miércoles, 1 de octubre de 2014

Del amor (no siempre correspondio) por las palabras


Leían como lo hacían en otro tiempo los adolescentes de catorce y dieciséis años, es decir, con exceso, con frenesí, de día y de noche, en la copa de los árboles, en las perreras. (Colette: Sido)

En Sido, un libro de Colette sobre su infancia, la autora reconstruye el ambiente de la casa provinciana de su madre, y la adquisición del vocabulario entrañable (por la forma casual en que lo adquirió) convertido luego en materia prima de su obra literaria. Ese repertorio de recursos expresivos que nace del entorno familiar, le permite nombrar con precisión las cosas comunes: plantas de jardín, objetos de la cocina, y en paralelo adquirir un estilo fresco, directo, depurado de adjetivos.
Colette niña
Puede ser a veces un lenguaje no del todo correcto, cuando se lo compara con la norma académica, a pesar de lo cual identifica sin desvíos la complejidad de los sentimientos humanos. El establecimiento del vocabulario puede verse como una aventura extremadamente personal, llena de riesgos y eventos afortunados, que nos diferencia a unos de otros. El amor por las palabras (también el desprecio y el temor por las palabras) se establece en la infancia, una etapa de la vida humana en la que cada quien toma lo que puede y como puede, de lo que encuentra en aquellos que lo rodean.

Aprender a examinarse e instruirse a sí mismo es algo muy cómodo y no tan peligroso como afeitarse solo. Cada cual debería aprenderlo a cierta edad para no ser un día víctima de una navaja de afeitar mal gobernada. (Georg Lichjtenberg)

Recuerdo a mi padre enseñándome palabras tan arcaicas y ajenas a nuestro vocabulario cotidiano, como cetrería y genuflexo, que correspondían a situaciones que lo indignaban especialmente. No dudo que las recibiera de su padre, un inmigrante vasco nacido a mediados del siglo XIX. Cuando crecí y tuve suficiente curiosidad, las busqué en el diccionario. La caza medieval con halcón no correspondía del todo a lo que mi padre pretendía expresar: que los seres humanos atrapaban incautos, utilizando señuelos. Esa metáfora debía ser, calculo, su imagen de las mujeres que intentaba comunicarme.
La segunda la aplicaba con desprecio a todos aquellos que carecían de principios y se sometían al poder (en ese momento, se refería al primer gobierno peronista, poco antes de su caída). Probablemente era el lenguaje ornamentado, efectista, al estilo de Vargas Vila, que uno descubría en los editoriales de La Palabra.
Debí haber aprendido cientos de palabras de mi padre, como los nombres de las piezas de ajedrez o los de la infinidad de productos de consumo doméstico que vendía en su almacén. Entre ellas no estaban las palabras obscenas, que rara vez soltó en su vida (y al hacerlo sonaban arcaicas, aprendidas una generación antes, necesitadas de un Glosario que las aclarara).
De mis parientes y vecinos adquirí los nombres de las piezas del apero de un caballo, las herramientas de albañil y el carpintero, las técnicas de la costura y la cocina. Ciertas palabras, fui descubriendo, las usaban exclusivamente los hombres, mientras otras parecían pertenecerles a las mujeres. Algunas eran frecuentes en los jóvenes, mientras que otras llegaban de los ancianos.
La gente más educada tenía un léxico que podía no coincidir demasiado con el de aquellos que no habían estudiado. Los medios de comunicación masiva (diarios y radios) no habían logrado uniformar todavía el lenguaje de la gente, como sucede en la actualidad, y la observación del habla de las personas que iba encontrando, recompensaba con datos preciosos que iba a utilizar el resto de mi vida.
Aprender a leer me facilitó el acceso a una torrente de palabras nuevas y fascinantes, en muchos casos inútiles, que nunca había escuchado hasta entonces y me obligaban a deducir el significado por el contexto, puesto que en mi casa y en las casas de nuestros vecinos, no había un diccionario: clepsidra, marisma, braquicéfalo, tentempié, carantoña, ambidextro, caterva, ferruginoso, caletre, maniqueísmo, sedentario, coito. Gracias a las palabras, descubrí, podían ser evocados objetos y situaciones que habitualmente hubieran resultado innombrables o ni siquiera hubiera llegado a imaginar.

Una persona que no lee, o lee poco, o lee solo basura, puede hablar mucho, pero dirá siempre pocas cosas, porque no dispone de un repertorio mínimo para expresarse. No es una limitación solo verbal; es, al mismo tiempo, una limitación intelectual, una indigencia de pensamientos y de conocimientos, porque los conceptos mediante los cuales no apropiamos de la realidad, no están disociados de las palabras a través de las cuales los reconoce y define la conciencia. (Marrio Vargas Llosa)

En Selecciones del Reader´s Digest publicaban todos los meses una sección denominada Enriquezca su Vocabulario, que proponía una veintena de términos inusuales y ofrecía cinco alternativas para que el lector eligiera. Al voltear la página se daba el significado correcto y se ofrecía una frase donde la palabra era usada. Aprender podía ser un juego y era conveniente que lo pareciera, porque de ese modo perdía cualquier atisbo de obligatoriedad.
Recuerdo a mi maestra de tercer grado, Dora B., cuando me informó durante un ejercicio que denominaba “familia de palabras”, que el término estantigua no existía (al menos en su memoria, porque sí en el diccionario, a pesar de que no sé cómo llegué a aprenderla, pero sí que quedé encantado de su sonido tan extraño).
Uno se define en esas situaciones inexplicables, como aquel que se encuentra destinado a ser, que por algún motivo se siente obligado a ser, sin que importen los factores que se le opongan en el camino. Las palabras me habían estado esperando. Eran miles que aguardaba el turno de ser conocidas. Todavía no desconfiaba de ninguna de ellas, como le sucede a los adultos que experimentan el desengaño de los grandes discursos.

Yo empuñé las armas porque busco las palabras justas. (Paco Urondo)

Durante mi educación secundaria aprendí palabras tan técnicas que resultaban inútiles en el mundo real (como usucapión, que utilizo por primera vez desde entonces) monocotiledónea, trigonometría y centenares de palabras en otras lenguas modernas, porque el año en que comencé a estudiar desaparecieron Griego y Latín de la malla curricular, con lo que nos dejaron al margen de la cultura clásica. Era una situación contradictoria. Por un lado se nos ataba al lenguaje de los adultos, de la tradición, de aquellos que administraban el saber y habían decidido lo que debíamos aprender, y por el otro se nos liberaba de las ataduras a la lengua materna.
Las palabras que aprendí entonces, eran la herramienta privilegiada que utilizaría el resto de mi vida. Por eso me enamoraba de ellas al leerlas, las almacenaba en la memoria, aguardaba la oportunidad de usarlas, y a veces me arrepentía de haberlo hecho, porque la palabra justa (no creo que lo sospechara Flaubert) si bien es el ideal de aquel que escribe, puede resultar inoportuna en el trato social. Exhibir las palabras que corresponden, es como exhibir joyas en un entorno donde tal vez no se acostumbra nada parecido, porque no se ha tenido la oportunidad de acumularlas.

Cuando Flaubert habla del mot juste (la palabra adecuada), no quiere decir necesariamente, inevitablemente, la palabra asombrosa; no, la palabra justa, que puede ser muchas veces trivial o ser un lugar común, pero es la palabra exacta. (…) De modo que ese cuidado excesivo que ponía, no corresponde a la vanidad; al contrario, es una forma de modestia, (Jorge Luis Borges)

Mi amor por las palabras nació de la lectura, que ocurría en circunstancias poco favorables. Mi familia no era de gente demasiado letrada. Mi madre no había tenido oportunidades de educarse, por la pobreza de su familia, que la obligó a trabajar muy temprano, sacrificando la escuela. Mi padre, en cambio, había rechazado esas ventajas, al oponerse al proyecto de mi abuelo, que lo mandó al Colegio Nacional de Buenos Aires, cuando él solo quería que lo expulsaran. Mi padre y mi madre apenas hablaban entre ellos, como si cualquier intento de negociar sus puntos de vista, condujera inevitablemente a una ruptura.  
Si la conversación podía llegar a ser instructiva y amena, capaz de plantear lo que uno pensaba y sentía, si valía la pena prestarle atención, porque me brindaba oportunidades de participar, aunque solo fuera preguntando, tuve que aprenderlo fuera del ámbito de mi familia, entre los clientes de mi padre, las hermanas de mi madre y una cantidad de vecinos. Por suerte no me faltaron instructores. Los adultos, en aquel tiempo, no dudaban en hablar con un niño.
Cuando no encontraba interlocutores en el barrio, las palabras llegaban desde la radio, en la que abundaban locutores de dicción perfecta, como Jaime Font Saravia y Julio César Barton. Hasta los narradores deportivos se expresaban con una fluidez y propiedad que han pasado a convertirlos en mitos. Ellos hacían que el auditor paladeara las palabras y tratara de imitarlos.
En una sección de Radiolandia premiaban a los auditores que detectaran errores gramaticales o lexicales en los programas de las emisoras de Buenos Aires. Los crucigramas de La Nación y La Prensa eran publicados todos los días y uno trataba de resolverlos como un desafío personal. Poco importaba que después de luchar media hora quedaran incompletos. Con el próximo tendría mejor suerte. Más tarde, comencé a elaborar mis propios crucigramas. Gracias a estímulos tan triviales como estos, el joven de entonces adquiría un respeto y una familiaridad con el lenguaje que hoy me cuesta reconocer en las nuevas generaciones.
Para gente de la edad de mis padres, describir la complejidad de los sentimientos humanos era una tarea que les resultaba excesiva y con toda probabilidad los avergonzaba encarar. Durante las mayores explosiones de enojo, se conformaban con unas pocas sílabas, cuyo efecto era sin embargo imposible de olvidar.
No fue la mejor escuela que pude haber tenido. Como escritor (en algún momento el término comenzó a figurar en mi documento de identidad, pero continuaba resultándome excesivo) trabajo con las palabras, me dejo llevar por las asociaciones que las palabras entablan entre ellas, verifico la etimología, reconozco los usos que han hecho de ellas otros más hábiles que yo. Confío y al mismo tiempo desconfío de una herramienta como esa, que promete no dejar nada sin ser expresado, y sin embargo se rebela contra cualquier intención de emplearlas.
De mis parientes adquirí, según advierto a la distancia, el aprecio por el laconismo cuando se trata de expresar aquello que más importa. Cuando descubrí los textos de Borges, que por ser contemporáneos todavía no figuraban en el programa de Literatura del Bachillerato, hallé la confirmación de que se trataba de una decisión difícil pero ineludible. No hay que abultar el discurso, se dice que en señal de respeto al destinatario, pero en el fondo más por consideración a uno mismo. En esos casos, menos puede ser más (el eslogan no había nacido aún) si logra evitar la pereza del escritor, que se conforma con lo primero que encuentra.


Descifrar lecturas largas y ojalá complejas, nos “entrena” para descifrar mejor la realidad. Los ciudadanos que no leen son víctimas fáciles de la publicidad engañosa, del populismo de la calle, de la demagógica de los políticos. (…) Un buen lector tiende a ser más crítico. (Carlos Franz)