con toda probabilidad los avergonzaba encarar. Durante las mayores explosiones de enojo, se conformaban con unas pocas sílabas, cuyo efecto era sin embargo imposible de olvidar.
No fue la mejor escuela que pude haber tenido. Como escritor (en algún momento el término comenzó a figurar en mi documento de identidad, pero continuaba resultándome excesivo) trabajo con las palabras, me dejo llevar por las asociaciones que las palabras entablan entre ellas, verifico la etimología, reconozco los usos que han hecho de ellas otros más hábiles que yo. Confío y al mismo tiempo desconfío de una herramienta como esa, que promete no dejar nada sin ser expresado, y sin embargo se rebela contra cualquier intención de emplearlas.
De mis parientes adquirí, según advierto a la distancia, el aprecio por el laconismo cuando se trata de expresar aquello que más importa. Cuando descubrí los textos de Borges, que por ser contemporáneos todavía no figuraban en el programa de Literatura del Bachillerato, hallé la confirmación de que se trataba de una decisión difícil pero ineludible. No hay que abultar el discurso, se dice que en señal de respeto al destinatario, pero en el fondo más por consideración a uno mismo. En esos casos, menos puede ser más (el eslogan no había nacido aún) si logra evitar la pereza del escritor, que se conforma con lo primero que encuentra.


Descifrar lecturas largas y ojalá complejas, nos “entrena” para descifrar mejor la realidad. Los ciudadanos que no leen son víctimas fáciles de la publicidad engañosa, del populismo de la calle, de la demagógica de los políticos. (…) Un buen lector tiende a ser más crítico. (Carlos Franz)