sábado, 26 de agosto de 2017

Sufrir o gozar la vida (I): Esperanzas y temores del siglo XX


Bomba Atómica de Hiroshima
El nihilismo estaba de moda en el siglo XX, entre aquellos que se consideraban inteligentes, probablemente para diferenciarse de una mayoría menos pensante, que sobrevivía sumida en la resignación y el optimismo. La crítica del sistema dominante se alimentaba de una sombría esperanza, a medida que transcurriera el tiempo; todo parecía condenado a ir de mal en peor. Los fantasmas del fin del mundo eran cada vez más contundentes, y denunciarlos de mil modos, tanto en las conversaciones triviales, como en el arte y la filosofía, era una misión que la Historia le había conferido a unos pocos iluminados.

¿Pero no ves, gilito embanderado / que la razón la tiene el de más guita? /  ¿Que la honradez la venden al contado / y la moral la dan por moneditas? / ¿Qué no hay ninguna verdad que se resista / frente a dos pesos moneda nacional? (Enrique Santos Discépolo: ¿Qué vachaché?)

Enrique Santos Discepolo
Haber nacido poco antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial, me aseguró un lugar privilegiado para observar (y participar, me gustara o no) en tales cambios de mentalidades, con sus esperanzas  desmedidas y sus decepciones generalizadas, que hoy todavía me pregunto cómo logré sobrevivir.
Mis padres me engendraron bajo la amenaza de la crisis económica internacional de los años `30. Crecí en la posguerra marcada por la inminencia de un enfrentamiento nuclear que prometía poner fin a la vida sobre el planeta. Llegué a la edad adulta, justo a tiempo para experimentar la eclosión de los intentos de liberación del Tercer Mundo, el feminismo, la píldora anticonceptiva, el VIH, la robotización del trabajo… La Historia no termina allí, pero la mera enunciación de eventos notables que presencié se vuelve abrumadora.
El siglo XX fue calificado como un Cambalache por el tango de Enrique Santos Discepolo, y el diagnóstico llegó muy pronto (1932) durante la etapa de transición entre la memoria cada vez más distante de los horrores de la Primera Guerra Mundial y el inicio de proceso que conduciría a los inimaginables horrores de la Segunda Guerra Mundial, mientras Argentina experimentaba las varias modalidades del fraude institucionalizado, que definieron a la llamada Década Infame.
La crisis generalizada de valores que describe Cambalache, podía reconocerse en una pluralidad de situaciones de la vida pública y privada. No había trabajo. El crimen organizado se revelaba impune. Los derechos políticos se encontraban conculcados. La gente aceptaba la visión tenebrosa del tango y las autoridades percibían ese acuerdo incómodo, por lo que no dudaban en censurar la letra de esas canciones en la radio y obligaban a utilizar un léxico que ignorara el lunfardo, probablemente en la esperanza de que al faltar la expresión de la crisis, la crisis dejara de existir.
¿Cómo caracterizar la realidad de hoy, casi un siglo después? Que más de dieciocho millones de personas, en un país de cuarenta millones de habitantes, dependa para subsistir de los planes sociales subsidiados por el Estado, que más de un tercio de la población se encuentre por debajo del nivel de pobreza, no son las evidencias más tranquilizadoras respecto de la sociedad argentina.
Vladimir Jankelevitch

El porvenir es ambiguo, en primer lugar porque es a la vez cierto e incierto. Lo cierto es que el futuro será, que advendrá un porvenir, pero cuál será es algo que queda envuelto en las brumas de la incertidumbre. De todos modos, el Aún-no, con el tiempo, será un Ahora; de todos modos, el porvenir será presente y será un Hoy, estemos o no ahí para verlo. (Vladimir Jankelevitch: La aventura, el aburrimiento, lo serio)

Me tocó crecer durante la segunda posguerra del siglo XX, una época de renovadas esperanzas y todavía mayores temores. El futuro que nos anunciaban, después del fin de una guerra que había dejado millones de víctimas en casi todo el planeta y sembrado la destrucción por donde pasaba, tenía que ser mejor, menos cruel, más constructivo, aunque solo fuera porque costaba imaginarlo igual a lo que acababa de concluir o incluso peor. Se lo suponía un mundo menos serio, distante de la solemnidad del discurso político, como anunciaban el boogie-woogie y el mambo, dos bailes que no pretendían ser tan serios como el tango, ni tan elegantes como el fox-trot. El scatting del jazz de Ella Fitzgerald, Sarah Vaughan o Cab Calloway, prescindía de las palabras reconocibles y utilizaba tan solo sílabas sin sentido para dar forma al ritmo bailable. Ningún contenido que no fuera el ritmo apto para moverse en compañía. Trivialidad, pasatiempo, disfrute de estar con otra persona. ¿Para qué buscar más?
Pesticidas
Expectativas razonables sobre lo que ocurriría durante una paz que se confiaba duradera, podían ser compartidas por grandes sectores de la población, sin importar la edad, el género o la condición social. Los regímenes totalitarios de Alemania, Italia y Japón habían sido vencidos definitivamente por la democracia. Nazismo y Fascismo no regresarían, puesto que sus inspiradores habían muerto. La penicilina llegaba para liquidar las infecciones que hasta entonces había sido difícil controlar. El DDT acabaría para siempre con las plagas de la agricultura, con lo que las hambrunas colectivas pasarían a ser cosa del pasado (¿cómo prever que quedaría incorporado a los alimentos que arruinan la salud humana?).
Contaminación oceánica
Los plásticos reemplazarían a la loza y el vidrio en la vajilla doméstica (nadie podía imaginar que setenta años más tarde, los desechos plásticos pulverizado, contaminaran en dos grandes áreas el Océano Pacífico, poniendo en peligro la vida submarina). Las medias de nylon de las mujeres ya no tendrían molestas corridas. Todo el mundo tendría un auto (aunque le costara pagarlo y se viera obligado a vivir cada vez más lejos de su empleo, por lo que necesitaría dedicarle cada vez más tiempo a viajar por carreteras atestadas) generando gases dañinos).
Congestión de tránsito
No conviene descuidar el enorme poder de una sociedad satisfecha pero aburrida, que no se resigna a subsistir con los recursos que le fueron asignados, y se dedica a buscar (no importa dónde) más diversión de la que había imaginado en épocas de crisis. Puesto que la imagen de una revuelta que trastorne los ejes de la sociedad, tras los excesos del estalinismo, causa un temor que paraliza a muchos, les ofrece una barrera que consideran indeseable de franquear. Tal vez los participantes de ese colectivo carezcan de proyectos comunes, tal vez disipen sus energías en actividades que objetivamente se revelan inútiles o incluso autodestructivas, a pesar de que las encaren con tal dedicación, que al menos en esos momentos en que las disfrutan, parecen estar coordinados.
El sexo es uno de esos ámbitos. Habitualmente se lo disfruta en privado, en compañía de parejas estables o eventuales, porque revela demasiado sobre aquel que se expone a compartirlo. La vida en sociedad exige la adopción de máscaras respetables, convencionales, que el sexo derriba. El sexo puede ser temido por muchos y sin embargo promete disfrutes difíciles de resistir para el común de la gente. Pocos son aquellos que intentan desoír su llamado y todavía son menos quienes consiguen dejarlo de lado.

Prácticamente no existe ninguna otra actividad o empresa que se inicie con tan tremendas esperanzas y expectativas, y que no obstante, fracase tan a menudo como el amor. (Erich Fromm: El Arte de Amar)

Fiebre de los teléfonos celulares
Durante la primera mitad del siglo XX, probablemente por influencia de las dos guerras mundiales y las grandes crisis económicas, no se consideraba correcto abandonarse a ningún disfrute. A los niños se nos pregonaba desde muy temprano la moderación en todos los aspectos. No debíamos comer demasiado, ni pedir regalos imposibles a los Reyes Magos, ni sobresalir en una reunión de adultos. Tampoco estaba permitido no comer lo que se nos presentaba, ni revelar que no nos gustaban los regalos, ni quedarnos callados cuando los adultos esperaban que nos luciéramos con recitados u otras habilidades.
Aurea mediocritas es la locución latina que expresa ese ideal de medianía, de discreción, de contención, que hoy parece referirse a otro universo, paralelo y desconectado del actual, donde el exceso es la norma y hasta se lo celebra. Los nuevos héroes de la modernidad, los millonarios músicos de rock, se drogan en público, se desnudan en el curso de sus shows, destruyen instrumentos, insultan a sus admiradores, cuando lo deseable, medio siglo antes, era que fueran un modelo de elegancia, hicieran música, halagaran a quienes pagaron por ver su desempeño. Durante la sicodelia de los años `60 y `70 se revivió la enigmática frase de William Blake que probablemente se refería a otras situaciones: “El camino del exceso conduce al palacio de la sabiduría”.
Sifones
La presencia del sifón de soda aseguraba en las mesas argentinas la moderación en el consumo de alcohol que se pregonaba desde el mundo antiguo. Un vaso de vino era en realidad un vaso de agua con vino (y burbujas, para darle un carácter menos trivial a la bebida). El abandono al vino bebido sin atenuantes, con el propósito de embriagarse y perder el contacto con la realidad, era mal considerado por la gente.
El ebrio era un vicioso, a veces un participante incómodo de las reuniones sociales, no un enfermo que debiera compadecerse o someterse a un tratamiento desintoxicante. La copa del olvido (de los compromisos familiares y buena educación) era eludida mediante la incorporación del sifón al consumo de la bebida alcohólica, relegada a la categoría de inocente refresco.
Había que disfrutar moderadamente los placeres de la vida, casi como si hubiera que disculparse de intentarlo, cuando había tantas cosas más urgentes. Si no quedaba otra alternativa que sufrir, se esperaba que se contuvieran las efusiones de dolor mientras resultara posible. Una cultura de la contención permitía que una existencia probablemente poco placentera, se volviera sin embargo tolerable.