viernes, 29 de agosto de 2014

Música y músicos de burdel (I): El Río de La Plata


La música popular no alardea de un origen palaciego o religioso, como sucede a veces con la música culta. Es lo que ha llegado a ser, porque el común de la gente la oye, la tararea, la recuerda, la ejecuta, la baila durante los momentos de ocio. Se afirma que el jazz nació en los prostíbulos de New Orleans. Algo parecido habría ocurrido con el bolero en el Caribe y el tango en Buenos Aires. Cuando esa música se impone, la oscuridad del origen se convierte en indicio de su vitalidad  y deja de avergonzar a quienes la elaboran, tanto como a quienes la disfrutan.

Este es el tango, canción de Buenos Aires / nacido en el suburbio que hoy reina en todo el mundo / este es el tango que llevo muy profundo / clavado en lo más hondo del criollo corazón. (Orestes Cúfaro, Azucena Maizani y Manuel Romero: La canción de Buenos Aires)

El tango tiene más de un siglo de existencia, lapso durante el cual ha pasado desde su aparición en bares y casas de prostitución de los suburbios, cuando carecía de letra y los títulos rendían homenaje a las administradoras de los lenocinios (Joaquina, La Vasca) aludían reiteradamente a la sexualidad (Siete pulgadas, Dos sin sacarla, Qué polvo con tanto viento, El choclo, ¿Con qué tropieza que no dentra?) hasta ganarse la aceptación que le brindaron el teatro, la radio y el cine desde los años ´20 a ´50, cuando sedujo a todos los sectores sociales, contando historias que reciclaban tópicos fundamentales del melodrama.

Estercita / hoy te llaman Milonguita / flor de noche y de placer / flor de lujo y cabaret. / Milonguita / los hombres te han hecho mal / y hoy darías toda tu alma / por vestirte de percal. (Enrique Delfino y Samuel Linning)

El bandoneonista Eduardo Arolas, lo mismo que el violinista Casimiro Alcorta, ambos músicos profesionales, habrían sido también empresarios de la prostitución. Sus piezas fueron ejecutadas en lo que se denominaban academias de baile, piringundines y cabarets, donde a pesar de incluir todavía a mujeres que cobraban por su compañía en las mesas o pistas, progresivamente se iba dejando atrás ese pasado marginal. Prueba de ello es la reescritura de la letra de tango con referencias sexuales explícitas, como es el caso de Cara Sucia, que antes nombraba los genitales femeninos y hubiera sido irreproducible fuera de la atmósfera permisiva de un burdel.
Los músicos de tango alcanzaron la notoriedad que brindaban las ventas de partituras y discos, quelos alentaron a pasar de los tríos de violín, guitarra y bandoneón, a la formación de grandes orquestas, que requerían orquestaciones más complejas y el afianzamiento de cantantes famosos, que llegaban a todo el país gracias a los programas radiales. El Glostora Tango Club, por ejemplo, era difundido de lunes a viernes, a la hora de la hora de la cena, a mediados del siglo XX, antes del radioteatro Los Pérez García, que representaba a la familia típica argentina.
Gracias a los nuevos medios, los tangos eran escuchados en los hogares, donde las familias los aceptaban, olvidando la obscenidad de los primeros títulos y la incorrección lingüística de sus letras. El tango se bailaba, permitía un contacto físico de las parejas que no era nuevo (por esa misma razón los moralistas habían rechazado el vals un siglo antes). La coreografía justificaba una exhibición musicalizada y versificada del dominio ejercido por el hombre, sobre una mujer que no tenía más alternativas que secundarlo.
La posibilidad de satisfacer deseos tan elementales como esos, no impidió que el tango fuera quedando en el olvido a partir de los años ´60, época en que los integrantes de las parejas comenzaron a bailar separados, sin que ninguno prevaleciera sobre el otro, no obstante lo cual el tango renació como una expresión cultural respetada, al acercarse el siglo XX.
Entre 1875 y 1936, mientras ocurría un acelerado proceso de inmigración, que desequilibró la proporción entre hombres y mujeres, dejando a un alto número de solteros, en Argentina se intentó reglamentar el ejercicio de la prostitución, para someterla a condiciones que permitieran evitar daños mayores.

Como vos, muchas mujeres, engañadas que llegaron / y que como vos soñaron un edén artificial / hoy son flores deshojadas, sin amor, hogar ni ritmo / pasionarias del abismo por un caften criminal. (Francisco Pracánico y Luis Rubinstein: El Camino de Buenos Aires)

Los burdeles debían inscribirse para que se los fiscalizara, las personas involucradas en el oficio debían someterse a periódicas revisiones médicas, que se anotaban en una Libreta de Trabajo sellada y rubricada en la Comisaría. Aunque el poder que se entregaba a la policía local era excesivo, porque facilitaba la corrupción, sin mejorar el control sanitario, el sistema se mantuvo durante seis décadas.
En los prostíbulos podían organizarse bailes en días y horarios permitidos por la autoridad, pero estaba prohibida la asistencia de menores de edad y el porte de armas. La posibilidad de disfrazarse estaba aceptada, siempre y cuando no se intentara ridiculizar a la religión, las fuerzas armadas o se cambiara de sexo.
La ejecución de música popular en ciertos locales visitados exclusivamente por clientes masculinos, era puesta bajo sospecha. Convocaba a una concurrencia deseosa de alcohol, juegos de azar y a cierta clase de mujeres dispuestas a hacer todo aquello que les fuera remunerado, con el objeto de volver la rutina de los asistentes, menos penosa de lo que solía ser.
Esas mujeres que sobreviven de una profesión a la que son arrastrada por la falta de oportunidades, son destinatarias de muchas de las quejas del tango. Ellas han caído (no es probable que por su exclusiva iniciativa) en lugar de morirse de hambre, barriendo la casa y preparando el mate, como planteaban los roles tradicionales asignados a los géneros, a la espera de un hombre que recuerde su existencia, se apiade y las proteja.

Vos rodaste por tu culpa y no fue inocentemente / berretines de bacana que tenías en la mente / desde el día que un magnate cajetilla te afiló. / Yo recuerdo, no tenías casi nada que ponerte / hoy usás ajuar de seda con rositas rococó / ¡Me revienta tu presencia, pagaría por no verte / si hasta el nombre te han cambiado, como has cambiado de suerte / ya no sos mi Margarita, ahora te llaman Margot. (José Ricardo, Carlos Gardel y Celedonio Flores; Margot)

En algunos lugares de diversión reservados para los hombres, las mujeres se limitaban a poner los rollos de música de las pianolas, como hicieron más tarde con los discos de 78 rpm de las victrolas. A veces, ellas subían a un escenario para cantar canciones de moda o participar en orquestas de señoritas. Su participación podía limitarse a servir bebidas alcohólicas a los clientes u ofrecerse como parejas de baile a las que se pagaba con fichas. En todos los casos, podía sospecharse, ellas se exhibían para estimular la posterior demanda carnal de la clientela, que era el consumo más oneroso.

La pianola picaba los rollos de los tangos. / El cine picaresco iba horneando el ambiente / Y del patio llegaba una copla indecente / En la voz de un cantor de malevo arremangao. (Enrique Cadícamo: El farol colorado)

El tango se refiere a los personajes de un ambiente marginal, que bordea la delincuencia, utilizando el lunfardo, una jerga producto de la coexistencia de inmigrantes de muy diverso origen, que no dominan la lengua oficial del nuevo país, ni han pasado por la escuela donde se la sistematiza, por lo que se aferran a vestigios de la lengua del país que dejaron.

Hoy sos toda una bacana / la vida te ríe y canta / los morlacos del otario / los tirás a la marchanta / como juega el gato maula / con el mísero ratón. (Carlos Gardel, José Razzano y Celedonio Flores: Mano a mano)

Los café-concerts que habían proliferado hacia el fin del siglo XIX y a continuación los Cafés de Figurantas que surgieron durante las primeras décadas del siglo XX, recibieron la misma condena de los sectores tradicionales de la sociedad argentina. Encubrían algo menos inocente, escandalizaban a los vecinos, esquilmaban los bolsillos masculinos, contagiaban enfermedades venéreas de horribles consecuencias, como la muerte del poeta Pascual Contursi, víctima de la sífilis. La lucha contra el vicio era la causa sagrada de las mujeres decentes, pero se trataba de una guerra siempre perdida, siempre vuelta a reiniciar.

El progreso va cerrando uno a uno sus ojos con el candente hierro profiláctico. (…) Aún cantan sus viejas losas, la canción de los pasos sin sentido. (…) Pronto serás el Cafetín (…) de las noches antiburguesas, de las noches noctámbulas, de las noches mojadas en el amargor de la cerveza y en el agricultor del amor cotizable, único amor sin trampas que va quedando a los hombres. (…) En una especie de palco situado frente a la puerta, entre guirnaldas y bombitas polícromas, alborota la orquesta. Y en medio de esa bara[u]nda estridente y brillante, unas mujeres pálidas, flácidas, ojerosas, son las flores marchitas del jardín del pecado. (Luis Echevarría: “El Café de las figurantas”)

Héctor Basaldúa: Salón de tango
En 1934 se ordenó el cierre  de los prostíbulos de Buenos Aires, que eran centenares y daban sustento a miles de personas. A partir de 1936, bajo un gobierno surgido de comicios fraudulentos, que intentaba complacer las demandas más conservadoras de la sociedad, la óptica oficial se uniformó: había que terminar con la prostitución y todo aquello que la recordara. No solo los burdeles fueron cerrados. También la letra de los tangos se adecentó por decreto, mediante la reescritura minuciosa, con el objeto de no ofender más a la sensibilidad oficial, cada vez que el tango se ejecutaba en la radio.

El tango, ese reptil de lupanar (…) destinado solamente a acompasar el meneo provocativo. (Leopoldo Lugones: El Payador)

El tango recibía el desprecio de quienes habían asumido el poder por la fuerza y el fraude, por lo que podían darse el lujo de imponer sus criterios, despreocupándose de la opinión mayoritario. El lunfardo quedó erradicado de los medios de comunicación  y las escuelas. Si se privilegiaba el folclore  y se lo entendía como lo auténtico de la nación, era porque se lo expurgaba de todo aquello que aludiera a conflictos o se apartara de la norma lingüística.

viernes, 22 de agosto de 2014

Conflictos no resueltos, autoayuda y mecanismos de proyección


Gerhard Katterbauer: collage
No hay mejor negocio que vender a la gente desesperada un producto que asegura eliminar la desesperación. (Aldous Huxley)

Cuando la gente de hoy no se encuentra en situación de pagar una sesión de psicoterapia, que le asegure ser oída en el secreto de un consultorio, por un especialista entrenado por la universidad para efectuar esa tarea, consulta libros de autoayuda o abre páginas de internet, en busca de herramientas que permitan resolver los conflictos que arrastra. La televisión programa de lunes a viernes, todas las tardes, exitosos talk shows donde se ventilan historias íntimas narradas por sus mismos protagonistas, que no se avergüenzan de exponer los detalles más comprometedores, con el objeto de obtener el consejo o consuelo de un panel de especialistas y el aplauso de la audiencia.
Esa confianza moderna en la palabra de una autoridad lejana, indiscutible, que evalúa la conducta de otras personas, guiándose por los pocos y tal vez muy sesgados datos que reciben, ha venido a sustituir otra confianza más antigua, que se brindaba a personas dotadas de experiencia, aunque ninguna institución certificara su idoneidad, que vivían cerca de quienes solicitaban su consejo (parientes, amigos, docentes, vecinos).
Mi padre y mi madre eran lectores de diarios y semanarios, no de libros de ficción y cine, como fueron definiéndose mis intereses, apenas llegué a la adolescencia, a mediados del siglo XX. Utilizar esas novelas y películas como fuente de información, capaz de orientarme en la resolución de conflictos que no terminaba de entender y parecían inabarcables, era un proyecto poco sensato, que solo se explica por la carencia de otros mecanismos de apoyo más idóneos y por el modelo de reserva planteado por los mayores. Ellos no pedían consejo, ni esperaban ayuda, aunque les hacía falta.
Delia B.
Mi madre leía poco, tal como iba poco al cine. Era una gran observadora de personajes y situaciones. Su mayor fortaleza era la comunicación oral, que le permitía discernir con exactitud las emociones de amigas y parientes. Su capacidad de ponerse en el lugar del otro era admirable, pero el repertorio de personas con quienes entraba en contacto, quedaba limitado a aquellos a quienes los celos mi padre dejaba entrar en casa.
Cuando escuchaba las radionovelas de la tarde, mi madre estaba siempre haciendo otra cosa. Planchando o remendando la ropa, por ejemplo. Tal vez limpiando la cocina, donde se había instalado la única radio que teníamos. Las voces de los actores le llegaban como si fueran situaciones reales, de las que se enteraba por casualidad, emocionada, aunque no la autorizaran a participar de historias más interesantes y dramáticas, también más felices que la suya, mantenida durante años en sordina, sin explosiones, treguas, ni desenlace.

Si bien el Consultorio Sentimental es un género incluido en medios masivos, la construcción discursiva del vínculo entre consejero y aconsejado sostiene cierta “ilusión” de una comunicación interpersonal entre ambos. En este supuesto diálogo privado la respuesta del consejero hace alusión a cuestiones que sólo están presentes en la carta del lector no publicada. (Ana Victoria Garis: Corazones en conflicto, El consultorio sentimental en Argentina)

No creo que mi madre leyera los consultorios sentimentales que aparecían en las páginas finales de Para Ti, El Hogar, Maribel y otras revistas femeninas. Sus problemas se los guardaba para ella, los consultaba, de acuerdo a la expresión coloquial, con la almohada y eventualmente los dejaba trascender a otras mujeres (dudo que el pudor la autorizara a confesarlos en detalle).  Cuando sufría, lo hacía discretamente, una contención que cuesta entender desde la perspectiva exhibicionista de la actualidad.
Los conflictos de la realidad exterior le llegaban a mi madre filtrados por la opinión de sus pares. Nadie la había alentado a que buscara por su cuenta y riesgo los datos que permiten elaborar una opinión propia. En su época, nada de eso era bien visto. Si lo intentaba, lo más probable es que no la oyeran o le recordaran su ignorancia.
Juan Antonio G.
Mi padre escuchaba las varias emisiones de El Reporter Esso en la radio y leía dos diarios que llegaban en tren, de Buenos Aires, todos los días (un matutino, que llegaba a la hora de la siesta) y un vespertino (que distribuían en la mañana). Por lo tanto, aunque solo hubiera leído los titulares y escuchado los resúmenes radiales, debía estar enterado de los asuntos de actualidad. Esa información general, sin demasiada profundidad ni sesgo personal, era todo lo que necesitaba.
Mi padre nunca hubiera consultado el Horóscopo de la prensa, ni hubiera perdido su tiempo oyendo una ficción radial que no fuera un programa cómico a la hora del almuerzo, cuando los personajes de El Relámpago, un programa escrito por Miguel Coronatto Paz, suplían la ausencia de conversación familiar. Poner en juego sus sentimientos no era un proyecto que le interesara a mi padre.
Él no era un buen observador. Encaraba a la gente desde el rol que debía cumplir en la comunidad. Era un comerciante minorista, que no podía llevarse mal con nadie, porque eran sus clientes, pero en todo caso, tampoco podía confiar demasiado en nadie. En el seno de la familia no escondía su decepción con quienes hasta poco antes había tratado como amigos. De acuerdo a sus palabras, lo habían defraudado (eso le hizo perder repetidamente a sus socios) y eso justificaba que se lamentara de traiciones que no hubieran ocurrido, de estar atento y no dejarse engañar.
Fuera de los textos escolares, de mi padre recibí solo dos libros. Ninguno de ellos puede ser considerado Literatura. El primero fue lo que hoy se denomina un manual de autoayuda, Cómo Ganar Amigos e Influir en los Negocios de Dale Carnegie, escrito a mediados de los años ´30 y convertido en best seller.

Si hay un secreto del éxito, reside en la capacidad para apreciar el punto de vista del prójimo y ver las cosas desde ese punto de vista, así como del propio. (Dale Carnegie: Cómo Ganar Amigos e Influir en los Negocios)

Era difícil no estar de acuerdo con generalidades como esas, y al mismo tiempo cualquiera podía entender que no necesitaba haber leído el libro para llegar a la misma conclusión. Creo que mi padre, por entonces pronto a cumplir 40 años, se encontraba en la búsqueda de algún escape a su rutina de comerciante minorista de San Pedro que le resultaba intolerable. Por eso emigró a Mar del Plata y no dudó en dedicarse a la hotelería, en lugar del comercio minorista, siguiendo el modelo que cuarto de siglo antes había planteado mi abuelo. Deseaba enterarse de las fórmulas infalibles de reorganización de la propia vida que la publicidad le prometía.
Recuerdo haber leído el libro de Carnegie sin que mi visión del mundo cambiara por su causa. Continuaba tartamudeando, no tenía demasiados amigos de mi edad, obtenía buenas notas en el colegio, pero detestaba las clases de Educación Física. Si el diálogo me resultaba intimidante, había descubierto el universo de los libros, que no planteaba exclusiones y podía explorar sin dificultades.
Cuando encaraba en cambio los textos de Kafka, siempre extraños, evidentemente ficticios y al parecer imposibles de relacionar con nada que sucediera en la vida cotidiana, descubría una familiaridad abismante con mi propia situación. No me costaba nada proyectarme en los sentimientos de alguien tan distante, que no pretendía hablar conmigo.

Querido padre: Me preguntaste una vez por qué afirmaba yo que te tengo miedo. Como de costumbre, no supe qué contestar, en parte, justamente por el miedo que te tengo, y en parte porque en los fundamentos de ese miedo entran demasiados detalles como para que pueda mantenerlos reunidos en el curso de una conversación. (Franz Kafka: Carta al Padre)

Mi padre no era un adulto demasiado temible, aunque lo intentara. Hasta un adolescente podía comprender que se trataba de alguien que no había logrado madurar y se veía obligado a afrontar situaciones que superaban su capacidad de decidir, su suerte y la de su familia. Si el texto de Kafka, obtenido en préstamo de la Biblioteca Pública Rafael Obligado, llegaba a decirme tanto sobre mis propios conflictos, era por el retrato involuntario del hijo que había redactado ese reclamo, con el objeto de demostrarle a su progenitor que él rechazaba su modelo de vida, aunque no pasara de ser un escritor que subsistía gracias a un empleo burocrático, sin la menor esperanza de dialogar con alguien tan cercano y atrincherado como el padre en su rol autoritario.

viernes, 8 de agosto de 2014

Las travesuras del Comic y la revuelta imaginaria


Los sobrinos del Capitán
Durante mi infancia, cuando promediaba el siglo XX, dos veces por semana esperaba ansioso la llegada de los suplementos de Crítica, donde aparecían historietas coloreadas (por entonces, desconocíamos el término comic) un material de lectura que se consideraba destinado a los niños, que los adultos nos entregaban sin protestar y a veces nos leían o explicaban, como era mi caso, antes de entrar en la escuela primaria.
Por la simplicidad de los personajes y la reiteración de conflictos, Los sobrinos del Capitán, El Rey Petiso, Henry o Periquita estaban dirigidos a los niños, mientras que había paralelamente comics para adultos, una situación que no los volvía menos atractivos para un chico. Mandrake, El Fantasma o Flash Gordon tenían protagonistas a aventureros e incluían imágenes de mujeres vestidas con pocas ropas
Desde los últimos años del siglo XIX hasta la actualidad, The Katzenjammer Kids (Los sobrinos del Capitán) ha ofrecido una imagen pavorosa, por inalterada, de una infancia juguetona, trivial, imposible de controlar, opuesta a cualquier norma de convivencia establecida por los adultos. Bastaba eso para convertirlos en héroes de los lectores infantiles. Ellos hacían lo que nosotros deseábamos en la realidad, pero no podíamos concretar.
Hans y Fritz no son bonitos ni pasivos, como se presentaba a los niños de la imaginería victoriana. Tampoco se trata de niños estudiosos, investigadores, que molestan a los adultos porque andan en busca de conocimiento. Se trata de chicos traviesos, que solo quieren divertirse y en lugar de conformarse con las actividades inofensivas que se les permite a quienes tienen su edad, interfieren en la vida de su familia. En ningún caso tratan de independizarse. Solo se dedican a jugar malas pasadas a sus parientes, que pueden ser ridículos, incluso estúpidos, pero no son tan malvados como ellos.
Rudolf Dirks: The Katzenjammer Kids (1901)
Cuando el dibujante Rudolph Dirks comenzó a publicar el comic en un suplemento del New York Journal, sus protagonistas retomaban un esquema prestigioso de la ficción norteamericana. Tom Sawyer y Huckleberry Finn, los niños pobres creados por Mark Twain en 1876, habían asolado la existencia rutinaria de St. Petersburg, un pueblo establecido en las orillas del Mississippi, aunque el universo de sus fechorías era más amplio y asentado en la realidad (puesto que incluía tópicos como la abolición de la esclavitud y los cultos bautistas).
Si se quiere ir más lejos en la búsqueda de las raíces del comic, hay que remontarse a Alemania, donde un famoso libro para niños, Max und Moritz, de Wilhelm Busch, publicado en 1865, tiene como protagonistas a una pareja de criaturas maleducadas, que hacen sufrir al tío Fritz y la viuda Bolte. Max y Moritz se comportan mal y son castigados por los adultos, porque la libertad no pasa de ser un ideal inalcanzable y la desobediencia de los niños se paga siempre, tanto en la realidad como en la ficción.
Wilhelm Busch: Max und Moritz
La ventaja de la ficción es que puede ser reciclada indefinidamente. Max y Moritz deberían morir varias veces, horneados, pulverizados, pero Busch les permite revivir como en los cortometrajes del Coyote y el Correcaminos.
La historia gozó de tanta aceptación en Alemania, que la editorial de William Randolph Hearst encargó a Dirks la elaboración de un comic basado en el mismo esquema, que debía publicarse en los suplementos ilustrados del fin de semana. Como parece inevitable en la industria cultural, no se inventa nada; solo se adoptan personajes ya existentes, cuyo atractivo sobre la audiencia masiva se conoce bien, y se los somete a situaciones reciclables, que carecen de progresión y desenlace.
Peter Brooks: Lord of the flies
¿Por qué los niños tienen que ser serviciales, encantadores y estar siempre disponibles para satisfacer el capricho de los adultos? Ese tópico se derrumbó durante el siglo XX. William Golding retoma el tema de la rebeldía infantil en la novela El Señor de las moscas, donde la temporaria ausencia de adultos, motivada por un naufragio, dispara en los menores sobrevivientes un decidido rechazo de las normas sociales, que no desemboca en una utopía anárquica y conduce a la reinvención de una sociedad tribal, más cruel y primitiva que aquella dejada atrás, que finalmente regresa y los “rescata” de esas vacaciones involuntarias, para devolverlos a la civilización.
Hans y Fritz, los niños de Dirks, no consiguen escapar del universo carcelario del hogar y la isla. Son dos, de la misma edad, cabe suponer que hermanos gemelos, uno de los cuales moreno y el otro rubio, sin padres, criados por un Capitán maduro, una Mama (no necesariamente la madre de los niños, ni tampoco la esposa del Capitán) y un Inspector (¿Preceptor?) decrépito.
Habitan un universo altamente estilizado, sin conexiones con el mundo de los lectores, una isla que se sitúa en África en algún momento, y a continuación en la Polinesia. ¿Acaso son náufragos olvidados? ¿Pueden ser colonos industriosos? La ambigüedad de su situación es funcional a las estrategias del medio. Los detalles se irán precisando a medida que haga falta.  Mientras tanto, ¿por qué preocuparse?
Hacia 1912, Dirks deseaba apartarse de la editorial, por no haber conseguido mejores condiciones económicas y Hearst no duda en sustituirlo por otros dibujantes. Una larga disputa legal se entabla entre ambos: Hearst es propietario del nombre del comic, pero no de los personajes, por lo que Dirks continúa dibujando el mismo comic en otra editorial, utilizando otro título, The Captain and the Kids, hasta su desaparición seis décadas más tarde.
Mientras tanto, King Features sigue editando The Katzenjammer Kids, que pasa a ser dibujado por otros artistas y se ha convertido en el comic más longevo del medio. Las novedades que se introdujeron parsimoniosamente, incluyen el personaje de Rollo Rhubarb, un odioso niño prodigio, que compite con los gemelos y es humillado por ellos.
Zipi y Zape
En España, la pareja infantil reaparece como Zipi y Zape, cuyas andanzas comenzaron a publicarse en 1948. Son gemelos, uno de cabellos oscuros, el otro rubio, fanáticos de clubes de fútbol rivales.  El padre, don Pantuflo Zapatilla es un docente de Filatelia, Numismática y Colombofilia. A diferencia de sus modelos norteamericanos, tienen buenas intenciones, se proponen hacer buenas acciones, proyecto que se les escapa de las manos y deriva en el desenlace habitual: son perseguidos por los adultos que molestaron o terminan encerrados en un inmundo cuarto de castigo.
Para la economía de mercado de hace un par de generaciones, los niños no eran tomados en cuenta más que como fuerza de trabajo mal retribuida o tema enternecedor de las ensoñaciones de adultos. A mediados del siglo XX pasaron a convertirse en una masa considerable de consumidores fáciles de influir, difíciles de satisfacer, dignos de la mayor atención de parte del mundo de los negocios, imprevisibles y a la vez temidos.
Pocas etapas de la Historia de la Humanidad han sido tan inestables como el siglo XX. La idea de que existe una brecha generacional entre jóvenes y adultos, un conflicto no resuelto, se ha instalado allí donde tradicionalmente no se tomaba en cuenta la posibilidad de oír los reclamos de los jóvenes. ¿Para qué perder el tiempo, si los adultos conocían y controlaban la situación, mejor que los mismos protagonistas de cualquier queja?
A mediados del siglo XX, los conflictos entre generaciones se convirtieron en un tópico habitual de los medios, adquiriendo una visibilidad inesperada, al descubrirse que podían motivar excelentes negocios. De pronto hubo películas, canciones, comics, vestuario, que daban forma a los mismos conflictos que hasta poco antes no se negaban o trivializaban (como en las triviales aventuras de Andy Hardy ofrecidas por el cine de Hollywood). La sociedad industrial había descubierto la existencia de una masa de consumidores juveniles a la que no costaba mucho hacerle tomar conciencia de sus expectativas, para reclamar de los adultos, no el trato justo que merecían, sino el suministro de objetos y servicios, meras prebendas capaces de mantenerlos callados por un rato.
El tema de los revoltosos insobornables se ha revelado fértil en otros ámbitos de la industria cultural, donde se. El cineasta Jean Vigo conectó a la pareja de revoltosos con otros niños, para desafiar a la institución escolar, en el filme Zéro de conduite (1932). Esa imagen idealizada del rebelde juvenil, se afirma durante los ´60, una época tan sensible a las movilizaciones sociales, tras las protestas norteamericanas contra la Guerra de Vietnam y el Mayo francés.
Linday Anderson: If...
Lindsay Anderson convierte a los revoltosos en adolescentes terroristas en el filme If (1968). Han dejado de ser chicos traviesos, pero carecen de objetivos a largo plazo, más allá de su enojo contra cualquier autoridad. Por eso el cine los abandona en el momento de máximo rechazo del mundo de los adultos. ¿Qué puede ocurrirles después? Con toda probabilidad, serán derrotados por las armas. ¿Y si triunfaran? ¿Pueden hacerlo solos? La victoria de las revoluciones suele desembocar en desilusiones.
En la ficción, ellos continúan siendo criaturas feroces, destructivas, que no hacen concesiones a sus enemigos, y el objeto de su actividad no es gastar bromas a los adultos, sino descabezar a los representantes de las clases dirigentes que identifican como sus opresores. Luego se verá de qué otras tareas más complejas se responsabilizan. Tal vez, de ninguna, porque todo lo anterior puede haber sido una fantasía consoladora, que tarde o temprano desemboca en su aceptación del sistema que declaran odiar.