viernes, 4 de septiembre de 2015

Promesas (no siempre cumplidas) de satisfacción inmediata (II)


No todo lo que se ama se desea, ni todo lo que se desea se ama. (Miguel de Cervantes)
Grant Wood: American Gothic
Uno tiende a creer que algo tan elemental (si se prefiere, tan fundamental) de la existencia humana como el sexo, es un tema eterno y por lo tanto siempre tuvo (tiene, tendrá) las mismas características que hoy muestra, pero el diálogo con los viejos (en mi caso, la memoria de una distante juventud) revela que nada se encuentra más lejos de la verdad. No es que hoy haya mayor sinceridad al respecto, porque las cosas se llamen por su nombre, ni tampoco porque se hayan difundido conocimientos más confiables sobre ciertas áreas de la conducta humana que en el pasado se dejaban en la penumbra, en unos casos por pudor, en otros por temor, sino que otra actitud  se fue afianzado a lo largo del siglo XX y hoy predomina, al punto de parecer que no es posible adoptar otra.
En pocos años, un ámbito en el que durante siglos había predominado la reserva, la censura y la autocensura, comenzó a ser presentado como un espacio que valía la explorar y comentar, desacralizado, expuesto al escrutinio público. Del sexo se podía hablar con absoluta libertad y cabía esperar que nadie impidiera su experimentación, como si se tratara poco menos que de una actividad deportiva, higiénica, recomendada para todo el mundo.

Vivir sus deseos, agotarlos en la vida, es el destino de toda existencia. (Henry Miller)

Antonio Berni: Torta de bodas
Las ceremonias destinadas a postergar la satisfacción del deseo, gozaban en el pasado de un prestigio social que hoy no se concibe. No estaba mal andar de novios durante años (de mis tías recuerdo seis, siete años) empleados en un parsimonioso acercamiento de las parejas, que iba desde el simple avistamiento durante los paseos nocturnos por la calle Mitre, que funcionaba como un mercado de gente soltera, pasando por los bailes del sábado en los sedes sociales de los clubes deportivos, las esquelas amorosas copiadas de los libros ad hoc, los piropos callejeros, los formales pedidos de visita a la familia de la cortejada, con calendario vespertino establecido y la presencia de chaperonas, hermanos menores y sobrinos durante los encuentros, hasta llegar, finalmente, al pedido de mano, el compromiso, el matrimonio y la consumación del matrimonio.
Parece un calvario de los enamorados, sujeto a formalidades crueles, considerando la impaciencia de aquellos que deseaban estar juntos y si deseaban superar los obstáculos debían aceptarlos, por más que existieran atajos, como los brindados providencialmente por los zaguanes a oscuras y la vista gorda o el soborno de las chaperonas.
Se encuentra más que demostrado que la represión sexual era (es) una fuente inagotable de neurosis, pero al mismo tiempo la represión otorgaba un valor excepcional a la tan anhelada satisfacción sexual, cuando por fin se daba.

Todo deseo estancado es un veneno. (André Maurois)

Encontrarse e intimar, aprovechando las circunstancias facilitadoras del consumo de estimulantes, son situaciones que suelen darse hoy en riesgosa vecindad. Se pasa de una a la otra, sin darse el tiempo a reflexionar demasiado, como si la vida fuera (sobre todo para los jóvenes) demasiado corta y la primera oportunidad que se ofrece para disfrutar la actividad sexual fuera la última.
Llega a ser mal visto en ciertos ambientes no hacerlo de ese modo: sin prolegómenos y la mayor cantidad de veces posible, como si se acumularan puntos en un concurso. ¿Acaso hay prejuicios, convenciones, creencias que se interpongan en el ejercicio de la sexualidad? Mal indicio. Si en el pasado se discriminaba a los promiscuos, hoy se mira con desdén a los castos. ¿Con cuántas parejas francamente indeseables, inadecuadas, hasta peligrosas, se conecta la gente en la actualidad, por causa de la enorme facilidad con que se comparte el sexo? La epidemia del VIH canceló durante los años ´80 la confianza ilimitada que se había depositado en la actividad sexual intensa y desprejuiciada, a partir de los ´60, cuando se difundió el uso de la píldora anticonceptiva. La promiscuidad dejó ser condenada por indecente, para ser condenada por imprudente.
Abandonarse a la satisfacción de los deseos, sin temer a las consecuencias, había sido la conquista aparente de la generación anterior. Gracias a la píldora, las mujeres que pudieran costeársela y aprendieran a dosificarla, se convertían en árbitros de su sexualidad, tal como hacían los hombres, desde tiempos inmemoriales. De pronto se descubrían en condiciones de probar a sus parejas, una tras otra en el mejor de los casos, para desecharlas por distintas razones, si no las hallaban adecuadas, evitando el riesgo de los embarazos no queridos durante el proceso.

El sexo sin amor solo alivia el abismo que existe entre dos seres humanos de forma momentánea. (Erich Fromm: El Arte de Amar)

Entre los mitos urbanos que circularon por entonces (los oí contar en cuatro países del continente y en todas partes lo presentaban como algo que le había sucedido a personas conocidas, fácilmente localizables) estaba el del hombre inocente, que en el curso de una noche de copas, conocía en un bar a una estupenda rubia que lo llevaba a un cuarto de hotel, se entregaba con él a una agitada sesión amatoria y a continuación lo dejaba solo, durmiendo pacíficamente, para que descubriera en la mañana, escrito con lápiz labial, en el espejo del baño: BIENVENIDO AL MUNDO DEL SIDA.
La vieja misoginia regresaba, actualizada y más amenazante que nunca. Las mujeres que se habían liberado de la tutela masculina, resultaban ser las peligrosas portadoras de un mal que nadie sabía cómo tratar, pero que conducía inevitablemente a la muerte. La desconfianza respecto del sexo, nacida del conocimiento insuficiente de las formas de contagio del VIH, propició el regreso de los preservativos que se creía objetos anacrónicos, y la vigencia de recomendaciones tan desprestigiadas hasta poco antes, como la fidelidad y la abstinencia. Contenerse, controlarse, calcular los riesgos, dejaron de ser los consejos de quienes reprimían la sexualidad por motivos éticos o religiosos, para convertirse en métodos racionales de sobrevivencia.
La posibilidad de restaurar la vieja mentalidad represiva del sexo, tras una generación que había experimentado el relajamiento de esos controles, resultaba sin embargo poco factible. Pronto se supo cómo evitar el contagio del VIH y luego apareció un tratamiento que convertía a la plaga apocalíptica en enfermedad crónica. Podía quedar latente el miedo al contacto físico, pero no la resignación a postergar indefinidamente la satisfacción sexual. La creciente influencia de las drogas y las redes sociales en la conducta de la gente, planteaban alternativas nuevas para hallar satisfacción fácil (y riesgos que poco antes ni siquiera se imaginaban).
Las drogas abrían paso a conductas imprudentes, que enfatizaban la búsqueda de experiencias placenteras, sin importar a qué precio.
La pornografía que hoy reina en Internet (donde se calcula que supera al tercio de todo el material disponible) era bastante rara en el pasado y solía limitarse a explotar la imaginación de los lectores. Uno leía e imaginaba (tal como escuchaba la radio e imaginaba). En otras palabras, se encontraba obligado a elaborar el estímulo. Las revistas que tenían como destinario explícito a los hombres, eran paradojalmente discretas en todo lo referente al sexo. Las audacias de Rico Tipo no iban más allá de sobrentendidos verbales y énfasis sobre los muslos, caderas y bocas de las figuras femeninas.  Cuando en mi clase de la escuela secundaria, le descubrieron a uno de mis amigos la pequeña postal de una mujer desnuda (cuyo pubis, sin embargo, se encontraba tapado prudentemente por un punto oscuro) lo aplastaron con amonestaciones que lo pusieron en riesgo de perder el año, mientras que en público, delante de toda la clase, la profesora de Inglés le preguntaba (y dudo que esperara respuesta) si no tenía una hermana o una madre, dado que así denigraba al sexo opuesto.
No, la soñada satisfacción sexual de los adolescentes debía esperar, no necesariamente hasta el matrimonio (eso podía aceptarlo, tal vez, un miembro de la Acción Católica, obligado a compartir semanalmente sus faltas reales o imaginarias con el confesor) pero al menos hasta encontrar una pareja del sexo opuesto, que estuviera dispuesta a concederle la intimidad, siempre y cuando se hubiera interpuesto el sacramento del matrimonio y la expansión sexual coincidiera en la búsqueda de descendencia.
Si un joven no procedía de ese modo, si optaba por autosatisfacerse en soledad (una situación castigada preventivamente con baños de agua fría) podía crecer pelo en la palma de las manos del impaciente, verse marcado por el acné o quedar ciego.
En cuanto a la frecuentación de prostitutas, que se encontraban disponibles para quienes aceptaran financiar sus servicios nada onerosos por entonces, el uso de preservativos ponía límites al capricho de quienes pagaran sus servicios.
Demorar la satisfacción de cualquier deseo que uno alimentara, estar dispuesto a trabajar para recibir finalmente el premio a ese esfuerzo sistemático y aprobado por la comunidad, eran las actitudes más frecuentes.  De acuerdo a las investigaciones de Walter Mischel, la capacidad de demorar el disfrute de la gratificación, se desarrolla tempranamente en los seres humanos, entre los tres y cinco años, después de haber aprendido a retener esfínteres y aceptado que no por llorar nos concederán lo que pedimos. Cuando eso no se aprende en la infancia, el futuro no promete nada bueno para quien fue preservado de la experiencia.

Mientras que la persona perturbada desea firmemente lo que quiere y lo siente de forma apropiada y se molesta si sus deseos no quedan satisfechos, la persona más perturbada exige, insiste, impera u ordena dogmáticamente que sus deseos se satisfagan y se pone exageradamente angustiada, deprimida u hostil cuando no quedan satisfechos. (Albert Ellis)

El deseo crece gracias a la demora (vale decir, la frustración reiterada) de los impulsos que debieran expresarlo. Cuando el impulso se satisface de inmediato, sin demasiado esfuerzo, algo nada trivial de la experiencia se ha perdido: la profundidad y coherencia que otorga a la conducta humana cierta dosis de frustración que puede ser superada. Situaciones actuales como los amigovios (solteros que no han tenido la oportunidad de conocerse demasiado y pasan a convivir por un tiempo, a la vista y paciencia de los familiares) son toleradas por la sociedad como un signo de los tiempos que toca vivir, no los que se soñaba, pero tampoco los peores.
Ahora, todo está a la vista o al menos son muchos los que no se toman la molestia de ocultarlo, porque las sanciones de la opinión dominante han desaparecido. A lo largo de una generación en Argentina, Uruguay, Paraguay y México, el término pasó a definir una relación cada vez más frecuente o al menos visible: parejas sin compromisos, que se relacionan cuando se ponen de acuerdo y probablemente comparten la actividad sexual, pero no quedan atados a ninguna promesa de fidelidad. Hoy la palabra figura en el Diccionario de la Lengua Española, por lo que cabe sospechar que se trata de algo más memorable que el título de una telenovela argentina de 1995.

No existen responsabilidades, la relación de amigovios es libre, es abierta y sin compromiso, por eso no puede durar mucho tiempo. En algún momento, alguno de los integrantes quiere o necesita algo diferentes y es entonces cuando este tipo de relaciones no resiste las diferencias. (Celia Antonini)

¿La decisión de suprimir la clandestinidad (habrá quien diga el pudor) de las relaciones sentimentales efímeras, puede ser vista como un progreso (la gente sería hoy más sincera que en el pasado, menos hipócrita, menos neurótica) o por lo contrario, como una evidencia más de un lamentable relajamiento moral, que está destruyendo las bases de la sociedad? Cualquier disfrute que no cueste, se devalúa. Ser feliz todo el tiempo es aburrido, y antes que eso, un objetivo imposible.
¿Acaso la utilización de las tarjetas de crédito permiten acceder a niveles de vida superiores, que en el pasado no llegaban a imaginarse, o solo compromete el futuro de quienes gastan más de lo que tienen? La infelicidad es un componente no deseado de la vida humana, que no es fácil de suprimir, para instalar en su sitio un estado de felicidad simple e ininterrumpida, alimentada por estimulantes que tienen la capacidad de anestesiar por un rato, pero no la de resolver problemas que no pueden ser escondidos debajo de la alfombra.