¿Por qué no cargar con la cruz?


 
Cristo cargando la cruz, Catedral de Buenos Aires
Y llamando [Jesús] a la multitud y a sus discípulos, les dijo: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. (Marcos 8;34)

Mi madre no era una persona que frecuentara la iglesia, excepto para las misas de difuntos de los parientes y amigos que había querido, o con motivo de alguna procesión como la de san Roque. Dudo que se haya atrevido a confesar nunca sus faltas a un extraño, por más que ese hombre fuera un sacerdote, puesto que apenas se atrevía a comentar sus experiencias más personales con sus hermanas (y aún entonces, no creo que les haya suministrado los detalles más penosos). En ningún caso hubiera considerado la opción de sincerarse con su marido o sus hermanos hombres.  En cuanto a nosotros, los hijos, solo en sus últimos tres años de vida, sabiéndose condenada por la enfermedad, optó por abandonar la reserva que había mantenido porque no pensaba que hubiera otras alternativas.
De mi madre recibí la convicción (trágica, por resignada) de que a cada uno le corresponde en este mundo cargar con alguna cruz. Imaginarse libre de situaciones parecidas, no cabía en alguien digno de considerarse humano. Haber nacido para sufrir, era más natural que imaginar lo contrario. Ella soportaba su cruz, generalmente en silencio, muy de vez en cuando con un suspiro que no especificaba de dónde provenía. Ella se había rendido a una rutina penosa. Tardé medio siglo en averiguar (y no porque lo buscara) que su cruz era un matrimonio que no podía dejar de lado, ni tampoco llegaba a disfrutar.
Lo más perturbador de la revelación era que yo, como el mayor de sus tres hijos, era parte fundamental de la carga. De no ser por nosotros, su vida hubiera sido otra. No sé si hubiera permanecido soltera, dedicada a sus sobrinos, pero al menos hubiera esperado más para encontrar un hombre que la aceptara tal como ella era, con su inteligencia y timidez,  para casarse con él en un ambiente de respeto y estímulo de sus facultades (que nadie se preocupó de averiguar).
Cuando mi madre se casó a los veinte años, no estaba preparada para el cambio que se produjo en su vida, al salir de la familia en la que había crecido, con penurias y contención, para quedar expuesta al desajuste emocional en el que fue arrojada y debió permanecer sin mayores variantes, hasta su final.
Mis abuelos maternos habían muerto en rápida sucesión, muy jóvenes, dejando diez hijos en el umbral de la pobreza, algunos adultos y otros todavía en la infancia. Supongo que mi madre tenía que casarse, para reducir los problemas del resto de la familia. Mi padre la conocía desde varios años antes, la había cortejado con cartitas perfumadas, escritas en papel texturado del color y el perfume de las violetas, con tinta verde y una bella caligrafía inglesa, que mi madre conservaba en un cajón de su tocador, probablemente como recuerdo de los augurios de una felicidad en pareja que no llegó a concretarse.
El dolor de una convivencia que no se disfruta y a pesar de ello se considera vitalicia, es un via crucis que no por habitual deja de ser menos horrible. Para mi madre, el sufrimiento o la incomodidad eran ingredientes dignos de ser considerados en casi todas las tareas que emprendía. Cuando éramos chicos, lo más próximo a un consuelo, cuando nos daba a tragar interminables cucharadas de Cirulaxia o aceite de hígado de bacalao, era decirnos “Te hará bien”. Otra hubiera intentado engañarnos o plantear escapes ineficaces como contener la respiración o pensar en otra cosa. Ella nos tejía pulóveres borra vino, porque se trataba de un “color sufrido”, que aguantaba las manchas que se dedican a coleccionar los niños.
El dolor, lo desagradable, el cumplimiento de los compromisos adquiridos, no podían excluirse de la vida. No era bueno buscarlos, aunque solo fuera por descuido, pero intentar eludirlos hubiera sido insensato. ¿Qué podía pasar si encarábamos eso que no nos complacía o directamente nos disgustaba? Después del mal rato, vendría el alivio, o al menos aprenderíamos que a pesar de todo lo que imaginábamos, estaba muy lejos de ser el fin del mundo.
Hace veinte años, durante la filmación de un documental en La Tirana, un pueblo del norte chileno, encontré a los promesantes, que habían hecho mandas, compromisos con la Virgen del Carmen, a quienes pedían favores extraordinarios, como la salud de algún ser querido, y utilizaban la fiesta anual para pagar su deuda (probablemente vitalicia). El pago de manda dependía de la decisión del promesante. En mi documental registré algunas de las promesas más penosas. Por ejemplo, la que consistía en recorrer los 500 metros que separan la entrada del pueblo hasta el santuario, avanzando de rodillas o arrastrándose boca abajo, exponiendo el cuerpo a lo que se haya acumulado en esas calles de tierra y piedras.
Dada la índole de estas promesas, no me estaba éticamente permitido interrogar a quienes pagaban sus mandas, puesto que constituye un secreto entre la Virgen y cada uno de los creyentes. En cambio, no existía ninguna restricción para que se los filmara. No se trataba de un acto privado, del que ninguno de ellos se hubiera podido avergonzar. Más aún, los promesantes deseaban dejar un testimonio audiovisual de su fe, probablemente para convencer a los espectadores, que se apartaban respetuosos cuando ellos ocupaban el centro de la calle, sobre la legitimidad de un acto que desde un punto de vista médico podría juzgarse insensato, porque los dejaba lacerados, al mismo tiempo que satisfechos.
Mi madre no imaginaba nada parecido a tal exhibición. Su cruz era íntima, discreta y sospecho que solo la inmediatez de la muerte la condujo a reconocer el tormento que la había acompañado casi toda su vida adulta. Siempre he pensado en las mujeres de mi familia materna como esas matronas romanas de la Antigüedad, que no dudaban en morir, si estaba en juego el honor de su familia. Morir por alguien o (sobre todo) vivir para servir a alguien más, sin importar las condiciones desagradables que el compromiso acarree a una mujer, pueden parecer sentimientos añejos, pasados de moda, hasta ridículos, que aparecían en los melodramas radiales y las canciones populares, pero no quedaban relegados a esos ámbitos.
Nadie había llegado a este mundo para disfrutarlo exclusivamente, me demostraron los actos de mi madre. La ferocidad de la gente y las instituciones eran un componente fundamental de la realidad. Quizás no se hablara demasiado de ello, entre otros motivos porque no había manera de desafiar ese orden dominante, pero la convicción de que tarde o temprano habría que cargar con alguna cruz, estaba profundamente arraigada. Esperar el dolor, prepararse para recibirlo, era una estrategia que permitía sobrellevarlo cuando apareciera.

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