domingo, 25 de septiembre de 2022

SALIR DE VISITA

¡Qué cercano parece todo en la memoria de un viejo, cuando ha dejado atrás la mayor parte de un siglo, lapso durante el cual ha podido ver cómo nacen y cambian las costumbres y la gente! Al envejecer, descubre, lo distante se vuelve cada vez más nítido en la memoria, tal como lo contemporáneo pierde inmediatez. Hubo una época en que los sucesos de mi joven vida eran escasos, no había demasiadas experiencias con qué compararlos, y tal vez por eso resultaban únicos, notables para el observador infantil que entonces fui.


En el barrio de San Pedro donde nací, nuestras casas estaban cerca unas de otras, pero no amontonadas. Había enormes patios, jardines, corrales, sembrados en cada una de ellas. Éramos vecinos que mantenían reserva sobre lo que ocurría dentro de sus espacios, en el límite de la ciudad, allí donde se terminaba el asfalto y comenzaban las quintas, que disponían de terreno suficiente para cultivar vegetales y criar algunos animales para consumo familiar.

Pocas casas tenían teléfono por entonces, hace siete u ocho décadas. La nuestra gozaba de ese privilegio que se convertía pronto en una responsabilidad. A mí me tocaba correr a avisarle a algún vecino que lo llamaban de la Capital o que estaba citado en el Juzgado. Cuando uno necesitaba algo para los suyos, como un termómetro para medir la fiebre de un enfermo o una olla extra para fabricar mermelada, tocaba la puerta o golpeaba las manos en la puerta del vecino (timbres no había) y el vecino nos atendía en la puerta, que no pocas veces estaba abierta, revelando que no se temía ninguna agresión y más bien se confiaba obtener favores, porque formábamos una comunidad en la que cada uno era conocido y estaba comprometido a resguardar al resto.

Para comunicarse a mayor distancia, las familias salían de visita. Las mujeres visitaban a media tarde a sus amigas de toda la vida, iban a tomar algunos mates o el té con leche, acompañadas por sus hijos más chicos (porque no tenían con quién dejarlos) y aprovechaban el encuentro para compartir historias del barrio u otras más impresionantes que habían leído o escuchado por la radio.

Recuerdo alguna, como la de la nuera de origen humilde, víctima del odio de la familia de su aristocrático marido, que encontraba una serpiente pitón en un cajón del ropero y moría de un síncope (dudo que el monstruo pudiera engullirla). Yo me asustaba al punto de sospechar del ropero victoriano de caoba con gran espejo que había a poca distancia de mi cama. ¿Quién podía odiar tanto, que se tomara el trabajo de asustar a una joven inocente, cuando era tanto más fácil envenenarla o degollarla? No sé si mi madre y sus amigas creían que eso hubiera ocurrido, pero no recuerdo que nadie reparara en mi presencia.

Las familias completas salían de visita al anochecer, durante los fines de semana. Íbamos en fila india, en nuestro caso acompañados por el perro de la casa, que debía defendernos de otros perros guardianes que se atrevieran a detenernos. El padre encabezaba la procesión, iluminando con una linterna eléctrica el estado de las veredas. Detrás, las mujeres llevaban algunas golosinas de regalo (buñuelos, pastelitos, palmeritas) con toda seguridad hechas en casa por ellas mismas, para demostrar que no eran incapaces y podían certificar ante cualquiera sus destrezas tradicionales.

Durante las visitas, las amas de casa sacaban a relucir las licoreras que la gente se regalaba en ocasiones como las bodas, y consistían en botellas de vidrio decoradas con figuras pintadas, y pequeños vasitos en los que se servían licores caseros, consistentes en alcohol rebajado con almíbar y jugos de frutas o frutas completas, como era el caso de los quinotos dulces y amargos.

A los niños tal vez nos dieran a probar, menos que un sorbo de licor, y nos recuerdo haciendo muecas de disgusto, porque el alcohol y el sabor intenso del brebaje no invitaban a pedir más. Cuando nos ordenaban que fuéramos a jugar con los niños de la casa, pasaba algo parecido. No era divertido, porque no nos conocíamos y ellos tenían sus reglas sobre el uso de juguetes o lugares que nosotros desconocíamos.

Las visitas brindaban la oportunidad del diálogo entre personas que se conocían desde mucho antes, se apreciaban, y sin embargo no se veían demasiado. Si todos hubieran tenido teléfono, como sucede en la actualidad, no hubiera sido necesario el desplazamiento físico. Si hubieran dispuesto de Twitter o Whatsapp, el arte de la conversación y el de la recepción no se hubieran desarrollado.

A veces llegábamos de sorpresa, pero con mayor frecuencia las visitas coincidían con aniversarios de cumpleaños, con onomásticos, y se anunciaban hasta con semanas de antelación, para no incomodar a los dueños de casa. Generalmente ellos estaban preparados. Bien vestidos, la casa en orden, buñuelos calientes o tortas perfumadas con ralladuras de limón en la mesa de la cocina, tazas con té de azahar para las damas o chocolate caliente para los niños.


Uno de los juegos infantiles que permitían incorporar a niños y niñas por igual, a diferencia de otros que los separaban por géneros, era el de las visitas, una parodia de lo que veíamos hacer a los adultos. Un grupo llegaba a la casa ajena, tocaba la puerta, era recibido por los dueños de casa, se intercambiaban saludos, como abrazos y besos en las mejillas, se los invitaba a pasar, se iniciaba una tranquila conversación sobre los tópicos habituales: el tiempo, la salud de los familiares, el trabajo.

Era un juego aburrido, puedo verlo ahora, inferior en diversión a los juegos de actividad física, tales como La Mancha Venenosa o Las Escondidas, que permitían correr, tocarse, ocultarse, hacer trampas. Las visitas era un juego donde las niñas se destacaban. Ellas eran amas de casa, madre, esposas que sometían a los varones a su discurso. Ellas controlaban la vida social, donde los varones siempre quedábamos relegados al rol de aprendices a los que siempre se corrige.

De ese modo nos entrenábamos los niños de hace más de medio siglo: los derechos y compromisos de los adultos nos alcanzarían a su debido tiempo, que desde la infancia no era dado visualizar. No era cosa de convencernos de que nosotros éramos el centro del universo, y por lo tanto inventaríamos nuestras propias reglas, ni podríamos librarnos de las obligaciones que los adultos aceptaban con resignación. Había que aprender las reglas y había que aplicarlas (sometiéndose a ellas) en el momento oportuno.

Por ejemplo, las visitas se pagaban. Si uno recibía la visita de alguien, quedaba comprometido a visitarlo en el futuro. Se trataba de una obligación que, de no ser respetada, exponía al infractor a perder una amistad. Recuerdo a mi madre y mis tías discutiendo qué hacer con las hermanas Menegoni, que vivían a cinco cuadras de distancia. Ellas no devolvían las visitas. Esa era una falta imperdonable. Quizás tuvieran demasiado trabajo, quizás no consideraran a mis tías dignas de ser sus amigas, quizás no pudieran afrontar el gasto de agasajar visitas. Nada las disculpaba de ser marginadas.

“Mamá, ¿cuándo nos vamos?”. No recuerdo haber oído esa pregunta que hoy hacen los niños, durante las visitas de nuestra infancia, incluyendo las menos atractivas. Había que esperar la decisión de los adultos, y ellos debían consultar el reloj, para no hacer una “visita de médico” (que se suponía muy corta) o “quedarse pegado al asiento” (en una visita interminable) tal como había que comer lo que nos ponían delante, aunque no nos gustara y sin hacer caras raras. No es que los mayores nos callaran, sino que al encarar la situación teníamos suficiente criterio para saber que no debíamos decirlo.