martes, 6 de diciembre de 2022

LEPRAS, FÓSILES Y CARCAMALES



Cuando tenía 20 años, hace más de medio siglo, mis amigos estudiantes de Bellas Artes y yo nos referíamos con desparpajo a gente de la generación anterior, como los lepras (gente discriminada) o los fósiles (en la versión más insultante) o los carcamales (en la versión más culta) como si ser jóvenes nos otorgara una superioridad inevitable, de la que podíamos alardear. No me siento nada orgulloso de haber compartido ese juicio. Era la evidencia del desprecio a un grupo cuyas limitaciones profesionales habían quedado al descubierto, opinión compartida por un grupo de recién llegados, cuyo potencial creativo todavía estaba por ser puesto a prueba.

Los viejos que vilipendiábamos eran pintores impresionistas, una tendencia estética que había estado en boga más de medio siglo antes. Ellos elaboraban paisajes, flores, marinas, bodegones de formato mediano, agradables, que podían adornar los muros de cualquier casa de familia o la oficina de algún burócrata. Eran obras que después de haber sido primorosamente enmarcadas, se incorporaban a cualquier ambiente, sin requerir ningún esfuerzo de quien se detuviera a mirarlas, aunque lo más probable es que solo estuvieran allí, con sus marcos dorados, para eludir la sensación de vacío. Eso se consideraba arte burgués y al mismo tiempo justificaba la escasa relevancia que la sociedad en la que vivíamos le otorgaba al arte.


En nuestro grupo, algunos pintaban figuras voluntariamente feas, toscas, como si trataran de evitar cualquier posibilidad de que los confundieran con el arte agradable (también intrascendente) de los viejos. Eran realistas o expresionistas. Otros, que no habían descubierto que tuvieran nada que expresar, se habían entregado a los dogmas del abstraccionismo de Max Bill y Tomás Maldonado. Había finalmente otros, que abandonaron las técnicas habituales del dibujo y la pintura, para dedicarse a la fotografía y el cine. Por distintos motivos, compruebo, casi ninguno de nosotros continuó pintando.


Durante nuestros estudios, algunos de nosotros pintaban a cuatro manos marinas enérgicas, en el estilo impresionista de Turner, utilizando la espátula, para imponer el look de algo hecho a mano. Lo hacían derrochando azul de Prusia, de manera anónima, para ganar un poco de dinero sin demasiado esfuerzo. Eso se vendía en la tienda de marcos de un comerciante amigo. Uno podía imitar sin asco el arte trivial de los lepras, siempre y cuando no se lo tomara en serio, ni pusiera en juego su propia imagen vanguardista.


Ese abandono del arte efectuado por quienes a pesar de todo aspiraban a ser considerados artistas, tenía ya por entonces una tradición de varias décadas. Marcel Duchamp, en 1914, había presentado un mingitorio de porcelana sobre un pedestal, firmado (no por él) y titulado La Fuente. Era declaradamente una renuncia al gesto del artista que produce un objeto de contemplación que no existía antes de que él le decidiera crearlo, y un compromiso con el observador que contrariaba sus hábitos de apreciación del arte.

Después de La Fuente, Duchamp renunció a la pintura cuando no tenía treinta años. Durante su prolongada vida armó instalaciones (ni siquiera esculturas) que desembocaron en los Ready Made. objetos comunes que sin embargo eran designados arbitrariamente como obras de arte. Ese rechazo de las evidencias más contundentes del trabajo artístico, aparecía en nuestro punto de vista sectario.

Los artistas mayores (que en algún momento habían estado en nuestra situación de conciliar la forma de expresarse con los compromisos de sobrevivir) nos resultaban anticuados, estrechos de mente, provincianos, incluso tramposos, aficionados, marginales, mientras que nosotros, los jóvenes, éramos honestos, estábamos mejor informados, conocíamos y compartíamos los ideales de la modernidad internacional. Carecíamos de fallas, porque carecíamos de Historia. Nosotros, al parecer, sabíamos lo que queríamos.

Era consolador y desde mi perspectiva actual bastante mezquino denostar a los artistas de la generación anterior en broma, exagerando sus objetivas deficiencias, porque eso nos permitía elaborar una imagen favorecedora de cada uno de nosotros, sus adversarios autoproclamados. Nos reuníamos para vigilarnos unos a otros, para acompañarnos también en las búsquedas que emprendíamos, para impedir sobre todo que en algún descuido o por auténtico (inesperado) interés, nos comunicáramos en un plano de igualdad con los viejos, que sin duda existían y no estaban demasiado lejos.

Había que evitar la contaminación. ¿Qué podíamos conseguir del diálogo con los veteranos? Lo inmediato era que el grupo juvenil nos expulsara, en nombre de la superioridad de nuestros principios intransables. ¿Acaso queríamos aprender algo de la experiencia ajena? No, eso era definido como la evidencia de una traición. No podíamos aprender nada de aquellos a quienes previamente habíamos negado. Intentarlo hubiera sido reconocer que estábamos equivocados o lo que todavía era peor, que habíamos sido tan sectarios como acusábamos a los integrantes de la otra generación.

¿Qué podíamos perder del diálogo con los representantes de la tradición, por equivocados que estuvieran ellos? ¿Algún acuerdo? En el ámbito de la cultura no tiene sentido llegar a establecer la verdad o falsedad de nada. Hablando de igual a igual, o incluso hablando desde la perspectiva de discípulos rebeldes, ¿qué se habría logrado? No imagino que los fósiles lograran actualizarse, no tenían por qué hacerlo y no éramos nosotros sus tutores, pero me imagino a nosotros volviéndonos posmodernos (eso tardó una generación en manifestarse). Al considerarnos superiores a quienes designábamos como adversarios, nos condenábamos a la profecía autocumplida de quedar fuera del diálogo y la práctica artística. Eso nos pasó a casi todos. No fue un drama.

Disculparse de los errores de juicio, de las frases impactantes, ya por entonces, no figuraba en el repertorio de los jóvenes. Me parece detectar que eso no ha cambiado tanto en el mundo contemporáneo. Ahora que soy un viejo, no me cuesta mucho mencionar mis evidentes errores, porque lo hago incluso de manera agresiva, para obligar a la otra parte a reconocer sus propios límites, pero en mi juventud sospecho que temíamos ser humillados por cualquier reconocimiento de alguna falla. Uno tenía que presentarse perfecto, superior, para no derrumbarse.

No haré un balance de la trayectoria de cada uno del grupo de estudiantes. La vida te da sorpresas / Sorpresas te da la vida, repite el estribillo insidioso de la canción de Rubén Blades. Nadie puede saber qué le espera, comenzando por los cambios que vendrán de sí mismo. Las sorpresas que nos aguardan en el futuro, si no nos toca la suerte de morir como jóvenes promesas, suelen ser decepcionantes y con frecuencia humillantes.

Nuestra actitud colectiva, he llegado a sospechar mucho después, no solo era “moderna” y se correspondía con el estilo propio de una generación, que confiaba excesivamente en su capacidad para cambiar el mundo que había recibido, sino que nacía de una sensación de orfandad, de falta de referentes válidos, propia de quienes tienen un limitado conocimiento de la Historia. En eso también nos parecemos los jóvenes de hace más de medio siglo y los de ahora.

Las vanguardias del siglo XX no conducían a un punto cúlmine, que resultaba necesario alcanzar para que a uno lo reconocieran, y a partir del cual no había regreso posible. Que sucediera algo parecido, hubiera sido establecer en el ámbito de la modernidad otra Academia, como aquella que no dudábamos en criticar. La modernidad nos encandilaba, al autorizarnos a creernos el centro del mundo. Era una nueva visión del mundo, que llegaba para sumarse a las tradicionales de la política y la religión.

Ahora creo entender mejor lo que estábamos haciendo. Nos protegíamos de una realidad que presentíamos feroz, opuesta a nuestros proyectos de vida. Al impedir todo contacto con los viejos, exorcizábamos los fantasmas de nuestro futuro, que no eran demasiado amables. Tarde o temprano seríamos vistos como ellos, representantes de un mundo deteriorado que merecía morir lo antes posible, para dar sitio a quienes nos sucedieran. Los fósiles eran nuestro futuro, si nos descuidábamos, si hacíamos concesiones, si nos desinformábamos.

O lo seríamos a pesar de nos cuidáramos del rigor de nuestro aprendizaje, aunque no traicionáramos nuestros proyectos iniciales, y nos mantuviéramos al tanto de lo que se hacía en el ámbito internacional de las artes. Vivíamos ya por entonces, en una cultura de la modernidad en la que las generaciones que surgían periódicamente se dedicaban a destruir a sus antecesores, aunque solo fuera para hacerse un lugar en el mercado.

 

 

domingo, 25 de septiembre de 2022

SALIR DE VISITA

¡Qué cercano parece todo en la memoria de un viejo, cuando ha dejado atrás la mayor parte de un siglo, lapso durante el cual ha podido ver cómo nacen y cambian las costumbres y la gente! Al envejecer, descubre, lo distante se vuelve cada vez más nítido en la memoria, tal como lo contemporáneo pierde inmediatez. Hubo una época en que los sucesos de mi joven vida eran escasos, no había demasiadas experiencias con qué compararlos, y tal vez por eso resultaban únicos, notables para el observador infantil que entonces fui.


En el barrio de San Pedro donde nací, nuestras casas estaban cerca unas de otras, pero no amontonadas. Había enormes patios, jardines, corrales, sembrados en cada una de ellas. Éramos vecinos que mantenían reserva sobre lo que ocurría dentro de sus espacios, en el límite de la ciudad, allí donde se terminaba el asfalto y comenzaban las quintas, que disponían de terreno suficiente para cultivar vegetales y criar algunos animales para consumo familiar.

Pocas casas tenían teléfono por entonces, hace siete u ocho décadas. La nuestra gozaba de ese privilegio que se convertía pronto en una responsabilidad. A mí me tocaba correr a avisarle a algún vecino que lo llamaban de la Capital o que estaba citado en el Juzgado. Cuando uno necesitaba algo para los suyos, como un termómetro para medir la fiebre de un enfermo o una olla extra para fabricar mermelada, tocaba la puerta o golpeaba las manos en la puerta del vecino (timbres no había) y el vecino nos atendía en la puerta, que no pocas veces estaba abierta, revelando que no se temía ninguna agresión y más bien se confiaba obtener favores, porque formábamos una comunidad en la que cada uno era conocido y estaba comprometido a resguardar al resto.

Para comunicarse a mayor distancia, las familias salían de visita. Las mujeres visitaban a media tarde a sus amigas de toda la vida, iban a tomar algunos mates o el té con leche, acompañadas por sus hijos más chicos (porque no tenían con quién dejarlos) y aprovechaban el encuentro para compartir historias del barrio u otras más impresionantes que habían leído o escuchado por la radio.

Recuerdo alguna, como la de la nuera de origen humilde, víctima del odio de la familia de su aristocrático marido, que encontraba una serpiente pitón en un cajón del ropero y moría de un síncope (dudo que el monstruo pudiera engullirla). Yo me asustaba al punto de sospechar del ropero victoriano de caoba con gran espejo que había a poca distancia de mi cama. ¿Quién podía odiar tanto, que se tomara el trabajo de asustar a una joven inocente, cuando era tanto más fácil envenenarla o degollarla? No sé si mi madre y sus amigas creían que eso hubiera ocurrido, pero no recuerdo que nadie reparara en mi presencia.

Las familias completas salían de visita al anochecer, durante los fines de semana. Íbamos en fila india, en nuestro caso acompañados por el perro de la casa, que debía defendernos de otros perros guardianes que se atrevieran a detenernos. El padre encabezaba la procesión, iluminando con una linterna eléctrica el estado de las veredas. Detrás, las mujeres llevaban algunas golosinas de regalo (buñuelos, pastelitos, palmeritas) con toda seguridad hechas en casa por ellas mismas, para demostrar que no eran incapaces y podían certificar ante cualquiera sus destrezas tradicionales.

Durante las visitas, las amas de casa sacaban a relucir las licoreras que la gente se regalaba en ocasiones como las bodas, y consistían en botellas de vidrio decoradas con figuras pintadas, y pequeños vasitos en los que se servían licores caseros, consistentes en alcohol rebajado con almíbar y jugos de frutas o frutas completas, como era el caso de los quinotos dulces y amargos.

A los niños tal vez nos dieran a probar, menos que un sorbo de licor, y nos recuerdo haciendo muecas de disgusto, porque el alcohol y el sabor intenso del brebaje no invitaban a pedir más. Cuando nos ordenaban que fuéramos a jugar con los niños de la casa, pasaba algo parecido. No era divertido, porque no nos conocíamos y ellos tenían sus reglas sobre el uso de juguetes o lugares que nosotros desconocíamos.

Las visitas brindaban la oportunidad del diálogo entre personas que se conocían desde mucho antes, se apreciaban, y sin embargo no se veían demasiado. Si todos hubieran tenido teléfono, como sucede en la actualidad, no hubiera sido necesario el desplazamiento físico. Si hubieran dispuesto de Twitter o Whatsapp, el arte de la conversación y el de la recepción no se hubieran desarrollado.

A veces llegábamos de sorpresa, pero con mayor frecuencia las visitas coincidían con aniversarios de cumpleaños, con onomásticos, y se anunciaban hasta con semanas de antelación, para no incomodar a los dueños de casa. Generalmente ellos estaban preparados. Bien vestidos, la casa en orden, buñuelos calientes o tortas perfumadas con ralladuras de limón en la mesa de la cocina, tazas con té de azahar para las damas o chocolate caliente para los niños.


Uno de los juegos infantiles que permitían incorporar a niños y niñas por igual, a diferencia de otros que los separaban por géneros, era el de las visitas, una parodia de lo que veíamos hacer a los adultos. Un grupo llegaba a la casa ajena, tocaba la puerta, era recibido por los dueños de casa, se intercambiaban saludos, como abrazos y besos en las mejillas, se los invitaba a pasar, se iniciaba una tranquila conversación sobre los tópicos habituales: el tiempo, la salud de los familiares, el trabajo.

Era un juego aburrido, puedo verlo ahora, inferior en diversión a los juegos de actividad física, tales como La Mancha Venenosa o Las Escondidas, que permitían correr, tocarse, ocultarse, hacer trampas. Las visitas era un juego donde las niñas se destacaban. Ellas eran amas de casa, madre, esposas que sometían a los varones a su discurso. Ellas controlaban la vida social, donde los varones siempre quedábamos relegados al rol de aprendices a los que siempre se corrige.

De ese modo nos entrenábamos los niños de hace más de medio siglo: los derechos y compromisos de los adultos nos alcanzarían a su debido tiempo, que desde la infancia no era dado visualizar. No era cosa de convencernos de que nosotros éramos el centro del universo, y por lo tanto inventaríamos nuestras propias reglas, ni podríamos librarnos de las obligaciones que los adultos aceptaban con resignación. Había que aprender las reglas y había que aplicarlas (sometiéndose a ellas) en el momento oportuno.

Por ejemplo, las visitas se pagaban. Si uno recibía la visita de alguien, quedaba comprometido a visitarlo en el futuro. Se trataba de una obligación que, de no ser respetada, exponía al infractor a perder una amistad. Recuerdo a mi madre y mis tías discutiendo qué hacer con las hermanas Menegoni, que vivían a cinco cuadras de distancia. Ellas no devolvían las visitas. Esa era una falta imperdonable. Quizás tuvieran demasiado trabajo, quizás no consideraran a mis tías dignas de ser sus amigas, quizás no pudieran afrontar el gasto de agasajar visitas. Nada las disculpaba de ser marginadas.

“Mamá, ¿cuándo nos vamos?”. No recuerdo haber oído esa pregunta que hoy hacen los niños, durante las visitas de nuestra infancia, incluyendo las menos atractivas. Había que esperar la decisión de los adultos, y ellos debían consultar el reloj, para no hacer una “visita de médico” (que se suponía muy corta) o “quedarse pegado al asiento” (en una visita interminable) tal como había que comer lo que nos ponían delante, aunque no nos gustara y sin hacer caras raras. No es que los mayores nos callaran, sino que al encarar la situación teníamos suficiente criterio para saber que no debíamos decirlo.