No juzguen a nadie, para que nadie los juzgue. Porque así como juzguen a otros los juzgarán, y con la vara con que midan a otros, los medirán. (Mateo 7: 1-2)
Leo en la prensa argentina la historia de la muerte de
Agustín, un chico de cinco años, como consecuencia de los golpes de la nueva
pareja de su madre, un experto en artes marciales. Valentina, su hermana de
ocho años, presenció el maltrato y testimonió con precisión lo sucedido ante la
Justicia, a diferencia de la madre de ambos (probablemente una mujer golpeada) que
insistía en atribuir el deceso a una caída del niño en la bañera. La imagen es perturbadora para un adulto de hoy. Incluye a un
niño víctima (otro más y ya son miles, de acuerdo a las estadísticas) y una
niña acusadora, capaz de derribar la complicidad que organizan aquellos que
deberían protegerlo.
¿Por qué se ensaña un adulto con un niño? Primero, porque
tiene la oportunidad de ejercer su superioridad física, y luego porque es capaz
de mentir sistemáticamente, incluso cuando las evidencias lo inculpan, mientras
que el niño entra en contradicciones o se calla por vergüenza. Descontrolarse
con alguien que no puede defenderse, es una tentación demasiado grande para
alguien que haya visto debilitados sus límites morales por la soledad o el uso
de drogas. ¿Por qué respetar límites?
Otra razón para el desborde de violencia que se ha vuelto
notorio en la actualidad, es la convicción de que si bien se piensa, los niños
son temibles, porque la indefensión actual en la que se encuentran hoy, va a
revertirse en el futuro, al cabo de unos pocos años. Si un adulto se porta bien
con ellos, si los compra, si los corrompe, no los tendrá como enemigos cuando
envejezca.
Atemorizar a los niños (o matarlos, si se lo considera
necesario) son intentos desesperados de garantizar impunidad respecto de
acciones que hoy mismo se sabe condenables. La sensibilidad colectiva ante las
agresiones de los adultos contra los menores está cambiando (¡por fin!) y las
franquicias que disfrutaron los adultos en el pasado, se encuentran
cuestionadas y sancionadas. Hasta el adulto más irresponsable percibe entonces
que los niños constituyen una amenaza efectiva, porque se han revelado capaces
de articular acusaciones coherentes, que son oídas por la sociedad y abren la
alternativa de una condena del agresor, como sucedió en el caso de Valentina.
Apenas se comienza a oír a los niños, comienzan a acumularse
las evidencias que cuestionan el descontrolado comportamiento de los adultos,
potenciado hoy por el uso y abuso de estimulantes. Así como nadie puede ser
demasiado grande para quienes lo conocen en el ámbito doméstico y conocen en
detalle sus mezquindades, los adultos que se desbordan dejan de ser inmunes
cuando enfrentan a sus niños.
Cuando uno es chico, asiste sin quererlo ni buscarlo, como
espectador privilegiado (no pocas veces espantado) al drama doméstico que le brindan
los mayores, del cual preferiría no enterarse. ¡Qué bueno sería que el Ratón
Pérez se llevara los dientes de leche y dejara dinero a cambio! ¡Qué satisfactorio
si los Reyes Magos trajeran los regalos que uno solicitó en una cartita
redactada con tanto esfuerzo!
La realidad es otra, se aprende muy temprano en la infancia.
Repetidas veces se recibe la misma lección. Un niño se encuentra incómodo,
porque no halla la forma de apartarse de las escenas que le brindan los adultos,
cuando manifiestan conflictos tan enconados que amenazan su futuro, puesto que
implican a las personas más cercanas a él, de las cuales depende su subsistencia,
tanto si se las ama como si las detesta. Desconcertado, porque los padres y
parientes no suelen dar explicaciones sobre sus enfrentamientos, ni menos aún
pedir disculpas por los exabruptos en los que incurrieron.
Vittorio de Sica: I bambini ci guardano |
A comienzos de los años `40, Vittorio de Sica produjo en
Italia I Bambini ci guardano (Los
Niños nos miran) una película que planteaba de manera insólita la perspectiva
de los niños ante el proceso de ruptura de una pareja con un hijo. No es que el
divorcio fuera un tema inédito para el cine, puesto que desde los ´30 había
sido objeto de triviales comedias de Hollywood como The Gay Divorcee, donde Ginger Rogers bailaba con Fred Astaire para
olvidar un matrimonio fracasado. Podían ser también las comedias de enredos producidas por el cine argentino (a pesar de que en el país no existiera por entonces el divorcio) como La señora de
Pérez se divorcia y Divorcio en
Montevideo. En todos los casos se trataba de personajes adultos, sin hijos,
que resolvían entre ellos sus diferencias y llegaban a un final satisfactorio
para todos.
Mezclar a los niños en una disputa de adultos, resulta
inevitable cuando la pareja que los ha traído al mundo está por separarse. Los
hijos plantean las contradicciones más difíciles de resolver. La guerra de los
padres deja víctimas, que pueden ser ellos mismos, que planearon una vida en
común y fallaron. Aunque la separación resuelva los conflictos de los adultos,
el rol de los hijos suele ser el de víctimas. ¿Qué puede hacer un chico cuando
asiste a una ruptura como esa? ¿Tomará partido por uno u otro? ¿Intentará mantenerlos
juntos, porque así le conviene?
Pricò en I bambini ci guardano |
Nada de eso me había sucedido a mí. Aunque mis padres no
fueran felices juntos (una situación que venía incluso antes de que yo naciera,
por lo que llegué a atisbar medio siglo más tarde) cada uno siguió fiel junto
al otro por el resto de sus vidas, honrando el compromiso adquirido, y hasta
llegaron a casarse por la iglesia al cumplir 25 años de sufrirse mutuamente.
Fuera de la pantalla, de acuerdo a mi experiencia, el mundo
era bastante menos dramático (lo que significa, no que todo estuviera bien,
sino que los conflictos no llegaban a exteriorizarse y resolverse). Solo tenía
noticias de la ruptura del hogar de uno de mis amigos, a quien su madre había
abandonado, y no lograba conectar esa evidencia de una familia rota, con la
idea de una situación inaceptable para la mujer. Solo era una circunstancia
rara, como la caída de un rayo, que es imposible ignorar, pero a la que no
suelen buscársele mayores explicaciones. El drama podía existir, pero desde mi
experiencia infantil de hogares formados por gente resignada a cargar con él,
me resultaba imposible discernirlo.
Allí donde veía, encontraba familias unidas, no
necesariamente felices, pero al menos decididas a seguir adelante. Los niños no
solo éramos testigos, sino también garantes de que el comportamiento de los
adultos se apegara a las normas aceptadas por la sociedad. Por culpa nuestra,
que no teníamos otra que la de haber nacido, los padres no podían decidir su
vida tal como hubieran deseado.
¿Qué hubiera hecho mi madre, cargada con sus tres hijos, de
intentar separarse de mi padre? Podía trabajar en las tareas domésticas para
las que había sido entrenada desde la infancia. Sus hermanos la hubieran
ayudado, en la medida de sus posibilidades. Toda su vida lo hizo bien y sin
quejarse, pero no habría podido mantenernos a nosotros. Cuando crecimos,
continuó ocultando su infelicidad hasta sus últimos años, probablemente para no
comprometernos a auxiliarla.
Mis padres |
En cuanto a mi padre, más de una vez le oí lamentarse de las
restricciones que le imponía mantener una familia (que pudo ser más extensa,
por su manera irreflexiva de relacionarse con su esposa) pero tomaba en cuenta
la opinión de sus parientes y conocidos. Por lo tanto, no intentó escapar de las
obligaciones contraídas, como afirmaba que había sido su deseo. Buscarse otra
mujer, que lo hiciera feliz, como cualquier ser humano tiene derecho a esperar,
era un proyecto que fue postergando año tras año, supongo que por temor a caer
en una situación similar a esa tan lamentable de la que intentaba escapar.
Al quedar viudo, durante los tres años que sobrevivió a mi
madre, intentó al menos una vez convencer a una mujer del círculo familiar para
que se casaran. Él continuaba necesitando una pareja y ella simuló que era una
broma, porque lo conocía demasiado bien y sabía a qué atenerse. Me enteré de la
historia algún tiempo después, cuando mi padre había muerto. Le aterraba vivir solo y depender de los suyos
le resultaba humillante.
¿Acaso los hijos lo hubiéramos juzgado? Éramos gente madura
y la oportunidad de buscar compañía no puede negársele a nadie, sobre todo a un
anciano. Mi padre había logrado superar ese temor al que dirán (de aquellos que
no teníamos derecho a decir nada sobre sus decisiones) pero la pretendida no
opinaba lo mismo. De algún modo, a pesar de ignorábamos la situación, a través
de la negativa de quien hubiera podido asegurarle una existencia menos
desdichada, decidimos su suerte, lo medimos con la vara que él había medido a
mi madre.