viernes, 4 de noviembre de 2016

Todo es igual, nada es mejor: la era de la guaranguería


Hipódromo de Palermo, 1907
Hubo tradicionalmente en Argentina, más de una diferencia perceptible entre demostrarse educado, capaz de alternar en sociedad, exhibir buenos modales, y carecer de un mínimo de educación (o lo que es igual, ser grosero, guarango, desubicado, y por lo tanto susceptible de recibir algún castigo por tales infracciones a las normas de la comunidad). A veces el guarango no tardaba en descubrir que se generaba un vacío alrededor suyo, un espacio de incomunicación que le indicaba sin necesidad de palabras, la condena social callada pero unánime. A veces se lo reconvenía en público o privado, para lograr que reconociera su error y modificara de inmediato su comportamiento.
Ortega y Gasset en Buenos Aires
Cuando un visitante extranjero detectaba esta situación, no era bien recibido, como sucede siempre con los portadores de malas noticias.

El argentino típico no tiene vocación de ser, ya que él imagina ser. Vive pues entregado, pero no a una realidad, sino a una imagen. Y en efecto el argentino se está mirando siempre en la propia imaginación. Es sobremanera Narciso. El guarango tiene el apetito de ser admirable, superlativo, único, pero necesita creer en esa imagen, y para poder creer tiene que obtener triunfos, y si los triunfos no llegan, duda de sí mismo deplorablemente. (Ortega y Gasset: La Pampa… promesa)

¡Qué odiosa suena la expresión “el argentino típico”! Más aún, proviniendo de un intelectual respetado, que uno supone libre del error elemental de confundir el mapa con el territorio, como planteó hace tiempo Alfred Korzybski.
Ser guarango suele ser visto como la evidencia de un handicap que en lugar de avergonzar y poner límites a la conducta del infractor, lo ha vuelto agresivo, incluso desafiante, pero no logra esconder la situación desventajosa que le ha dado origen. Si se intenta presentarlo como una señal de autenticidad, que reclama la aceptación del resto del mundo, no puede ocultar la confesión de ser menos, de no haber tenido la oportunidad de adecuarse mejor a los criterios dominantes.
En épocas de cambios sociales, la guaranguería aflora, imposible de ser ignorada, demostrando que había estado contenida (reprimida) todo el tiempo y de pronto reclama una visibilidad que le corresponde y sin embargo se le negó.

La guaranguería es la espontaneidad de las nuevas clases, de las promociones que irrumpen con cada ascenso de la sociedad, porque los dos grandes movimientos populares del siglo [en Argentina] –el [radical] de 1914-18 y el [peronista] de 1943-45- han sido la expresión de eso: de ascensos masivos.  (Arturo Jauretche: Tilingos)

Cabecitas negras en fuente de Plaza de Mayo
Los “cabecitas negras” de ascendencia indígena, que se habían mantenido en el interior del país, emigraron a la Capital, en busca de mejores condiciones de vida. Esperaban encontrar los empleos que la cerrada sociedad provinciana les negaba, y descubrieron la marginalidad urbana de las villas miseria. Había un sitio para ellos, cerca y sin embargo lejos del mito del progreso ilimitado que se les había prometido o solo anunciado desde los medios de comunicación y el discurso político. Físicamente, ellos discrepaban de la imagen blanqueada que Argentina había intentado construir desde hacía un siglo, al promover la inmigración europea masiva.
Plaza de mayor, 17/10/1945
De acuerdo a una fotografía mítica de la prensa, el 17 de octubre de 1945, los “cabecitas negras” que exigían del gobierno militar argentino, en la Plaza de Mayo, la liberación del Coronel Juan Domingo Perón, por entonces preso en la isla Martín García, se refrescaron los pies en las fuentes decorativas que habían sido puestas ahí con otros propósitos, indudablemente menos prácticos.
De acuerdo a la visión de buena parte de la sociedad, no hacía falta mucho más para indicar el cariz de los nuevos tiempos. No se respetaría nada, ningún valor tradicional, y el irrespeto sería estimulado y hasta refrendado desde el Poder, porque era una forma eficacísima de liquidar a quienes habían estado en el control de la situación durante décadas. Repentinamente, el viejo orden quedaba derogado y el nuevo orden imponía sus propias normas, que angustiaban a muchos.

En este país donde uno aprovechaba cualquier oportunidad para joder a los demás y pasarla bien a costillas ajenas, había que tener mucho cuidado para conservar la dignidad. (Germán Rozenmacher: Cabecita negra)

Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares
Se sabe el tenor de la repulsa del peronismo expresada en un texto humorístico y aterrorizante de 1947, escrito bajo seudónimo, por Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares. En La fiesta del monstruo, publicado una década después del 17 de octubre, la chusma peronista (heredera directa de aquella mazorquera que Esteban Echeverría presentó en El Matadero, más de un siglo antes) se presenta como una amenaza a un estilo de vida que se suponía propio de Argentina, una realidad de la cual un par de intelectuales intenta burlarse, porque ni siquiera puede ser analizada.

¡Qué entusiasmo partidario te perdiste, Nelly! En cada foco de población muerto de hambre se nos quería colar una verdadera avalancha que tenía emberretinada el más puro idealismo, peo el capo de nuestra carrada, Garfunkel, sabía repeler como corresponde a ese farabutaje sin abuela, máxime si te metés en el coco que entre tanto mascalzone patentado bien se podía emboscar un quintacolumna. (Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares: La fiesta del Montruo)

Anthony Burgess describe en A Clorkwork Orange, con recursos parecidos de humor y promiscuidad lingüística, el mundo futuro de una Inglaterra seducida (más que derrotada) por todo lo que en medio de la Guerra Fría se esperaba de una amenaza soviética que pondría fin a la civilización occidental. La juventud del nuevo régimen combina en la novela de Burgess el irrespeto habitual del hooligan futbolero con la más completa ignorancia de los valores del pasado.
En Venezuela encontré un término insultante, “parejero”, que expresa la protesta de la gente educada contra la insubordinación del guarango, inaceptable para la opinión tradicional. ¿Cómo puede ser que alguien se atreva a demostrar, por ejemplo, que es igual a quienes se saben superiores a él en conocimientos, modales o ancestros, cuando es a todas luces inferior y debería resignarse a su situación desventajosa, porque (sin importar la continuidad de sus esfuerzos) no le estará permitido superar su situación? Suena cruel y lo es. El habla cotidiana lo dice sin esfuerzo ni violencia.
Ser un “pata en el suelo” (como se denigraba desde la alta sociedad caraqueña al prócer de la Independencia José Antonio Páez) indica la idea complementaria: el desposeído queda condenado por esa experiencia previa de la desventaja, a no esperar nada mejor para sí mismo o sus descendientes. Aunque no haya nacido en una sociedad de castas, como se declara la hindú, sobran las evidencias de que no le estará permitido escapar de la marginalidad en la que tuvo la mala suerte de nacer.
En Chile descubrí años más tarde los términos “patudo” o “fresco”, que describen la condición de aquellos que en el curso del trato social se toman demasiada confianza, que abusan de la paciencia de otros, y aprovechan la tolerancia ajena para sacar ventajas. “Patudo” refiere a aquellos que por su pobreza no habían conseguido calzarse durante sus primeros años y quedarían marcados definitivamente por tal carencia (preferirían andar descalzos, con todos los inconvenientes que eso les acarree, incluso cuando tienen la oportunidad de calzarse).
Había en el continente americano, de acuerdo a los criterios dominantes de mediados del siglo XX, un lugar establecido para cada uno, de manera tal que los posibles conflictos se redujeran al mínimo. Entre personas de distinto género y en público, la gente se comportaba de cierta manera, que no era lo mismo que en privado o entre personas del mismo género.
El trato socialmente aceptado en sociedad, utilizaba un lenguaje plagado de eufemismos y gestos corteses, que tal vez no dijera mucho, pero de todos modos resultaba difícil de aprender. El “grasa” argentino era un desubicado, alguien que no había podido instruirse para que lo aceptaran, o que había rechazado instruirse, creyéndose capaz de vivir al margen del juicio de la sociedad. Estaba condenado por su origen (un dato sobre el cual cabe mentir, pero no puede alterarse). Más temprano que tarde “mostraba la hilacha”, dejaba ver su verdadera índole, por lo general sin darse cuenta y hasta contra su voluntad, porque se lo estaba vigilando y se tomaba en cuenta cada detalle.
Ser educado era pronunciar todas las letras del alfabeto cuando se hablaba y disponer de un vocabulario apropiado para cada ocasión, así como ser guarango era tropezar con la conjugación de los tiempos verbales, comerse las letras finales de cada palabra, recurrir a un léxico limitadísimo, donde las muletillas y las interjecciones llevaban el mayor peso de la comunicación, intercalar vocablos obscenos o tan solo malsonantes, en los contextos menos apropiados, para facilitar una expresión que no lograba ser controlada.
La buena educación no era un privilegio de las clases acomodadas, que sus miembros hubieran adquirido gracias a la frecuentación de colegios privados y el roce cotidiano con los sectores más ilustrados de la sociedad. Los pobres también podían ser bien educados, en el sentido meramente formal que desde mediados del siglo XIX planteaba el Manual de Urbanidad y Buenas Costumbres de Manuel Carreño.
Ellos podían respetar sin equivocarse las jerarquías sociales existentes, a ellos les correspondía callarse cuando no se les invitaba a decir nada, no participar si no se les invitaba, pedir perdón cuando intuían haber cometido alguna falta en el trato social. En una palabra, tenían la oportunidad de revelar su total sumisión a los códigos dominantes en una sociedad que demostraba su generosidad al concederles algún espacio.
Enrique Santos Discepolo
Nada parece más alejado de ese conformismo, no pocas veces repugnante, por las injusticias aceptadas, por la autoestima vulnerada, que la actual carencia de buenas maneras. ¿Se trata de un fenómeno nuevo? Enrique Santos Discépolo lo detectaba a comienzos de los `30, como indica la letra del tango Cambalache.

Todo es igual. / Nada es mejor /  lo mismo un burro / que un gran profesor. / Siglo XX, cambalache / problemático y febril. / El que no llora no mama / y el que no mama es un gil. (Enrique Santos Discépolo: Cambalache)