Leían como lo hacían en otro
tiempo los adolescentes de catorce y dieciséis años, es decir, con exceso, con
frenesí, de día y de noche, en la copa de los árboles, en las perreras.
(Colette: Sido)
En Sido, un libro de
Colette sobre su infancia, la autora reconstruye el ambiente de la casa
provinciana de su madre, y la adquisición del vocabulario entrañable (por la forma
casual en que lo adquirió) convertido luego en materia prima de su obra
literaria. Ese repertorio de recursos expresivos que nace del entorno familiar,
le permite nombrar con precisión las cosas comunes: plantas de jardín, objetos
de la cocina, y en paralelo adquirir un estilo fresco, directo, depurado de
adjetivos.
Colette niña |
Aprender a examinarse e
instruirse a sí mismo es algo muy cómodo y no tan peligroso como afeitarse
solo. Cada cual debería aprenderlo a cierta edad para no ser un día víctima de
una navaja de afeitar mal gobernada. (Georg Lichjtenberg)
Recuerdo a mi padre enseñándome palabras tan arcaicas y
ajenas a nuestro vocabulario cotidiano, como cetrería y genuflexo, que
correspondían a situaciones que lo indignaban especialmente. No dudo que las
recibiera de su padre, un inmigrante vasco nacido a mediados del siglo XIX.
Cuando crecí y tuve suficiente curiosidad, las busqué en el diccionario. La
caza medieval con halcón no correspondía del todo a lo que mi padre pretendía
expresar: que los seres humanos atrapaban incautos, utilizando señuelos. Esa
metáfora debía ser, calculo, su imagen de las mujeres que intentaba comunicarme.
La segunda la aplicaba con desprecio a todos aquellos que
carecían de principios y se sometían al poder (en ese momento, se refería al
primer gobierno peronista, poco antes de su caída). Probablemente era el
lenguaje ornamentado, efectista, al estilo de Vargas Vila, que uno descubría en
los editoriales de La Palabra.
Debí haber aprendido cientos de palabras de mi padre, como
los nombres de las piezas de ajedrez o los de la infinidad de productos de
consumo doméstico que vendía en su almacén. Entre ellas no estaban las palabras
obscenas, que rara vez soltó en su vida (y al hacerlo sonaban arcaicas,
aprendidas una generación antes, necesitadas de un Glosario que las aclarara).
De mis parientes y vecinos adquirí los nombres de las piezas
del apero de un caballo, las herramientas de albañil y el carpintero, las
técnicas de la costura y la cocina. Ciertas palabras, fui descubriendo, las
usaban exclusivamente los hombres, mientras otras parecían pertenecerles a las
mujeres. Algunas eran frecuentes en los jóvenes, mientras que otras llegaban de
los ancianos.
La gente más educada tenía un léxico que podía no coincidir demasiado con el de aquellos que no habían estudiado. Los medios de comunicación masiva (diarios y radios) no habían logrado uniformar todavía el lenguaje de la gente, como sucede en la actualidad, y la observación del habla de las personas que iba encontrando, recompensaba con datos preciosos que iba a utilizar el resto de mi vida.
La gente más educada tenía un léxico que podía no coincidir demasiado con el de aquellos que no habían estudiado. Los medios de comunicación masiva (diarios y radios) no habían logrado uniformar todavía el lenguaje de la gente, como sucede en la actualidad, y la observación del habla de las personas que iba encontrando, recompensaba con datos preciosos que iba a utilizar el resto de mi vida.
Aprender a leer me facilitó el acceso a una torrente de
palabras nuevas y fascinantes, en muchos casos inútiles, que nunca había escuchado hasta entonces y me
obligaban a deducir el significado por el contexto, puesto que en mi casa y en las
casas de nuestros vecinos, no había un diccionario: clepsidra, marisma,
braquicéfalo, tentempié, carantoña, ambidextro, caterva, ferruginoso, caletre,
maniqueísmo, sedentario, coito. Gracias a las palabras, descubrí, podían ser
evocados objetos y situaciones que habitualmente hubieran resultado innombrables o
ni siquiera hubiera llegado a imaginar.
Una persona que no lee, o lee
poco, o lee solo basura, puede hablar mucho, pero dirá siempre pocas cosas,
porque no dispone de un repertorio mínimo para expresarse. No es una limitación
solo verbal; es, al mismo tiempo, una limitación intelectual, una indigencia de
pensamientos y de conocimientos, porque los conceptos mediante los cuales no
apropiamos de la realidad, no están disociados de las palabras a través de las
cuales los reconoce y define la conciencia. (Marrio Vargas Llosa)
En Selecciones del Reader´s Digest publicaban todos los
meses una sección denominada Enriquezca su Vocabulario, que proponía una
veintena de términos inusuales y ofrecía cinco alternativas para que el lector
eligiera. Al voltear la página se daba el significado correcto y se ofrecía una
frase donde la palabra era usada. Aprender podía ser un juego y era conveniente
que lo pareciera, porque de ese modo perdía cualquier atisbo de obligatoriedad.
Recuerdo a mi maestra de tercer grado, Dora B., cuando me
informó durante un ejercicio que denominaba “familia de palabras”, que el
término estantigua no existía (al menos en su memoria, porque sí en el
diccionario, a pesar de que no sé cómo llegué a aprenderla, pero sí que quedé
encantado de su sonido tan extraño).
Uno se define en esas situaciones inexplicables, como aquel
que se encuentra destinado a ser, que por algún motivo se siente obligado a
ser, sin que importen los factores que se le opongan en el camino. Las palabras
me habían estado esperando. Eran miles que aguardaba el turno de ser conocidas.
Todavía no desconfiaba de ninguna de ellas, como le sucede a los adultos que
experimentan el desengaño de los grandes discursos.
Yo empuñé las armas porque busco
las palabras justas. (Paco Urondo)
Durante mi educación secundaria aprendí palabras tan
técnicas que resultaban inútiles en el mundo real (como usucapión, que utilizo
por primera vez desde entonces) monocotiledónea, trigonometría y centenares de
palabras en otras lenguas modernas, porque el año en que comencé a estudiar
desaparecieron Griego y Latín de la malla curricular, con lo que nos dejaron al
margen de la cultura clásica. Era una situación contradictoria. Por un lado se
nos ataba al lenguaje de los adultos, de la tradición, de aquellos que
administraban el saber y habían decidido lo que debíamos aprender, y por el
otro se nos liberaba de las ataduras a la lengua materna.
Las palabras que aprendí entonces, eran la herramienta
privilegiada que utilizaría el resto de mi vida. Por eso me enamoraba de ellas
al leerlas, las almacenaba en la memoria, aguardaba la oportunidad de usarlas,
y a veces me arrepentía de haberlo hecho, porque la palabra justa (no creo que
lo sospechara Flaubert) si bien es el ideal de aquel que escribe, puede
resultar inoportuna en el trato social. Exhibir las palabras que corresponden,
es como exhibir joyas en un entorno donde tal vez no se acostumbra nada
parecido, porque no se ha tenido la oportunidad de acumularlas.
Cuando Flaubert habla del mot juste (la palabra adecuada), no
quiere decir necesariamente, inevitablemente, la palabra asombrosa; no, la
palabra justa, que puede ser muchas veces trivial o ser un lugar común, pero es
la palabra exacta. (…) De modo que ese cuidado excesivo que ponía, no
corresponde a la vanidad; al contrario, es una forma de modestia, (Jorge Luis
Borges)
Mi amor por las palabras nació de la lectura, que ocurría en
circunstancias poco favorables. Mi familia no era de gente demasiado letrada. Mi
madre no había tenido oportunidades de educarse, por la pobreza de su familia,
que la obligó a trabajar muy temprano, sacrificando la escuela. Mi padre, en
cambio, había rechazado esas ventajas, al oponerse al proyecto de mi abuelo,
que lo mandó al Colegio Nacional de Buenos Aires, cuando él solo quería que lo
expulsaran. Mi padre y mi madre apenas hablaban entre ellos, como si cualquier intento
de negociar sus puntos de vista, condujera inevitablemente a una ruptura.
Si la conversación podía llegar a ser instructiva y amena, capaz
de plantear lo que uno pensaba y sentía, si valía la pena prestarle atención,
porque me brindaba oportunidades de participar, aunque solo fuera preguntando,
tuve que aprenderlo fuera del ámbito de mi familia, entre los clientes de mi
padre, las hermanas de mi madre y una cantidad de vecinos. Por suerte no me
faltaron instructores. Los adultos, en aquel tiempo, no dudaban en hablar con
un niño.
Cuando no encontraba interlocutores en el barrio, las
palabras llegaban desde la radio, en la que abundaban locutores de dicción
perfecta, como Jaime Font Saravia y Julio César Barton. Hasta los narradores
deportivos se expresaban con una fluidez y propiedad que han pasado a
convertirlos en mitos. Ellos hacían que el auditor paladeara las palabras y
tratara de imitarlos.
En una sección de Radiolandia premiaban a los auditores que
detectaran errores gramaticales o lexicales en los programas de las emisoras de
Buenos Aires. Los crucigramas de La Nación y La Prensa eran publicados todos
los días y uno trataba de resolverlos como un desafío personal. Poco importaba
que después de luchar media hora quedaran incompletos. Con el próximo tendría
mejor suerte. Más tarde, comencé a elaborar mis propios crucigramas. Gracias a estímulos tan triviales como estos, el joven de entonces adquiría
un respeto y una familiaridad con el lenguaje que hoy me cuesta reconocer en las
nuevas generaciones.
Para gente de la edad de mis padres, describir la
complejidad de los sentimientos humanos era una tarea que les resultaba
excesiva y con toda probabilidad los avergonzaba encarar. Durante las mayores
explosiones de enojo, se conformaban con unas pocas sílabas, cuyo efecto era
sin embargo imposible de olvidar.
No fue la mejor escuela que pude haber tenido. Como escritor
(en algún momento el término comenzó a figurar en mi documento de identidad,
pero continuaba resultándome excesivo) trabajo con las palabras, me dejo llevar
por las asociaciones que las palabras entablan entre ellas, verifico la
etimología, reconozco los usos que han hecho de ellas otros más hábiles que yo.
Confío y al mismo tiempo desconfío de una herramienta como esa, que promete no
dejar nada sin ser expresado, y sin embargo se rebela contra cualquier intención
de emplearlas.
De mis parientes adquirí, según advierto a la distancia, el
aprecio por el laconismo cuando se trata de expresar aquello que más importa. Cuando
descubrí los textos de Borges, que por ser contemporáneos todavía no figuraban
en el programa de Literatura del Bachillerato, hallé la confirmación de que se
trataba de una decisión difícil pero ineludible. No hay que abultar el discurso,
se dice que en señal de respeto al destinatario, pero en el fondo más por
consideración a uno mismo. En esos casos, menos puede ser más (el eslogan no
había nacido aún) si logra evitar la pereza del escritor, que se conforma con lo
primero que encuentra.
Descifrar lecturas largas y
ojalá complejas, nos “entrena” para descifrar mejor la realidad. Los ciudadanos
que no leen son víctimas fáciles de la publicidad engañosa, del populismo de la
calle, de la demagógica de los políticos. (…) Un buen lector tiende a ser más
crítico. (Carlos Franz)