Bomba Atómica de Hiroshima |
¿Pero no ves, gilito
embanderado / que la razón la tiene el de más guita? / ¿Que la honradez la venden al contado / y la
moral la dan por moneditas? / ¿Qué no hay ninguna verdad que se resista /
frente a dos pesos moneda nacional? (Enrique Santos Discépolo: ¿Qué vachaché?)
Enrique Santos Discepolo |
Mis padres me engendraron bajo la amenaza de la crisis económica
internacional de los años `30. Crecí en la posguerra marcada por la inminencia
de un enfrentamiento nuclear que prometía poner fin a la vida sobre el planeta.
Llegué a la edad adulta, justo a tiempo para experimentar la eclosión de los
intentos de liberación del Tercer Mundo, el feminismo, la píldora
anticonceptiva, el VIH, la robotización del trabajo… La Historia no termina
allí, pero la mera enunciación de eventos notables que presencié se vuelve
abrumadora.
El siglo XX fue calificado como un Cambalache por el tango
de Enrique Santos Discepolo, y el diagnóstico llegó muy pronto (1932) durante
la etapa de transición entre la memoria cada vez más distante de los horrores
de la Primera Guerra Mundial y el inicio de proceso que conduciría a los
inimaginables horrores de la Segunda Guerra Mundial, mientras Argentina
experimentaba las varias modalidades del fraude institucionalizado, que
definieron a la llamada Década Infame.
La crisis generalizada de valores que describe Cambalache,
podía reconocerse en una pluralidad de situaciones de la vida pública y privada.
No había trabajo. El crimen organizado se revelaba impune. Los derechos
políticos se encontraban conculcados. La gente aceptaba la visión tenebrosa del
tango y las autoridades percibían ese acuerdo incómodo, por lo que no dudaban
en censurar la letra de esas canciones en la radio y obligaban a utilizar un
léxico que ignorara el lunfardo, probablemente en la esperanza de que al faltar
la expresión de la crisis, la crisis dejara de existir.
¿Cómo caracterizar la realidad de hoy, casi un siglo después?
Que más de dieciocho millones de personas, en un país de cuarenta millones de
habitantes, dependa para subsistir de los planes sociales subsidiados por el Estado,
que más de un tercio de la población se encuentre por debajo del nivel de
pobreza, no son las evidencias más tranquilizadoras respecto de la sociedad
argentina.
Vladimir Jankelevitch |
El porvenir es ambiguo, en
primer lugar porque es a la vez cierto e incierto. Lo cierto es que el futuro
será, que advendrá un porvenir, pero cuál será es algo que queda envuelto en
las brumas de la incertidumbre. De todos modos, el Aún-no, con el tiempo, será
un Ahora; de todos modos, el porvenir será presente y será un Hoy, estemos o no
ahí para verlo. (Vladimir Jankelevitch: La aventura, el aburrimiento, lo serio)
Me tocó crecer durante la segunda posguerra del siglo XX,
una época de renovadas esperanzas y todavía mayores temores. El futuro que nos
anunciaban, después del fin de una guerra que había dejado millones de víctimas
en casi todo el planeta y sembrado la destrucción por donde pasaba, tenía que
ser mejor, menos cruel, más constructivo, aunque solo fuera porque costaba
imaginarlo igual a lo que acababa de concluir o incluso peor. Se lo suponía un
mundo menos serio, distante de la solemnidad del discurso político, como
anunciaban el boogie-woogie y el
mambo, dos bailes que no pretendían ser tan serios como el tango, ni tan
elegantes como el fox-trot. El scatting del jazz de Ella Fitzgerald, Sarah Vaughan o Cab Calloway, prescindía
de las palabras reconocibles y utilizaba tan solo sílabas sin sentido para dar
forma al ritmo bailable. Ningún contenido que no fuera el ritmo apto para
moverse en compañía. Trivialidad, pasatiempo, disfrute de estar con otra
persona. ¿Para qué buscar más?
Pesticidas |
Contaminación oceánica |
Congestión de tránsito |
El sexo es uno de esos ámbitos. Habitualmente se lo disfruta
en privado, en compañía de parejas estables o eventuales, porque revela
demasiado sobre aquel que se expone a compartirlo. La vida en sociedad exige la
adopción de máscaras respetables, convencionales, que el sexo derriba. El sexo
puede ser temido por muchos y sin embargo promete disfrutes difíciles de
resistir para el común de la gente. Pocos son aquellos que intentan desoír su
llamado y todavía son menos quienes consiguen dejarlo de lado.
Prácticamente no existe ninguna
otra actividad o empresa que se inicie con tan tremendas esperanzas y
expectativas, y que no obstante, fracase tan a menudo como el amor. (Erich
Fromm: El Arte de Amar)
Durante la primera mitad del siglo XX, probablemente por
influencia de las dos guerras mundiales y las grandes crisis económicas, no se
consideraba correcto abandonarse a ningún disfrute. A los niños se nos
pregonaba desde muy temprano la moderación en todos los aspectos. No debíamos
comer demasiado, ni pedir regalos imposibles a los Reyes Magos, ni sobresalir
en una reunión de adultos. Tampoco estaba permitido no comer lo que se nos
presentaba, ni revelar que no nos gustaban los regalos, ni quedarnos callados
cuando los adultos esperaban que nos luciéramos con recitados u otras
habilidades.
Aurea mediocritas
es la locución latina que expresa ese ideal de medianía, de discreción, de
contención, que hoy parece referirse a otro universo, paralelo y desconectado
del actual, donde el exceso es la norma y hasta se lo celebra. Los nuevos
héroes de la modernidad, los millonarios músicos de rock, se drogan en público,
se desnudan en el curso de sus shows, destruyen instrumentos, insultan a sus
admiradores, cuando lo deseable, medio siglo antes, era que fueran un modelo de
elegancia, hicieran música, halagaran a quienes pagaron por ver su desempeño. Durante
la sicodelia de los años `60 y `70 se revivió la enigmática frase de William Blake
que probablemente se refería a otras situaciones: “El camino del exceso conduce
al palacio de la sabiduría”.
Sifones |
El ebrio era un vicioso, a veces un participante incómodo de
las reuniones sociales, no un enfermo que debiera compadecerse o someterse a un
tratamiento desintoxicante. La copa del olvido (de los compromisos familiares y
buena educación) era eludida mediante la incorporación del sifón al consumo de
la bebida alcohólica, relegada a la categoría de inocente refresco.
Había que disfrutar moderadamente los placeres de la vida,
casi como si hubiera que disculparse de intentarlo, cuando había tantas cosas
más urgentes. Si no quedaba otra alternativa que sufrir, se esperaba que se
contuvieran las efusiones de dolor mientras resultara posible. Una cultura de
la contención permitía que una existencia probablemente poco placentera, se
volviera sin embargo tolerable.