viernes, 11 de noviembre de 2011

Clásicos de mi juventud

Sala de Lectura de la Biblioteca Pública de San Pedro
En San Pedro, entre los diez y los trece años debo haber leído la mayor parte de los libros que, según se suponía entonces, debía conocer una persona culta. Demasiado pronto y muy a la rápida, me temo. Dos editoriales argentinas (Atlántida y Peuser) se habían encargado de decidir por mí qué debía leer, adelantándose a los reclamos del ramo Literatura de la secundaria, que se conformaban con suministrar una breve Antología de fragmentos de obras fundamentales al final de cada capítulo. Si uno leía esas tres o cuatro páginas, eso bastaba para enterarse de lo que estaba hablando y aprobaba la asignatura. Si pretendía algo más, tropezaba con el calendario de la asignatura, que planteaba otro tema.
Recuerdo haber encarado la lectura kamikaze de la monumental recopilación de Romances españoles de Menéndez y Pidal, que descubrí en la Biblioteca Rafael Obligado, solo porque intentaba encontrar el romance medieval más corto posible, que me permitiera superar una tarea escolar planteadas por Castellano, que consistía en la memorización de un poema completo. Dada mi tartamudez de entonces, cuanto más largo fuera el texto que iba recitar en público, mayor podía ser mi humillación. Para evitar ese obstáculo, leí decenas de romances, hasta localizar uno de menos de diez líneas, que me ofrecía pocos tropiezos (Mañanita de San Juan / Cayó un marinero al agua / etc.).
Mi padre compraba mensualmente Selecciones del Reader's Digest, y esa revista me acostumbró a la idea de que un libro extenso pudiera ser "condensado" sin que perdiera nada en el proceso. Probablemente Leoplán hacía lo mismo, sin confesar que fuera su política editorial. Cualquier abuso quedaba justificado por el proyecto de facilitar el acceso al texto literario de un "lector ocupado". Gracias a Selecciones y Leoplán, nunca me tomé el trabajo de leer una serie de libros que no me hubieran aportado mucho, pero también adquirí la convicción (errada) de que no era dañina esa modalidad de lectura que permite enterarse de todo y profundizar en nada.
Los "Clásicos de la Juventud" de Atlántida habían sido muy bien elegidos para introducir los textos fundamentales de la literatura europea, sin pagar derechos de autor. Eran volúmenes pequeños, de tapas duras, profusamente ilustrados, que impresionaban por sus características gráficas al lector infantil, mientras evitaban las enumeraciones fastidiosas de La Ilíada, convertían los versos de El Cid y los diálogos de Romeo y Julieta en fluida prosa, adecentaban La Celestina o El Decamerón, para adecuarlos a la perspectiva inocente que correspondía a sus jóvenes lectores. En otros casos, sintetizaban Fausto y lo despojaban de personajes y situaciones que demoraban la acción, ponían al alcance de todos textos redactados en una lengua arcaica, como sucedía con el español de El Quijote o Amadís de Gaula.

Colección Austral
La biblioteca de Peuser tenía como destinatarios explícitos a los adolescentes. Los volúmenes amarillos eran grandes y no advertían que los textos hubieran sido recortados. Eran más extensos que los de Atlántida y abarcaban un área menos restringida de lo que el joven lector debía conocer. Incluía novelas de Charles Dickens, Julio Verne, Walter Scout, Juana Spyri o Edmundo D'Amicis. Ahora sé que no hubiera perdido mucho, dejando de leer varios de ellos, pero lo fundamental era el impulso de explorar la Literatura por mi cuenta y riesgo, perdiendo el tiempo en más de un texto mediocre, pero también atreviéndome a disfrutar otro que nadie me había recomendado.
Solo tengo un reparo sobre estas primeras lecturas que debían mostrarme una cultura sobre la cual se fundamentaría mi desempeño futuro como escritor, el resto de mi vida: impidieron que me contactara con los textos auténticos.
No digo que un chico pueda encarar por sí mismo el laberinto de La Odisea, pero lo ideal hubiera sido que fuera capaz de reconocer las enormes dificultades que entraña, para avanzar o retroceder según mi capacidad de entonces, utilizando el tiempo que me hiciera haga falta. Si alguien no lee completo un texto difícil que lo desafía con toda su complejidad, no importa demasiado, porque probablemente ha perdido el temor a explorar una obra que le ofrece una pluralidad de alternativas y habrá de acompañarlo hasta el día de su muerte.

James Joyce
El día que decidí leer el Ulises de James Joyce, a los quince años, por curiosidad, porque lo había visto mencionado en el Suplemento Literario de La Nación de los domingos y porque lo encontré en el fichero de la Biblioteca Rafael Obligado, fue una de esas grandes fechas que uno atesora. ¡Qué muralla intimidante de inventiva lingüística y exigencias culturales que me superaban! Era lo mismo que aprender a nadar en el océano. Uno lo conseguía o se ahogaba. Sucedió durante las vacaciones y debo haber empleado por lo menos un mes para llegar al final del monólogo de Molly Bloom.
El consejo que daba T.S.Eliot para quienes pretendan adentrarse en el conocimiento de la lengua italiana, era ponerse a leer La Divina Comedia. Recomendación nada fácil de seguir, probablemente, pero ¿qué mejor introducción que una obra literaria donde esa lengua resplandece? Cuando finalmente me decidí a estudiar griego, no hace mucho, mi profesora comenzó por darnos a traducir fragmentos de los filósofos presocráticos. Después venía el texto completo de Medea. Hubiera sido estupendo tener la disponibilidad mental de los catorce años y no los compromisos de los sesenta y cinco en ese momento.

Franz Kafka

A eso de los quince años, decidí convertirme en mi propia guía de formación literaria. No estaba dispuesto a profundizar en los clásicos. ¿Para qué, si ya conocía los resúmenes de Atlántida y Peuser? Por eso me dediqué a los autores contemporáneos. Tenía que leer pronto la totalidad de la obra de Kafka y gran parte de la obra de Faulkner, y pronto la dramaturgia de O'Neill, Ionesco y Beckett. Un autor llevaba a otro de antes o después, miembro de la misma escuela o su opuesto. Las solapas de un libro suministraban datos que reclamaban la lectura de otros libros. Los artículos del suplemento dominical de La Nación ofrecían pistas.
Es el riesgo de los autodidactas: se guían por el apetito cambiante y en ocasiones motivador, no por un programa confiable. Eso les otorga (nos otorga, porque soy un ejemplo de ese tipo de formación) una pasión mayor que la esperable en un estudiante de la materia, pero también lamentables huecos, dispersiones de todo tipo, pérdidas de tiempo.
Escrito lo anterior, recuerdo lo sucedido a una sobrina de mi mujer, una joven que estudió Literatura Inglesa en la Universidad Católica y salió conociendo exclusivamente a los pocos (y en algunos casos excelentes) escritores católicos de esa lengua, por igual Chesterton, Waugh y Greene, que C.S.Lewis y Tolkien. Era una visión sesgada, que excluía una serie significativa de autores protestantes o ateos y no obstante contaba con el respaldo de una prestigiosa institución educativa.
Mis Clásicos incluyen lagunas del tamaño de océanos, que probablemente no habré de superar en lo que me queda de vida, como los grandes novelistas rusos del siglo XIX o el teatro clásico francés, pero así es toda Cultura: insuficiente y sin embargo uno se las compone para vivir y trabajar con ella.

martes, 4 de octubre de 2011

Animales domésticos (o no) de la infancia


A mediados del siglo XX, en la casa de mi familia estábamos rodeados por animales domésticos. Había gallinas de todos los colores, que nos daban huevos y mi madre se resistía a matar (lo mismo fuera retorciéndoles el cogote o decapitándolas con el hacha). Teníamos gatos que mantenían a raya a los temidos ratones. Un perro atado ladraba a cualquier extraño que se hubiera aventurado por su territorio (el nuestro). En el corral, un par de caballos que arrastraban los carruajes en los que mi tío Miguel visitaba a los clientes del almacén dispersos por el campo de San Pedro y Santa Lucía, dos veces por semana.
Entre los animales invasores, había moscas pertinaces, mosquitos que llegaban de la laguna apenas caída la tarde y espantábamos encendiendo espirales de piretro. Había avispas muy temidas que se aposentaban al abrigo de una cornisa y palomas torcazas que tampoco aportaban nada y escondían sus nidos en lo alto de un rosal leñoso, enredado en la base del tanque de agua. En ciertas épocas llegaban las dañinas langostas que devoraban las cosechas y los niños, instigados por las maestras de escuela, recogíamos en bolsas de arpillera que luego se quemábamos. El mismo trato se le dedicaba a los bicho canastos.
La observación y atención de los animales domésticos era una de las actividades más instructivas para los niños. Nos mandaban a buscar huevos, teníamos que alimentar con maíz a las gallinas, preparábamos afrecho húmedo para los patos, alcanzábamos los restos del almuerzo al perro, acariciábamos el lomo de los gatos, pasábamos una rasqueta metálica por el costado de los caballos, poníamos queso en las trampas de los ratones. Veíamos el comportamiento sexual de estos animales, tan frecuente y previsible que no llamaba demasiado la atención. El gallo pisaba rápidamente a una gallina y pasa a otra cosa, los gatos mordían el cuello de las gatas, después de haber maullado durante horas, los caballos copulaban ostentosamente en medio del corral, una vez al año, mientras el perro, que vivía en obligado celibato, se higienizaba con la lengua los genitales de aspecto cambiante.
No debíamos mirar. Los adultos intentaban distraernos (retarnos hubiera sido peor) cuando nos descubrían recibiendo evidencias tan claras del comportamiento reproductivo animal, cuando la información que nos daban en el hogar o en la escuela sobre la sexualidad humana, era ninguna. Los animales nos instruían sin necesidad de palabras, mientras los seres humanos continuaban encargando los niños a París o aguardaban la llegada de la cigüeña.
Al repertorio de los animales domésticos se sumaban los depredadores visitantes, comenzando por los ratones que alcanzaban gran tamaño y se escondían en sus madrigueras o circulaban por el cielo raso de las habitaciones, en medio de la noche. También estaban las comadrejas que muy de vez en cuando llegaban tras los huevos de las gallinas, los halcones que volaban muy alto pero podían descender para robarse un pollito, las pequeñas lagartijas verdosas tal vez no hicieran mal a nadie, pero de todos modos gozaban de mala fama y debíamos perseguir, los caranchos que sobrevolaban las islas del Paraná.
Había sapos, inofensivos pero de aspecto desagradable, que en verano llegaban de quién sabe dónde, atraídos por las luces de la casa, tal vez desde la gran zanja recolectora del agua de lluvia de calle Litoral. Ellos permanecían quietos y de pronto avanzaban a saltos. Los adultos los espantaban con una escoba, nos decían que eran capaces de comer las brasas o los cigarrillos encendidos que algunos malintencionados les arrojaban, para verlos echar humo y reventar a continuación. Pobres sapos, que a veces eran arrojados a los pozos de agua, para que la purificaran al comerse las larvas de insectos; su fealdad nos alentaba a asustarlos, pero nunca se nos hubiera ocurrido matarlos.
En la casa de nuestros vecinos, los Boccardo, había una cigüeña a la que nunca vi volar, porque le cortaban las plumas de las alas. Tenían también un teru teru (Vanellus Chilensis) pájaro estridente, cuyo plumaje gris y negro lo camuflaba entre las flores del jardín. Nadie me dijo que controlaba las plagas del jardín y avisaba la presencia de extraños. Los animales domésticos eran vistos como parte de la familia, que no hacía falta justificar.
Uno de los vecinos de mis primos Gaido, tenía un palomar que me asombraba. Era una construcción instalada en la terraza, provista de habitáculos ordenados, como no me había tocado ver nunca. El dueño de casa y sus dos hijos pasaban mucho tiempo limpiando el palomar y curando a las palomas. Durante los fines de semana, sus aves competían con las de otros criadores de la Asociación Colombófila, identificadas por los anillos en sus patas. ¿Cómo podían recorrer cientos de kilómetros y regresar al nido? Los animales domésticos estaban cerca, pero de todos modos se reservaban complejidades, enigmas que nos obligaban a respetarlos.
Nuestras gallinas, menos heroicas, dormían protegidas por dos grandes matas de laurel y recorrían todo el barrio. Durante la época en que mi abuelo construyó y mantuvo la casa, debieron estar encerradas en un gallinero rodeado por una cerca de alambre de tres metros de alto. Durante mi infancia, la puerta del gallinero y el sitio donde las gallinas hubieran debido dormir, habían desaparecido, nunca supe por qué, puesto que la totalidad de las casas vecinas tenía pequeños gallineros bien ordenados. Nuestras gallinas más curiosas se acercaban a la casa, pero no entraban en las habitaciones. Otras salían a la calle, pasando por debajo del gran portón de madera y cinc, para dedicarse a recorrer el barrio en busca de piedritas o gusanos. La imagen de esas gallinas callejeras, que nadie robaba, ni terminaban víctimas del tránsito, define un mundo que hace tiempo dejó de existir y ahora cuesta imaginar.
Mis tíos Bovio faenaban de vez en cuando un cerdo que habían criado en un rincón del gallinero de su casa y los niños asistíamos al espectáculo del trabajo de todos los parientes, creo que sin el menor susto de nuestra parte. Era formidable ver a la familia convocada para realizar una serie abrumadora de tareas tan especializadas, que iban desde el sacrificio del animal, del que se recogía la sangre para fabricar morcillas, hasta el aprovechamiento de cada una de sus partes: las tripas se usaban para envasar la carne de los chorizos, condimentada con pimentón, los jamones se curaban con sal gruesa y humo, la panceta se salaba, las orejas, hocicos y otras partes blandas de la cabeza se preparaban como gelatinoso queso de chancho, las patitas se hervían con porotos o garbanzos, etc.
Los adultos de mi infancia lo habían aprendido de sus padres, los hombres y las mujeres por igual, y nos lo transmitían a los niños, mediante el ejemplo, sin recurrir a explicaciones. Esa comunicación de los adultos y entre distintas generaciones, en torno a algo tan fundamental como la comida, se ha interrumpido.
El fin de semana que duraba la celebración, la mesa de la cocina permanecía en medio del patio para facilitar el trabajo, una gran olla de hierro negro hervía las viandas que iban a alimentar a toda la familia, mis parientes dialogaban durante el trabajo, contaban historias, bebían vino tinto, revelaban que eran efectivamente un equipo, donde cada uno contaba con los otros.

sábado, 1 de octubre de 2011

De Juvenilia al bullying del siglo XXI


Los adolescentes de Juvenilia, en la segunda mitad del siglo XIX, eran poco convencionales, pero fáciles de controlar. Provenían de los sectores más adinerados de la sociedad. Admiraban el conocimiento de algunos adultos que eran sus profesores, mientras criticaban la estrechez de criterio de otros. Sus mayores desafíos a la autoridad eran fumar cigarrillos y escapar por las noches del recinto del colegio en el que se los concentraba. Sus gestos de rebeldía parecen justificados y contribuyen a unirlos contra los adversarios comunes, que son la estupidez y el dogmatismo.
En esta segunda década del siglo XXI, el portal You Tube se ha convertido en la tribuna privilegiada para aquellos que cometen abusos contra sus iguales, con el auxilio de otros miembros del grupo al que todos ellos pertenecen, haciendo víctimas a individuos que por algún motivo se encuentran desprotegidos o no pueden responderles.
El abuso en el interior de respetables instituciones educacionales, gracias a la relativa protección o la ignorancia que ofrecen las jerarquías, dista de ser una situación nueva. Los colegios ingleses más prestigiosos fueron el territorio tradicional de esos maltratos. Los chicos se golpean y humillan desde hace siglos como parte de rituales de iniciación.
En la actualidad se habla del tema, los órganos de prensa lo recogen como noticia, la evocación de lo sucedido ocupa varios minutos de los noticieros, donde testigos o víctimas conmovidas evocan el bullying, el tema preocupa a los parlamentarios que plantean leyes antidiscriminatorias, en contraste con la relativa impunidad que eso disfrutó en el pasado. Cuesta decidir si antes había menos violencia que en la actualidad, o si se miraba en otra dirección cuando ocurrían atentados de todo tipo, mientras no pusieran en riesgo la propiedad ajena.
Ahora el abuso puede ser registrado por las cámaras de video instaladas en los teléfonos celulares que todo el mundo posee y permiten elevar las imágenes a Internet, para aumentar (inmortalizar) la humillación de la experiencia. Antes el abuso quedaba guardado en la memoria de las víctimas y un reducido número de testigos, hasta que se olvidaba o confundía con otras anécdotas del mismo tipo. En la actualidad, la prueba de lo sucedido circula por el hiperespacio y llega a millones de espectadores que se horrorizan o disfrutan el espectáculo.
Desde muy temprano, los estudiantes se golpean, se patean, se escupen, se insultan, son despojados de sus pertenencias, son sometidos a vejámenes variados y todo eso queda publicado, como si se tratara de una hazaña del agresor y sus cómplices, digna de ser imitada y también destinada a amenazar e inmovilizar cualquier reacción del colectivo.
Uno de los recuerdos más enigmáticos de mi infancia, es un encuentro con dos compañeros de escuela primaria que tenían apellidos comenzados por P. y me amenazaron con golpearme cuando los encontré en la calle, montados en bicicletas, no muy lejos de mi casa. No me parece que hayan concretado su amenaza, ni por qué lo hacían. Uno de los matones había sido hasta entonces un amigo y compañero de curso, a quien solía visitar en su casa para consultar las tareas escolares.
Di por sentado que el otro lo controlaba y lo había obligado a cambiar su actitud. El líder era el chico lindo del colegio, que llegaba por Tres de Febrero, desde el centro de San Pedro a nuestra Escuela Nº 2 ubicada en una calle de tierra. Lo recuerdo petulante, con su anticuada corbata de moño azul con pintas blancas, como los chicos de las ilustraciones de Vida Espiritual, una serie de libritos de Constancio C. Vigil que aparecían anunciados en Billiken y yo quería poseer, entre los siete y ocho años.
Nunca le conté el encuentro a mi familia y la situación tampoco se repitió, pero puso fin a mi relación con quien había considerado mi amigo. ¿Por qué dos chicos amenazaban a un tercero? Imagino que para sellar un pacto entre los agresores y definir el poder de ambos sobre el más débil (de paso, también para fijar el status privilegiado del líder sobre el seguidor).
Durante mi paso por la secundaria, utilicé una bicicleta para atravesar la ciudad y llegar desde mi casa en Libertad y Chivilcoy, al edificio del Colegio Nacional o el Estadio Nacional, los días que nos tocaba Educación Física. Éramos decenas de estudiantes, pero solo dos empleábamos bicicletas en el turno de la tarde, una chica de apellido Roselló (si la memoria no me engaña) y yo. Las dejábamos estacionadas a ambos lados de la escalera que sube a la sala de actos y la Biblioteca.
Con frecuencia encontraba los neumáticos desinflados. Llevar todos los días un inflador con mis libros y cuadernos era una de las alternativas. La otra, caminar con la bicicleta desinflada tres cuadras, a la hora de salida, hasta llegar a un bicicletería en la calle del cine Palma, donde me permitían inflar gratis los neumáticos, cada vez que sufría el percance. Yo era el extraño. Vivía fuera del centro de la ciudad, me pasaba la vida leyendo, era tartamudo y tenía uno de los mejores promedios a pesar de mi handicap comunicacional. Si me molestaban, aunque los descubrieran, ¿qué les pasaría?
El hostigamiento duró años. Nunca se me ocurrió pensar que fueran estudiantes que me conocían, compañeros de curso que por cualquier motivo se hubieran planteado perjudicarme. Nunca denuncié la situación a las autoridades del Colegio. Probablemente no lo haya mencionado tampoco a mi familia. Era algo que podía pasar y efectivamente pasaba, como la lluvia en invierno, que me obligaba a conducir la bicicleta con más prudencia, para no quedar empapado de la cabeza a los pies, en los charcos de la avenida Sarmiento. No tenía cómo evitar el bullying y por eso no le otorgaba importancia.
Hubiera podido ser peor: que me cortaran los frenos o que la bicicleta desapareciera, porque al salir, todos los estudiantes estábamos vestidos iguales y nos movíamos en la misma dirección. Que no sucediera, me indica que se trataba de un juego del que se podía hacer víctima a alguien que se revelaba vulnerable, por el hecho de estar en minoría y no tener control sobre sus pertenencias.
Comparado con los crueles rituales de Oxford o Eton, nada de lo que viví resulta digno de atención. Nunca vi azotes, servidumbres sexuales, cobros de peajes o bandas de mayores que se impusieran a los menores, solo porque en el pasado ellos hubieran tenido que tolerar el mismo juego, en esos lugares ideales para el abuso entre pares que eran los baños del colegio durante los recreos o el vestuario del Estadio Municipal, antes o después de las clases de Educación Física. De acuerdo a mi experiencia, los escolares nos respetábamos, a pesar de que la vigilancia de los adultos no se hiciera sentir demasiado.
¿En qué contexto no institucional, privado, quizás de enemistad personal, adquiría sentido un gesto poco amistoso como la rutina de desinflar mi bicicleta? Estábamos al borde de un quiebre cultural. Durante los ´50 se establecieron los mitos de los enfrentamientos generacional que continúan vigentes medio siglo más tarde. Los jóvenes pasaron a ser considerados rebeldes con aspiraciones comunes, enfrentados a los adultos.
Las anécdotas del Colegio Nacional de Buenos Aires evocadas por Miguel Cané en Juvenilia, eran todas amables, aunque no siempre respetuosas de una disciplina escolar que ya por entonces resultaba anacrónica. Se trataba de una visión edulcorada, mentirosa, del comportamiento juvenil, que casi un siglo más tarde los escolares continuábamos consumiendo por obra y gracia de los programas de estudio. Una generación más tarde, con la dictadura militar, esa visión trivial se derrumbó. Los escolares se habían politizado, no eran solo rebeldes sin causa y podían ser reprimidos por el Estado, con tanta ferocidad como se reprimía a los adultos.
Escapar de esa atmósfera cruel, después de recuperar la democracia, no es una tarea fácil. Hoy la juventud es vista con evidente desconfianza. Los chicos roban las pertenencias de sus compañeros, consumen y distribuyen drogas, portan armas y no dudan en usarlas contra sus iguales o contra los docentes. La solidaridad y el respeto de la autoridad son cosa del pasado. Los adultos que se encuentran en los colegios no son menos temibles: hay docentes o preceptores que abusan de sus estudiantes, registran y difunden sus imágenes obscenas, distribuyen drogas. La crónica periodística brinda historias horribles que complementan al bullying y dan cuenta de una atmósfera penosa, donde el aprendizaje queda relegado a las relaciones de poder.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

La fe de los niños

Nuestra Señora del Socorro, San Pedro
A los ocho años me tocó el turno de estudiar el Catecismo, como era inevitable entre la gente que conocía en mi barrio, a mediados del siglo XX. Mis padres no estaban casados por la iglesia, ni tampoco asistían a misa. De acuerdo a las historias que contaban mis tías maternas, ellos habían debido ocultar su situación para que el párroco me bautizara. Mis padres no rezaban, ni tenían imágenes religiosas en la casa (apenas logro recordar una rama de olivo seca, enredada en lo que tal vez fuera un crucifijo de bronce, sobre la cama), a pesar de que en algunas oportunidades mi madre y sus hermanas participaban en las procesiones de San Roque y nos llevaban con ellas, o nos incorporábamos a una peregrinacion al santuario de Luján, con una veintena de vecinos.
En una ciudad pequeña de provincia, una iglesia era más que suficiente para encargarse del culto católico. La ermita de San Roque, construida en 1906, se encontraba marginada respecto del centro urbano y estaba dedicada a un santo que en la actualidad no goza de mucho reconocimiento, pero fue inmensamente popular durante la Edad Media, como comprendí veintitantos años más tarde en Praga, al verlo instalado en la fachada de una de las construcciones del rey Karel IV de Bohemia. San Roque era el protector contra la peste.
De acuerdo a la Leyenda Dorada, mientras curaba en Roma a las víctimas de la peste, con solo hacerles la señal de la cruz, había sufrido el contagio, situación que lo hizo retirarse al bosque, donde un perro lo alimentó con panes que le quitaba a sus amos, mientras duró la enfermedad. Según otra versión, un perro le había arrancado los testículos y así se lo representaba en Praga, con el animal que sostenía una forma indeterminada entre sus dientes.
San Roque
En San Pedro, a mediados de agosto, San Roque era llevado en procesión hasta la iglesia parroquial, donde (según se nos contaba a los niños) pasaba la noche con la Virgen, para volver al día siguiente a su refugio suburbano. La idea del santo acompañante de Nuestra Señora del Socorro era extraña, porque sugería un estado de indefensión y soledad nocturna de la Virgen durante el resto del año.
Las monjas nos mandaron a leer la historia muy linda de María Goretti, una niña mártir por defender la castidad. La monja no quiso explicarnos lo de la castidad, porque era muy difícil. (Patricia Undurraga: Cuando yo era chica)
Ocho años era una buena edad para tomar la primera comunión, porque en ese momento un niño era capaz leer sin dificultades y sobre todo entender lo que leía, a pesar de que el aprendizaje del Catecismo se hacía de acuerdo a una modalidad que permanecía vigente desde el Medioevo. El catequista (Arturo Cueste, sacerdote que acababa de hacerse cargo de la parroquia de Nuestra Señora del Socorro, donde permaneció por más de tres décadas) nos convocaba por las tardes, los niños nos ubicábamos en un lado del templo, las niñas en el otro, el cura leía las preguntas en orden, y uno debía reproducir exactamente las respuestas que había memorizado.
Estampita de mediados del siglo XX
Vivíamos a unas treinta cuadras de la iglesia. Yo recorría a pie la distancia, contando las baldosas flojas que encontraba en el camino. Si llegaba a seis baldosas firmes seguidas, iba a tener suerte cuando me llamaran para demostrar mi aprendizaje. En una de esas tardes de primavera oí las campanas que celebraban el fin de la Segunda Guerra Mundial (tardé en relacionar ese júbilo con la explosión de bombas atómicas sobre Nagasaki e Hiroshima).
El día de mi primera comunión, que debió ser el día de la Inmaculada Concepción, no lo recuerdo. Solo tengo presente la foto que me tomaron días más tarde en el Estudio Bennazar, donde aparezco delgadísimo y de rodillas, delante de un fondo pintado que representa el interior de una capilla gótica envuelta en niebla, con un traje oscuro de pantalón corto, un brazalete de seda blanca en el brazo y las manos unidas, con el devocionario dotado de cerradura de lata dorada que me habían comprado para la ocasión.
Recuerdo el espeso chocolate que nos sirvieron en el patio de la casa parroquial, probablemente con obleas dulces, para quebrar el ayuno después de la misa. La iglesia era un lugar de sensaciones inhabituales, desde el mareante perfume del incienso, hasta las azucenas que ofrendaban a la Virgen, la música del armonio, la liturgia en latín, el sabor de las hostias que debían disolverse en el paladar, en lugar de fragmentarla con los dientes, el de los redondos pancitos de san José que se repartían en su fecha.
Pasada la primera comunión, la fe que experimentaba se debió esfumar poco a poco, porque a los doce años ya no iba nunca a misa, y a los quince o dieciséis, en un verano en que leí el Ulises de James Joyce, no recuerdo a cuenta de qué, hice una apuesta privada, similar a la de Blas Pascal, sobre la posibilidad de creer o no creer, solo que con resultado opuesto al del filósofo. ¿Qué psaría si dejaba de creer? No iba a convertirme en furioso anticlerical, como me tocó ver a tantos conocidos que proclamaban la muerte de Dios, pero comencé a interesarme en el budismo.
Me quedé sin fe desde entonces, a pesar de lo cual conservé la ética cristiana (una más congruente con el calvinismo que con el catolicismo, debo confesar). En momentos de crisis, un par de veces, me he reconfortado con la oración atribuida a san Francisco de Asis, pero no sería capaz de suscribir ninguna de las afirmaciones del Credo.

martes, 9 de agosto de 2011

Fertilidad de las familias


Mi mujer y yo no hemos tenido hijos. Durante más de cuarenta años de matrimonio nos desplazamos demasiado, de un país al otro, por motivos algunas veces laborales y otras políticos, sentimentales también, dificultando cualquier intento de adoptar legalmente. Llegamos demasiado maduros a la época en que se desarrollaron las técnicas confiables de fertilización asistida. Cuando lo intentamos, a comienzos de los ´70, no existían los conocimientos que hoy se disponen y (sobre todo) los tiempos estaban demasiado revueltos en todo el continente, para pensar en el tema. Luego, por nuestra edad, los hijos hubieran sido más bien nietos que no hubiéramos sido capaces de atender. Conozco, entonces, los ventajas (y no pocas limitaciones) de vivir en pareja, encarando los conflictos que dan entre dos adultos, sin las interferencias y puentes que plantea una familia.
Desde chico, la imagen de mis tíos Rosa y Eduardo me acompañó, como la demostración palpable de una pareja que a pesar de sus eternas discusiones, que la familia no tomaba en serio, se amaban más que mis propios padres. A pesar de carecer de hijos, ellos dedicaban un afecto sin límites a todos los sobrinos de la familia, aunque no siempre eran retribuidos del mismo modo. Ser estéril por una causa u otra, de acuerdo a la opinión generalizada, no era una situación digna de respeto, por la limitación generalmente involuntaria que la fundamentaba, sino una discapacidad que salía a relucir cada vez que se pretendía ofender a quien la sufría.
Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir habían decidido no tener hijos ni compartir el mismo techo, pero ese modelo de independencia parecía tan lejano de la imaginación de la mayoría, que resultaba imposible de conectar con la realidad de un país que se pretendía culto y moderno, pero no tardaba en revelarse anticuado en la moralidad. Había que reproducirse, más que disfrutar del sexo. Para la mentalidad tradicional cristiana, que viene desde las epístolas de los santos Pablo y Pedro, solo lo primero justificaba lo segundo.
Mi padre fue el primer hijo hombre de una (desigual) pareja de inmigrantes, nacido después de las dos hermanas mayores y antes que su hermano menor. Sospecho que para mi abuelo, las dos mujeres no figuraban en sus planes de continuidad personal, como comerciante en la periferia de San Pedro. Eran una molestia, cuando necesitaba hijos varones. Aunque mi abuelo se preocupó de asegurar a las dos hijas una educación y no les escamoteó su parte en el patrimonio familiar, repartido varios años antes de su muerte, supongo que esperaba librarse de ellas lo antes posible, mediante un par de buenos matrimonios. Los dos hombres, en cambio, debían ocuparse de los negocios familiares, puesto que en la adolescencia habían demostrado tan escasa disposición para convertirse en los profesionales que el jefe de la familia deseaba.
Vistos a la distancia, los planes de mi abuelo paterno eran racionales y solo tuvieron una falla: la mayor parte de sus hijos se dedicaron a contrariarlo (mi padre hasta mediados de sus veinte años, mi tía Matilde el resto de su vida).
Mi madre era una de las hijas mayores de un grupo de diez hermanos, nacidos en los aledaños de San Pedro, donde para gente de las chacras, tener muchos hijos era la manera de asegurar la subsistencia de una familia, mediante el trabajo no remunerado de todos. Ese esquema tradicional, todavía vigente a comienzos del siglo XX, se mantuvo en otros países del continente hasta dos generaciones más. Cuando pasé por Chile y Venezuela, descubrí familias enormes, como la de mi madre, hijos que habían sido engendrados regularmente, mientras se prolongaba la etapa fértil de las mujeres, como evidencia de la solidez de unión establecida ante la Iglesia Católica o de hecho.
Una familia numerosa, tanto legal como ilegal, era la demostración fehaciente de la potencia sexual del padre y la dedicación de la madre al universo hogareño. Gran parte de la autoridad del hombre surgía de su destreza para preñar mujeres dentro y fuera del matrimonio. El valor de las mujeres casadas, dependía por entonces de su fertilidad. Cuanto mayor fuera el número de hijos que trajera al mundo, mejor la consideraban sus parientes y amigos. No tenerlos, como se presenta en Yerma de García Lorca, era considerado por muchos la señal de una maldición.
En Chile y Venezuela era habitual que un hombre tuviera una familia legal y otra al margen, las dos tan extensas como sus parejas lo permitieran. Las leyes favorecían ese doble estándar, al negar cualquier derecho a herencia a quienes tuvieran la desgracia de haber nacido fuera del matrimonio. En ciertos casos, el reconocimiento de los hijos “naturales” se encontraba obstaculizado expresamente.
En la Argentina que conocí al crecer, los hijos solían nacer dentro del matrimonio. Con cierta frecuencia, la gente se casaba precisamente para que los hijos ya concebidos nacieran de una pareja legalmente constituida. La gente podía reírse de las novias embarazadas, pero el hecho de que esa fuera una causal de matrimonio indica que la institución estaba bien considerada (una situación que parece haber cambiado de manera ostensible en la actualidad).
A mediados del siglo XX, advierto ahora, las familias de mi barrio tenían muy pocos hijos. Uno o dos era lo más frecuente. Los métodos anticonceptivos habían logrado una difusión mayor y la gente los utilizaba sin problemas de conciencia. Una de las amigas de mi mujer, muchos años más tarde, decía que ella, ferviente católica, le agradecía a Dios haber permitido la existencia de anticonceptivos que otorgaban mayor alegría a la vida de una pareja.
Los preservativos se vendían en unos expendedores automáticos de colores brillantes que uno encontraba en los baños de hombres de los bares y estaciones de servicio (supongo que también en las farmacias, pero me pregunto quién era el valiente que se atrevía a dar la cara en esos locales de una ciudad pequeña, donde todo el mundo se conocía).
Me tocó pasar por la revolución de la píldora anticonceptiva cuando me convertí en adulto. Formidable coincidencia, que en su momento no aprecié como tal, porque uno vive más de un cambio histórico sin entender muy bien lo que está pasando. De pronto, las mujeres que desde siempre habían debido defenderse de los avances de los hombres para no quedar embarazadas, se encontraban en condiciones de tomar la iniciativa en materia sexual y dejar de lado la visión de la maternidad como el castigo que esperaba a quienes aceptaran el sexo fuera del matrimonio. Ellas habían sido hasta entonces las elegidas o discriminadas, mientras que el futuro de la píldora les ofrecía el poder de elegir a los padres de su descendencia, chequeando a cuántos hombres estimaran necesarios, hasta localizar al más adecuado, o dejar de lado la maternidad hasta que lo creyeran oportuno.
Disfrute sexual y fertilidad quedaron desvinculados, tanto para los hombres como para las mujeres. Comenzó a ser bien visto que uno lo pasara bien durante las actividades sexuales y no tuviera que preocuparse por la fertilidad. En la actualidad, tras un cuarto de siglo de convivir con el VIH, cuesta recuperar el optimismo sexual de aquellos años ´60. La liberación de entonces ha tenido una resaca prolongada, pero al mismo tiempo, la noción de una fertilidad obligatoria desapareció del horizonte. Desde la Economía a la Ecología, nada alienta a reproducirse de manera indiscriminada.

jueves, 9 de junio de 2011

El depredador en su coto de caza

Lewis Carroll y Alice Liddel
Usaba un bigotito cortado al estilo de los actores de Hollywood, Ronald Colman o Errol Flynn, una prolija línea sobre el labio superior, que debía costarle mucho trabajo mantener. Vestía siempre traje y corbata. Controlaba sus palabras y las risitas con las que planteaba su máscara de trivialidad. Mantenía el brillo de los zapatos impecable. Entró en una familia donde había media docena de niñas de diversas edades, hijas de los hermanos de su mujer. Pudo tratarse de una coincidencia, pero una vez que la detectó, el hombre no iba a desaprovecharla.
Esas niñas se convirtieron en el centro de sus sueños, en las receptoras de sus regalos de adornos para el pelo y ropas a la moda, en sus invitadas para ir al cine, a ver películas autorizadas para menores, durante las funciones de la tarde, cuando las madres se las entregaban, felices de que el tío maduro fuera tan atento que les ofreciera helados antes de la proyección y luego bombones de licor, envueltos en papel metálico, que sus dedos liberaban de la cobertura, para depositarlos directamente en la boca de la agraciada. Con cuidado, sin morder el chocolate, les advertía, porque el licor podía derramarse y manchar la ropa. En caso de que se emborracharan, él las cargaría en brazos hasta llegar a su casa.
Un caballero tan atento solo podía ser visto con un poco de pena por las mujeres adultas de la familia. ¡Ah, si ellas hubieran tenido hermanos o maridos o hijos como él, tan considerado con las damas, incluyendo a las niñas, probablemente porque su mujer no le había podido darle hijos y se permitía maltratarlo verbalmente, delante de testigos, cuando el malhumor la dominaba!
Con frecuencia, las niñas no tenían ganas de ir al cine con el tío, a pesar de que pasaban películas de Walt Disney o Marcelino, Pan y Vino, y las madres las obligaban. ¿Cómo podían ser tan desconsideradas, cuando el tío se tomaba la molestia de invitarlas? Nadie iba al cine solo. Hacerlo era confesar una carencia humillante de compañía. Por algo la gente vestía sus mejores ropas, se peinaba y perfumaba, aunque luego pasaran tres horas sentados en la penumbra, sin hablar con sus vecinos.
Durante las proyecciones dobles, el hombre toqueteaba a su sobrina de turno. Pasaba el brazo sobre el respaldo del asiento, o tropezaba por casualidad con una mano o el muslo, se apoyaba. Jamás nada que pudiera ser denunciado luego. Para los desbordes, estaban las empleaditas más jóvenes de su comercio, que solían ser reemplazadas al cabo de pocos meses, porque se volvían demasiado exigentes, adoptaban poses de dueñas del lugar y él se veía obligado a sustituirlas.
Fragmentos de la biografía de este personaje me fueron llegando muchos años más tarde, cuando sus víctimas eran adultas y podían contar con cierta distancia y burla, todavía mezcladas con vergüenza, sus desmanes. Les había ensombrecido la niñez y el comienzo de la adolescencia con sus toques tal vez más íntimos de lo que ellas estaban dispuestas a reconocer. Al pasar el tiempo, la humillación no terminaba de cicatrizar.
El tío cariñoso era un tema que no se mencionaba en voz alta, como la enfermedad mental de algún primo o el aborto espontáneo de alguna vecina. Eso pasaba, desgraciadamente, y el acuerdo tácito era mirar para otro lado, no darse por enterado. Gracias al pudor de las víctimas, la cacería continuaba hasta que las niñas crecían, y tal como demuestran los textos de Lewis Carroll (Alicia en el País de las Maravillas y A través del Espejo), las niñas iban perdiendo todo su atractivo por el triste hecho de crecer.
Al convertirse en mujeres jóvenes, el depredador dejaba de encontrar en ellas la inocencia que tanto lo excitaba y le permitía reconstruirlas en su imaginación, como víctimas incapaces de defenderse. Las fotos de la pequeña Alice Liddel semidesnuda, cubierta de harapos, en lo que se presenta como el retrato (posado) de una pordiosera victoriana, destruyen para siempre cualquier visión de los textos de Carroll que intente presentarlos como un pasatiempo inocente, una extravagancia. En las fantasías del hombre, probablemente las niñitas lo asediaran, le rogaran que les concediera la oportunidad de hacerlo experimentar ese placer que él obtenía de sí mismo, cuando quedaba a solas con sus fantasmas.
Hace medio siglo, la palabra pedofilia no formaba parte del léxico habitual de la mayoría de la gente. La radio y la televisión no la mencionaban. Cuando el cine argentino presentó una película como El Vampiro Negro (1953) de Román Viñoly Barreto, lo hacía de manera tan estilizada y tremendista al mismo tiempo, que costaba conectarla con situaciones del mundo real.
El depredador que aquí evoco, murió muy viejo, sin ser acusado de ninguno de los abusos que cometió. Las víctimas no hablaban del tema. Durante la infancia, por no tener muy claro lo que pasaba. Luego, para no involucrar a sus padres en un conflicto que solo podía perjudicarlos a todos, comenzando por ellas mismas, cuando el asunto se ventilara.
Tampoco los viejos amigos del hombre, que se reunían en el club para jugar a las cartas todas las tardes, se hubieran atrevido a confrontarlo con la verdad, sin cuestionarse ellos mismos por su inoperancia. ¿Cómo podía justificarse que hubieran pasado tantas horas con él, sin darse cuenta de sus preferencias? ¿Acaso lo sabían y compartían sus gustos, o preferían hacer la vista gorda, por tratarse de alguien con quien compartían un buen rato? Si todos ignoraban los rumores, era porque quizás nada hubiera pasado en la realidad y solo se tratara de malintencionados. Lo mejor en esos casos, era confiar que nada hubiera pasado. Punto.

jueves, 26 de mayo de 2011

Sueños de mujeres jóvenes

Portadas de novelas de Corín Tellado
Aquellos que a mediados del siglo XX estudiábamos la secundaria en la escuela pública, mirábamos desde lejos, con tanta ignorancia como prejuicios, la formación que podía impartirse en un establecimiento privado dirigido por sacerdotes y monjas. La existencia de instituciones como esas, organizadas al amparo de la libertad de pensamiento que garantiza la Constitución, entraba sin embargo en conflicto con la visión laicista de Sarmiento y otros próceres del siglo XIX que uno podía no respetar y sin embargo aceptaba como la más coherente con la modernidad.
Aunque nosotros teníamos Religión y Moral como una de las materias del programa de estudios, y nos exponíamos a ser vistos como judíos o masones si rehusábamos cursarla, imaginábamos la enseñanza de una escuela privada como una rémora inaceptable del Medioevo, donde se castigaba la llegada tarde a misa y probablemente la Tierra continuaba siendo el centro del universo.
Desprender al Estado de la tutela que había sido ejercida por la Iglesia Católica desde la época de la Colonia, fue una de las batallas históricas de fines del siglo XIX en Argentina, que había tenido como hitos la ley de matrimonio civil, el establecimiento de cementerios públicos y la enseñanza laica. Hoy la polémica entre educación laica y educación privada es cosa del pasado, pero llegó a generar apasionados enfrentamientos a comienzos de los ´60.
Mi amiga Susana C. me describe desde San Pedro su experiencia de haberse formado en ese espacio que imaginábamos retrógrado: En la escuela religiosa donde estudié [Nuestra Señora del Socorro] estábamos bajo las órdenes de la Comunidad de la Misericordia y éramos solo mujeres. En cuanto a la enseñanza profesional, no puedo quejarme. Casi todas las egresadas ejercimos la docencia primaria, terminamos nuestras carreras con cargos jerárquicos, pero sin duda lo que nos marcaba era la parte ética, vista desde la perspectiva del catolicismo, donde todo era pecado, cuando entrábamos en la época de los primeros noviazgos”.
Tanta cautela, al acercarse el fin de los años `50 y comienzo de los ´60, una de las etapas más agitadas del siglo XX en cuanto a cambios de costumbres y valores (uno de sus hitos culminantes fue el Concilio Vaticano II que renovó profundamente a la Iglesia Católica), hubiera debido rendir frutos, al formar mujeres preservadas de la compañía masculina durante los estudios, destinadas a una profesión tradicionalmente femenina, conscientes de lo que les correspondía aceptar y desechar de las nuevas tendencias.
A mediados del siglo XX había quedado en claro que la prohibición no era la mejor forma de obtener la obediencia de los jóvenes, que por primera vez eran encarados por la sociedad moderna como consumidores dignos de ser tomados en cuenta.
De acuerdo a mis informantes, en la escuela se rezaba cuando las estudiantes entraban y cuando se retiraban, además estaba la capilla a la que solían concurrir en horas libres, que no eran tales, porque se convertía en horas de oración. La Madre Superiora Quirubina era la directora del establecimiento. Ella enseñaba Botánica, Zoología y Química. Si por cualquier causa faltaba alguno de los profesores seglares (muy pocos) mandaban a las estudiantes a la capilla, a rezar, pero tampoco en ese lugar consagrado las dejaban solas, porque las acompañaba la Hermana Silvia, que enseñaba Psicología y Religión. Raramente quedaban a solas en el patio o en el salón de clases.
Cuesta imaginar desde la actualidad un universo tan estricto y defensivo, respecto de una modernidad que se estaba imponiendo en todos los ámbitos, fuera de los muros del colegio.
En la escuela pública de San Pedro, dominaba el guardapolvo blanco, almidonado, que tanto costaba mantener limpio, ajustado en la cintura, con tablas y vuelo para las muchachas y recto para los chicos. En la escuela religiosa, las estudiantes usaban un uniforme de camisa blanca, con júmper azul cortado en la cintura, la falda con tablas encontradas, larga sobre la rodilla, medias tres cuartos hasta la rodilla, color marrón y zapatos abotinados, negros y bien lustrados. No podía faltar la boina azul en la cabeza. Durante el otoño y el invierno, el uniforme incluía una campera azul sin cuello y con botones. Los días de mucho frío, se cubrían con un tapado azul, de paño muy grueso, cruzado, con botones, cuello solapa, una tabla en la parte de atrás encontrada y una martingala.
En el júmper no debía faltar un escudo blanco con letras en azul que identificaban al colegio. En el colegio religioso que me describen mis informantes, era obligatorio concurrir de uniforme a la misa de los domingos a las 10, y a clase todos los días. Puede imaginarse la satisfacción de adolescentes obligadas a vestir las mismas ropas casi todo el tiempo.
Paula Rego: El hombre almohada
Vestirse igual, comportarse igual, incluyendo las oraciones, coincidir en los mismos horarios, son algunos de los requerimientos de todos los grupos humanos (isopraxis es la denominación técnica) dotados de cierta homogeneidad ideológica. Si los individuos se parecen lo suficiente, y muchos lo necesitan tanto como alimentarse o dormir, pasan a compartir valores y establecer proyectos conjuntos. La vida en sociedad depende del establecimiento de estos rituales que pueden parecer irrelevantes.
En el caso de las mujeres, que la tradición consideraba atadas al hogar, apartadas de las grandes estructuras sociales, el vestuario era (es) una de las formas más eficaces de incorporarse al colectivo. La vida de las adolescentes de entonces, dicen mis informantes, estaba marcada por las prohibiciones de todo tipo. Si las dejaban salir un fin de semana, era hasta el Butti, temprano y acompañadas por amigas. Allí tomaban alguna gaseosa o café. Los padres las iban a buscar, a pesar de que todo ocurría a poca distancia de sus casas. Cuando existían las matinés del club Paraná, las dejaban ir, pero allí también los padres las pasaban a buscar, después haber visto alguna película en el cine. Si los adultos no estaban disponibles, matrimonios conocidos las llevaban a los bailes del Club Mitre. Siempre andaban en grupo y los padres de una u otra chica las iban acompañando hasta sus casas. No conviene imaginar que la diversión vigilada por los adultos fuera todas las semanas. Por lo general, era cada quince días.
Las celebraciones de entonces eran discretas. Mi amiga S.C. recuerda su fiesta de quince, en la casa de su familia, que mi abuelo había construido medio siglo antes en calle Libertad. La comida había sido preparada por sus padres, el vestido lo había cosido su tía, era celeste, con mangas y lo acompañaba con un saco (puesto que las monjas, con celo digno de la cultura islámica, insistían en que las jóvenes que ellas educaban no debían mostrar los brazos). Los invitados eran sus abuelos, sus tíos, los primos y otros parientes, sus compañeras de escuela.
Mis informantes recuerdan un panorama curioso de su paso por la escuela religiosa. Por un lado, sus padres estaban convencidas de que esa era la mejor educación que podían suministrar a sus hijas; por el otro, aunque estuviera en desacuerdo, una adolescente no podía cuestionarlos. Ellos habían elegido esa educación que debían pagar y resultaba bastante cara para la época.
De acuerdo a lo que me cuentan: “Algo muy significativo fue que muchas de nosotras nos casamos con nuestros primeros novios, a pesar de que un alto porcentaje terminó separada y algunas volvieron a formar pareja”. El mundo simplificado, optimista, del amor romántico, las tradiciones a veces opresivas, se estaban quebrando por muchos lados al mismo tiempo, durante la segunda mitad del siglo XX. La prédica de unas cuantas monjas que resistían a la desacralización del mundo, no podía revertir el proceso.
S.C. me cuenta: “De las religiosas que estaban al mando del colegio, recuerdo que la Superiora era muy vieja y falleció en el cargo, mientras otras monjas pasaron por crisis de vocación y dejaron los hábitos. Una de las más jóvenes, terminó casándose años más tarde con el hermano de una compañera de ella, de la misma Congregación. Ese ambiente contradictorio, apegado a las tradiciones y en crisis, resultaba poco menos que inimaginable para quienes pertenecíamos a la misma generación, pero nos educábamos en la escuela pública. Protegida por los altos muros de un convento, en pleno siglo XX, se formaba una mentalidad femenina progresista en más de un sentido, puesto que incluía la decisión de encarar una profesión (la docencia) que permitiera a las mujeres ganarse la vida, y notablemente anticuada al mismo tiempo, porque ponía la constitución de una familia como vocación fundamental de las mujeres.
Roy Lichtenstein:El beso
Las novelas de Corín Tellado dieron forma simultáneamenta banal y perversa (de aceptar la interpretación ya clásica de Guillermo Cabrera Infante) a ese imaginario femenino. Los miles de personajes femeninos que ella inventó durante décadas, reviven los modelos antiquísimos de la Bella Durmiente y Cenicienta, plantean una visión del mundo que debería tranquilizas a las lectoras y las invita a esperar el desenlace feliz a todos sus interrogantes, que un hombre gruapo habrá de suministrarles.
El pintor norteamericano Roy Litchenstein dio forma paródica a esa cosmovisión miope en sus obras pinturas, que reciclan los estereotipos del comic elaborado para mujeres (Sussy), poblado por figuras glamorosas e irreales, volcadas por completo a las emociones amorosas, donde las mujeres se entregan siempre a las decisiones masculinas para otorgarle algún sentido a sus vidas.

domingo, 22 de mayo de 2011

Encuentros (y desencuentros) de parejas a mediados del siglo XX


La verdad es como una novia sin ajuar. (Francis Bacon)

Durante los años ´30, mi padre sostuvo con mi madre un noviazgo de seis o siete años, precaución que no obstante fue insuficiente para que la relación de ambos resultara satisfactoria cuando se casaron. Mi tía Matilde esperó veinte años a Isidro, su novio de juventud, y la opresión de la vida en común derivó en enfermedad mental apenas se casaron. Se habían equivocado en un paso que todo el mundo considera trascendente y no supieron cómo retroceder, para no sufrir las consecuencias de una relación fallida.
Mis tías maternas, a comienzos de los ´40, se casaron después de prolongados noviazgos. Eso era lo correcto en San Pedro, que las mujeres prepararan el ajuar (generalmente con sus propias manos, en lugar de comprarlo) trabajando durante años, tras haber decidido casarse, aunque sin fijar todavía fecha para el evento. Debían bordar el monograma de la pareja en sábanas, manteles y toallas, después de haber adquirido la tela con sus ahorros. Soñar con el ajuar, se consideraba un buen augurio. El matrimonio sería feliz, lo completarían bellos hijos y la aprobación de todo el mundo para la mujer que protagonizaba ese cuento de hadas.
Al hurgar en la memoria, recuerdo las sábanas caladas, que probablemente fueron bordadas en conjunto por mi madre y sus hermanas, que solo en grandes ocasiones se utilizaban en mi casa. Las novias cosían los edredones y camisas de dormir, bordaban los pañuelos, las zapatillas de noche, tejían las mañanitas (como luego los escarpines de sus hijos). Mientras no se casara, la joven no podía usar ninguna de esas prendas.
Desde épocas inmemoriales se repetían estas interminables dedicaciones al ajuar, que suministraban un aura mítica en torno al matrimonio, como el ámbito donde las destrezas de un género se ponían de manifiesto, para exclusivo disfrute de un único espectador, el marido.
Cuando las parejas no disponían de muchos recursos, el tiempo, las habilidades y energías de las novias eran la fuente principal de esos primores, que quedaban (en el caso de mis padres) como monumento a un proyecto largamente preparado y no obstante fracasado.
Un casamiento de apuro (que los había, no pocas veces exitosos, aunque estaban basados en la pura atracción física) se convertía en tema de conversación de hombres y mujeres por un tiempo, pero no tengo la impresión de que nadie fuera discriminado de manera duradera por eso. El tiempo restañaba las infracciones. Hasta las uniones de hecho terminaban por ser aceptadas con el tiempo (a pesar de la indignación de mi padre, que en esos casos aplicaba un código ético que pasaba por alto habitualmente).
Las parejas que se formaban a mediados del siglo XX, dependían de factores tan ajenos a la iniciativa de sus integrantes, como el haberse conocido desde la infancia, haber compartido la escuela o conocerse desde los bailes de fin de semana.
Cuando mi amiga S.C. recuerda su fiesta de quince años, preparada por su familia, en la que ella y sus amigas del colegio religioso tuvieron la oportunidad de bailar. La música la había traído uno de sus primos, provenía de un tocadiscos, donde tocaban discos de 78 rpm. Una de sus compañeras convenció a su padre de que permitiera la asistencia de unos cuantos amigos varones. Por ese entonces, varias compañeras tenían novio. ¿Cómo pudieron conseguirlos, cuando se movían en un ambiente que parece salido del Medioevo?
Existía un grupo de amigos que iban a la escuela pública, con quienes las chicas del colegio religioso se encontraban en los bailes. Deben haber parecido más atractivas, cuanto más encerradas se encontraban. En algunos casos, los familiares del otro género y la misma edad servían de contacto. Uno de los primos de S.C., que disfrutaba el privilegio inusitado de conducir un auto, llevó a la fiesta de quince a un grupo de jóvenes no invitados inicialmente, desde el Butti, donde habían estado esperando que les avisaran la autorización del padre. Tal era el respeto que todos tenían por los mayores, tanto las chicas como los chicos (algo que difiere bastante de lo que sucede en la actualidad).
De acuerdo a mis informantes, las amigas del mismo grupo conocían a sus novios de diversas maneras: algunas en los bailes, otras en las salidas por la calle Mitre durante la tarde cuando salíamos a caminar, mientras se escuchaba la emisora de circuito cerrado Apa, con sus secuencias de publicidad, música popular y noticias.
Las hormonas de las adolescentes eran un factor incontenible, contra el cual las restricciones de las monjas perdían la batalla. Las reglas de la educación religiosa no lograron impedir que muchas se pusieran de novio.
Como después de todo eran chicas serias, de buenas familias, los novios no tardaban en conocer a los padres y someterse a las reglas de comportamiento que ellos imponían. Años más tarde, algunas se quejan de no haber tenido la oportunidad de salir a escondidas y conocer a quienes se convirtieron en su pareja de otra manera.
Una de mis informantes cuenta que conoció a su primer novio (el mismo que iba a convertirse luego en su marido) en una fiesta que se hizo en la misma escuela religiosa, porque él tocaba en la Banda Municipal, y era pariente de una de sus compañeras.
El primer encuentro de la joven pareja fue a la salida de misa del domingo, a la que concurrían obligatoriamente (se pasaba lista). En adelante, se encontraron en las matinés bailables del club Paraná, aunque no por mucho tiempo, porque los padres no tardaron en darse cuenta y los obligaron a verse en la casa. Esto, en lugar de facilitar el conocimiento efectivo de ambos, se convirtió en un obstáculo, porque no les permitían salir por su cuenta. En algún momento decidieron casarse, hasta que la muerte los separara, sin estar demasiado informados respecto de la persona con quien lo hacían.
Casarse con el primer novio era el ideal de las chicas de entonces, como si las decisiones tomadas bajo la ceguera del enamoramiento, pudieran ser las mejores para construir una relación estable.
Más de una mujer se casaba y luego descubría que ese matrimonio había resultado un fracaso, que no existía compatibilidad con el marido, que debía compartirlo con otra, etc. Cuando había hijos de por medio, costaba rectificar la decisión inicial. Las leyes no las favorecían y la publicidad del fracaso era ya una situación humillante. Luego, estaban los medios de vida de una separada. ¿Cómo se las hubiera arreglado aquella que no disponía de una profesión o recursos propios? Cuando la pareja no había tenido hijos, de todos modos costaba iniciar la separación, porque las familias detestaban confesar el fracaso, que podía ser atribuido a la mujer antes que al hombre. No era raro que matrimonios fracasados se arrastraran durante años.
Según mis informantes, el superficial conocimiento con el que las parejas de hace cuarenta o cincuenta años llegaban al matrimonio, terminó revelándose como un obstáculo grave para una convivencia duradera.
En la actualidad, los índices de nupcialidad han descendido en todo el continente. El descrédito del matrimonio era tradicional en países del Caribe como Venezuela, donde la mayor parte de los hijos nacían fuera del matrimonio, pero hoy, tanto en Argentina como Chile, cada vez se casan menos jóvenes y cuando lo hacen es tras haber convivido varios años y haber procreado algún hijo. La gente teme fracasar en una relación estable o considera inútil cualquier compromiso a largo plazo.
Las mujeres separadas en el último tercio del siglo XX, me cuentan, concurrían a sesiones de terapia, con el objeto de superar la experiencia. ¿No era un progreso? En la generación anterior, no hubieran tenido ningún profesional que las asesorara. Algo debía haber cambiado en la mentalidad colectiva, puesto que se las consideraba víctimas y no pecadoras. Se esperaba de ellas que reorganizaran sus vidas, que armaran otras parejas, no que se encerraran para llorar (avergonzadas, golpeándose el pecho) una desgracia irreversible.
Tal vez alguien las mire todavía hoy como las únicas responsables de su desgracia. Debieron tolerar su desgracia con resignación, como una prueba que Dios les ha mandado y sus abuelas ni siquiera mencionaban. Debieron elegir mejor al hombre con el que se unieron de manera tan solemne (aunque nadie las preparó para hacer otra cosa que aceptar la imagen idealizada de los hombres que habían decidido tomarlas como pareja). La misma Corín Tellado, pésima consejera por intermedio de sus novelas de tapa blanda sometidas a la censura de los editores de la España franquista, en la realidad se las compuso para sacar a las patadas de su entorno, al marido ideal que la defraudó. Otros tiempos, otras costumbres. Las parejas fracasan, a pesar de las buenas intenciones, y en tal caso la gente trata de retomar el control de su vida.

sábado, 9 de abril de 2011

Diálogos táctiles que no se consideran


El tacto es el más desmistificador de los sentidos, al contrario de la vista, que es el más mágico. (Roland Barthes: Mitologías)

La comunicación entre los seres humanos no se reduce al intercambio de palabras habladas o escritas, como pretenden las instituciones que no existirían sin ellas. Eso apenas describe la superficie de un proceso más complejo, para el que no suele haber educación formal que se encargue de adiestrarnos.
Mi madre era muy delgada cuando me trajo al mundo y no estuvo en condiciones de amamantarme mucho tiempo. Me buscaron un ama de cría que dejó impresa en mi memoria sus senos enormes y perfumados. Eran un sustituto.
Con mi tío Juan participaba en una serie de juegos que debieron ocurrir cuando yo tenía dos, tres o cuatro años. En uno de ellos, me montaba sobre su espalda, a veces me sentaba sobre sus hombros y él trotaba, sujetándome por las manos, como si él fuera la cabalgadura y yo el jinete. Le llamábamos andar a cococho. ¡Era tan agradable ver el mundo desde lo alto, en lugar de la perspectiva habitual, a menos de un metro del suelo, sentirse obligado a bajar la cabeza cuando pasábamos debajo del dintel de una puerta o la rama de un árbol! En otro juego, que llamábamos la vuelta carnera, me sentaba sobre las piernas de mi tío sentado, que me sujetaba por las manos y permitía que alzara mis rodillas, girara sobre mi cabeza hasta caer parado.
Cuando tuve cuatro o cinco años y confío en mi buen juicio, mi tío comenzó a llevarme en su bicicleta. Me sentaba de costado, en el travesaño, me sujetaba del manubrio, y él pedaleaba tal vez cien metros, ida y vuelta. Era una aventura desprovista de riesgo, cuando podía deslizarse a tal velocidad, por las mismas calles de siempre, gracias a un adulto que me protegía y me alentaba a probar por mí mismo cuando creciera.
No recuerdo que me sucediera nada parecido con mi padre. Él no tenía tiempo para dedicarme o (lo que es más probable) no disfrutaba demasiado el contacto con sus hijos. Muchos años más tarde, mi madre confesó que mi padre se ponía celoso cuando ella nos dedicaba más tiempo del que él consideraba justo. Supongo también que ella nos utilizaba como excusa, para evitar el contacto con él. No guardo memoria de que mi padre nos castigara, pero tampoco abrazos, ni caricias, ni contenciones. El contacto que prevalecía entre nosotros era verbal. Órdenes, preguntas, ironías sobre nuestra presunta incapacidad para aprender (en las que repetía, supongo, los diálogos con mi abuelo, una generación atrás, para asumir el rol opuesto al suyo).
Mi padre no era un hombre que tocara a sus hermanos o su madre. Tengo la impresión de que las raras veces que lo vi palmear la espalda de un amigo, fue para evitar un abrazo (cuando viví en el Caribe, aprendí que los abrazos entre hombres estaban sometido a un protocolo: las manos de uno palpaban la parte alta de la espalda del otro una vez, dos, tres y a continuación lo soltaban rápidamente, para evitar malentendidos).
En mi familia paterna, el contacto físico del saludo a mi tía Matilde no duraba más de un segundo, porque a continuación ella separaba a quien la hubiera saludado con un beso, porque no olía bien o para no contagiarse de quién sabe qué enfermedades imaginarias.
En esa época, el beso en la mejilla que intercambiaban mujeres y hombres era frecuente, pero sometido a las reglas de un protocolo bastante estricto. Solo un beso estaba permitido a cada uno, a diferencia de lo que es corriente en Brasil o España, donde cada participante tiene derecho a dos: uno en cada mejilla de la otra persona.
Cuando la diferencia de edad era mucha, se imponía el beso en la frente (de los niños o los ancianos). El besado de las manos femeninas por los amigos y pretendientes ya no se practicaba en mi infancia: era un gesto arcaico, que no se hubiera intentado ni en burla.
El beso en la boca vuelto famoso por las películas de Hollywood, se encontraba reglamentado por el Código Hays desde 1934, y establecía que las bocas estuvieran convenientemente cerradas y el contacto no se prolongara más allá de ocho segundos. Los besos interminables y de bocas abiertas que se ven en la actualidad, en cualquier parte donde se concentren jóvenes, no se veían en el mundo real de mi infancia. Las parejas se besaban, de acuerdo a los rumores, en la oscuridad de los zaguanes, y esto resultaba tan criticable como acceder a las relaciones sexuales sin haberse casado antes.
Cuando se imagina el pasado como una época en que la gente se tocaba más, porque no existían los medios de comunicación actuales, se está inventando una
Durante mi asistencia a la escuela primaria Nº 2 de San Pedro, constantemente nos obligaban a formar filas, en un procedimiento que recordaba a las formaciones de presos, antes o después de salir de sus celdas. Niñas por un lado, niños por el otro, nos ordenábamos por estatura, desde los más bajos a los más altos, y “tomábamos distancia”, vale decir, nos poníamos a un brazo del que estaba delante y del que quedaba detrás. Luego nos hacían entrar, sin demorarnos ni atropellarnos.
Tal vez hubiera contactos durante los deportes y otros juegos. Nada muy estrecho ni tampoco prolongado, como se da en el rugby. El juego de la “mancha venenosa” que entretenía a los niños chicos, planteaba una visión fóbica del contacto. Aquel que era tocado por otro participante, quedaba contagiado, se convertía en un indeseable del que todos huían y se veía obligado a correr tras los demás, para contagiarlos y librarse de la incómoda mancha.
No había mucho espacio en el colegio, a veces el pupitre se nos pegaba al estómago, pero de todos modos entre los compañeros de clases teníamos pocas posibilidades de tocarnos. Niñas y niños nos sentábamos por separado. Hablar entre nosotros o mandarse mensajes escritos en papelitos doblados, era una falta que la maestra castigaba si la sorprendía, como si ella fuera la chaperona que restringía la comunicación de aquellos que hubieran caído en el más completo desorden, si no los controlaban.
Durante los prolongados noviazgos (seis o siete años para alguna de mis tías) la familia se encargaba de poner a resguardo a las mujeres, organizando visitas a plena luz, con algún niño o tía vieja presentes, no fuera que el pretendiente se acostumbrar a tocar más de lo prudente y la novia a permitir que la tocaran, con la consecuencia indeseable de que la mercadería probada ya no fuera comprada. Escuché esa metáfora mercantil más de una vez, para referirse a historias infortunadas de mujeres solteras que debían cargar con la mala fama de haber sido abandonadas.

En los primeros momentos de sus entrevistas, siempre se hablaban así [del tiempo, de la salud del interlocutor], empleando fórmulas corteses y preguntando cosas insignificantes; su saludo era el saludo de ordenanza en sociedad; estrecharse la mano. Ni ellos mismos podrían explicar la razón de ese procedimientos extraño, que acaso fuese la cortedad debida a lo reciente e impensando de su trato amoroso. (Emilia Pardo Bazán: Insolación)


Uno piensa que la tradición del recato español marcó a tantas parejas que luego, una vez casadas, simplemente no funcionaron, porque sus integrantes no toleraban el contacto, pero la incompatibilidad en el diálogo táctil es más compleja. Se cuenta que durante la conquista de México por los españoles, el emperador Moctezuma, a quien los aztecas consideraban un dios, fue saludado por Hernán Cortés mediante un apretón de manos. Dos hombres pertenecientes a distintas culturas, que no habían tenido ningún contacto hasta entonces, iniciaron un diálogo de sordos, por el desconocimiento que cada uno tenía de la cultura del otro, en una situación capaz de decidir la suerte de sus dos naciones. Moctezuma había nacido y crecido en un ámbito palaciego donde tocarlo era un sacrilegio. Todavía hoy, cuando el Primer Ministro australiano o Michelle Obama toca la espalda de la reina Elizabeth II, la prensa se encarga de señalar la falta protocolar inaceptable. No se toca de ese modo a la reina. En otras épocas, la sanción hubiera sido la prisión o la muerte.
Las reglas de etiqueta de la corte española eran más liberales en el siglo XVI. El rey de España no hubiera aceptado que Cortés lo tocara de otro modo que besando su mano (en realidad, el anillo que ostentaba su mano y constituía uno de los emblemas del cargo). Era la forma de honrar a un alto prelado de la Iglesia: besar la amatista del anillo del Obispo, como recuerdo del día de mi Confirmación en la Nuestra Señora del Socorro.
Me cuesta a veces reconocer a mi madre en las fotografías, porque aparece mirando a cámara, por imposición del fotógrafo, cuando lo más probable era que en la vida cotidiana ella mirara el suelo y solo de soslayo uno pudiera tropezar con sus ojos. Ese contacto breve, como si tratara de evitar que la descubrieran en una actividad inadecuada, era una de sus características. Otras personas de su edad y condición pasaban revista a los niños con la mirada. Mi tía Matilde era implacable. Podía evaluar a cualquiera en pocos segundos y de todos modos no apartaba la vista, por encima de los anteojos. Mi madre había aprendido a desaparecer del diálogo sin moverse.

sábado, 26 de marzo de 2011

El colegio de la adolescencia

Escuela Normal (también Colegio Nacional) de San Pedro
Entrar en la secundaria cambió mi vida. Un signo de la nueva etapa, fue que no volví a encontrarme con mis compañeros de primaria. El tránsito de un nivel educativo a otro no era, como en la actualidad, imperceptible. A mediados del siglo XX, pocos estudiantes de la primaria pasaban a la secundaria (y luego, muchos menos ingresaban a la universidad). Para los planes sobre mi futuro que debió haber tenido mi padre, pero nunca compartió conmigo, se trataba de mandarme a lo que entonces se denominaba Sección Comercial Anexa al Colegio Nacional de San Pedro. ¿Podían haber inventado un rótulo menos descalificador?
Mi promoción era la tercera o cuarta y algunos de nuestros profesores habían egresado apenas un par de años antes de la misma institución. Otros docentes eran maduros y enseñaban también en la Escuela Normal. Sospecho que no se suponía que fuéramos demasiado brillantes, puesto que nos dedicaríamos al comercio. A nosotros no nos enseñaban dos lenguas clásicas (Griego y Latín) tal como sucedía en el Bachillerato hasta 1950. Tampoco estudiábamos dos idiomas modernos, sino uno durante los cinco años (la mayoría optaba por el inglés, que ya por entonces había desplazado al francés como lengua diplomática y de los negocios). Nos obligaban a estudiar Mecanografía (gracias a lo cual fui capaz de escribir “al tacto” como se nos decía) durante el resto de mi vida, y tomar dictado de hasta 120 palabras por minutos, en el ramo Taquigrafía (una habilidad que hubiera podido conducirnos, en el mejor de los casos, a convertirnos en funcionarios del Congreso de la República).
Constantini, nuestro profesor de Castellano, era un hombre joven y utilizaba técnicas heterodoxas, como evaluar los aciertos parciales, que de pronto se daban en la dinámica de una clase. A él le debí, por ejemplo, un 10 por acertar la definición de la palabra ¡Zape! que aparecía en un dictado y solo Dios sabe cómo recordaba después de haber leído una novela de Pardo Bazán.
Mis compañeros no podían ser más heterogéneos, advierto en la distancia. Uno de los más chistosos (no digo que ocurrente) siguió una carrera militar, me han dicho. Otro de los que gozaban de fama de divertidos, se convirtió en empresario de la agroindustria y no creo que siga haciendo rimas obscenas con su apellido, cuando alguien lo nombre. A uno cuyo nombre no recuerdo, le decíamos Alan Ladd (también Cara de Piedra), ya no recuerdo si por rubio o inexpresivo. Mi amigo E.S. viajaba todos los días en tren, desde Baradero. Compartíamos el gusto por los programas nocturnos de música de Radio Splendid y las comedias musicales del cine. ¡Qué distante parece todo eso! Un día lo sorprendieron con una postal pornográfica que nos había mostrado generosamente. Era la foto de una mujer desnuda, de pie, cuyo pubis aparecía cubierto por un grueso punto oscuro. Nuestra bella profesora de Inglés, que tenía un delicado bozo en el labio superior, debió haberla descubierto, porque recuerdo su reproche a mi compañero: ¿acaso no tenía él una madre, una hermana? A la distancia, el argumento suena poco atinado. El haber sido descubierto lo hacía acreedor de amonestaciones, ¿pero se suponía que mi amigo sintiera por todas las mujeres el mismo respeto, la misma distancia que le correspondía tener por su familia?
Quien ostentaba el promedio más alto del colegio, era H.P.F. (las iniciales las había propuesto él, que debía detestar su anticuado primer nombre). Confieso que no lo estimaba, a pesar de que nunca hubo ningún conflicto entre nosotros, por el simple motivo de que a él parecía no costarle nada superar obstáculos que para mí eran una muralla temible. Sus respuestas eran fluidas y oportunas, las prácticas de caligrafía impecables, su desempeño deportivo sobresaliente. No recuerdo qué falta de disciplina lo dejó fuera del cuadro de honor que lo designaba para bajar la bandera nacional por las tardes, con lo que yo pasé a reemplazarlo.
Una de mis compañeras, Ruth E., que era rubia y de ojos grises, comprometida en matrimonio con un hombre trece o catorce años mayor desde que la recuerdo, fue consagrada Reina de la Primavera en una celebración que incluía desfile de carrozas y show musical en Pellegrini y Tres de Febrero. No sé si las otras chicas la detestaban por ese privilegio que había logrado merecidamente y sin alardes, por decisión de un jurado en el que participaba nuestro profesor de Taquigrafía, un hombre joven que mostraba la secuela de la poliomielitis.
En el mismo edificio, por la mañana funcionaba la Escuela Normal, por la tarde el Colegio Nacional y la sección Comercial anexa, que era donde yo estudiaba. Nunca se me ocurrió protestar por la decisión de mi padre, que me inscribió en esa carrera que debía hacer de mí lo que hoy se considera un Contador o Auditor, porque detestaba la materia básica, Contabilidad, no lograba manejarme con el Debe y el Haber de la doble partida, mi letra cursiva inglesa era lamentable y solo me destacaba en Mecanografía y Taquigrafía, entre las materias que podían considerarse propias de la especialidad.
Quejarme no pasó nunca por mi cabeza, porque la otra alternativa era la misma que había tenido que afrontar mi padre cuando se rebeló contra la oportunidad que le brindaba mi abuelo de estudiar en el Colegio Nacional de Buenos Aires. Era eso o la atención al público de un almacén de barrio. Mi padre eligió lo segundo y lo lamentó el resto de su vida. Yo pretendía otra cosa, aunque todavía no supiera qué. Pensé en estudiar Arquitectura, una idea que me llevó a estudiar la Historia de la disciplina, desde lo más reciente a lo más antiguo. Me imaginé estudiando Psiquiatría, después de haber visto varias películas de Hollywood que le otorgaban glamour de cine negro a esa profesión, pero no tardé en desmoralizarme al averiguar que antes debería completar Medicina. La sola idea de participar en una disección (aunque fuera de una rana, para repetir el experimento de Faraday) me revolvía el estómago. Como había tenido buenas notas en Química Orgánica (probablemente gracias a una buena profesora) me hizo pensar en seguir una carrera que se relacionara con esa materia. Esa fue una de las alternativas de mi vida que no exploré. Otra, estudiar Arquitectura.

martes, 8 de marzo de 2011

Del gallego bruto al indiano: Mitología contradictoria del desarraigo


Primero con los conquistadores de imperios de ultramar, que habían sido porquerizos en su patria, luego con comerciantes y administradores que hallaban la fortuna en el Nuevo Mundo, en España se afianzó el mito del indiano, alguien que no era precisamente un nativo de América, sino un español que había emigrado a América, donde de algún modo que no valía la pena investigar, porque se hubieran descubierto procedimientos no siempre rectos para enriquecerse, el indiano había formado una familia (en ocasiones mestiza, aunque con mayor frecuencia regresaba soltero, para encontrar una esposa joven de su lugar de origen) y había continuado soñando con el terruño, al punto de que volvía para instalarse en él espléndidamente, para envidia de amigos y vecinos que lo conocieron cuando era pobre, en palacios que guardaban la memoria de América.
Se rodeaba de magnolios que producían flores de aromas embriagantes, guacamayos multicolores y gritones, hamacas, tortugas desubicadas, orquídeas y plátanos de invernadero, peces de intensos colores y palmeras del trópico. Es un anecdotario rico en contradicciones. Por un lado el indiano afirma que no hay nada como el lugar donde nació, a pesar de que los exiliados europeos fueron expulsados por el hambre y la falta de oportunidades. Por el otro, que nunca se vuelve del todo al puerto de donde se partió, como afirma el texto de los Upanishads, escrito en la India, quinientos años antes de nuestra era.
Por algún motivo que ignoro, mi abuelo nunca renunció a la vida que había establecido en Argentina. No dudó en cambiar de residencia, de San Pedro a Mar del Plata, cuando tenía setenta años, pero no intentó devolverse a su comarca natal en Navarra (se conformó con levantar un hotel que denominó Navarro). Quizás lo detuvieron las convulsiones de la República española durante los años ´30, que iban a culminar en la Guerra Civil. Probablemente guardaba mal recuerdo de la familia que lo expulsó de su seno, para no tener que dividir el patrimonio del primogénito. Estuvo dos veces en Europa, antes de casarse, para disfrutar de dos exposiciones universales, disfrutó su estadía en Paris, encontró tiempo para comprar obras de arte y árboles exóticos que plantó en el patio de su casa en San Pedro.
Nunca oí que hubiera planeado regresar a su terruño. Tampoco hallé entre sus pertenencias recuerdos de la patria dejada atrás, fuera de la maleta de gruesa suela con la que viajó cuando era un niño (y eso, como un objeto pasado de moda, al que ya nadie en la familia prestaba atención). Mi abuelo había rechazado la imagen del indiano, pero no por eso quedó convertido en uno más del país donde pasó casi toda su vida. No era un gallego bruto, por su proveniencia, pero le endilgaban la imagen del vasco empecinado.
En Argentina se encasillaba a los que venían de otros países, en algunos casos mediante el humor, una herramienta que estaba al alcance de todos, porque era difundida sin problemas por los grandes medios de comunicación. En la discriminación a los judíos, el humor era dejado de lado y se utilizaban insultos tan ofensivos como genéricos. Si alguien decidía mostrarse de ese modo, como me tocó presenciar fuera de San Pedro, alrededor de mis veinte años, era para demostrar que había leído los Protocolos de los Sabios de Sion.
Los nativos del continente americano y aquellos en los que se percibían los ancestros africanos, no disfrutaban de mejor trato. Ser el Negro o el Indio de un grupo, no era un privilegio, y sin embargo no se denunciaba como discriminación. De acuerdo al discurso oficial, Argentina prefería verse como una nación generosa, receptora, pero no en todas las ocasiones, ni con todo el mundo por igual. La Ley de Residencia (la 4144 de 1902) podía aplicarse a cualquiera que no hubiera nacido dentro de las fronteras nacionales, cuando sus actividades molestaran al régimen de turno, por lo que se procedía a expulsarlo sin más trámites, dejando de lado el tiempo que hubiera permanecido, la familia que hubiera formado, la veracidad de las acusaciones, etc.
Aunque la Constitución prometiera igualdad de derechos y obligaciones para todo aquel que habitara el territorio nacional, bastaba el habla cotidiana para indicarle a cada uno cuál era el lugar que le correspondía, del que mejor fuera no apartarse.
Gallego era el gentilicio que se aplicaba a una serie de nativos de distintas regiones de España, no solo de Galicia. De acuerdo a la imagen popular, correspondía a alguien trabajador pero corto de miras, incapaz de apartarse de sus metas, aunque le fuera la vida en ello. Una serie interminable de anécdotas y chistes confirmaban la correspondencia del mito con la realidad.
A mediados del siglo XX, Niní Marshall había impuesto en películas y programas de radio el personaje de Cándida, empleada doméstica gallega. De los ancestros del marido de uno de mis tías maternas sabía que provenían de Mallorca, en las islas Baleares del Mediterráneo, porque algunos parientes políticos se lo recordaban, para molestarlo, diciéndole “mallorquín muerto de hambre”.
El Tano podía ser un italiano de cualquier proveniencia. En San Pedro había lombardos, como mi abuelo Bovio, vénetos, como unos clientes de mi padre que recibían tarjetas postales de Belluno e incluso suizos, como los padres de mi abuela Grigioni. No conocí sicilianos y calabreses hasta que me mudé a Mar del Plata, donde continuaban trabajando en la pesca, tal como habían hecho en su patria. Se suponía que los tanos eran trabajadores, apegados a la familia (a la que explotaban en sus pequeñas empresas) y reticentes a gastar el dinero que tanto les había costado ganar. De ellos, uno apreciaba la comida, el esplendor de las mujeres y la música; después de la Segunda Guerra Mundial, también el cine, que se presentaba como lo más opuesto que pudiera imaginarse a los convencionalismos de Hollywood.
Turco era una denominación todavía más vaga, porque incluía a los nacidos en cualquier país árabe, los nativos de Medio Oriente, incluyendo a los griegos. Cualquiera que fuera demasiado moreno, tuviera cabello rizado y luciera grandes bigotes, quedaba incluido en esa categoría, aunque algunos fueran rubios, de ojos claros y mejor no preguntar la religión, porque el estereotipo se desarticulaba y uno debía enfrentar entonces la evidencia de una ignorancia corregible, sin duda, pero no por eso menos incómoda.
Ruso tenía una imprecisión todavía mayor, porque se refería tanto a los rusos cristianos ortodoxos, como a los judíos de Rusia o Polonia. Supongo que debí tener más de un compañero judío en la secundaria, pero el tema no se mencionaba entre nosotros. Ellos no cursaban la materia Religión (católica, apostólica y romana) que había impuesto la administración peronista y eso era todo lo que percibíamos de su diferencia. Al terminar de la adolescencia, comencé a tener amigos judíos, pero yo no era demasiado religioso por entonces, y tampoco me parecía de buena educación preguntar a los demás sobre el tema. Ellos no mencionaban sus celebraciones tradicionales, como yo tampoco mencionaba las que habían sido parte de mi tradición.
Daba lo mismo que el chino hubiera llegado de Japón, Corea o efectivamente China. No conocí a ninguno en San Pedro, durante la Segunda Guerra Mundial, y desconozco que se los hubiera encerrado en campos de concentración como sucedió en Perú o Paraguay, siguiendo el ejemplo de los Estados Unidos, pero no costaba nada localizarlos una generación más tarde en las tintorerías de Buenos Aires o Mar del Plata, en los invernaderos de City Bell, que veía desde el tren cuando uno se acercaba a La Plata. De los chinos no se sabía nada, fuera de que trabajaban de sol a sol, jamás morían (porque heredaban los pasaportes) y no se les entendía ni una palabra. Cuando comenzaron a incorporarse al rubro de la alimentación, circuló el mito de que consumían cualquier animal que atraparan, desde perros a ratas.
Gringos había en San Pedro, gente como nuestro vecino John Cummings o Jane Austen, mi profesora de inglés en la secundaria. Daba lo mismo si provenían del Reino Unido o América del Norte. Aquellos que conocí, carecían del aura de poder que habían disfrutado en el pasado inmediato, los gestores y administradores de frigoríficos, líneas ferroviarias, Bancos y grandes casas comerciales. Eran gringos pobres, bien educados y trabajadores. La época de oro de los gringos en Argentina se había extendido por un siglo, desde la caída del régimen de Rosas y el gobierno de Perón se afirmaba míticamente en la expulsión del gringo explotador, que había dado forma a un país exportador de materias primas del agro. “¡Yankys go home!” era un eslogan que comenzó a circular después de la invasión a Nicaragua, en 1954 y en ese momento no parecía referirse a la realidad inmediata de quienes lo coreaban.