lunes, 17 de julio de 2017

Cultura enferma del Siglo XX (II): Tiempo de slogans



¡Alpargatas sí, libros no! (Anónimo)

Juan Domingo Perón
El slogan peronista que escuché durante mi infancia, después de concluida la Segunda Guerra Mundial, me desconcertaba por más de un motivo. Primero, me costaba entender la confrontación que establecía entre dos objetos tan desconectados habitualmente. Las alpargatas no podían ser consideradas como el calzado más eficiente al que debiera aspirar el proletariado, ni los libros podían ser vistos como un instrumento perjudicial, bajo ningún aspecto. ¿Por qué había que optar entre unas y otros? La idea de que la gente letrada tuviera que oponerse a los pobres, condenados a calzar alpargatas, en lugar de acceder a un calzado más durable y protector, debía ser el mensaje que se intentaba fijar. La cultura no solo era sospechosa, sino que se planteaba como responsable de las injusticias educativas.

En la Nueva Argentina, los únicos privilegiados son los niños. (Juan Domingo Perón)

República de los Niños (La Plata)
Este era otro slogan que aparecía en los carteles de los parques de juegos infantiles distribuidos por todo el país, en la Ciudad de los Niños del barrio de Belgrano Chico, en Buenos Aires; en la República de los Niños de La Plata (que anunciaba las características de Disneyland, varios años antes de que Disneyland existiera). Este slogan tenía como respaldo registros fotográficos o fílmicos de lugares existentes. Tranquilizaba comprobar esa correspondencia, porque resultaba frecuente en el discurso de los personajes públicos que la realidad y el discurso no coincidieran demasiado; que el discurso sustituyera en muchas ocasiones a la realidad; que el mapa ocultara al territorio, como planteaba la Semántica General de Alfred Korzybski.
Cuando uno descubría esa discrepancia reiterada, convertida en sistema, tendía a interpretar el discurso ajeno como el signo o la huella de algo distinto, incluso opuesto a lo que se planteaba, aunque también podía ser la representación de algo inexistente, fruto exclusivo de una propaganda que se volvía desconfiable. A partir de esa experiencia temprana, al enfrentar cualquier slogan uno se preguntaba: ¿Quiénes están detrás de esto? ¿De qué tratan de convencerme? ¿Qué salen ganando si lo acepto?
Gary Cooper
Me costó entender que me había tocado vivir en una época de slogans pegadizos y exitosos, obra de especialistas bien entrenados; discursos que eran repetidos sin grandes cambios por los medios masivos, aunque mintieran o dieran la espalda a la realidad. De acuerdo a los artículos de Selecciones del Reader´s Digest o los programas radiales de La Voz de América, los países socialistas de Europa sufrían detrás de una Cortina de Hierro (que podía denominarse también Telón de Acero) que impedía simultáneamente la penetración del gran capital depredador, y evitaba la huida de las víctimas de un sistema colectivista y ateo, que había sido impuesto contra la voluntad de esos pueblos. La Guerra Fría que se había declarado entre los dos mundos, resultaba inevitable y hasta debía saludarse con esperanza, porque indicaba que Occidente, bastión contradictorio de la democracia, no entregaría sus valores fundamentales sin ofrecer batalla.
Perón votando
El peronismo se definió muy pronto como un régimen fértil en slogans. Utilizaba la radio, el cine y la prensa gráfica, para difundir mensajes, y eso otorgaba gran peso a las formulaciones breves y dogmáticas, aptas para ser reproducidas en vallas, memorizadas por millones de personas y coreadas en las grandes manifestaciones. El régimen se proclamaba sostenedor de una doctrina de la Tercera Posición que se diferenciaba por igual del Comunismo y el Capitalismo, con lo que Argentina se incorporaba a los países No Alineados, que reunía a regímenes tan diferentes entre ellos como la Yugoslavia del Mariscal Tito, el Egipto de Gamal Abdel Nasser y la Indonesia de Sukarno.

En medio del caos que opera en el mundo fluctuante entre el individualismo y el colectivismo, nosotros adoptamos un sistema intermedio, cuyo instrumento básico es la justicia social. (Juan Domingo Perón)

Bastaba que la maquinaria estatal pusiera un slogan en circulación, se sabía desde el uso de la propaganda soviética o alemana de los años ´30, para que adquiriera algo parecido a la realidad. Pasaba a incorporarse como un automatismo, que algunos reproducían por convicción, otros por inercia y muchos por temor. Ese momento del siglo XX era propicio para la elaboración y difusión de slogans, utilizando los medios masivos, como hacía el Subsecretario de Prensa y Difusión, Raúl Apold, o en privado, bajo la forma de rumores imposibles de controlar para el Estado.
Los rumores anónimos eran una herramienta eficacísima de la actividad opositora, y el gobierno los denostaba públicamente, como instrumentos desestabilizadores, que causaban un daño no inferior al sabotaje. Dando la espalda a una prensa administrada por funcionarios de confianza del régimen o preocupada de no irritar demasiado a quienes detentaban el poder, el rumor podía ser desinformado, indemostrable o malintencionado, pero no perdía por ello su eficacia desmoralizadora. ¿Cómo se podía luchar contra eso? Con más propaganda. 

Nosotros no pretendemos que todos nos amen, pero tenemos el derecho de exigir que nos obedezcan. (Juan Domingo Perón)

Ser esquemático era una forma válida de vivir y expresarse. Aquel que reciclara el discurso proveniente del poder, obtenía recompensas de todo tipo, mientras que el intento de eludir el esquematismo resultaba sospechoso y exponía a la marginación a quien lo planteara. Las afirmaciones perentorias recibían mayor atención, aunque no pasaran de ser palabras sin fundamento, como demostraba la realidad a cada rato.

Por cada uno de los nuestros que caiga, caerán cinco de ellos. (Juan Domingo Perón)

Tapa de Clarín, 1955
¿Acaso alguien creía que la amenaza pudiera convertirse en realidad alguna vez? Probablemente no imaginarían nada parecido los seguidores, ni tampoco los adversarios. Solo algunos incautos, se negaban a reconocer la distancia insalvable que existía entre la bravata y la actividad práctica. La caída del peronismo en 1955 no significó el fin del esquematismo discursivo que había tenido tanto peso en el régimen. La llamada Revolución Libertadora se inauguró con un bombardeo a la Plaza de Mayo donde se habían reunido los anónimos partidarios del régimen que habían decidido defenderlo (¿Con qué armas? ¿Aprovechando qué tipo de entrenamiento?).
No obstante el slogan de “Ni vencedores ni vencidos” del general Eduardo Lonardi, el peronismo fue proscripto durante años, tal como había pasado con el radicalismo una generación antes, en el curso de la Década Infame. Los slogans intentaban, entonces como ahora, tapar el sol con un dedo, aplastar las evidencias de una realidad que no coincide con el discurso oficial o simular un discurso que no tenía nada propio.
A veces, una frase no meditada, incluso involuntaria, pero ingeniosa o reveladora, llegaba a ser recordada y repetida, por el acierto (o el desacierto) con que interpretaba la realidad:

Tenemos que dejar de robar por dos años. (Luis Barrionuevo)

El peronismo triunfará conmigo o sinmigo. (Herminio Iglesias)

Se puede callar el absurdo del mundo cotidiano, se puede reír de él, como hacía (sistemáticamente) la revista Tía Vicenta (o por descuido, como en el caso de los dirigentes políticos que se exponen ante los medios) puesto que ni siquiera tiene mucho sentido indignarse o reclamar una actitud racional, porque no se conseguirá nada. A la gente de mediados del siglo XX le tocó vivir, sin duda, una época de repetidos desengaños e incredulidad generalizada, que se manifestaba no solo en áreas del pensamiento tan elevadas como el arte y la filosofía, sino en los actos menos trascendentes de la vida cotidiana, por el común de la gente.

Hay que pasar el invierno. (Álvaro Alsogaray)

La gente nunca tuvo más plata que ahora. (Martínez de Hoz)

1984
George Orwell, militante inglés anarquista que participó en la Guerra Civil Española (léanse las crónicas de Homenaje a Cataluña) escribió una década más tarde 1984, una novela de anticipación que imagina el futuro de Occidente, a partir de la experiencia de la Guerra Fría que ya estaba instalada en 1948. Para Orwell, la mentalidad soviética de entonces (hoy sería la del fundamentalismo islámico) representaba una amenaza que terminaría por imponerse en Occidente, no por las armas, sino a través de una contaminación interna capaz de pervertir las instituciones, que continuaría utilizando el lenguaje tradicional de la democracia occidental, solo que desprovisto de su sentido original o (con mayor frecuencia) convertido en caricatura de lo que alguna vez llegó a significar.
Cada vez que Winston Smith, el protagonista de 1984 mira la fachada del Ministerio de la Verdad (en realidad, Ministerio de Propaganda) donde él trabaja, encargado de funciones subalternas, tiene que leer las consignas del Partido único que ha llegado al poder y por ningún motivo está dispuesto a perderlo:
LA GUERRA ES LA PAZ.
LA LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD.
LA IGNORANCIA ES LA FUERZA. (George Orwell: 1984)

Los opuestos se han equiparado en esta ficción, más allá del Todo da igual / Nada es mejor que incluye la letra del tango Cambalache de Enrique Santos Discépolo o el Anything goes de Cole Porter, un par de canciones que grafican de manera insuperable el escepticismo de los años `30, nacido de una crisis económica internacional, que desembocaría en la Segunda Guerra Mundial. El absurdo impone slogans que derriban los estrechos límites del pensamiento racional. Supone que habrá de aceptarse aquello que ofrece opciones, sin tomar en cuenta que sea falso, y precisamente porque es falso y no sostiene el menor análisis. 

Estamos mal, pero vamos bien. (Carlos Saúl Menem)

Orwell no fue un clarividente (Inglaterra no es un Estado fascista hasta la fecha y acaba de separarse de la Unión Europea, por desconfiar de los países vecinos) pero sus advertencias sobre el auge del autoritarismo en medio de la modernidad, que se anuncia liberal y democrática, pero dista de serlo, son imposibles de ignorar. Las palabras del discurso oficial, que llega a todos simultáneamente gracias a los medios, confunden y seducen a quienes se sienten acosados por las apreturas de la vida cotidiana, probablemente no le encuentran mucho sentido a nada y supone que algún milagro sucederá. Pueden ser aceptadas, finalmente, por simple inercia, porque se reiteran, como argumentó Joseph Goebbels, el Ministro de la Ilustración Pública y Propaganda nazi.
Gran Hermano (reality show)
Hoy, más de treinta años después de 1984, el Gran Hermano de su novela ha dejado de ser un dictador que puede vigilar a cada ciudadano de un Estado totalitario, que ante los ciudadanos se presenta como la mayor democracia posible, para ser reconocido como un show de televisión, donde los espectadores comunes y corrientes, gracias a la combinación de teléfonos y televisores, son los encargados de nominar a quienes deben abandonar el encierro y permitir el disfrute del encierro para quienes han decidido premiar (provisoriamente) con la permanencia en los medios.
Los ganadores de estos certámenes, por atractivos que hayan sido en algún momento para la audiencia masiva, de todos modos se encuentran condenados al olvido al cabo de un tiempo muy corto. Protagonizan un momento, durante el cual exponen su intimidad, revelan sus secretos, y luego son desechados por los mismos medios que los convocaron, porque las mediciones del rating demuestran han agotado su potencial de entretener y se vuelve urgente reemplazarlos. Para la modernidad, no hay nada que pueda considerarse sagrado, ni digno de respeto; no hay acuerdos ni promesas que no se traicionen, cuando haya ganancias de por medio.
Tapa de Clarín
Un militar y abogado designado durante los años ´70, por sus colegas uniformados entonces en el poder, como gobernador de la provincia de Buenos Aires, era capaz de plantear sin atisbos de eufemismos, los objetivos de su cargo y probablemente los de su vida entera. Son ideas precisas, claras, irrebatibles.

Primero vamos a matar a todos los subversivos; después, a sus colaboradores; después, a los simpatizantes; después a los indiferentes. Y por último, a los tímidos. (General Ibérico Manuel Saint Jean)

Los nazis habían utilizado la expresión “Solución Final” para referirse con un eufemismo la decisión de exterminar a millones de judíos durante la Segunda Guerra Mundial. El doctor Josef Mengele había puesto la excusa de experimentos científicos para lograr el mismo objetivo, aunque en menor escala. A medida que el siglo XX avanzaba, ese pudor en el tratamiento del adversario, que no logra disminuir el horror del crimen, no dudó en ser puesto de lado por quienes debían estar convencidos de la trascendencia de la actividad sucia que emprendían y tarde o temprano sería reconocida por la comunidad. Para Saint Jean el exterminio de aquellos a quienes designaba como los enemigos de la patria, era posible, necesario y no requería de mayores justificaciones.

A mi juicio, el destino de la especie humana será decidido por la circunstancia de si (…) el desarrollo cultural logrará hacer frente a las perturbaciones de la vida colectiva emanadas del instinto de agresión y de autodestrucción. En este sentido, la época actual quizás merezca nuestro particular interés. Nuestros contemporáneos han llegado a tal extremo en el dominio de las fuerzas elementales, que con su ayuda les sería muy fácil exterminarse mutuamente, hasta el último hombre. (Sigmund Freud: El malestar en la cultura)

No conviene despreciar el poder de un slogan. Tampoco conviene esperar demasiado de él, porque tarde o temprano la realidad lo confronta y no siempre sale bien parado. Un par de palabras pueden resumir el estado de ánimo de gran parte de un país, como sucedió en Argentina en 1983, tras el fin de una dolorosa etapa de gobierno militar: “Nunca más”.

sábado, 15 de julio de 2017

Cultura enferma del siglo XX (I): Dios en retirada



Bernard de Mandeville
Para que la sociedad sea feliz y la gente se sienta cómoda bajo las peores circunstancias, es preciso que gran número de personas sean ignorantes, además de pobres. (Bernard de Mandeville)

Puede parecer cínica o inmoral la observación del ensayista de comienzos del siglo XVIII, según la cual el engañoso bienestar de las mayorías se encuentra asegurado por su incapacidad para percibir las verdaderas relaciones sociales en las que se encuentran involucradas.  Para el iluminismo del siglo XVIII, el conocimiento debía liberar a la sociedad de viejas ataduras que perjudicaban a la mayoría. De acuerdo a la modernidad, el conocimiento puede independizarse de las ataduras con la ética y el sentido común que planteaban los bien pensantes, para desarrollar sus ambiciosos proyectos atendiendo solo a sus propios intereses.
Experimento nazi con gemelos
Durante el siglo XX, al amparo del régimen nazi, el doctor Josef Mengele conducía experimentos científicos en los campos de concentración europeos donde había relegado a millones de indeseables judíos. Se había propuesto demostrar que se trataba de una raza inferior, corrompida y corruptora, que debía ser exterminada. ¿Por qué ponerlos a resguardo de manipulaciones que no hubiera sido lícito emplear con otros seres humanos?
Mengele utilizó en sus búsquedas, por ejemplo, 1500 pares de gemelos prisioneros (nada de emplear ratones o monos, como se quejan en la actualidad los activistas de los derechos de los animales). Experimentó con trasplantes de órganos, sin utilizar anestesia, ni preocuparse de temas como la compatibilidad. Comprobó la resistencia a la congelación de sus víctimas. Les infectó virus de la malaria o el tifus. Probó los efectos del gas mostaza. Inyectó toxinas para comprobar los efectos de las sulfamidas. Quemó con fósforo. De los involuntarios colaboradores de sus pretendidas búsquedas científicas, no sobrevivieron más de 2000. Los médicos japoneses realizaron experimentos similares con prisioneros norteamericanos por la misma época. La imagen impoluta de la ciencia fue manchada repetidamente por los científicos del siglo XX.

Franklin Delano Roosevelt
El elemento uranio puede convertirse en una nueva e importante fuente de energía en un futuro inmediato. (…) Se ha abierto la posibilidad de realizar una reacción nuclear en cadena. (…) Este fenómeno podría conducir a la fabricación de bombas y, aunque con menor certeza, es probable que con este procedimiento se pueda construir bombas de nuevo tipo y extremadamente potentes. (Albert Einstein: carta al Presidente Franklin Delano Roosevelt) 
Bomba de Hiroshima
La ciencia del siglo XX tiene para muchos su amenazante culminación en la explosión atómica de Hiroshima, en agosto de 1945, según se afirmó entonces, con el objeto de acortar el desarrollo de la Segunda Guerra Mundial que había comenzado en 1939 y producido millones de bajas, forzando la rendición de Japón, aunque la de sus aliados, Alemania e Italia, se hubiera consumado casi tres meses antes.
Prolongadas y costosas búsquedas efectuadas por los cerebros más destacados de la época, condujeron a 150.000 víctimas mortales, entre aquellos que murieron en el momento de la explosión (70 a 80.000) y durante los cuatro meses siguientes, como consecuencia de la lluvia negra de polvo, carbón y partículas radioactivas. La cifra se duplica cuando se toman en cuenta las víctimas del cáncer generado por la radiación que se fueron acumulando con el paso del tiempo.
Portada de Crítica
Contrastando con la confianza inicial de Einstein, antes de que se pusiera a prueba el poder destructivo de la bomba atómica, Robert Oppenheimer, uno de los científicos que la construyó, no pudo evitar el desencanto respecto de sí mismo y sus compañeros intelectuales, que marcaría la época, al citar el Bhagavad Gita, un texto sagrado hindú del siglo III a.C.: “Me he convertido en la Muerte, Destructora de mundos”. 
Ninguna de las partes puede aspirar a la victoria en esa guerra [nuclear], existe un peligro muy real de exterminio de la raza humana por el polvo y la lluvia de las nubes radioactivas. Ni la gente común ni los gobiernos son totalmente conscientes del peligro. (Bertrand Russell: Una Declaración sobre armas nucleares)

La Segunda Guerra Mundial había terminado con la derrota de las naciones que la iniciaron,  pero a continuación la Humanidad viviría casi medio siglo con la espada de Damocles de una Tercera Guerra, que utilizaría armamento atómico, porque a los derrotados podía prohibírsele, pero los mismos aliados (entre ellos, la Unión Soviética) iban a dedicar ingentes esfuerzos a modernizar su equipamiento bélico, en un carrera cada vez más peligrosa para todo el planeta, con el objeto de impedir que las consecuencias de un desequilibrio nuclear los perjudicara. 
No nos sentimos muy cómodos en nuestra actual cultura, pero resulta muy difícil juzgar si -y en qué medida- los hombres de antaño eran más felices, (Sigmund Freud: El malestar en la Cultura)
Sigmund Freud
Aquello que desde el ensayo de Sigmund Freud denominó en 1930 “malestar en la cultura”, se había instalado en el imaginario colectivo de mediados del siglo XX, como algo fácil de percibir para cualquiera. Después de haber experimentado dos guerras mundiales de una crueldad inaudita, se decantaba la amenaza de una tercera y todavía más profunda que las anteriores, porque sería nuclear y prometía liquidar toda forma de vida inteligente sobre el planeta. ¿Cómo podía nadie sentirse cómodo en su rincón del mundo, confiado, seguro y hacer planes desinformados para el resto de su vida?  Lo más sensato en ese momento hubiera sido cavar un refugio subterráneo, acumular agua potable y víveres, en un intento de sobrevivir al invierno radioactivo que se nos anunciaba.
Danza Macabra medieval
Probablemente no hubiera servido de mucho tomar esas precauciones. En la eventualidad de una guerra nuclear en las antípodas del planeta, solo demoraría algunos días, o en el mejor de los casos algunas semanas, la muerte inevitable para el resto de la humanidad. La gente común caería pronto, pero los dirigentes que nos habían conducido a una situación como esa, tampoco tendrían mejor suerte. Era un regreso inesperado, tras el optimismo planteado por la modernidad, a las representaciones de la Danza Macabra del Medioevo, que a todos emparejaba (niños y viejos, ricos y pobres, santos y pecadores) cuando la Muerte entraba en escena y se los llevaba a todos.
El potencial destructivo de la Humanidad, anunciaban los portavoces de la Guerra Fría, podía desatarse en cualquier momento y no exageraban demasiado sus advertencias. Estuvo a punto de ocurrir varias veces, a lo largo de un par de generaciones. En tal caso, ¿para qué continuar tomando en cuenta los criterios provenientes del pasado, como la diferenciación entre lo culto y lo inculto, lo alto y lo bajo, lo bello y lo feo, que se habían demostrado absolutamente inútiles, cuando se acercaba el fin de los tiempos?
Eugene Ionesco
El absurdo contaminaba todo el horizonte mental de la época. El discurso rimbombante quedaba al descubierto como una apariencia vacía, no pocas veces ridícula, de la cual parecía más razonable reír que sentirse impresionado. En La Cantante Calva, la pieza teatral de Eugene Ionesco, los lugares comunes ocupan el lugar que tradicionalmente se otorgaba al diálogo revelador del mundo interior de los personajes. No hay atisbos de tal mundo interior. Si los personajes hablan en escena, es para dejar al descubierto que solo son personajes, criaturas artificiales, tal como los cuadrados blancos o negros de las pinturas Kasimir Malevitch refieren que son cuadrados blancos o negros, ningún simulacro de la realidad.
Señora Smith: ¡Vaya, son las nueve! Hemos comido sopa, pescado, papas con tocino y ensalada inglesa. Los niños han bebido agua inglesa. Hemos comido bien esta noche. Esto es porque vivimos en los suburbios de Londres y nos apellidamos Smith. (Eugene Ionesco: La Cantante Calva)

Samuel Beckett
En la obra de Ionesco, el lenguaje queda a salvo, aunque solo sea el repertorio de las frases hechas, que denuncian el ceremonial carente de sentido del discurso cotidiano. Los grandes dramaturgos del pasado habían tenido fe en las posibilidades de comunicación del lenguaje, habían demostrado la capacidad del lenguaje para construir mundos imaginarios resistentes al tiempo y el olvido. En el teatro de Samuel Beckett, incluso el collage de lenguaje cotidiano desaparece. No queda mucho por decir y después de algunos intentos, solo persiste un silencio aterrador, una inacción que coincide con el anunciado (y repetidamente postergado) fin de los tiempos.
Pensar en la Muerte colectiva, gratuita, incluso fortuita, no estaba fuera de lugar a mediados del siglo XX. En una época en la que se había debilitado tanto la fe en el otro mundo, la conciencia de la fragilidad del presente suscitaba la burla de no pocos intelectuales, después de haber suscitado el desconcierto de los creyentes (la pregunta de dónde estaba Dios mientras se verificaba la tragedia multitudinaria de Auschwitz y otros mataderos que no han cesado de operar, se encontraba fresca y no tenía respuesta). 
Nos entregaste como ovejas al matadero y nos dispersaste entre las naciones; vendiste a tu pueblo por nada (…). Nos expusiste a la burla de nuestros vecinos, a la risa y al escarnio de quienes nos rodean; hiciste proverbial nuestra desgracia y los pueblos nos hacen signos de sarcasmo. Mi oprobio está siempre ante mí y mi rostro se cubre de vergüenza, por los gritos de desprecio y los insultos, por el enemigo sediento de venganza. (Salmo 44)

Campo de Concentración nazi
Esto fue escrito hace más de tres mil años y continúa manteniendo su vigencia en la actualidad. Es la voz de un creyente que no entiende cómo es posible que su suerte (y la del pueblo de donde proviene) se encuentre sumida en un prolongado infortunio, cuyo fin no se atisba por ningún lado, a pesar de la promesa de protección establecida por su Señor a quienes lo siguieran. El apoyo sobrenatural que anunciaron los fundadores de su nación, no llega. Si el mundo en el que intenta sobrevivir manifiesta algún sentido, es precisamente el que le imponen sus opresores.
El creyente no puede entregarse a la lógica de quienes han dispuesto eliminarlo, pero al mismo tiempo se percibe desprovisto de su fe de antaño. Las palabras del Papa Benedicto XVI, cuando visitó el campo de concentración de Auschwitz en 2006, no suenan demasiado diferentes a las del desencantado autor del salmo bíblico y desembocan en una idea que el arte de mediados del siglo XX había puesto en práctica repetidas veces.

Benedicto XVI en Auschwitz
En un lugar como éste [un campo de concentración] las palabras no alcanzan. Al final, solo puede haber un espantoso silencio, un  silencio que es en sí mismo un llanto a Dios de todo corazón: ¿por qué, Dios, permaneciste en silencio? (Benedicto XVI)

Si el máximo conductor de una religión milenaria se queda sin palabras, a pesar de haber demostrado ser un bien entrenado teólogo, ¿qué debe esperar un hombre común? El silencio de Dios, su retirada del mundo, no ha sido necesariamente la cuna del malestar generalizado de la cultura, pero sí uno de sus signos característicos. Desde el pensamiento judío, D. W. Silverman va todavía más lejos: Dios ya no consigue ser visto en el mundo contemporáneo como el Ser Todopoderoso que describió la Teología tradicional.
El Holocausto reveló las profundidades en las que se ha hundido el hombre, y el grado en que Dios se retiró. (D.W. SIlverman: El Holocausto, una Fuerza Viviente)
Ese vacío de Dios no queda así, disponible, a la espera de su regreso, que ocurrirá tarde temprano. El vacío de Dios tiende a ser ocupado por otras relaciones (otros compromisos y nuevas dependencias) de la gente con entidades superiores a cada uno de los integrantes de la comunidad. ¿Cuándo se había experimentado tal urgencia de asociaciones políticas, culturales, deportivas, comerciales, sexuales, etc.? El sentido de la vida continúa siendo el objeto de una búsqueda interminable de los seres humanos, porque se alimenta de la convicción de que el sentido no se encuentra definitivamente donde debiera estar.