jueves, 28 de octubre de 2010

Inmigrantes marginados o integrados: Alí el tendero

Ali Salem de Baraja
Mi padre lo consideraba su amigo, nunca entendí por qué, tal vez porque jugaba a las cartas con él y otros cuatro o cinco vecinos, los sábados por la noche, al punto de presentarlo como padrino de mi confirmación por el Obispo, en la Iglesia de Nuestra Señora del Socorro, con gran vergüenza de mi parte, que había cumplido ocho años y lo sabía inadecuado para cumplir esas funciones, puesto que no era un cristiano. Lo recuerdo como un hombre ya maduro y calvo, de voz delgada, a quien le costaba expresarse en nuestra lengua. De vez en cuando nos traía de regalo, una caja de bombones turcos, de gelatina con sabor intenso a frutas, recubiertos de azúcar impalpable, que nos parecían deficientes, por carecer de chocolate, como esperábamos de cualquier cosa que se denominara bombón.
Alí era el tendero turco (el musulmán) del barrio, como otros eran los rusos (los judíos) que no se distanciaban de la mayoría perteneciente a otra religión. A veces tomaba un vasito de anís en el almacén de mi padre y contaba historias de la Biblia que no habían estado incluidas en las clases del Catecismo. Jesús era un Profeta más, como lo era Moisés, de quien se mencionaban prodigios no incluidos en las clases de Catecismo, como el haber puesto una mano en un brasero, sin quemarse, para demostrar su fe inquebrantable en el único Dios.
En los programas cómicos de la radio, había un personaje que se confundía con el actor que lo encarnaba: Ali Salem de Baraja (en la foto) era el seudónimo de Fortunato Bezanquén. Llegó a interpretar tres películas, a comienzos de los ´40: Corazón de turco, La quinta calumnia y El Comisario de Tranco Largo. Representaba a un vendedor ambulante, que en la radio anunciaba su mercancía diciendo “Beines, Beinetas, Bombachas”, con lo que dejaba en evidencia la dificultad fonética que encuentran aquellos que tienen el árabe como lengua materna, cuando deben diferenciar la /p/ de la /b/ de una lengua románica y el tipo de mercaderías que manejaba un tendero, relacionadas con las mujeres, con lo que se definía un oficio menos digno de respeto que si hubiera sido vendedor de bebidas alcohólicas o maquinas agrícolas.
Ali Salem de Baraja dialogaba con Mario Baroffio, encargado de contrastar la dicción del argentino culto con la del extranjero ignorante. No era el único inmigrante ficticio del que nos reíamos, sin sentirnos responsables de ningún acto discriminatorio. Tino Tori interpretaba a un italiano que no podía evitar la mezcla torpe de las dos lenguas. Niní Marshall hacía reír con Cándida, una gallega ignorante e incapaz de aprender nada.
Nuestro Ali había instalado una tienda en su casa, donde vivía solo. Era una habitación con los muros cubiertos de estantes profundos, en los que se apilaban fardos de telas, que él cortaba sobre una gran mesa, más alta de lo habitual, que ocupaba el centro. Debajo de ella, guardaba más telas, cajoneras con botones de todos los colores, cierres de cremallera, carretes de hilos, paquetes de agujas de todos los tamaños y alfileres de gancho. Un intenso olor a goma, un perfume de ningún modo desagradable, pero excesivo, emanaba de ese sitio y podía ser percibido desde la calle, cuando uno pasaba frente a la ventana.
Ali salía en un sulky tirado por un caballo manchado, dos veces por semana, a recorrer las chacras que rodeaban a San Pedro. Llevaba un surtido de sus mercancías y tomaba pedidos para regresar un par de días más tarde. El resto del tiempo esperaba en su casa que algún cliente tocara la puerta siempre abierta. No era raro verlo sentado en la vereda, viendo pasar el tiempo y masajeándose los dedos de los pies.
Mi madre y mis tías me llevaban con ellas, cada vez que necesitaban comprarle algo al turco Ali. Después de todo, era un hombre que vivía solo y una mujer decente no se hubiera arriesgado a cruzar su puerta sin contar con alguna garantía de no ser ofendidas. Ellas preferían caminar quince cuadras hasta el centro de la ciudad, para proveerse de telas y accesorios de costura. Las oí criticar la mala calidad de las telas de Ali, que perdían su firmeza tras el primer lavado, los colores chillones que habían pasado de moda quién sabe cuándo tiempo antes.
Por algún motivo que desconozco, Ali no suscitaba los celos de mi padre, que podía hacerle una escena a mi madre, si en un momento de debilidad, permitía la entrada de cualquier vendedor que ofreciera el mismo tipo de mercancía de casa en casa. Alí permaneció soltero hasta que algún amigo de la colectividad le encontró una prometida veinte años más joven, que vivía en Buenos Aires. Las malas lenguas del barrio apostaron que el matrimonio sería un fracaso, tanto por la diferencia de edades, como por la belleza de la joven, cuyo pelo rubio rojizo excitaba la imaginación de los hombres que la veían salir a la calle sola y con más frecuencia de lo habitual en las mujeres del barrio.
No recuerdo cuánto duró el matrimonio y tampoco tengo la menor idea de lo que pudo pasar entre ellos. Ambos salían los fines de semana a dar una vuelta por el centro, emperifollados, pero daban la impresión de un padre orgulloso que exhibe a una hija casadera. Ella viajaba con frecuencia a Buenos Aires, para visitar a su familia. Los vecinos advirtieron que en uno de esos viajes se demoraba más de lo acostumbrado, hasta que al interrogar al tendero confirmaron que se habían separado. Más aún, que el matrimonio había sido anulado y ella tenía una nueva pareja, un hombre de su edad, que la familia contribuyó a encontrarle. De un día para el otro, Ali pasó de ser un cornudo en potencia, para convertirse en la víctima de una de esas mujeres ambiciosas, que solo se fijaban en el dinero de sus parejas, y cuando no lo conseguían o hallaban otro hombre más atractivo, desaparecían, porque esa era la imagen más frecuente de las mujeres que planteaban los tangos y podía aplicarse sin demasiada investigación en la historia del turco Ali.
Lo mejor que podía ocurrirle a un hombre como él, era continuar su vida en silencio, aunque envejeciera y muriera solo, cuando le llegara su turno, haciendo como si la joven esposa nunca hubiera existido, para dedicarse por completo a su negocio que no habría de enriquecerlo nunca, beber algún vasito de anís con los amigos que no le harían demasiadas preguntas, tomar el fresco, sentado en la vereda, un verano tras otro. La soledad era para los hombres una señal de fortaleza, mientras que para las mujeres constituía una simple descalificación.

Violencia doméstica del siglo XX: el caso de mis padres


Como si lo viera a través de una lente pulida hasta la transparencia; un objeto de cristal, invisible de tan puro, parecido al que puede usar un narrador cuando quiere fijar en el recuerdo un detalle y detiene por un instante el fluir de la vida para apresar, en ese instante fugaz, toda la verdad. (Ricardo Piglia: Prisión perpetua)
Delia B. y Juan G.: años `60
Al pensar en mis padres, tantos años después de haberlos perdido, advierto que tenían en común la timidez. Mi padre no sabía bailar, una carencia inconcebible en aquella época de su juventud, los años ´30, cuando asistir a los bailes de San Pedro era una de las pocas alternativas que se ofrecían a los jóvenes para ocupar el fin de semana, verse con los amigos y conocer una pareja. Mi padre se declaraba “pata dura”, contaba los pasos del vals y retrocedía ante los primores que reclamaba el tango. Mi madre perdía la voz y se replegaba en algún rincón, cuando enfrentaba a personas desconocidas, aunque estuviera en su casa.
Ninguno lograba entablar un diálogo cómodo con alguien que estuviera incorporándose al círculo de sus conocidos, comprobé al presentarles a mi mujer. De mi padre, solo podía esperar que se exhibiera delante de ella como un gallo ante una hembra, que reclamara su atención con chistes polvorientos y relatos de hazañas improbables. Mi madre, en cambio, reaccionaba con una hostilidad que yo no había visto nunca en nuestra relación. Eran dos tímidos que reclamaban el control de su territorio, cuando lo consideraban amenazado.
Mi reacción de entonces fue dar por terminada nuestra visita, porque no estaba dispuesto a poner en riesgo mi relación de pareja por ellos, que habían arruinado su matrimonio, casi desde el momento mismo en que lo celebraron. No fue una mala decisión, porque les indicó que a partir de entonces íbamos a respetarnos, o la familia mal consolidada se fracturaría de una vez por todas.
Nací en un lugar y en una época, en que las parejas humanas, incluyendo aquellas que ni siquiera estaban legalizadas, eran estables. No recuerdo haber visto nunca gente muy feliz o desgraciada, sino, sobre todo, conforme con su situación (que podía ser horrible, desde la óptica actual, pero que no disponían de otras alternativas), porque en todo caso debía ser mejor que la vida de los solitarios, cuya situación causaban pena. Las solteronas habían fracasado en el intento de capturar un marido que sostuviera el hogar y les diera hijos. Los solteros de cierta edad, no habían logrado la estabilidad económica que les permitiera mantener a una mujer.
Estar casado era mejor que la soltería, aunque no se argumentara por qué. En público, las parejas no ostentaban su relación. Podían pasear tomados del brazo o bailar juntos durante las fiestas, podían trabajar a la par en el campo, pero el afecto o los conflictos que hubiera entre ellos, se desarrollaban a puertas cerradas y en voz baja. Podía haber problemas de pareja, incompatibilidades graves, relaciones insostenibles, pero no se iba más allá, no se llegaba a expresar esas situaciones, como para que los demás se enteraran. El pudor colectivo no solucionaba conflictos; tan solo dejaba que permanecieran debajo de la alfombra.
Antes del fin del siglo XX, ese mundo fracturado que fue el de mis padres y abuelos, había cambiado para siempre. Las parejas bien armadas pasaron a ser una excepción, los conflictos que ocurrían en la intimidad comenzaron a exhibirse (o por lo menos, a no esconderse) y fue definiéndose el temor actual ante la mera posibilidad de vivir en pareja.
Mi padre contó alguna vez que mi madre dejó de tratarlo de usted, solo después tres meses después de haberse casado. La historia pudo ser apócrifa, pero eso no impide que resulte reveladora. Es probable que mi padre amara a mi madre a su manera, pero no sabía expresarlo, a pesar de que su noviazgo se prolongó varios años. No debe haberlo aprendido nunca de sus padres, porque a comienzos del siglo XX, la gente no consideraba oportuno manifestar sus emociones en público, ni tampoco en el interior de una familia, o porque la relación entre mis abuelos era tal vez distante, dada la gran diferencia de edades que había entre ellos.
Por un motivo u otro, mi padre era incapaz de tocar a mi madre de manera tal que ella le correspondiera. Un hijo tarda en reconocer que en su casa no ha visto caricias, ni besos, ni otros abrazos que los protocolares, obligados por los aniversarios y otras ceremonias en las que hay testigos que de algún modo exigen representar el afecto (se lo sienta o no).
Mi madre aceptaba en ocasiones el contacto, porque era su obligación de esposa (mi existencia es una prueba de la relación que hubo entre ambos) pero lo hacía a desgano, incluso a disgusto. Poco antes de que la muerte los liberara de un acuerdo que tanta desdicha les había causado, medio siglo después de casarse, mi padre reconoció que había utilizado la fuerza para retener a su legítima esposa, que no se resignaba a la vida de casada y quería regresar a su familia.
Bastó esta doble inadecuación (él no lograba expresar su deseo de la manera adecuada, ella sufría la relación), para que la vida cotidiana de ambos se convirtiera en una tortura interminable. Mi padre sentía celos de todos aquellos que pudieran interesar a su mujer, los hijos inclusive. Mi madre no encontró a nadie en su familia que apoyara su necesidad de independencia. Su hermano mayor no podía aceptar que al poco tiempo de casarse intentara deshacer un compromiso como ese.
En nuestro barrio se conocían las historias de otras mujeres defraudadas por sus maridos, que en algún caso abandonaban a los hijos, pero eso no podía estar bien. El de mis padres era un desencuentro sin violencia física y más de un abuso psicológico.
Los hijos crecimos ignorantes de lo que pasaba en la intimidad de los mayores, pero nunca del todo ajenos a sus consecuencias. Desde muy pequeños los hijos ven cuando los adultos con quienes comparte la vida se tocan, se acarician, se abrazan, se besan, permanecen cerca, disfrutan la vecindad mutua. También perciben cuando se mantienen a la mayor distancia posible, cuando se empujan, golpean, fuerzan, humillan o discriminan. Y entonces, mucho antes de ser capaz de describir con palabras adecuadas el drama que se presencia, cada uno compara el comportamiento de sus padres con el de otros adultos, si tiene la suerte de acceder a realidades más amables, o crece imaginando que el resto del mundo es la exacta repetición de lo que se da en su casa.
Mis hermanas y yo tuvimos la suerte de aprender el afecto de una cantidad de tías y tíos que lo brindaron en el momento en que lo necesitábamos. Los niños sienten desde muy temprano, mucho antes de conocer el significado de las palabras, la diferencia que existe entre las voces amables y el desinterés, las burlas o incluso la descalificación.
Ellos perciben muy pronto el valor de los silencios, las distancias y gestos que se entablan entre aquellos que se acercan a una cuna y los cargan en brazos, o no lo hacen; los mismos que más tarde se sientan a una misma mesa pero comen sin mirarse, y en más de una oportunidad utilizan a los niños como barricada.
No recuerdo a mi madre quejándose de mi padre en público. Lo más directo que llegaba a expresar, era que no la escuchaba, que tomaba por sí mismo decisiones que comprometían a ambos, que prefería consultar la opinión de cualquiera (incluso desconocidos) antes que la de ella.
En cuanto a mi padre, él no se privaba de descalificar a mi madre como un estorbo. Proyectaba en ella sus errores de cálculo, sus apresuramientos, los fracasos que había sufrido por confiar en una hipotética buena voluntad de aquellos a quienes se acercaba en busca de protección.
Mi padre podía ser cruel sin darse cuenta, por lo tanto, sin sentirse obligado a recapacitar sobre sus actos y pedir perdón. Mi madre era un testigo incómodo, callado, no menos acusador porque no dijera nada. Medio siglo explorando la imposibilidad de esta relación, sin hallarle salida, terminó por otorgarles el aspecto de esos paisajes del desierto, donde solo hay piedra y el trabajo lento de la erosión del viento, nada que prometa vida, una eternidad consagrada a un error que no retrocede.
Volver atrás, pedir perdón, no figuraba en el repertorio de mi padre. Olvidar y resignarse, perdonar, tampoco eran contribuciones de mi madre. Ambos podían callar indefinidamente sus conflictos. Formaban una pareja digna de un drama de Henryk Ibsen donde la escena de la crisis nunca llegara a representarse.
Cuando trato de comprender las razones que los animaron a vivir de ese modo, tanto tiempo después de su muerte, que cerró cualquier posibilidad de interrogarlos, intento concretar a mi manera un homenaje a quienes alentaron pasiones tan equivocadas. Al fin descansan.

sábado, 23 de octubre de 2010

Violencia doméstica del siglo XX: el caso de mi madre


Mi madre no quería abandonar San Pedro, cuando mi padre decidió vender todo lo que había recibido en herencia de mi abuelo e irse a Mar del Plata, para instalarse cerca de su familia, estoy seguro que sin consultarla a ella, porque en la mentalidad en que fue criado él, una mujer (su propia esposa) no pasaba de ser un estorbo para las decisiones de los hombres y consultarla hubiera sido renunciar a derechos de género imposibles de transar.
Recuerdo haber visto a mi madre encerrarse en su habitación, donde permanecía durante horas en penumbra, con toda seguridad llorando por un cambio de su vida sobre el que no se le permitía decir nada. Mi madre no era una mujer que se rebelara contra su destino. Cuando recibía un golpe, se retiraba a su interior y sufría, sin exhibirlo, hasta que el cansancio o la resignación se imponían. En mi ignorancia de una relación de pareja que se arrastraba casi desde el comienzo del matrimonio, durante mi adolescencia creí que su encierro era un signo de limitación intelectual propio de su género, cuando se trataba de su manera de reunir fuerzas para continuar una vida de sacrificio, sin expectativas inmediatas de alivio, como las heroínas del cine de Kenji Mizoguchi. Ella tenía esa grandeza que se manifiesta en silencios y contenciones, antes que en grandes gestos y discursos conmovedores.
Hasta el fin de sus días, San Pedro conservaba para mi madre un aura de hogar protector que me costaba entender, porque su familia había conocido la pobreza y el desamparo, aunque también el apoyo que se brindaban unos a otros. Desde comienzos de los ´50, atraídos por la industrialización que prometía el régimen peronista, cuatro de sus hermanos se radicaron en Buenos Aires. Ella fue la primera en casarse. Luego la siguieron todas las mujeres y el hermano menor. Poco quedaba del grupo de diez huérfanos de todas las edades que debieron apoyarse unos a otros, a mediados de los años ´30.
Cuando se encontraba con sus hermanas, como sucedió una vez en Buenos Aires, a comienzos de los ´70, mi mujer notó que hablaban todas al mismo tiempo, sin estorbarse por ello, en un intento de recuperar en pocas horas los meses o años que habían estado separadas. Mis tías y mi madre se entendían y confiaban unas en otras, mientras mi padre veía con recelo un estilo abierto de comunicación que no se daba en su familia.
Hasta donde yo recuerdo, mi madre decía “mi casa”, refiriéndose a la que había ocupado alguna vez con sus hermanos, en calles Chivilcoy y Colón, de ningún modo a las varias casas que compartió con su marido y sus hijos, durante más de medio siglo que duró su vida de casada..
Solo en sus últimos años, los hijos comenzamos a ser para ella una alternativa de apoyo emocional y vida independiente, similar a la que había tenido con sus hermanos, una situación bastante inesperada en nuestra familia, porque desde antes de haber nacido, los hijos fuimos utilizados como el instrumento de mi padre para retenerla en un sitio donde ella no quería estar. Duele pensar que uno fuera engendrado y criado, con el objeto de controlar a otra persona, pero esa fue nuestra función, de la que no tuvimos la menor conciencia, hasta que nos convertimos en adultos y la crueldad de las relaciones de nuestros padres quedó al descubierto.
No creo que en su vida mi madre se hubiera fijado en otros hombres que su marido, en parte por su timidez, pero sobre todo por la voluntad de respetar un compromiso que desde el comienzo se había revelado como un error para ella. Al aprender a leer, descubrí en un cajón de su tocador algunas cartas que mi padre le había mandado durante los cuatro o cinco años que fueron novios. Estaban escritas en una pulcra caligrafía inglesa, sobre papel perfumado de color lila. Esas cartas, esos versos con toda seguridad ajenos, pero copiados con la intención de seducir con su lenguaje fluido y artificioso, indicaban que alguna vez hubo entre ellos una expectativa romántica de la que no quedaban otras huellas, no más de diez años más tarde. Lo desconcertante para mí, es que mi madre conservara esas pruebas de un proyecto frustrado.
Cuando murió, después de una odiosa enfermedad que le impidió moverse de la cama durante tres años, mi hermana dio cumplimiento a su voluntad de ser enterrada en San Pedro, junto a quienes consideraba los suyos, en el sitio donde nació, no entre aquellos que no aceptaba del todo como su familia. Ese fue el último (irreductible) mensaje que le dejó al hombre que la retuvo contra su voluntad, por algo más de medio siglo, un punto de vista que cerraba cualquier posibilidad de negociar un acuerdo. Así se hizo.

Violencia doméstica del siglo XX: el caso de mi padre


Mi padre no debió sentirse demasiado cómodo en San Pedro, su pueblo natal, a partir del momento en que se vio a sí mismo como un hombre casado, con un par de hijos, responsable de administrar un comercio que había prosperado durante más de medio siglo, por primera vez dueño de sus decisiones y errores, pero al mismo tiempo obligado a mantenerse a la altura de lo que todo el mundo esperaba de él, comparándolo con su padre, que se había convertido en una leyenda.
La mudanza de mis abuelos con los otros hijos a Mar del Plata, se había producido ocho años antes, cuando él estaba por cumplir veinte. Supongo que mi padre no se fue con ellos. Mi abuelo tenía reservado para él la administración del negocio. Antes o después, trabajó en las cosechas, vigilando las máquinas que mi abuelo alquilaba (de esa época provenían sus historias de las formidables comidas al aire libre que compartía con los peones). De esa época, la posesión de un automóvil que le fue entregado por su padre y era un artefacto inhabitual en el barrio (nunca nos habló de eso a nosotros, los hijos, pero sí a mi esposa, muchos años más tarde).
Cuando las cosechas terminaban, regresaba al almacén que estaba a cargo de su tío Félix, un hombre más joven y permisivo que mi abuelo. Fueron (imagino) ocho años de soltería despreocupada, los mejores de su vida, que él recordaba sin dar muchos detalles, como cuando le oí contar, durante mi infancia, que él y sus amigos salían de procesión, durante la noche, desnudos y con una vela en la mano. Años después, las pocas veces que mi padre regresaba a San Pedro, solía encontrarse con algunos de esos amigos, que no lo habían visitado cuando yo era chico, ni tampoco se encontraban en algún club o confitería, como hubiera podido pensarse de gente con tantas experiencias en común.
Mi padre enterró su despreocupada juventud en un duelo que no terminaba nunca. Primero asumió el control del comercio de su padre, tras el alejamiento de su tío Félix, que solo había actuado como interino, de acuerdo a los planes de mi abuelo. Después, se casó con mi madre y renunció al trato con sus amigos del pasado. Tenía demasiados conocidos de mi abuelo en el barrio, que confirmaban la imposibilidad de escapara de sus obligaciones, mientras mi abuelo viviera y lo vigilara desde lejos. Eso duró hasta 1949, cuando mi padre había cumplido cuarenta años. Tardó todavía cinco más en vender su patrimonio y mudarse a Mar del Plata, como probablemente había sido su deseo desde veinte años antes.
Cada etapa de su existencia, que mi padre daba por concluida, iba dejando en él huellas dolorosas. Al abandonar San Pedro tuvo que buscar nuevos amigos en una ciudad demasiado grande para sus costumbres (no era posible encontrarlos o al menos él no conseguía discriminar quiénes podían serlo y quiénes no). Le fue necesario establecer nuevas relaciones con su familia (con la que nunca había tenido relaciones de afecto), tuvo que aprender otro oficio, y no siempre atinó a responder como hubiera debido a los renovados desafíos que encontraba.
Después de haber crecido en un estilo de vida despreocupado, de adolescente con suficiene dinero en el bolsillo, las responsabilidades de la adultez no lo encontraron bien preparado. Mi abuelo hizo progresar las empresas que estableció, mientras mi padre solo se alimentó de los restos de esa bonanza. Vivió a la defensiva (de allí tal vez su oposición al peronismo que no se preocupó en entender). Ni siquiera creyó que la derrota de sus adversarios políticos en 1955 le trajera ninguna mejora. Quería irse de San Pedro, librarse de la pesada carga de ser desfavorablemente comparado con mi abuelo.
Mi padre consideró que debía reiniciar su vida en otra parte. Si fracasaba (como le sucedió) al menos no lo mirarían con lástimas aquellos que fueron los testigos de su dorada juventud. Si sus nuevos amigos lo traicionaban (como era inevitable que sucediera) de nadie más que él dependería que se divulgara su error de cálculo. Tal vez por eso, costaba hacerlo regresar a San Pedro. Prefería alimentar desde lejos la leyenda de que su nueva vida era fácil y digna de envidia. Nunca lo acompañé durante los escasos viajes al terruño del que se exilió por decisión propia, ni tampoco hablamos del tema (como no hablamos de cientos de otros tópicos que hubieran podido alimentar una amistad entre padre e hijo que no llegó a darse).
Mi padre fue un solitario, acosado por fantasmas que se apoderaron de él y convirtieron su vida en una sucesión penosa de ilusiones y desencantos, similares a los de un adolescente. Envejeció sin crecer. Causó mucho dolor a quienes tenía cerca, incluyéndose a sí mismo, cuando hubiera podido disfrutar una vida mejor, ni permitir que su familia también la disfrutara. Eligió mal a sus adversarios, como a sus amigos. De los segundos llegó a darse cuenta más de una vez. De los primeros, no me consta que se haya percatado nunca. Que en paz descanse.

lunes, 18 de octubre de 2010

Marginaciones e integración: los solteros


Al crecer, tardé en darme cuenta de la cantidad de solteros (hombres y mujeres por igual) que había en mi barrio. Cuando los conocí, algunos eran adultos jóvenes que todavía podían abrigar alguna esperanza de hallar pareja, mientras otros se encontraban ya condenados a la soledad. Entre ellos estaban, por ejemplo, tres de mis cuatro tíos maternos, obreros o dependientes de comercio a quienes les conocí varias novias, incluso prometidas, con quienes por algún motivo no llegaron a casarse nunca.
El día en que mi tío Juan murió, pasados los setenta años, sus hermanas vieron llegar al velorio, con sorpresa, a una mujer madura que no habían conocido nunca y lo lloraba como si él hubiera sido el hombre con quien había esperado casarse. La soltería era el estado normal de los hombres que vivían fuera de las ciudades, durante el siglo XIX. Nativos e inmigrantes por igual, disponían de pocas mujeres en ese territorio que se estaba urbanizando lentamente y carecía de comodidades.
Los hombres circulaban de un trabajo al siguiente, se conchababan como peones de alguna cosecha mecanizada, como albañiles de pequeñas construcciones, durante varias semanas permanecían lejos del hogar, donde los aguardaban las madres y hermanas. La pobreza no hubiera debido ser un obstáculo mayor para el matrimonio, pero la idea de atarse a una mujer para luego tenerla lejos, no era aceptable para la mayoría. Sus padres habían sido pobres, pero vivían del producto de pequeñas chacras y eso no les impidió formar una familia. Sus hermanas se casaron. Los hombres, en cambio, debían irse de la casa de la familia para mantenerse, y no siempre ganaban lo suficiente para instalar una casa propia.
A mi tío Miguel, que vivía con nosotros y tenía un trabajo estable como repartidor en el almacén de mi padre, le conocí una novia que visitaba dos veces por semana, desde hacía bastante tiempo. La primera etapa de un noviazgo consistía en breves encuentros de la pareja a plena luz, en la puerta de calle o en el zaguán, con la puerta abierta de par en par, mientras que la segunda ocurría dentro de la casa, contando con la presencia de alguien más, para asegurar la honestidad del diálogo. Las mujeres vestían sus mejores ropas, se rizaban el pelo con bigudíes, mientras los hombres se fijaban las ondas con Glostora y consumían pastillitas de Sen-sen, que perfumaban el aliento.
Como en mi familia materna había tantas mujeres, nunca me encomendaron la vigilancia del comportamiento de ninguna pareja (una responsabilidad que recaía sobre los niños, a quienes podía sobornarse o engañarse, para no ahuyentar a los pretendientes más tímidos), por lo que no imagino siquiera la temática de esos diálogos interminables de las parejas, que permanecían sentadas, sin tocarse y a prudente distancia uno del otro. No era raro que los noviazgos de entonces se prolongaran cinco, seis años, como fue el caso de mis tías, como había sido también la historia del encuentro de mis padres. A pesar del tiempo que empleaban en la rutina del noviazgo, apenas se conocían.
Cuando una relación fracasaba, aunque solo fuera por aburrimiento, las mujeres quedaban en una situación desventajosa. No estaba bien visto tener varios novios en sucesión. La mujer soltera, que por cualquier motivo no lograba formalizar una relación con el primer candidato que presentaba a la familia, quedaba marcada para los vecinos como una casquivana (en el mejor de los casos, una inconstante), sin importar que la relación hubiera fracasado por razones totalmente ajenas a ella.
Cuesta imaginar en la actualidad las relaciones de noviazgo tan prolongadas y a la vez triviales, donde las parejas exhibían exclusivamente su lado más favorable, como si estuvieran efectuando una doble apuesta de resultado incierto. Prepararse para el matrimonio exigía más bastante más que ponerse de acuerdo en las compras de vajilla y ropa de cama. Algo debió pasar, supongo, entre mi tío Miguel y su enamorada, para que la relación se quebrara un día y nunca más supiéramos que él andaba detrás de otra.
Cuando mi madre y sus hermanas hablaban del Bajo (una región indeterminada de San Pedro, que se extendía desde Las Canaletas al puerto), se referían sin dar detalles a un sitio de mala fama, que las mujeres de la familia desconocían, pero también imaginaban de acuerdo a las historias que habían oído, como si se tratara de un país lejano. No era extraño que un puerto de ultramar como San Pedro, a mediados del siglo XX, incluyera una zona roja, para desahogo de los marinos y residentes de la ciudad en busca de diversión.
Recuerdo el apodo de una mujer que no he de mencionar aquí, con quien más de uno de hombres que yo conocía había intimado (¿dinero mediante o como simple acuerdo entre solitarios?). Siempre pensé que vivía lejos de barrios como el nuestro, donde transcurría la vida rutinaria de familias pobres pero honestas, con toda seguridad en un rancho al pie de las barrancas, cerca del río y las inundaciones periódicas del Paraná, también al alcance de los marineros que desembarcaban en busca de diversión. A mi padre le oí decir (con evidente nostalgia, comprendí más tarde) que ella abrazaba a sus parejas cuando las metía en la cama, una recepción que a él, con toda certeza, le estaba negada en el matrimonio. La posibilidad de que esa mujer viviera a escasa distancia de nuestra casa, que fuera una más de la comunidad, ignorada o tolerada por las otras mujeres, encubierta por los hombres que mencionaban su apodo y callaban su nombre, nunca me pasó por la cabeza.

sábado, 16 de octubre de 2010

Cultura de las cocinas


Buena parte de mis vecinos en San Pedro eran extranjeros o hijos de extranjeros. Pocos recordaban la lengua de sus mayores y no era mucha la correspondencia que recibían del exterior. Eso me consta, porque el cartero la dejaba en el almacén de mi padre o en la carnicería de los Boccardo, para que la entregaran en los domicilios de quienes eran sus clientes, o la conservaran para cuando ellos pasaran a recogerla, al llegar de compras.
Los contactos con familiares y amigos que permanecían en sus lugares de origen, debían ser escasos. Resignados o deseosos de incorporarse a la nueva comunidad que hallaron en San Pedro, se habían asimilado a las costumbres de su nueva residencia. Hablaban en español, utilizaban modismos argentinos, se vestían como veían que se vestían sus vecinos. Algo de la cultura de procedencia quedaba incólume, sin embargo, en el ámbito menos esperado: la cocina.
En épocas en que la comunicación entre adultos y menores se encontraba supeditada a la imagen de autoridad que unos y otros respetábamos, los mensajes no verbales eran muy precisos. Durante las comidas que reunían a toda la familia, los niños teníamos una mesa separada de los mayores, aunque solo estuviéramos a un metro de distancia, oyéramos sus conversaciones y se nos sirviera prácticamente lo mismo que a ellos (con excepción de las bebidas alcohólicas, aunque a veces el vino llegaba también, diluido en soda).
En mi familia paterna, quedaban escasos rastros de la cocina italiana que debió haber conocido mi abuela María Grigioni, porque mi abuelo Juan Garaycochea impuso la cocina de sus ancestros vascos. Por lo tanto, en su casa se nos ofrecían cosas tan extrañas al contexto culinario de Argentina, como los cardos pelados y hervidos en leche, los alcauciles rellenos de jamón, los espárragos bañados en alioli, los caracoles con salsa verde, el bacalao con garbanzos, las croquetas de acelga, los tallos de acelga con salsa bechamel, los inmensos pucheros y potajes que reunían una multitud de ingredientes, el arroz con leche perfumado con cáscara de limón y espolvoreado con canela.
En mi familia materna, los Bovio, mi abuela española de apellido Robles había adoptado la cocina italiana de su marido y ese fue el conocimiento que transmitió a media docena de hijas. Mis tías preparaban una gran variedad de pastas (ravioles y canelones rellenos de espinaca y sesos), ñoquis de papa, diversas formas de presentar la polenta (con salsa de carne, empanizada y frita, con leche y dulce), elaboraban salsas con hongos secos, rellenaban zapallitos y pimientos con arroz y carne, preparaban una deliciosa Pasta Frola con dulce de membrillo.
Para la generación de mi madre, las dos tradiciones se habían combinado en la cocina de las mujeres (paralela a otra cocina que debería definirse como propia de los hombres, que se especializaba en la preparación de carne asada). Durante mi infancia, no conocí a ninguna mujer que no fuera una experta en el tema y considerara su orgullo elaborar la mayor parte de los alimentos que consumía la familia. Los enlatados podían formar parte de la dieta de los hombres solteros, pero se los hubiera considerado una ofensa en la mesa de una mujer.
En torno a la mesa, convocada por las mujeres, se reunía la totalidad de familia, tres o cuatro veces por día. Comer en grupo, respetando los mismos puestos y distancias de los comensales, permitía que a pesar de la existencia de conflictos no resueltos, incluso negados entre ellos, circularan informaciones verbales relevantes o no, se impusieran modales de mesa a los más jóvenes y se afianzaran las nociones de unidad y jerarquía familiar (dónde sentarse cada uno, el orden en que se repartía la comida).
Esa imagen mítica de tregua y homogeneidad grupal, se ha perdido hace tiempo. La pluralidad de modelos familiares ya no es negada por nadie, los roles tradicionales no se corresponden demasiado con la realidad actual, las mujeres trabajan fuera del hogar, los alimentos provienen de la industria, los temas de conversación son agendados por los medios masivos, con frecuencia la televisión es el interlocutor dominante.
La Navidad no tenía celebraciones especiales para mi familia, pero el primero de enero, todo el grupo de los Bovio se reunía para almorzar en nuestra casa, que era la más amplia. A pesar de que la noche de fin de año todos habían estado despiertos hasta la medianoche, las mujeres madrugaban y trabajaban para presentar al mediodía fuentes de ensalada rusa con pescado, cubierta de espesa mayonesa que habían batido con enorme cuidado (la cercanía de una mujer que estuviera menstruando hubiera podido cortar irremediablemente la salsa) y adornada con aceitunas y cortes de pimientos. Después venían fuentes de ravioles con estofado o carne que mi tío Juan había asado en la parrilla, con enorme paciencia, durante horas, y una ensalada de frutas marinadas en vino blanco, que denominaban clericot.
El asado era un territorio de los hombres, que ninguna mujer se hubiera atrevido a disputar y se instalaba fuera de la casa, en un rincón del patio, que estuviera protegido del viento. En todas las familias había un hombre que se dedicaba a esa tarea, que requería parillas ennegrecidas por el humo o cruces de metal, que se clavaban en el suelo. La cocina era el territorio de las mujeres, que los hombres frecuentaban solo cuando la mesa estaba servida. Rara vez enviaban un lechón para que lo hornearan en la panadería. Más raro era que consumiéramos conservas, a pesar de que mi padre las vendía.
La comida se preparaba en casa y tenía secretos que las mujeres de la familia se trasmitían oralmente. Los únicos textos de cocina que vi consultar a mi madre o sus hermanas, eran folletos que regalaban a quien lo solicitara por correo, los fabricantes de polvos de hornear o margarina. Todo lo que una mujer sabía hacer, estaba en su memoria. Cuando interrogué a mi madre, muchos años más tarde, en busca de una pasta que había dejado de preparar, cuando vivió en una gran ciudad y se acostumbró a depender de la oferta de los supermercados, comprobé que ya no la recordaba, y pedirle datos era como hablarle de otra persona, que habitaba en otro mundo.
Durante los almuerzos de Año Nuevo, todos parecíamos entendernos. Las esposas no se quejaban de sus maridos, ni los maridos hacían bromas a expensas de sus esposas. No recuerdo que nadie considerara necesario elogiar la comida. No hacía falta, porque de una manera u otra, todos habían aportado algo.
Cuando mi tía Matilde nos visitaba una vez por año, exhibía habilidades gastronómicas inaplicables en la vida cotidiana de mi familia, que conseguían humillar a mi madre, que debía alimentarnos el resto del año. Mi tía preparaba empanadas de vigilia con masa de hojaldre, que requería una jornada completa y luego no tenían demasiado sabor. O deshuesaba un pollo durante horas, hasta convertirlo en una proteína pálida e irreconocible. Eran recetas extraídas del enorme libro de doña Petrona C. de Gandulfo, que alguna vez hojeé en la casa de mi abuela María, deslumbrado por las ilustraciones a todo color de postres y ensaladas, que probablemente nunca llegaría a probar.

lunes, 11 de octubre de 2010

El Teatro en San Pedro


I Piccoli di Podrecca era una vieja compañía de marionetas italiana (tenía cuarenta años de existencia en ese momento), que andaba de gira por Argentina y Brasil, a mediados de los años ´40, después de haber sido sorprendidos por la Segunda Guerra Mundial en los Estados Unidos. Cuando pasaron por San Pedro, se presentaron en el Teatro La Palma, donde los vi tres veces, porque renovaban su programa, que consistía en variados números musicales, como un concierto del pianista Paderewski, un aria de ópera de Lily Pons o la Danza Macabra de Saint-Säens por media docena de esqueletos, que se desarticulaban y volvían a armarse bajo la luz negra. Era un espectáculo tan refinado, que apabullaba, porque no llegábamos a entender el artificio que le daba origen. Los primitivos títeres de guante que nos enseñaban a fabricar en la escuela o veíamos utilizar a Javier Villafañe, no eran capaces de asombrarnos tanto. Eso era el teatro, un espacio inhabitual, donde uno escapaba de las limitaciones del mundo.
Mis padres amaban el teatro, he terminado por aceptar. Mi madre tenía la capacidad de ponerse imaginariamente en la situación del otro, a partir de los cual imitaba las voces de sus conocidos y reproducía el detalle de su estilo expresivo, dos factores que afirmaron mi vocación de dramaturgo, varias décadas más tarde. Mis padres no tenían demasiadas cosas en común, pero el amor por el teatro se revelaba en la audición familiar de Las Dos Carátulas, el programa de los domingos a la noche de Radio Nacional, donde se representaban piezas de la dramaturgia nacional e internacional (en idéntica proporción, dado que el gobierno peronista protegía la difusión del arte elaborado en el país). Le debo a Las Dos Carátulas el impulso de leer todas las piezas teatrales que encontré en el catálogo de la Biblioteca Rafael Obligado y las que logré que compraran tras haberlas solicitado en un cuaderno especial que la institución ponía a disposición de los socios. El teatro inglés en verso de T.S.Eliot y Christopher Fry, por ejemplo, lo leí varios años de verlo representado en Buenos Aires. Lo mismo pasó con las obras de William Saroyan, Luigi Pirandello y Eugene Ionesco, que tan influencia tuvieron en mi formación.
El aporte de Las Dos Carátulas era único, porque me revelaba autores y obras que nunca se me hubiera ocurrido explorar por mi cuenta, dado que el programa de Literatura de la secundaria se limitaba al teatro clásico español. Del resto, no se hablaba. Después de oír la lectura de una pieza que me interesaba durante el fin de semana, yo volaba a la Biblioteca en busca de otros títulos del mismo autor, que se conectaban con otros títulos y autores.
En mi casa, la vieja radio con forma de catedral, se trasladaba diariamente de la cocina, donde permanecía la mayor parte del tiempo, llenando con sus voces el silencio de nuestras comidas familiares, a la zona de los dormitorios, por las noches, para que oyéramos desde la cama esas voces que nos traían a otros personajes y otros dramas distintos de los habituales. Más atrás, la memoria recupera otras transmisiones radiales, esa vez desde los teatros de Buenos Aires, efectuadas por Radio Stentor o Fénix, que incluían reportajes a actores y el público que comentaban lo que ellos acaban de ver y nosotros solo habíamos oído. Tal vez todo eso fuera una ilusión, pero me parece recordar que las voces se oían como si efectivamente se estuviera representando la pieza en un escenario y tuviéramos las risas y aplausos de los espectadores.
En San Pedro no había compañías teatrales, pero el Cine La Palma recibía la visita de compañías de Buenos Aires. Los radioteatros más famosos de la época, transmitidos por Radio Mitre o Belgrano, efectuaban una gira después de haber completado las transmisiones. Por eso vi con mis padres o con mis tías, algunas de esas representaciones que a la distancia me parecen deliciosas por su primitivismo (pudo ser Fachenzo el Maldito o algo parecido). No solo era la excitación de ver aquello que uno se había limitado a oír, a imaginar, durante meses, sino también la decepción de no encontrar allí al Narrador de voz profunda que todo lo sabía (Julio César Barton) y la de estar presenciando el resumen de algo que había sido mucho más extenso y estaba entrecortado por pausas comerciales que conocíamos de memoria (Venga del aire o del sol / del vino o de la cerveza / cualquier dolor de cabeza / se pasa con un Geniol).
En el teatro, los personajes estaba más lejos que en la radio. Poblaban el escenario, mientras que uno los tenía a veces susurrando al oído. Faltaba la música que subrayaba las frases más impactantes. Era otra cosa y recuerdo haber asistido a alguna representación con los ojos cerrados, para recuperar el atractivo que tenía la radio. Nos habíamos acostumbrado a disfrutar el drama en nuestra imaginación, otorgándole los recursos que era capaz de aportar la fantasía.
Había otra fuente hoy impensable para formarse una cultura teatral. Los circos que pasaban por San Pedro durante los ´40, mantenían una tradición que se estableció durante la última parte del siglo XIX. Al igual que los Podestá y otros pioneros del teatro argentino, el circo que conocí en mi infancia presentaba una función compuesta por dos partes. En la primera, se ofrecían las atracciones tradicionales de equilibristas, payasos, ilusionistas, animales amaestrados, tragasables, forzudos. En la segunda parte, los mismos artistas representaban una pieza teatral (tengo la impresión que abreviada) en un escenario ubicado en un extremo de la carpa o utilizando toda la pista. El repertorio estaba compuesto por melodramas como El Rosal de las Ruinas o Muerte Civil; por comedias de enredo como ¡Qué noche de casamiento! o sainetes nacionales del tipo de Ya tiene Comisario el pueblo o El Conventillo de la Paloma, y se renovaba dos o tres veces por semana. Era una rutina productiva tan exigida por el calendario, que utilizaba los mismos telenos pintados y obligaba a los actores a establecer un desempeño semi improvisado, similar al que se utilizaba en la Comedia dell´Arte italiana, de los siglos XV al XVIII.
Mis tías recordaban la representación de El Suplicio de una Madre que las había hecho llorar, probablemente antes de que yo naciera, y un espectáculo naval, en el que la pista era cubierta con una lona impermeable, llenada de agua y los actores se desplazaban en botes, como se hacía dos mil años antes en el Coliseo Romano.

¿Continuar o descontinuar la tradición?


En la actualidad, las nuevas generaciones no se creen de ningún modo obligadas a continuar con el legado de las anteriores, que en muchas ocasiones juzgan absurdo o equivocado, y viceversa: los adultos desesperaron hace tiempo de cualquier proyecto de obtener alguna continuidad de sus proyectos de vida a través de los hijos. Cada grupo etario coexiste hoy en un universo disociado del resto, plagado de desconfianzas mutuas y escasas conexiones, la mayor parte de las cuales conflictivas. Compiten, se desplazan, de vez en cuando se hacen zancadillas, se difaman, se amenazan.
Entre los jóvenes circula el mito de los esquimales que, llegada cierta edad en la que no son capaces de aportar mucho al grupo, son abandonados a la intemperie, para que mueran sin convertirse en estorbo. Entre los adultos, adquiere credibilidad la imagen de jóvenes ignorantes, prepotentes, que con tal de salirse con la suya destruyen todo lo que tocan.
En el pasado, las cosas eran distintas, como lo atestiguan hasta los cuentos de hadas. Las nuevas generaciones eran modeladas (y no pocas veces malditas) por los miembros de las viejas generaciones. Mi padre fue comerciante, porque mi abuelo fue comerciante, y le dejó como herencia un local que no podía dedicarse a otra cosa. Mi abuelo fue comerciante porque su pariente más próximo, su tío, que tal vez se llamaba Manuel Altolaguirre también lo era, desde mediados del siglo XIX, cuando lo recibió cuando era un niño de menos de diez años, apenas llegado del norte de España, donde permanecía el resto de la extensa familia.
Mi padre hubiera querido otra cosa y era evidente que siempre deseó ser alguien distinto, pero fracasó en la escuela secundaria (dudo que su cerebro hubiera dejado de funcionar después del tifus que sufrió a los doce años, como solía decirle en sus momentos de enojo mi tía Matilde). Tampoco era capaz de convertirse en un deportista profesional, hacia fines de los años ´20. Pudo librarse de la humillación de tocar el violín, mediante la decisión cruel de mutilarse un dedo en un taller del Colegio Nacional de Buenos Aires, donde había estudiado la élite del país desde el siglo XVIII, pero debía ocupar el sitio menos destacado que le destinaban. Él estaba condenado a reemplazar a mi abuelo, poniéndose al frente del comercio de la familia, en una pequeña ciudad provinciana, por el solo hecho de ser el mayor de los hijos varones.
La tradición familiar solía tener esas características implacables, antes de que la modernidad instalara la idea de que cada generación vive en un mundo propio, que no se conecta con el de los antecesores. Mi padre no estuvo a la altura de mi abuelo, que al plantearle oportunidades tan generosas de desarrollo, exigía una respuesta que su hijo no estaba en condiciones de darle.
Algo debo saber sobre maldiciones, porque mi padre me lanzó una cuando yo tenía veinte años. “Nunca vas a ser capaz de ganarte la vida”, me dijo, a pesar que yo estudiaba y me mantenía con mi trabajo desde los diecisiete. Él esperaba probablemente otra cosa de mí, nunca me dijo qué, tal vez que ganara mucho dinero y fuera muy famoso (convertirme en un jugador de fútbol o ajedrez, en un cantante popular, hubiera sido perfecto), y en tal caso, de algún modo sus predicciones pesimistas se cumplieron, pero es difícil que pudiera sentirse satisfecho de haberse salido con la suya, porque un buen padre se plantea otros objetivos más amables para sus hijos.
La maldición tiene como objeto programar mentalmente a la víctima, para que a pesar de estar en condiciones controlar su vida, termine aceptando el sistema (dañino) que ha dispuesto para ella otra persona. Quizás mi padre había oído palabras desalentadoras de mi abuelo, cuando lo convirtió en heredero del comercio que pertenecía a la familia desde hacía un par de generaciones. ¿Hubiera debido rechazar la dádiva? Legalmente le correspondía, pero también lo condenaba a aceptar una vida de responsabilidades y rutina, cuando él soñaba con rechazar los compromisos y prolongar la adolescencia, todo el tiempo que le fuera posible.
Mi padre no tuvo demasiadas opciones: a los veintisiete años aceptó reemplazar a su tío materno, José Félix Grigioni, presentarse ante el mundo como un comerciante más de una familia dedicada a esa actividad, casarse con una novia a la que conocía desde la adolescencia, engendrar los hijos que se esperaban de él, pero lo más probable es que todo esto fuera apreciado por él como una serie de frustraciones de su libertad personal. Él hubiera preferido continuar en las juergas de sus amigos del centro, no responsabilizarse de nada y depender de las decisiones de su padre, que lo maltrataba verbalmente (de creer la confesión que le hizo a mi mujer cuarenta años más tarde) pero al mismo tiempo le entregaba recursos considerables, por el solo hecho de haber nacido hombre.
Ese era él. Debió representar un rol que no se adecuaba a sus deseos y nunca dejó de hacerlo sentirse incómodo. A los catorce o quince años leí la Carta al Padre de Franz Kafka, un texto con el cual me identificaba, aunque no me ayudara a resolver mi conflicto, que no se expresaba directamente en mi casa, pero hubiera sido imposible ignorar. Nosotros nunca fuimos amigos, tal como él nunca lo fue de mi abuelo, a quien temía (de acuerdo a lo que también llegó a confesarle a mi mujer). Solo recuerdo un instante de comunicación explícita entre nosotros dos, su despedida, cuando yo tenía veintiocho años, la misma edad que el había tenido al casarse. Yo, en cambio, partía en un viaje a Europa. Mi padre me recomendó que tuviera mucho cuidado con las mujeres. Muy poco y demasiado tarde, para un adulto que había aprendido a valérselas por su cuenta.
El desencuentro con mi padre duró hasta el final de sus días, incluso cuando estuve en condiciones de ayudarlo a mantenerse, sin pedirle nada a cambio. Probablemente sintió alguna satisfacción al enterarse (a la distancia) de mis fracasos de todo tipo, que nunca le oculté, porque no había elaborado ninguna imagen mítica que debiera mantener. Tampoco intenté que participara de mis éxitos, para que pudiera mantener su confianza en el poder de su maldición. Desengañarlo, mejor dicho, ponerlo en situación de reconocer una verdad bastante más compleja, que no se ajustaba a sus deseos, hubiera sido agredirlo con una crueldad innecesaria.
El estreno de mis piezas teatrales ocurrió muy lejos de donde mi padre vivía, y por ese motivo no tuvo que presenciar aplausos que no le hubieran hecho demasiado bien. No pude evitar que viera alguno de mis documentales, durante una visita que hizo a Caracas, coincidente con la exhibición en televisión, pero no le pedí su opinión, ni tampoco insistimos en el tema.
Después de invitarlo a una de mis conferencias en Mar del Plata, quince años antes, me dijo que no le interesaba y consideré que era sincero y no debía insistir. Respecto de mis libros, ni siquiera intenté mostrárselos, para no ofenderlo con la evidencia de algo que solo hubiera significado una ostentación irritante para él. Tan temprano como cuando yo tenía dieciocho o diecinueve años, él se enteró por don Alejandro Maino que su hijo colaboraba con seudónimo en los semanarios de San Pedro, y se sintió ofendido. ¿Por qué había debido enterarse por un extraño? Más aún, ¿por qué había debido reconocer su desinformación ante uno de los hombres que más admiraba?
Mi abuelo se vio expulsado muy temprano de la tierra y las tradiciones de sus mayores, para favorecer a un hermano que no tenía otro mérito que el haber nacido antes que él. Esas eran las costumbres de Euzkadi, que desafiaban inclusive las leyes nuevas impuestas por la invasión napoleónica a España. Cuando mi abuelo se instaló en América, fundó otra tradición, que sin embargo repetía el viejo esquema. Las dos hijas que nacieron primero, no iban a estorbar su plan. Elvira hubiera dedicarse a la docencia y la música (como lo hizo). Matilde hubiera debido entrar en un convento (cosa que falló, por la estrategia de enfermarse).
Mi padre era el elegido para cumplir el rol de primogénito, y a pesar del miedo que mi abuelo infundía, se rebeló contra ese proyecto, sin ser capaz de armar nada nuevo y viviendo a sus expensas. Desde la adolescencia, yo no acepté la tradición de mi padre, y con el tiempo demostré que al no quedarme encerrado en los límites de una profesión o un país, aceptaba riesgos parecidos a los que había superado mi abuelo, en lugar de la dependencia penosa respecto de las generaciones que me precedían.

jueves, 7 de octubre de 2010

Imágenes de la enfermedad mental durante el siglo XX


Olivia de Havilland en The Snake Pit
En las paredes de mi casa paterna habían quedado colgadas pinturas de mi tía Matilde, producidas quince o veinte años antes, relucientes esmaltes sobre madera, que desafiaban la ofensa de las moscas y el desinterés de los moradores. Bastaba contemplarlas, comprendo ahora, para tener un resumen de la historia de mi tía, que después de su muerte utilicé como materia de mi primera pieza teatral, Hembra fatal de los mares del trópico. Ella había sido la hija mayor, por lo tanto la primera decepción sufrida por mi abuelo, que a los cincuenta años buscaba descendencia masculina que continuara por él la atención del comercio de la familia.
De acuerdo a la tradición respetada durante siglos en Euzkadi, ella hubiera debido dedicarse a la vida contemplativa en algún convento, para evitar que el patrimonio de la familia se dispersara entre demasiados hijos. Pero mi tía Matilde no era demasiado religiosa (teniendo la Catedral de Mar del Plata a 200 metros de distancia, prefería seguir el culto por televisión) y al mismo tiempo amaba el arte. Fue la única entre sus hermanos que logró eludir la férrea tutela de mi abuelo, que hacía y deshacía el destino de sus hijos (por lo general, con buen criterio, pero de todos modos sin consultarlos).
Él no la dejó casarse con su pretendiente de juventud, en San Pedro de los años ´20, un dependiente español de una tienda del centro. Imagino que en represalia, ella rechazó a continuación todos los candidatos que complacían a los suyos. Para conseguirlo, se refugió en una serie interminable de enfermedades reales o imaginarias que los médicos no conseguían controlar.
Mi tía quedó sin marido, sin oficio ni responsabilidades, excepto la de atender la recepción del hotel de mi abuelo en Mar del Plata, hasta que recuperó al pretendiente frustrado, que en el interin había conseguido forjarse una buena situación económica, y veinte años más tarde, se casó con él, más por rencor hacia sus parientes, que por estar convencida de necesitar el matrimonio. Pronto descubrió que habría de vivir el siguiente medio siglo sumida en un tenaz aburrimiento.
Cinco años después de la boda, durante las vacaciones escolares, me enviaron de visita a la casa de mi tía en Pergamino. Supongo que ella lo pidió, porque mi padre no se hubiera atrevido a enviarme sin contar con su aprobación. Mi tía no había tenido hijos y costaba imaginarla como madre, dados su modales bruscos y una meticulosidad insobornable en todos los aspectos de la vida cotidiana, que no hubieran tolerado el desorden que introduce la llegada de un bebé. Supongo que era capaz de sentir afecto, pero no de demostrarlo, como le sucedía a mi padre también.
Mi tía y yo nos entendíamos. Yo me sentía cómodo con esa mujer hosca, que no obstante apreciaba mis exploraciones en el campo del arte y no escondía su visión crítica respecto del resto de la familia. Sentirse vigilado y regañado por ella, no era desagradable para mí, que lo interpretaba como un signo de atención que no podía esperar de mi madre, a diferencia de lo que le sucedía a mi hermana Marta.
Jack Nicholson en One flew over the Cuckoo´s nest
Probablemente un año después de mi visita, tía Matilde sufrió una crisis nerviosa. Los detalles los ignoro. En mi familia no se nos participaba a los niños de conflictos propios de los adultos, y una vez que crecimos, tampoco se acostumbraba recordar sucesos penosos. No sé dónde llegué a deducir que hubo un intento de suicidio, después de un aborto natural que liquidó sus esperanzas de ser madre. Mi tía fue internada y se consideró necesario someterla a una terapia de shocks eléctricos. A partir de ese momento, ya no fue la misma. El daño que sufrió, la hizo sentirse más libre que antes. Era la víctima de un tratamiento experimental a todas luces cruel, que le había borrado parte de los recuerdos y la excusaba de obedecer los convencionalismos de la vida social. Tomando como excusa la debilidad de sus bronquios, ella se empeñó en regresar a Mar del Plata, donde vivían mi abuela y dos de sus hermanos. Durante el reparto de sus bienes que efectuó mi abuelo mucho antes de morir, a ella le correspondía una casa que fue la primera que él adquirió en el centro de Mar del Plata. Mi tía la refaccionó a su gusto y se instaló en ella, a 700 kilómetros de su marido, a quien recibía un fin de semana por mes.
Tratamiento anticonvulsivo
Por fin había logrado independizarse (primero del padre, luego del marido, incluso de la opinión de sus amigas casadas, que podían creerse autorizadas para aconsejarla o censurarla) pero la libertad que obtuvo tan tarde, a los cincuenta años, había perdido casi todo el sentido que pudo haber tenido para ella, veinte o treinta años antes.
Carecía de proyectos que escaparan de la órbita de acción tan limitada que se atribuía a las mujeres de mediados del siglo XX. Después de los electroshocks, tampoco contaba con las energías necesarias para hacer otra cosa que sobrevivir con sus enfermedades crónicas y manifestar en rezongos sus puntos de vista sobre casi todo el mundo.
Las pinturas de mi tía que habían quedado en mi casa paterna, no eran después de todo suyas, solo reproducían láminas de arte de revistas femeninas como Para Ti, con una prolijidad que denunciaba su falta de talento combinada con una disponibilidad abrumadora de tiempo libre. ¿Acaso le resultaba posible intentar algo más auténtico, a una mujer que había llegado a rebelarse contra el orden de la familia? La creatividad le estaba negada, tal vez por ella misma. La resignación a una imagen convencional de hija, esposa y madre, también. Murió (me cuentan) más sensata que aquellos que la motejaban como loca.

sábado, 2 de octubre de 2010

Marginaciones e integración: los discapacitados

Lenguaje gestual napolitano
Nacer con alguna discapacidad en la primera mitad del siglo XX, era quedar condenado a la categoría de vergüenza familiar, que se mostraba lo menos posible y daba lugar a todo tipo de especulaciones sobre la herencia genética del grupo. No eran pocos los que tenían un opa en la familia. Utilizar una palabra parecida, quedaba en evidencia el rechazo. Lo mismo hubiera ocurrido con un enano o un jorobado. Algo anormal ocurría en el interior de ese grupo humano, que aconsejaba distanciarse de ellos, o al menos no hablar del tema (como plantea el título del cuento de Julio Llinás y el filme de María Luisa Bemberg que lo adaptó), para no herirlos señalando algo que por obvio uno pasa por alto.
Casi daba lo mismo que la discapacidad fuera física o mental, porque de todos modos aislaba a quien la sufría y contagiaba a quienes se encontraban cerca. Una tía de mi madre, Rita R., había parido tres hijos. Dos eran atractivos e inteligentes. Se casaron, tuvieron hijos, trabajaban en oficios que les permitían sostenerse y nada parecía enturbiar sus vidas. El tercero, en cambio, era el tonto de la familia. Nunca aprendió a hablar y se expresaba mediante gestos desacompasados y quejidos. Siempre se lo veía en el jardín, junto a la puerta de la casa, impedido de salir a la calle y desesperado por comunicar quién sabe qué, a cualquiera que pasara por la vereda. Los niños le temían y los adultos lo saludaban con la mano, pero no se acercaban.
La tía Rita era una figura doliente, la viva imagen de la resignación. No recuerdo haberla oído quejarse de su situación. Solo esperaba morir después que su hijo discapacitado, para no dejarle esa carga a sus otros hijos y nueras. Alguna vez oí una explicación sobre las circunstancias que habían permitido la existencia del vociferante. Rita y s7u marido eran primos hermanos. Habían tenido que solicitar una dispensa eclesiástica para casarse. La consanguinidad de una pareja era un factor peligroso para su descendencia. Los hijos nacían a veces con problemas.
Algo parecido pasaba en la familia de mi abuela paterna. No nos gustaba visitarlos, porque allí estaba el primo Fito, que era un joven de edad imprecisa, muy delgado, más descolorido que rubio, extremadamente limpio, que se reía por cualquier cosa y nunca se separaba demasiado de su madre. Él hablaba con una vocecita nasal e indecisa, que no llegaba a terminar ninguna frase que comenzaba. Era afectuoso con los niños, quería tocarnos el hombro, una, dos, tres veces, sin el menor motivo o quizás para llamarnos la atención, aunque después no se le ocurriera nada. No debíamos permitirle que nos tocara, nos habían advertido los mayores, sin explicarnos el motivo.
Eran desconcertantes esos dos adultos (uno vociferante y el otro el de las risitas) que vivían como niños irresponsables, cometiendo pequeñas infracciones que nadie aparentaba notar, protegidos por sus padres, ni cuerdos ni locos, imposibles de clasificar.
A comienzos de los años ´50 conocí a los mellizos P., hijos del mecánico del barrio. Eran recién llegados, alegres y resultaban imposibles de ignorar. Se movían tan rápidos y sincronizados, que mareaban. Eran idénticos en la ropa, en el corte de pelo, aunque se diferenciaran en detalles que los padres advertían pero el resto del mundo no, andaban siempre juntos y habían nacido sordos.
Su padre los mandaba a un internado fuera de San Pedro, en el que estaban aprendiendo a hablar, con esas voces desentonadas que adquieren los sordos y una variedad tal de señas de las manos, que distraían. Algo había cambiado y no parecía necesario compadecerse de ellos, que hacían preguntas (aunque costara entenderles), a veces los dos al mismo tiempo y no se quedaban encerrados en su casa. La gente no se resignaba a las desgracias inexplicables. Trataba de superarlas. El padre de los mellizos andaba todo el tiempo con ellos, que circulaban por el taller mecánico, ayudando aquí o allá, dialogando todo el tiempo a su manera. A la distancia, advierto que envidiaba su libertad y la comunicación fluida que imperaba en la familia.