viernes, 7 de abril de 2017

Orgullos y Vergüenzas nacionales (IV): Duelo por uno mismo


Pido perdón al pueblo venezolano por la posición de Argentina en la OEA. Siento vergüenza, por primera vez, de ser argentino. (Diego Armando Maradona)
Diego Armando Maradona
Hay quienes en ciertas circunstancias se sienten parte de un colectivo que les garantiza su identidad (también cierta impunidad, cuando cometen alguna falta). Se trataría de un colectivo, sin el cual que nada de la existencia individual tendría sentido. Maradona puede hacer trampa durante el partido con el equipo inglés del Mundial de México de 1986, con la excusa de que los ingleses (no el equipo de fútbol que enfrentaba) humillaron a los argentinos desde 1833, mediante la ocupación continuada de las Islas Malvinas. La Historia puede suministrar otras justificaciones  no menos atendibles, como los intentos fallidos de las invasiones de 1806 y 1807, el empréstito de Baring Brothers durante los años iniciales de la vida republicana o el acuerdo Roca-Runciman de 1933, si se quiere otorgar sentido reivindicatorio a un gesto personal que objetivamente infringe las reglas del deporte.
Los admiradores de Maradona, el país que él parece representar en el momento de la infracción, pueden tomarlo como modelo de sus opiniones y actitudes respecto de Inglaterra, con la diferencia de que ellos carecen de oportunidades para manifestarlas de manera tan notoria. Si es un acto patriótico, elige una forma discutible de manifestarse, que solo se acepta en el contexto de ganar no importa cómo.
Diego Maradona y Hugo Chavez
Bajo otras circunstancias, sin embargo, la identidad se afirma a partir de la discrepancia respecto del colectivo. En 2016 el mismo futbolista declara su vergüenza por la condena del gobierno argentino al régimen de Nicolás Maduro, que él ha apoyado dentro y fuera de Venezuela, demostrando que en ciertos casos el sentimiento patrio puede pesar menos que los compromisos personales. Diga lo que diga, su repudio no lo conduce a abjurar de su nacionalidad originaria. Las leyes argentinas le impiden tomar tal decisión, por desilusionado que se encuentre respecto del rumbo que ha tomado (legalmente) el país donde él nació y ahora está representado por otro sector político con él se encuentra en desacuerdo.

Ni orgullo ni vergüenza, para mí ser argentino es inevitable. (Juan José Campanella)

Uno puede sentir una sana vergüenza por sus faltas personales, una experiencia que lo lleva a introducir cambios en su comportamiento, pero también puede experimentar algo que en español se denomina vergüenza ajena, y de acuerdo a la historiadora Tiffany Watt Smith (The Book of Human Emotions) sería una humillación indirecta, sufrida ante extraños, por aquellos que no se consideran extraños a la otra persona. Uno se pone en el lugar del otro, su amigo, su pariente, su igual, alguien que sin demasiada precaución de su parte se desliza en el ridículo que podría evitar, o resulta degradado por un poder que no puede resistir. Uno solidariza (muchas veces contra su voluntad) con alguien que se somete a su suerte adversa o incluso no es merecedor de solidaridad alguna.

Cuando tienes vergüenza ajena, sientes empatía por alguien que pone en peligro su integridad, al violar las normas sociales. Se trata de una vergüenza empática. (Frieder Michael Paulus)

Arthur Koestler
Durante la primera mitad del siglo XX, las desilusiones políticas de intelectuales habían sido frecuentes, como sucedió con las conversiones públicas de André Gide, Arthur Koestler y George Orwell, arrepentidos de haber celebrado al régimen estalinista, que promediando los años `30 no lograba esconder su carácter represivo. Un proyecto internacionalista y liberador, que prometía modificar la Historia, se derrumbaba para gente que lo había apoyado. A veces se tiene la impresión de que los entusiasmos personales o colectivos pueden alimentarse gracias a la carencia de información fidedigna, que incluso pueden heredarse gracias a la pereza intelectual de quienes los conocen, pero los sentimientos de fracaso se los guardan aquellos que los sufren, cada quien para sí mismo, como si se tratara de una vergüenza referida a algo que mejor sería convencerse de que nunca existió.
A los veinte años, cuando no se había desatado aún la Gran Depresión Económica de 1929, que tuvo efectos duraderos en todo el planeta, durante la década siguiente, mi padre formaba parte de una barra de amigos juerguistas de San Pedro, los encantadores irresponsables que evoca el tango.

Adios muchachos, compañeros de mi vida, / barra querida de aquellos tiempos. / Me toca a mí hoy emprender la retirada, / debo alejarme de mi buena muchachada. / Adios muchachos, ya me voy y me resigno / contra el destino nadie la talla… / Se terminaron para mí todas las farras, / mi cuerpo enfermo no resiste más. (Julio César Sanders y César Vedani: Adios muchachos)

Macoco Álzaga Unzué al volante
Son los mismos tiempos y actitudes irresponsables que describió Francis Scott Fitzgerald en la novela El gran Gatsby, con la justificación de haber sufrido la experiencia de la Primera Guerra Mundial y habitar un país más desarrollado.  Mi padre debió haber admirado el modelo de Macoco Álzaga Unzué, el bon vivant argentino, heredero de una familia millonaria, que se atribuía la invención del juego de arrojar manteca al cielo raso, decorado con pinturas de hembras dotadas de grandes senos, del restaurant Maxim´s, en Paris, con el propósito de animar las noches de fiesta que sin su desmesura hubieran resultado aburridas para el círculo de sus amigos.
Aunque nunca llegó tan lejos, ni disfrutó de tantos recursos, mi padre tuvo que enseriarse antes de cumplir los treinta años. Abandonó a sus amigos, las partidas de naipes, el tabaco, el alcohol, administró un almacén de barrio, se casó con una mujer a la que confiaba controlar, engendró hijos. Estaba redefiniendo su identidad, para convertirse en lo opuesto a lo que había sido hasta entonces. Tengo la impresión de que vivió cada uno de los compromisos que lo apartaban de la existencia irresponsable de su juventud, como una serie de humillantes derrotas, que no atinaba a quién atribuir (a su padre, a su mujer, a los hijos que iban llegando para atarlo a una vida rutinaria, al peronismo que se había instalado en el país y subvertía los valores tradicionales). Ser visto como un marido fiel, como un padre de familia preocupado por los suyos, como un comerciante apreciado por los vecinos, no era lo que él había soñado.
George Bellows: Caída de Dempsey
Mi padre sufrió el desengaño de la derrota de Luis Ángel Firpo, boxeador apodado el Toro Salvaje de las Pampas, que enfrentó en New York, en 1923, a Jack Dempsey, por el título de Campeón Mundial de los Pesos Livianos. La gente de su generación quedó convencida de haber asistido (a la distancia, puesto que la radio era todavía un instrumento inusual) a un fraude incalificable, que pudo darse porque el deportista argentino se encontraba demasiado lejos de su patria y los jueces eran tan poco confiables, que detenían la cuenta durante diez segundos, para esperar que Dempsey se recuperara del golpe que lo mandó fuera de las cuerdas.

Vino la pelea Firpo-Dempsey y en cada casa se lloró, hubo indignaciones brutales, seguidas de una humillada melancolía casi colonial. (Julio Cortázar: Circe)

El orgullo nacional había sido herido. ¿Por cuánto tiempo iba a permanecer este suceso en la memoria de la gente? Las humillaciones colectivas, como demuestra la ocupación inglesa de las islas Malvinas desde el primer tercio del siglo XIX o incluso las invasiones inglesas de 1806 y 1807, dejan huellas que periódicamente se reactualizan, gracias a las lecciones de Historia que las nuevas generaciones reciben en la escuela primaria, los discursos de los políticos durante las celebraciones de ciertas fechas, o las irresponsables campañas militares de recuperación de territorio patrio, como organizó la dictadura argentina. El tema que une tanto a la gente, lo hace mientras duele. Une a quienes se identifican compartiendo el mismo dolor.
Carlos Gardel en el avión, poco antes de morir
Treinta años después de la derrota de Firpo, en cambio, mi generación no podía sentirse identificada con esa humillación, ni tampoco con el triunfo internacional y la subsiguiente muerte de Carlos Gardel, ocurrida apenas una década antes. La identidad que nace de situaciones como esas, no parece ser duradera. Parte de lo que hubiera debido unirnos, había ocurrido en un nebuloso pasado, no tan distante para estar incorporado a los libros de Historia y los programas escolares, pero de todos modos fuera de la actualidad. Eran dramas personales, impactantes por ser atribuidos a personajes que uno creía conocer, que sin embargo carecían de las dimensiones colectivas de la reciente Segunda Guerra Mundial.
Nuestra identidad en la vergüenza compartida, había pasado a ser continental. Latinoamérica era apenas el patio trasero de los EEUU, como reconoció medio siglo más tarde John Kerry. La derrota del gobierno de Jacobo Arbenz, por un ejército mercenario financiado por la CIA, en 1954, resultaba una evidencia más próxima y obscena que la derrota de Juan Domingo Perón por unos militares católicos, molestos por la ley de divorcio y la educación laica entre otros motivos. Aunque la intervención de la CIA hubiera sucedido en lo que se imaginaba como una frágil república bananera del Caribe, escenario habitual de aventuras militares pintorescas, indicaba el riesgo que corría cualquier proyecto de independencia nacional, en el contexto de una Guerra Fría, que sin llegar a la confrontación nuclear que prometía ser la última, por la magnitud de las fuerzas que la encaraban, había logrado involucrar a todo el planeta.  
Nikita Jrushov y J.F.Kennedy en caricatura de 1962
Vivíamos con esa amenaza sobre nuestras cabezas. Hubo un momento, en octubre de 1962, en que el inestable equilibrio entre los EEUU y la URSS estuvo a punto de quebrarse, por la llamada Crisis de los Misiles de Cuba. El destino de los nacidos en Argentina era el de cualquier latinoamericano de mediados del siglo XX, contra la imagen ya tradicional de los herederos (mestizos) de la vieja Europa que se había difundido la escuela pública y los medios de comunicación. Identificarse con paradigmas mal conocidos y todavía peor aplicados, como el de la juventud rebelde que había tomado el poder en Cuba, acarreaba más de un riesgo para quienes lo intentaran, porque la realidad local era otra y los aspirantes a héroes tenían otras dimensiones, bastante contradictorias.
Che Guevara muerto

Todos los discursos sobre la juventud son herederos de la Reforma [Universitaria de 1918, como] el guevarismo y la idea de creación de un hombre nuevo, que es el hombre joven. Hay una inversión cronológica: el hombre no va de la juventud a la vejez, sino al revés. En el tiempo histórico está lo viejo y lo que viene después de lo viejo es lo joven, lo que cambia lo viejo. En América Latina en general ese proyecto del hombre nuevo sigue teniendo vigencia, se lo sigue valorando, a diferencia de lo que puede ocurrir en Europa, donde es algo que (…) fue dejado de lado. (Dardo Scavino)

sábado, 1 de abril de 2017

Orgullos y vergüenzas nacionales (III): Imágenes fallidas



Máximo Gregorcic Villanueva
En los años `80, Máximo Gregorcic Villanueva, un autoproclamado experto en Finanzas, daba consejos sobre la materia por la televisión de Mendoza. La notoriedad que le había otorgado el medio, la utilizó para crear una empresa que recibía inversiones, por las que prometía intereses desmesurados en una época de fuerte inflación. Tal como debía ocurrir, dejó centenares de víctimas, después de desaparecer. ¿No debería admirarse la destreza de un hombre sin escrúpulos para corromper (y de paso castigar) a gente desinformada y no obstante codiciosa, que desconfiaba de la eficacia del plan económico del primer gobierno democrático, surgido tras varios años de dictadura? No es probable que muchos compartan esa perspectiva. Se prefiere pensar que los malos se encuentran de un lado y los buenos del otro. Hay personajes que uno toma en cuenta, pero a los cuales repudia públicamente, porque eso es lo correcto (si en el fuero íntimo se lo admira, es otra cosa, que no se confiesa).
Folletín de Fantômas
El cine nos ha acostumbrado a una figura admirable, la del ladrón profesional, de guante blanco. Es alguien que conoce a la perfección su oficio (al menos, aquello que se muestra como tal) y lo ejerce sin cometer errores, ni causar víctimas innecesarias. Los folletines de Raffles, Arsenio Lupin, Rocambole, Fantômas y Judex, establecieron durante las primeras décadas del siglo XX esa imagen mítica. Cuando se descubre el robo de un conjunto de pinturas impresionistas francesas del Museo de Bellas Artes de Buenos Aires en 1980, pasa a convertirse en la hazaña de una banda que aprovecha la ausencia de guardias durante la celebración de Navidad.
No se trataba de rateros comunes. Sin duda conocían la cotización de las obras de arte, planificaron adecuadamente la fechoría, lograron sacar las pinturas del país para ofrecerlas en Europa, donde obtendrían mayores ganancias y treinta años más tarde continuaban sin haber sido descubiertos. ¿Puede uno identificarse con ellos?
Picana eléctrica
Un invento argentino, la picana eléctrica que comenzó a ser utilizado durante las sesiones de tortura de la época, atribuido al ingenio de un hijo del escritor Leopoldo Lugones, no se mencionaba nunca a mediados del siglo XX, cuando se la utilizaba con frecuencia, para intimidar a los adversarios políticos. Puede entenderse por qué. Hay instrumentos útiles y hasta oportunos para algún sector de la sociedad, que se emplean y no obstante avergüenzan, porque identifican a todos desde un punto de vista particularmente repulsivo.
De una herramienta de tortura, adoptada internacionalmente, nadie quiere sentirse parte, y parece mejor demostrar una ignorancia real o fingida, como le pasó a los alemanes, después de la derrota del nazismo, un régimen que habían votado para que asumiera el poder y apoyaron durante la matanza de millones de judíos y la ejecución de una sangrienta guerra.
Cuando alguien es hijo o nieto de inmigrantes (lo más probable, gente que venía de distintas culturas y de no haberse visto obligadas a abandonar el territorio que por inercia consideraban propio, no se hubieran relacionado con sus parejas, ni formado familias, para asentarse en otros países, desconocidos para ellos, que habrían de convertirse en su residencia definitiva) el tema de la identidad nacional puede resbalarle, como si oyera hablar una lengua extraña, que debe tener sentido para otros y sin embargo no logra desentrañar. En Argentina no se daba, como en Brasil o el Caribe, la evidencia inocultable de un mestizaje que no pudiera ser negado, aunque se desconozcan los detalles de las identidades originarias y las circunstancias del encuentro.
Ku-Klux-Klan
En el sur de los EEUU, arruinado por la Guerra de Secesión, surgieron los encapuchados del Ku-Klux-Klan, que defendían por el terror la supremacía blanca de lo que evaluaban como el peligro de sus antiguos esclavos negros emancipados. La obsesión por una identidad nacional amenazada por la llegada de inmigrantes europeos de ideología izquierdista o religiones no cristianas, era un tema que reaparecía periódicamente ante la opinión pública argentina, aunque solo pareciera preocupar a una élite militante de ultraderecha, que no encontraba demasiados adeptos entre los civiles, pero sí entre los uniformados y los jóvenes de la clase alta.
Club del Clan, circa 1960
En mi juventud, a mediados del siglo XX, nos creíamos con derecho a ser lo que decidiéramos ser, convencidos de que no hacía falta averiguar demasiado sobre el tema, probablemente porque de intentarlo hubieran surgido preguntas que resultaba difícil responder. ¿En virtud de qué privilegio teníamos derecho a considerarnos rebeldes, renovadores, poseedores de la verdad? Los medios habían comenzado a definir una identidad etaria que resultaba novedosa y cómoda de aceptar, porque se planteaba como algo válido no importaba dónde, sin fronteras geográficas o clases sociales.
Los bluejins, el rock and roll, la coca-cola, hasta las figuras del Club del Clan, aparecieron por entonces para uniformarnos. Al parecer, todos los jóvenes éramos auténticos, algo que nos enfrentaba inevitablemente a las viejas generaciones, que representaban una combinación letal de lo fallido, lo anacrónico, lo injusto.
James Dean en Rebel Without a Cause
El cine de Hollywood ofrecía el paradigma seductor de James Dean, en Rebel without a cause, el filme de Nicholas Ray, donde se mostraba a un hombre joven, condenado a un final prematuro, de acuerdo a los esquemas habituales del romanticismo de un siglo antes (ahí estaba el joven Werther de Goethe), que enfrentaba a los adultos preocupados por su conmovedora desorientación, pero totalmente ineficaces. Los jóvenes los enfrentaban para reclamar a los mayores su falta de autenticidad y la intención de imponerle valores considerados caducos.
Zbigniw Cybulski eb Popiól i diament
Para que el modelo resultara más convincente, Zbigniew Cybulski, en el filme polaco Popiól i diament de Andrzej Wajda, entraba en conflicto con todo el mundo, tanto de derecha como de izquierda, en un momento de esperanzas desmedidas (la segunda posguerra mundial) e inevitablemente elegía mal, su propia muerte. ¿Hacía falta más, para convencer de que se estaba produciendo por todas partes un cambio histórico de mentalidad, que otorgaba un rol redentor a los jóvenes?
El rechazo de referentes cercanos, la convicción de no deberle nada a nadie del pasado inmediato o lejano, no pasaba de ser una ilusión narcisista, que desde entonces se reitera, aumentada, generación tras generación, hasta considerarse una evidencia incontrovertible. Por primera vez, la identidad juvenil se aceptaba, tanto en el plano trivial del vocabulario, el vestuario y el peinado, como en el de los pensamientos vagamente críticos de la realidad, aunque hubiera sido impuesta desde el mismo sistema que se impugnaba. Una generación de consumidores jóvenes, se había convertido en el centro de interés de los profesionales del marketing, que hasta la actualidad no los abandonaría.
Fidel Castro, Ernesto Che Guevara
Después del triunfo de la Revolución Cubana, en diciembre de 1959, se difundió por todo el continente la imagen de tiempos nuevos, marcados por la emergencia de grupos de jóvenes armados, que a pesar de su falta de experiencia y precariedad de recursos, habían sido designados por la Historia para derrotar a las dictaduras corruptas. Ellos se encaramaron en el poder y no estaban dispuestas a soltarlo después de someterse a inciertas consultas electorales. El guerrillero de barba, largos cabellos y ropas militares, se presentaba como el nuevo héroe popular, híbrido del mítico Robin Hood y los padres de la independencia.
¿Cómo no sentirse representado por gente que se había arriesgado a luchar por una causa tan pura y prometía un absoluto desapego por la tradición de trapisondas políticas? Una década más tarde, buena parte de esas imágenes había sufrido un deterioro imposible de ocultar. Ernesto Che Guevara no se resignaba al rol de alto burócrata cubano y desaparecía con destino incierto. En un momento en que los EEUU se encontraban empantanados en la guerra de Vietnam, Guevara planteaba la urgencia de crear dos, tres, cien Vietnam, hasta derrotar al capitalismo agonizante. El exceso de confianza en fórmulas voluntaristas, no condujo al Che a la victoria en Bolivia, como se recuerda. Vietnam logró derrotar a sus invasores en las mesas de negociaciones, tras haber resistido en la jungla.
La segunda mitad del siglo XX alentó muchas ilusiones de cambio social definitivo, sin riesgo de vuelta atrás, de prosperidad compartida para aquellos sistemáticamente marginados, que a continuación fueron postergadas o liquidadas, para dolor o ceguera de quienes en medio del entusiasmo de la propaganda simplista las habían dado por hechas, cuando no pasaban de ser un espejismo compartido. Entre las víctimas que dejan estos proyectos frustrados, algunas se pasan al otro bando y renacen como fanáticos conversos, mientras hay otras que viven un duelo prolongado, en el que cabe de todo: desde negar la experiencia, hasta inculparse de responsabilidades que no les corresponden.