Cristo cargando la cruz, Catedral de Buenos Aires |
Mi madre no era una persona que frecuentara la iglesia,
excepto para las misas de difuntos de los parientes y amigos que había querido, o con motivo de
alguna procesión como la de san Roque. Dudo que se haya atrevido a confesar
nunca sus faltas a un extraño, por más que ese hombre fuera un sacerdote,
puesto que apenas se atrevía a comentar sus experiencias más personales con sus
hermanas (y aún entonces, no creo que les haya suministrado los detalles más penosos).
En ningún caso hubiera considerado la opción de sincerarse con su marido o sus
hermanos hombres. En cuanto a nosotros, los hijos,
solo en sus últimos tres años de vida, sabiéndose condenada por la enfermedad,
optó por abandonar la reserva que había mantenido porque no pensaba que hubiera otras alternativas.
De mi madre recibí la convicción (trágica, por resignada) de
que a cada uno le corresponde en este mundo cargar con alguna cruz. Imaginarse
libre de situaciones parecidas, no cabía en alguien digno de considerarse humano. Haber nacido para sufrir, era más natural que imaginar lo contrario. Ella soportaba
su cruz, generalmente en silencio, muy de vez en cuando con un suspiro que no
especificaba de dónde provenía. Ella se había rendido a una rutina penosa.
Tardé medio siglo en averiguar (y no porque lo buscara) que su cruz era un
matrimonio que no podía dejar de lado, ni tampoco llegaba a disfrutar.
Lo más perturbador de la revelación era que yo, como el
mayor de sus tres hijos, era parte fundamental de la carga. De no ser por
nosotros, su vida hubiera sido otra. No sé si hubiera permanecido soltera, dedicada
a sus sobrinos, pero al menos hubiera esperado más para
encontrar un hombre que la aceptara tal como ella era, con su inteligencia y
timidez, para casarse con él en un ambiente de
respeto y estímulo de sus facultades (que nadie se preocupó de averiguar).
Cuando mi madre se casó a los veinte años, no estaba
preparada para el cambio que se produjo en su vida, al salir de la familia en la
que había crecido, con penurias y contención, para quedar expuesta al desajuste emocional en el que fue arrojada y debió
permanecer sin mayores variantes, hasta su final.
Mis abuelos maternos habían muerto en rápida sucesión, muy
jóvenes, dejando diez hijos en el umbral de la pobreza, algunos adultos y otros
todavía en la infancia. Supongo que mi madre tenía que casarse, para reducir
los problemas del resto de la familia. Mi padre la conocía desde varios años
antes, la había cortejado con cartitas perfumadas, escritas en papel texturado
del color y el perfume de las violetas, con tinta verde y una bella caligrafía
inglesa, que mi madre conservaba en un cajón de su tocador, probablemente como
recuerdo de los augurios de una felicidad en pareja que no llegó a concretarse.
El dolor de una convivencia que no se disfruta y a pesar de
ello se considera vitalicia, es un via crucis que no por habitual deja de ser menos
horrible. Para mi madre, el sufrimiento o la incomodidad eran ingredientes
dignos de ser considerados en casi todas las tareas que emprendía. Cuando
éramos chicos, lo más próximo a un consuelo, cuando nos daba a tragar
interminables cucharadas de Cirulaxia o aceite de hígado de bacalao, era
decirnos “Te hará bien”. Otra hubiera intentado engañarnos o plantear escapes
ineficaces como contener la respiración o pensar en otra cosa. Ella nos tejía
pulóveres borra vino, porque se trataba de un “color sufrido”, que aguantaba
las manchas que se dedican a coleccionar los niños.
El dolor, lo desagradable, el cumplimiento de los compromisos
adquiridos, no podían excluirse de la vida. No era bueno buscarlos, aunque solo
fuera por descuido, pero intentar eludirlos hubiera sido insensato. ¿Qué podía
pasar si encarábamos eso que no nos complacía o directamente nos disgustaba?
Después del mal rato, vendría el alivio, o al menos aprenderíamos que a pesar
de todo lo que imaginábamos, estaba muy lejos de ser el fin del mundo.
Hace veinte años, durante la filmación de un documental en La
Tirana, un pueblo del norte chileno, encontré a los promesantes, que habían
hecho mandas, compromisos con la Virgen del Carmen, a quienes pedían favores
extraordinarios, como la salud de algún ser querido, y utilizaban la fiesta
anual para pagar su deuda (probablemente vitalicia). El pago de manda dependía
de la decisión del promesante. En mi documental registré algunas de las promesas
más penosas. Por ejemplo, la que consistía en recorrer los 500 metros que
separan la entrada del pueblo hasta el santuario, avanzando de rodillas o
arrastrándose boca abajo, exponiendo el cuerpo a lo que se haya acumulado en
esas calles de tierra y piedras.
Dada la índole de estas promesas, no me estaba éticamente
permitido interrogar a quienes pagaban sus mandas, puesto que constituye un secreto
entre la Virgen y cada uno de los creyentes. En cambio, no existía ninguna
restricción para que se los filmara. No se trataba de un acto privado, del que
ninguno de ellos se hubiera podido avergonzar. Más aún, los promesantes
deseaban dejar un testimonio audiovisual de su fe, probablemente para convencer
a los espectadores, que se apartaban respetuosos cuando ellos ocupaban el
centro de la calle, sobre la legitimidad de un acto que desde un punto de vista
médico podría juzgarse insensato, porque los dejaba lacerados, al mismo tiempo
que satisfechos.
Mi madre no imaginaba nada parecido a tal exhibición. Su
cruz era íntima, discreta y sospecho que solo la inmediatez de la muerte la
condujo a reconocer el tormento que la había acompañado casi toda su vida
adulta. Siempre he pensado en las mujeres de mi familia materna como esas
matronas romanas de la Antigüedad, que no dudaban en morir, si estaba en juego
el honor de su familia. Morir por alguien o (sobre todo) vivir para servir a alguien
más, sin importar las condiciones desagradables que el compromiso acarree a una
mujer, pueden parecer sentimientos añejos, pasados de moda, hasta ridículos,
que aparecían en los melodramas radiales y las canciones populares, pero no
quedaban relegados a esos ámbitos.
Nadie había llegado a este mundo para disfrutarlo
exclusivamente, me demostraron los actos de mi madre. La ferocidad de la gente
y las instituciones eran un componente fundamental de la realidad. Quizás no se
hablara demasiado de ello, entre otros motivos porque no había manera de
desafiar ese orden dominante, pero la convicción de que tarde o temprano habría
que cargar con alguna cruz, estaba profundamente arraigada. Esperar el dolor,
prepararse para recibirlo, era una estrategia que permitía sobrellevarlo cuando
apareciera.
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