Hipódromo de Palermo, 1907 |
Ortega y Gasset en Buenos Aires |
El argentino típico no tiene
vocación de ser, ya que él imagina ser. Vive pues entregado, pero no a una
realidad, sino a una imagen. Y en efecto el argentino se está mirando siempre
en la propia imaginación. Es sobremanera Narciso. El guarango tiene el apetito
de ser admirable, superlativo, único, pero necesita creer en esa imagen, y para
poder creer tiene que obtener triunfos, y si los triunfos no llegan, duda de sí
mismo deplorablemente. (Ortega y Gasset: La Pampa… promesa)
¡Qué odiosa suena la expresión “el argentino típico”! Más
aún, proviniendo de un intelectual respetado, que uno supone libre del error
elemental de confundir el mapa con el territorio, como planteó hace tiempo
Alfred Korzybski.
Ser guarango suele ser visto como la evidencia de un handicap que en lugar de avergonzar y
poner límites a la conducta del infractor, lo ha vuelto agresivo, incluso desafiante,
pero no logra esconder la situación desventajosa que le ha dado origen. Si se
intenta presentarlo como una señal de autenticidad, que reclama la aceptación
del resto del mundo, no puede ocultar la confesión de ser menos, de no haber
tenido la oportunidad de adecuarse mejor a los criterios dominantes.
En épocas de cambios sociales, la guaranguería aflora, imposible
de ser ignorada, demostrando que había estado contenida (reprimida) todo el
tiempo y de pronto reclama una visibilidad que le corresponde y sin embargo se
le negó.
La guaranguería es la espontaneidad
de las nuevas clases, de las promociones que irrumpen con cada ascenso de la
sociedad, porque los dos grandes movimientos populares del siglo [en Argentina]
–el [radical] de 1914-18 y el [peronista] de 1943-45- han sido la expresión de
eso: de ascensos masivos. (Arturo
Jauretche: Tilingos)
Cabecitas negras en fuente de Plaza de Mayo |
Plaza de mayor, 17/10/1945 |
De acuerdo a la visión de buena parte de la sociedad, no
hacía falta mucho más para indicar el cariz de los nuevos tiempos. No se
respetaría nada, ningún valor tradicional, y el irrespeto sería estimulado y
hasta refrendado desde el Poder, porque era una forma eficacísima de liquidar a
quienes habían estado en el control de la situación durante décadas.
Repentinamente, el viejo orden quedaba derogado y el nuevo orden imponía sus
propias normas, que angustiaban a muchos.
En este país donde uno
aprovechaba cualquier oportunidad para joder a los demás y pasarla bien a
costillas ajenas, había que tener mucho cuidado para conservar la dignidad.
(Germán Rozenmacher: Cabecita negra)
Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares |
¡Qué entusiasmo partidario te
perdiste, Nelly! En cada foco de población muerto de hambre se nos quería colar
una verdadera avalancha que tenía emberretinada el más puro idealismo, peo el
capo de nuestra carrada, Garfunkel, sabía repeler como corresponde a ese
farabutaje sin abuela, máxime si te metés en el coco que entre tanto mascalzone
patentado bien se podía emboscar un quintacolumna. (Jorge Luis Borges y Adolfo
Bioy Casares: La fiesta del Montruo)
Anthony Burgess describe en A Clorkwork Orange, con recursos
parecidos de humor y promiscuidad lingüística, el mundo futuro de una
Inglaterra seducida (más que derrotada) por todo lo que en medio de la Guerra
Fría se esperaba de una amenaza soviética que pondría fin a la civilización
occidental. La juventud del nuevo régimen combina en la novela de Burgess el
irrespeto habitual del hooligan futbolero
con la más completa ignorancia de los valores del pasado.
En Venezuela encontré un término insultante, “parejero”, que
expresa la protesta de la gente educada contra la insubordinación del guarango,
inaceptable para la opinión tradicional. ¿Cómo puede ser que alguien se atreva
a demostrar, por ejemplo, que es igual a quienes se saben superiores a él en
conocimientos, modales o ancestros, cuando es a todas luces inferior y debería
resignarse a su situación desventajosa, porque (sin importar la continuidad de
sus esfuerzos) no le estará permitido superar su situación? Suena cruel y lo
es. El habla cotidiana lo dice sin esfuerzo ni violencia.
Ser un “pata en el suelo” (como se denigraba desde la alta
sociedad caraqueña al prócer de la Independencia José Antonio Páez) indica la
idea complementaria: el desposeído queda condenado por esa experiencia previa
de la desventaja, a no esperar nada mejor para sí mismo o sus descendientes.
Aunque no haya nacido en una sociedad de castas, como se declara la hindú,
sobran las evidencias de que no le estará permitido escapar de la marginalidad
en la que tuvo la mala suerte de nacer.
En Chile descubrí años más tarde los términos “patudo” o “fresco”,
que describen la condición de aquellos que en el curso del trato social se
toman demasiada confianza, que abusan de la paciencia de otros, y aprovechan la
tolerancia ajena para sacar ventajas. “Patudo” refiere a aquellos que por su
pobreza no habían conseguido calzarse durante sus primeros años y quedarían
marcados definitivamente por tal carencia (preferirían andar descalzos, con
todos los inconvenientes que eso les acarree, incluso cuando tienen la oportunidad
de calzarse).
Había en el continente americano, de acuerdo a los criterios
dominantes de mediados del siglo XX, un lugar establecido para cada uno, de
manera tal que los posibles conflictos se redujeran al mínimo. Entre personas
de distinto género y en público, la gente se comportaba de cierta manera, que
no era lo mismo que en privado o entre personas del mismo género.
El trato socialmente aceptado en sociedad, utilizaba un
lenguaje plagado de eufemismos y gestos corteses, que tal vez no dijera mucho,
pero de todos modos resultaba difícil de aprender. El “grasa” argentino era un
desubicado, alguien que no había podido instruirse para que lo aceptaran, o que
había rechazado instruirse, creyéndose capaz de vivir al margen del juicio de
la sociedad. Estaba condenado por su origen (un dato sobre el cual cabe mentir,
pero no puede alterarse). Más temprano que tarde “mostraba la hilacha”, dejaba
ver su verdadera índole, por lo general sin darse cuenta y hasta contra su
voluntad, porque se lo estaba vigilando y se tomaba en cuenta cada detalle.
Ser educado era pronunciar todas las letras del alfabeto
cuando se hablaba y disponer de un vocabulario apropiado para cada ocasión, así
como ser guarango era tropezar con la conjugación de los tiempos verbales, comerse
las letras finales de cada palabra, recurrir a un léxico limitadísimo, donde
las muletillas y las interjecciones llevaban el mayor peso de la comunicación,
intercalar vocablos obscenos o tan solo malsonantes, en los contextos menos
apropiados, para facilitar una expresión que no lograba ser controlada.
La buena educación no era un privilegio de las clases acomodadas,
que sus miembros hubieran adquirido gracias a la frecuentación de colegios
privados y el roce cotidiano con los sectores más ilustrados de la sociedad.
Los pobres también podían ser bien educados, en el sentido meramente formal que
desde mediados del siglo XIX planteaba el Manual de Urbanidad y Buenas
Costumbres de Manuel Carreño.
Ellos podían respetar sin equivocarse las jerarquías sociales
existentes, a ellos les correspondía callarse cuando no se les invitaba a decir
nada, no participar si no se les invitaba, pedir perdón cuando intuían haber
cometido alguna falta en el trato social. En una palabra, tenían la oportunidad
de revelar su total sumisión a los códigos dominantes en una sociedad que
demostraba su generosidad al concederles algún espacio.
Enrique Santos Discepolo |
Nada parece más alejado de ese conformismo, no pocas veces
repugnante, por las injusticias aceptadas, por la autoestima vulnerada, que la
actual carencia de buenas maneras. ¿Se trata de un fenómeno nuevo? Enrique
Santos Discépolo lo detectaba a comienzos de los `30, como indica la letra del
tango Cambalache.
Todo es igual. / Nada es mejor
/ lo mismo un burro / que un gran
profesor. / Siglo XX, cambalache / problemático y febril. / El que no llora no
mama / y el que no mama es un gil. (Enrique Santos Discépolo: Cambalache)