martes, 7 de abril de 2015

Vivir a la Bartola


Mi amor por las palabras nunca fue demasiado técnico. Las iba recolectando, a medida que las obtenía de la conversación con los parientes y conocidos, de la radio, de los libros, ignorando si habría de usarlas algún día o no, probablemente seleccionadas por el sonido, sin averiguar de dónde provenían. Las utilizaba cuando estaba seguro de su sentido o las dejaba archivadas en la memoria, donde a veces, como me sucede en la actualidad, al haber envejecido, me cuesta encontrarlas.
 “Vivir a la bartola” era una expresión familiar, que nunca se me ocurrió buscar en un diccionario, ni preguntar a quienes la usaban cuál era su significado, porque yo no la empleaba nunca, tal vez por considerarla propia de una generación de la que intentaba distanciarme. Hoy lo sé: es hacer las cosas despreocupadamente, sin tomar el cuidado necesario.
Bartolomé Mitre
Al investigar si se empleaba en un ámbito más amplio que el de la familia y mi barrio, me entero de una hipótesis (¿hasta qué punto la etimología es una aventura, no una ciencia?) que conduce a la fiesta de San Bartolomé, el 24 de agosto, en medio del verano del hemisferio norte, cuando se daba fin a las cosechas y comenzaba a disfrutarse una breve etapa de descanso y fiestas, en el que la gente se encontraba libre de obligaciones. La posibilidad de relacionar la expresión con Bartolomé Mitre, planteada por Héctor Zimmerman, es imaginativa pero indemostrable. Nada parece ser más ajeno al atareado político, militar e historiador argentino, que el descuido o la pérdida de tiempo.
Bartolo de Sassoferrato
Según Ignacio Frías, la expresión aparece en los textos de juristas españoles del siglo XV, que se referían (despectivamente) a Bártolo de Sassoferrato, prestigioso abogado del siglo XIV, a quien sus adversarios acusaron por el desorden y la improvisación de su trabajo.
A mediados del siglo XX, “A la bartola” era una expresión de mi padre, a quien ahora veo como un coleccionista no declarado de términos arcaicos. El odio que sentía por cualquier estudio serio, cuando le dieron la oportunidad de emprenderlos, me sugiere que había armado su vocabulario como sustituto de una agresividad (no era un hombre de golpes) que no encontraba mejor forma de manifestarse que las palabras. Como no tenía aliento suficiente para elaborar frases insultantes que estuvieran bien articuladas, recurría a expresiones que ya existían y confesaban una imagen contradictoria de sí mismo.
Él fue un hombre de iniciativas aisladas e inconclusas. No digo que se planteara grandes obras, ni que asumiera enormes riesgos. Había heredado un comercio y establecido una familia. No estaba satisfecho con nada de eso, pero no lo echaba por la borda. Se desalentaba en la mitad del camino, porque había esperado resultados rápidos para sus proyectos, éxitos instantáneos, que la realidad no suele conceder nunca, y al desencantarse, en lugar de buscar otras alternativas o delegar responsabilidades, no tardaba en echarse a la Bartola.
La casa donde vivíamos era la que había construido mi abuelo por lo menos medio siglo antes. Durante mi infancia, ese lugar sufrió pocas alteraciones, a pesar de que los tiempos habían cambiado. Mi padre no estaba conforme con la vieja cocina de hierro, que se alimentaba con carbón y leña, con una chimenea que eliminaba el humo, capaz de calentar todo el ambiente, por lo que decidió comprar una cocina a kerosene, maloliente y grasosa, que instaló junto la antigua, inutilizada y sin embargo presente.
Juan A. Garaycochea

En algún momento, mi padre pretendió instalar un fregadero en la cocina, que carecía de agua corriente. Para eso, recordó que tenía una pileta de piedra, debajo de un grifo, en medio del patio, a la que habían superpuesto otra, de cemento, en la que bebían las gallinas. Mi padre desenterró la primera y la instaló en el mesón de mampostería, junto a la cocina de leña y perforó el muro para hacer la conexión del agua. Por algún motivo, eso no llegó a suceder nunca. La pileta quedó allí, inútil como una ruina de la Antigüedad y mi madre continuó lavando la vajilla en un fuentón de cinc.
En el caso de mi padre, ceder al desánimo debió ser un tormento para él, porque la evidencia de sus empresas fallidas lo rodeaban en San Pedro, al punto de estimularlo a dejar todo y cambiar a los cuarenta y cinco años de ciudad, de oficio y de amigos. La nostalgia del ambiente despreocupado de su juventud, en el que efectivamente había vivido a la bartola, chocando autos, jugando a los naipes, controlado pero también consentido por mi abuelo, no se debilitaba en su madurez. No podía regresar a ese momento feliz, que su discurso condenaba, ni lograba encarar con buen ánimo sus responsabilidades de adulto.
Mi tía Matilde, que permaneció soltera hasta los cuarenta años, gozaba de una triste fama de maniática en la familia. Ella era así, decían, con más disgusto que afecto. La falta de mayores responsabilidades que le brindaba la soltería, le permitía dedicar grandes esfuerzos y tiempo a cualquier tarea que se propusiera, lo mismo daba si era cocinar empanadas de hojaldre para Semana Santa, pintar un cuadro que iba a colgar en el comedor de la casa u organizar una visita a los parientes.
Preocuparse por los detalles, en su caso, era imponer su punto de vista (no negociable) en un contexto familiar donde no se la tomaba en cuenta. No era que los demás desatendieran sus responsabilidades, sino que ella se definía como quien (de antemano) estaba dispuesta a rechazar cualquier interferencia de otros criterios que no fueran los suyos.
Lo más desconcertante para mí, era que este control absoluto de sus actos y los ajenos, fuera percibido por el resto del mundo como una evidencia de locura. Ella no estaba dispuesta a ceder, con lo que no tardaba en revelarse, ante la mirada infantil, como alguien admirable. Despreocuparse, en cambio, dejar que las cosas fueran por sí mismas, relajarse, no resultaba necesario justificarlo como sucede en la actualidad, porque se la presentaba como la única opción correcta.

Todo estaba relacionado: mis sentimientos de fracaso total como ser humano y el deseo de compensar esto siendo el profesional más consumado posible. Esto a su vez hizo que tuviera que tomar ciertas decisiones: un estilo de vida tremendamente ascético. Precisión, puntualidad, sobriedad, un rigor que se volvió un desafío para mis colegas. Yo pretendía lo mismo de ellos. (Ingmar Bergman)

Hacer las cosas bien, de acuerdo a un criterio que no es ajeno a nadie, porque puede haber sido elaborado por uno mismo (o al menos fue adoptado por uno, a partir de iniciativas ajenas) puede ser una demanda que explica, desde muy temprano, un estilo de vida que no se deja de lado ante el menor contratiempo.  
En el almacén de mi padre, desde muy chico, me fue atribuida la responsabilidad de exponer los productos envasados que se encontraban en venta, en los altos estantes de madera que habían sido construidos en la época de mi abuelo. Debían estar visibles, para que tanto los clientes como los vendedores pudieran identificarlos desde lejos. Eso requería, no hizo falta que nadie me lo dijera, disponerlos en filas, con las etiquetas orientadas hacia el observador. Esa norma que rutinariamente sigue hoy cualquier supermercado, no tenía por entonces una tradición establecida.
Objetivamente, costaba menos trabajo sacar los productos de las cajas de cartón acanalado en las que habían llegado y ubicarlos de cualquier modo, para ganar tiempo, o lo que todavía exigía menos esfuerzo, dejarlos en sus cajas, con tal que resultara posible saber qué contenían. Trabajar un poco más, en consideración a uno mismo, a la opinión favorable que uno espera obtener de quienes lo rodean, no abandonarse a la ley del menor esfuerzo, era una norma entrañable, por haber sido autoimpuesta, a partir de la observación de una variedad de modelos de comportamiento dignos de respeto.
Cuando mi madre y mis tías colaboraban para armar el almuerzo de Año Nuevo que reunía a toda la familia, las veía dividirse las tareas y desempeñarse en equipo. Ninguna se quedaba sin trabajar. Una armaba la masa de los ravioles, otra se encargaba del relleno de espinaca y sesos, otra preparaba la salsa de tomates, otra se encargaba de la ensalada rusa con caballa, cubierta de mayonesa fresca, otra cortaba en trozos pequeños la ensalada de frutas macerada en vino blanco. Mientras tanto, mi tío Juan asaba durante horas la carne en el patio. Lo hacían no más de una vez por año, pero siempre a la perfección. O mejor dicho, como debía ser, sin quejarse ni buscar excusas.
Para asistir al colegio había que estudiar todos los días y no era cosa de dejar la memorización de unos cuantos datos para la fecha del examen, había que trabajar aunque no dependiera de eso llevarse el pan a la boca, había que cuidarse de no perjudicar a nadie con actos u omisiones, había que aprovechar los recursos que uno tenía, había que… La noción de imperativo categórico no figuraba en los planes de estudio de la Escuela Primaria o el Bachillerato, ni era teorizada por ningún pariente en las reuniones familiares, pero estaba presente en la conciencia de quienes preservaran su autoestima.   
La negligencia es una actitud que puede ser condenada o aceptada con resignación, como quien se dice, cuando la descubre en los momentos difíciles, “así somos”, por lo tanto “no cabe esperarse más”. De algún modo, se la celebra, se oculta cualquier discrepancia mediante la omisión de criterios para evaluarla, probablemente porque ha llegado a imponerse como una tendencia dominante de la cultura moderna.
Enrique Santos Discepolo
¿Se trata de algo nuevo? A comienzos de los años ´30, Enrique Santos Discepolo describía en la letra de un tango poco menos que un apocalipsis en curso.

Que el mundo fue y será una porquería / ya lo sé / en el quinientos seis / y en el dos mil también. / Que siempre ha habido chorros / maquiavelos y estafaos / contentos y amargados / valores y dublé. / Pero es que el siglo XX / es un despliegue / de maldá insolente / ya no hay quien lo niegue. / Vivimos revolcaos / en un merengue / y en un mismo lodo / todos manoseados. (Enrique Santos Discépolo: Cambalache)

Avanzado el siglo XXI, la perspectiva del mundo contemporáneo suele ser menos catastrófica, no por eso más optimista. Quizás no haya más esperanzas que antes, en medio de la Gran Depresión económica de los años ´30, cuando algunos las consideraban pocas, pero las creían capaces de transformar la sociedad. Tampoco es el inminente fin del mundo que se anunció tantas veces durante la Guerra Fría y luego fue postergado, sino un estado de cosas lamentable, que al parecer puede prolongarse indefinidamente. Por eso, no se quiere alimentar demasiado la conciencia de lo que ocurre, sino acallarla, si fuera posible y conformarse con lo que hay:
Bobby McFerrin

Listen to that I say / In your life expect some trouble / when you worry you make it double / Don´t worry, be happy! Don´t worry, be happy! Don´t worry, be happy! (Bobby McFerrin)

¿Para qué preocuparse? La orden implícita es la de ser feliz y se repite decenas de veces en el estribillo de la canción, tal como sucede en la publicidad y hasta en los slogans políticos, en la confianza de que a pesar de sus limitaciones e inadecuación a la realidad, habrá de imponerse, por falta de otros mensajes. De acuerdo, es una orden, perentoria. que se plantea como la única alternativa. Hay que relajarse ante el desequilibrio del mundo que nos ha tocado en suerte. El trabajo de modificarlo está desechado.
Hay conflictos de la actualidad que no se encaran, junto a situaciones difíciles, que si bien existían, no podían ser concebidas en su peligrosidad hace un par de generaciones.
Hoy mi padre hubiera podido observar la proliferación de comportamientos “a la bartola” por doquier, tal como Eugene Ionesco pronosticó a mediados del siglo XX en la pieza teatral Rinocerontes.  Lo irracional se impone en el comportamiento público, desde gente anónima hasta figuras destacadas.
¿Hay algo más a la bartola que una manada de paquidermos, que hasta poco antes fueron seres humanos, embistiendo contra no importa qué? Mi padre no se hubiera sentido feliz con la constatación de comportamientos irracionales que brinda al actualidad, pero al menos habría reforzado su desprecio heroico (y estéril) del mundo contemporáneo.

BERENGER: ¡Me defenderé contra todo el mundo! Soy el último hombre, seguiré siéndolo hasta el fin! ¡No capitulo! (Eugene Ionesco: Rinocerontes)

viernes, 3 de abril de 2015

Poderes desbocados: el Síndrome de Hubris



El poder corrompe. El poder absoluto corrompe absolutamente. (John Emerich Dalkberg Acton)

Benito Mussolini
La generación de mi padre quedó marcada por la aparición de figuras grandiosas en la escena política internacional. Benito Mussolini proclamaba el regreso de un Imperio Romano que rescataría a Italia de siglos de ignominia. Adolf Hitler prometía un III Reich que unificaría a Europa y perduraría por al menos un milenio. Josef Stalin  aseguraba que en la URSS se había instalado definitivamente un nuevo orden, en el que quedaba abolida la explotación del hombre por el hombre, y afectaría a la quinta parte del planeta.
Josef Stalin
No es raro que la desmesura de algunos pocos hombres cause la admiración del resto, los eventuales seguidores e incluso los adversarios. El común de la gente sufre (incluso disfruta) las limitaciones de una vida rutinaria, penosa, que objetivamente podría evaluarse como imposible de sobrellevar. No suele atreverse a ir más allá de lo que le han dicho que le está permitido, porque teme sufrir alguna sanción que le haga perder lo poco que ha conseguido acumular, para dejarlo en la situación de recomenzar desde cero lo perdido. Aquellos que desafían esos límites, no a escondidas sino delante de testigos, aprovechando que la vigilancia se ha levando por un rato, proclamando las ventajas de la infracción, se convierten en héroes admidables, en quienes se deposita confianza y se proclama como líderes.

Cuando un grupo o un partido está en el poder, se ve obligado a fortificarse allá y defenderse contra todo. La verdad que salta ante los ojos de cuantos no estén ciegos por la venda del dogmatismo, es que el hombre está cansado de la libertad. (Benito Mussolini: Poder y consenso)

A mi generación, en cambio, le tocó crecer en una época de desengaño de los sueños anteriores. La memoria de alguien que transitó buena parte del siglo XX y lo que va del XXI, acumula un muestrario desalentador de fracasos de cada uno de los grandes proyectos que maravillaron a sus mayores, y al caer se han dejado ver como lamentables casos de abusos de poder, carentes de cualquier justificación.
Los libros de Historia permiten averiguar que el mal viene de mucho más lejos. ¡Cuánta dedicación para acceder y retener el poder, adquirido no importa cómo; en contraste con eso qué infrecuente la dedicación al servicio público! Ocuparse de los asuntos del Estado, llega a convertirse en una forma habitual de adquirir riqueza y honores vitalicios (más aún, hereditarios) de acuerdo a un esquema que las leyes y las costumbres parecen incapaces de evitar.

Puedes observar cómo la divinidad fulmina con sus rayos a los seres que sobresalen demasiado, sin permitir que se jacten de su condición; puedes observar también cómo siempre lanza sus dardos desde el cielo contra los mayores edificios y los árboles más altos, pues la divinidad tiende a abatir todo lo que descuella demasiado. (Herodoto: Historia)
Pol Pot

¿Por qué puede ser digna de castigo la circunstancia de que alguien se destaque demasiado? A sabiendas o no, está invadiendo el espacio que no le corresponde; se destaca a expensas de otro. Respetar los límites, aunque no sean físicos, incluso cuando no se trata de un territorio bien delimitado o cuando estaba disponible para todos por igual, es un mandato no escrito de la sociedad, cuyo cumplimiento la comunidad exige tarde o temprano.

El síndrome de Hubris saca su nombre del teatro de la Grecia antigua y aludía particularmente a la gente que robaba escena. Empezó a usarse como trastorno de personalidad al observarse ciertas características en personas que tienen un cargo de poder. (…) Imagina que lo que piensa es correcto y lo que opinan los demás no, cree que todos los que lo critican son enemigos, etc. (…) Las personas pierden la perspectiva de la realidad total y ve solo lo que quiere ver. (…) Lo puede padecer cualquier persona que está en el ejercicio del poder. (Harry Campos Cervera)

Ansias de figuración, desequilibrio emocional: son explicaciones que no satisfacen demasiado, cuando los daños que pueden producir en la comunidad son grandes como duraderos. Para los griegos, aquel a quien los dioses hubieran decidido destruir, era cegado primero. En medio de su incapacidad para distinguir lo correcto de lo incorrecto, movido exclusivamente por sus impulsos, en lugar de aplicar la razón, para él la perdición quedaba asegurada. La falta de control era la máxima infracción concebida por el pensamiento clásico. Un hombre que no respetara las leyes de los dioses o los hombres, uno que se librara a pasiones elementales como la furia y el orgullo, no necesitaba de la intervención de nadie más para labrar su propia ruina.

Ser elegido para un alto cargo político para un líder democrático es un evento significativo. Las posteriores victorias electorales parecen aumentar la probabilidad de convertir un comportamiento arrogante en síndrome Hubris. (…) Se desarrolla cuando el poder ha sido mantenido por un período de tiempo. (David Owen y Jonathan Davidson: El Síndrome Hubris)

El siglo XX incluye ejemplos tan notables de personajes con el Síndrome de Hubris como Adolf Hitler, Josef Stalin, Leónidas Trujillo, Idi Amin, Mao Zedung, Howard Hughes, Pol Pot, Jim Jones, Sadat Hussein, que tendemos a pensarlo como una las constantes de la modernidad. Vivimos en un sistema que tiende a generar figuras como esas, opuestas en la superficie, pero demasiado parecidas en el fondo. Se trata de un patrón de conducta que afecta a quienes detentan un Poder a veces ilimitado (que obtuvieron en algunos casos por la fuerza y a veces por la voluntad ciudadana) y conciben al mundo real como un escenario donde ellos fueron convocados para representar sus fantasías personales de omnipotencia. Ellos obligan a sus contemporáneos a convertirse en espectadores de una actuación que les permite afirmar hasta el endiosamiento su imagen personal, gracias a los instrumentos que ponen a su disposición el dinero mal habido, la credulidad de sus seguidores y la maquinaria del Estado.
Juan Domingo Perón
Eso incluye procedimientos tan inocentes y engañosos como los retoques fotográficos que se hacían con un fino pincel y acuarelas en el pasado, y se ha convertido en responsabilidad del fotoshop de la actualidad. Hay que anular los signos de la edad de los políticos (Juan Domingo Perón no podía tener canas, a pesar de haber cumplido los 80 años, Mao Zedung carecía de arrugas a la misma edad y se nadaba como jovenzuelo en las aguas torrentosas de un gran río) porque los líderes providenciales deben ser presentados como seres eternos, rozagantes, seductores. Para honrarlos mientras detectan el poder, se imponen sus nombres a calles, barrios, plazas y edificios públicos; se establecen fundaciones que asocian sus biografías a insospechables causas humanitarias, haciendo olvidar el origen oscuro de los fondos que utilizan.

Cuando el apoyo deja de ser crítico, se convierte en alcahuetería. (…) Con las prebendas somos un  montón. Sin el poder no queda nadie. (Julio Bárbaro)

El afectado por el Síndrome de Hubris exhibe un convencimiento tal de su importancia en el discurso, que no duda en contagiar a otros su entusiasmo autorreferente. Él ha llegado para redimir al mundo de su miseria inmemorial. De no ser por su intervención providencial, todo lo que se encuentra en lamentables, terminaría por arruinarse definitivamente.
Su persona es imposible de separar de la nación que ha venido a salvar, de la organización política o religiosa que tiene el privilegio de secundarlo en su obra trascendente. Cuándo él habla de sí mismo (casi todo el tiempo) se menciona en plural, como han hecho tradicionalmente los monarcas, que no diferencian su individualidad de la institución que representan. Todos puede acobardarse, todos pueden equivocarse y traicionar sus convicciones, menos él, que a pesar de sus generosos planes respecto de la Humanidad, siente un desprecio abierto por sus adversarios.
Si rinde cuentas de sus aciertos y errores no es ante la Justicia a la que se encuentran sujetos los ciudadanos comunes, sino ante el imaginario Tribunal de la Historia, que nadie sabe cómo y cuándo funciona. Por eso Hitler y los más altos jerarcas nazis prefirieron el suicidio, antes que sufrir la humillación de responsabilizarse de sus decisiones.
El círculo del poder, formado por los funcionarios que dependen directamente de quien se encuentra en la cúspide, suele definirse la preocupación por mantener esa relación tan particular, que favorece sus intereses grupales, con independencia de lo que suceda en el resto de la sociedad. No es raro que establezcan una burbuja en torno a quien toma las decisiones, para evitar cualquier cosa que pueda perjudicarlos a ellos. En la Argentina de los años ´20 del siglo pasado, los asesores del Presidente Hipólito Irigoyen llegaron a imprimir en diario que lo tenía a él como destinatario, donde se le escamoteaban los verdaderos conflictos por los que atravesaba el país.
José López Rega
Trágica es la historia del anciano Juan Domingo Perón, regresando a Argentina en 1973, tras haber vivido dieciocho años en el exilio, para asumir por tercera vez la Presidencia del país (y hallar la muerte pocos meses más tarde). Perón e Isabel, su tercera esposa, se encontraban asistidos y aprisionados desde 1965 por su secretario, José López Rega, un ex policía entregado al esoterismo y el delirio anticomunista.  

Se habla mucho del valor que el misterio aporta al ansia de lograr CONOCIMIENTOS, los cuales se hallan solamente en poder de algunos seres especiales o de SECTAS religiosas u ocultas, quienes lo han logrado por tradiciones desde antiquísimas edades. Estos misterios secretos fueron logrados por medio de la ILUMINACIÓN ESPIRITUAL, de mentes cuya finalidad específica estaba destinada a lograr una armonía mayor cuya finalidad específica estaba destinada a lograr una armonía mayor entre la HUMANIDAD en plena evolución y las LEYES DIVINAS en plena germinación. (José López Rega: Astrología esotérica)

Que el autor de estas generalidades grandiosas y autorreferentes, pudiera controlar durante años a un político consumado y llegara a imponer un prolongado régimen de terror sobre todo un país, es una de esas paradojas que ofrece la Historia. También las grandes mentes fallan, sea por la vejez, sea por la imposibilidad de conectarse con la realidad y los desequilibrados se caracterizan por una dedicación que los compensa por la inadecuación de sus proyectos a la realidad.