lunes, 5 de agosto de 2013

Casi pido perdón por sobrevivir

Giorgio di Chirico: Pintura
Cada uno de nosotros espera que las generaciones que nos precedieron dejen este mundo antes de que nos llegue el turno, que liberen de su presencia un territorio que puede ser nuestro, con todas las responsabilidades que acarrea ocuparlo.
Con frecuencia nos duele que los mayores se ausenten, pero sabemos que no es otro el orden habitual de las cosas. Hasta los menos dados a la resignación, esperan esa soledad inevitable.
Los padres habrán de morir antes que los hijos. Conocer a los nietos es una dádiva de la suerte y los genes que siempre se agradece, pero tal vez no llegue a disfrutarse, y en tal caso no tienen mucho sentido las quejas.
La muerte de los contemporáneos, en cambio, siembra un desasosiego del que cuesta librarse. Si ellos murieron, cuando teníamos la misma edad, o al menos compartíamos las mismas experiencias, ¿cuándo será mi turno? La historia de los amigos anuncia nuestra historia. ¿Cómo es que comenzó tan pronto el turno de morir, si hasta el momento en que un amigo murió, yo esperaba no irme nunca de este mundo?
Mi primer contemporáneo en desaparecer, fue un compañero de secundaria, de apellido García, a quien de la noche a la mañana se le diagnosticó cáncer y en pocas semanas murió. No éramos amigos, pero habíamos compartido tres o cuatro años de clases y nos sentábamos en bancos cercanos. Su padre era un ordenanza del colegio. Creo recordarlo sentado, como yo, junto a una de las ventanas de nuestro salón.
Estaba acostumbrado a verlo, moreno, peinado a la gomina, sonriente, y de pronto lo encontraba tendido en un ataúd, en una casa de la bajada al Balneario Municipal de San Pedro. Nunca he podido mirar la cara de un muerto. Me impresiona como obscena la observación impune de alguien que ya no puede respondernos. El velatorio de García, fue la primera oportunidad en que lo comprobé. Sabía que era él, pero no lo verifiqué. No quise confrontarlo con la imagen de alguien que recordaba tal vez enfermo, pero de todos modos vivo.
O.G. y Mauricio Scherevschevsky (arriba, en el centro) y cinco amigos hoy muertos
Hay muertes y muertes. Algunos esperan el fin o luchan con todas las fuerzas para evitarlo, mientras otros salen a buscar, no la muerte, pero al menos un riesgo que puede desembocar en ella, como si solo así valiera la pena estar en este mundo. Pupi R. era uno de esos tipos encantadores que uno encontraba en la universidad y con los cuales parecía fácil ser amigo, sin complicarse demasiado en los detalles. Un día desapareció y meses más tarde nos enteramos que había sido hallado muerto por el ejército, que perseguía a una guerrilla que intentaba emular la aventura de los cubanos en Tucumán. Cómo se había incubado la aventura, cómo fracasó por un descuido inaceptable (bajar de la selva a un arroyo, con el objeto de bañarse) no terminaré de entenderlo. A comienzos de los `60, las esperanzas de cambio social parecían al alcance de la mano de los primeros que se decidieran a intentarlo. Era el asalto al cielo, de acuerdo a la metáfora de Marx, en su ensayo sobre la Comuna de Paris, una promesa que la revolución cubana renovaba.
El despertar fue cruel. Varios de mis compañeros de universidad murieron por su propia mano, desengañados. Armando B. era uno de mis amigos más radicales. Lo recuerdo afirmando a mediados de los `60, que después de los 30 años y la aceptación de los valores dominantes en nuestra sociedad, nadie merecía vivir. Cuando tiempo más tarde pasó por la experiencia de ser traicionado por un socio inescrupuloso y pagar su credulidad con la cárcel, optó por eliminarse. Mario B. murió en el exilio, solo y con sobrepeso. Carlos F. debió ser víctima de los estimulantes que consumía. De Myrtha L. nunca me llegaron detalles, pero su última carta, escrita tras la muerte de su pareja, era de despedida.
Edward Hooper: Pintura
Haber sobrevivido a las desilusiones es una ventaja que deja en condiciones de afrontar nuevos desafíos, pero rara vez se la disfruta como una victoria.
Es abrumadora la muerte de aquellos que de una manera u otra desearon morir. Por un lado, se salieron con la suya, por dolorosa que sea su decisión para los testigos que desconocen las circunstancias. Por el otro, ¿no alentaban ya ninguna esperanza?¿Quién no ha sentido en algún momento de crisis una desolación parecida? Sin embargo, ha continuado resistiendo, como la rata que cae en depósito industrial de leche, y en lugar de abandonarse a la muerte, patalea durante una noche entera, hasta despertar en la mañana, sin fuerzas, pero descansando sobre un gran pote de manteca.
Durante los `70, se produjo una sucesión de muertes de gente que yo había estimado, colegas, amigos, víctimas de la represión del Estado, tanto en Argentina como en Chile. Varios desaparecieron. No es estuvieran muertos, de acuerdo a la información oficial, pero tampoco podía verificarse que permanecieran vivos, y entonces uno luchaba por encontrarlos, presumiendo lo peor. Mauricio, un sacerdote uruguayo que hacía trabajo social en las villas de Buenos Aires, fue visto por última vez en un centro de tortura, como supimos casi una década más tarde. Pasó en nuestro departamento de Caracas su última noche en Venezuela, y estaba tan decidido a regresar, en 1979, para reiniciar sus actividades, que hubiera sido indecente tratar de convencerlo de lo contrario.
Horacio C., nuestro testigo de matrimonio, a quien mi mujer conocía desde su infancia, por haber sido estudiante de mi suegra, regresó a Chile en 1976, donde esperaban su mujer, sus hijos y el partido político en el que militaba. El Golpe de Estado lo había sorprendido en Europa y allí hubiera podido mantenerse, en el exilio pero seguro. Al regresar, lo atraparon, delatado por alguien que él y nosotros conocíamos. La búsqueda de los familiares fue incansable y en vano. A mediados de los `90 se detectó una pista. Hallaron una pieza dental de Horacio, en el sitio donde enterraron por primera vez su cuerpo, antes de inhumarlo (algunos años más tarde) para que desapareciera definitivamente, quizás en alta mar. Por el ADN de ese diente, nuestro amigo fue reconocido casi treinta años más tarde.
Durante los últimos años `80 y comienzos de los `90, llegaron las muertes por VIH, que la gente enmascaraba para eludir el rechazo social. Mi amigo Ricardo L., director teatral, se había resignado a morir, cuando nos vimos por última vez en Caracas, en 1993. No luchaba. Era portador del virus. La muerte iba a alcanzarlo sin que él hiciera nada para oponerse. No alimentaba ningún reproche por su suerte. Otro director de teatro, Carlos G., en cambio, se encerró a morir en un departamento inaccesible, rodeado por su madre y su hermana, convocadas para aislarlo del mundo que lo había celebrado (y que probablemente había sido contagiado por él). Se hablaba de una muerte horrible, tras haber sido deformado por la enfermedad, mientras sus pocos amigos y sus más numerosos enemigos lo creían disfrutando un año sabático en Europa.
En el curso de los `90 no lloré la muerte de mi madre, porque su vida fue una secuela terrible de dolores que ella mantuvo en secreto (como si no tuviera derecho a hacerse oír) y se atrevió a revelar solo cuando la muerte se anunciaba, convertida en circunstancia liberadora para ella. Tampoco lamenté la muerte de mi padre, porque la suya había sido una vida a la deriva, que si bien no podía despertar rencor, tampoco me permitía apiadarme de sus opciones equivocadas. De hecho, viví el duelo de aquellos que amaba antes de que murieran, por lo que su desaparición sólo confirmó una resolución que yo había imaginado.
Haber sobrevivido no nos obliga a pedir perdón a los que se fueron. Cada uno siguió el camino que se le presentó como inevitable o consideró el más adecuado. La suerte o la decisión de sobrevivir incluso en las circunstancias más difíciles, eso que ahora se denomina resiliencia, no reclaman disculpas. Lamentablemente ellos no están (todos nos iremos, tarde o temprano) cuando otros sobrevivimos, por lo que de algún modo cargamos con responsabilidad de recordarlos. Hay quienes llevan flores a las tumbas. Yo escribo este artículo, en la esperanza de que alguien los recuerde por estas páginas, cuando me toque el turno de irme.