viernes, 25 de junio de 2010

El trabajo de los niños: ¿entrenamiento o explotación?

Antonio Berni: Juanito Laguna
Mi hermana Marta conserva, casi setenta años después, una imagen mítica (intimidante) de su infancia, que no compartió conmigo hasta hace pocos días. Uno de los vecinos, llegado de Europa después de la Segunda Guerra Mundial, probablemente un alemán, araba su parcela utilizando un arado que era tirado, no por un caballo, como hubiera sido lo habitual, sino por su hijo. El adolescente recibía los gritos y latigazos del padre. Ser tratado como una bestia, ser utilizado al margen de las consideraciones que se suponen propias de la humanidad, es algo que desborda las coordenadas de un niño.
Recuerdo que en mi barrio los niños trabajábamos, junto a nuestros padres o para otras personas, sin considerar que por eso estuvieran abusando de nosotros. En la escuela primaria nos hacían limpiar las inscripciones de los pupitres con limones cortados por la mitad y aceite de cocina. Cuando llegaba una plaga de langostas que devoraban los sembradados, nos organizaban con latas y palos para hacer ruido y espantarlas. Otra plaga, de bichos canasto, nos ponía en actividad para atraparlos de lor árboles donde se hubieran asentado, meterlos en bolsas y quemarlos en el patio de la escuela. Ahora lo veo: la infancia era de ningún modo una etapa de total irresponsabilidad, en la que nuestra principal actividad hubiera sido (como se supone hoy) divertirnos todo el tiempo o reclamar la inmediata satisfacción de nuestros más mínimos deseos.
Nosotros trabajábamos. Cuando no iba a la escuela, mi padre me encargaba que barriera el local del almacén, o lavara los vasos usados que se acumulaban en el despacho de bebidas, o llenara bolsas de carbón o botellas de kerosene (dos operaciones que ensuciaban las manos y le hubieran hecho perder tiempo a él, que atendía a los clientes. A medida que crecí, me encargaron también que sumara las libretas donde se anotaban las compras de aquellos clientes que pagaban a fin de mes. Una de mis pesadillas de entonces era sumar repetidamente páginas y páginas, hasta conseguir que las cifras coincidieran.
Por decisión propia, me dedicaba a ordenar las mercaderías en los estantes de madera despintada que venían de la época de mi abuelo. Nociones tales como la conveniencia de organizar la variedad de estímulos visuales o de cualquier otro tipo, establecer una repetición regular, que suministrara una percepción del conjunto y facilitara el reconocimiento de las cosas, fueron aprendidas en la práctica, por mí mismo, sin advertirlo, y me acompañaron el resto de mi vida.
Cuando llegábamos de visita a la casa de algún vecino, estábamos convencidos de la necesidad de ser útiles. Recuerdo haber bombeado agua para casi todos ellos. En mi casa había una bomba eléctrica, que se ponía en funcionamiento quizás una vez por semana y llenaba un enorme tanque de agua que se alzaba sobre una torre metálica. Los vecinos tenían tanques más pequeños y los llenaban con molinos de viento o bombas manuales. No era trabajo pesado bombear agua. Mi madre nos indicaba que lo hiciéramos para alejarnos de la conversación de los adultos o (lo más probable) nosotros lo hacíamos por nuestra cuenta y el favor no era nunca rechazado.
“Hacer los mandados” era una tarea constante, que recaía sobre los niños desde muy temprano y nos permitían salir a la calle, aprender a comprar, el valor del dinero y la existencia del crédito. Antes de salir, las madres nos instruían para que repitiéramos con exactitud cómo debíamos actuar: “Dice mi mamá que le mande una docena de alcauciles (o tomates), que no estén viejos como la semana pasada”. El pan se compraba en un lugar, la leche en otro, los espárragos en otro, los duraznos en otro, porque estábamos rodeados de pequeños productores que no disponían de demasiados productos, ni lo hacían todo el tiempo.
Las niñas no salían demasiado de la casa, ni tenían tiempo de aburrirse ante un televisor que no existía, porque secundaban a las madres en la cocina, el lavado de la ropa o el cuidado de los hermanos más pequeños. El universo de las mujeres podía limitarse espacialmente, pero reclamaba habilidades tan específicas como la costura, el bordado, el tejido, los primeros auxilios, la puericultura, la planificación de tareas del grupo familiar, el peinado, la solidaridad de género ante los embarazos no queridos o los maridos abusivos.
En las quintas o chacras de mi barrio, los niños eran los encargados de quitar las hierbas de los sembrados o cosechar los frutos. Para las familias pobres y numerosas, los niños eran un recurso que les permitía subsistir a pesar de la escasa oferta de empleos para los adultos. Mi madre debió abandonar la escuela primaria apenas aprendió a leer y escribir, para irse a trabajar a la casa de quienes luego fueron nuestros vecinos más cercanos, los carniceros de la casa de enfrente. El trabajo de los niños se pagaba con casa, comida, ropas, y en el mejor de los casos, instrucción.
Una boca menos por alimentar, debió ser un alivio para mis abuelos. Mi madre estableció con sus patrones de entonces una relación de afecto que se prolongó hasta su muerte. Eran prácticamente su familia. No sé si los consultaba y buscaba apoyo para sobrellevar sus problemas. En casa de los Boccardo conoció, con toda seguridad, a mi padre, que era un hombre tímido, a quien le hubiera costado entrar en confianza con una joven que le fuera desconocida.

domingo, 20 de junio de 2010

Comunicación vecinal y televisión: una hipótesis


La llegada de la televisión, al comenzar la segunda mitad del siglo XX, se encargó de liquidar para siempre un estilo de vida comunitario que se había consolidado en Argentina a lo largo de décadas. Situaciones tan opuestas como la instalación de los inmigrantes europeos y el asentamiento de los habitantes originarios, que a partir de 1870 iban a subsistir de la agricultura, porque la pampa había sido conquistada por el ejército y parcelada, sin la menor equidad, entre los ocupantes, dieron forma al país exportador de cueros, carne y granos, capaz de sustituir las importaciones, modesto y al mismo tiempo prometedor de un futuro independiente, que conocí durante los años de mi infancia.
Recuerdo la angosta vitrina de una tienda de electrodomésticos en la avenida Tres de Febrero, entre las calles Mitre y Pellegrini, donde hacia 1951 o 1952 instalaron el primer televisor que vi en mi vida. Era un objeto que enfrentaba a la calle, con una pantalla minúscula, de ángulos redondeados, en la que hubiera sido imposible distinguir muchos detalles. Al estar exhibido detrás de un vidrio, volvía imposible oír nada de lo que se decía, una carencia nada secundaria para quienes estábamos acostumbrados a las imágenes sonoras del cine, que podía ser en colores y al ser exhibido en una sala oscurecida ocupaba toda la atención de los espectadores.
La televisión era el ámbito de gente que hablaba mirando a cámara o en el mejor de los casos, cantaba, como si la palabra fuera el mensaje fundamental que difundía. Para un observador adolescente, que detenía su bicicleta en la vereda de Tres de Febrero, con el objeto de echarle una mirada a algo que continuaría siéndole ajeno por trece o catorce años más, ni la radio ni el cine hubieran debido temer la competencia del nuevo medio.
La pompa de los funerales de Eva Perón, transmitidos en directo, hubieran debido incitarme a pensar de otra manera, ahí estaba lo propio del nuevo medio, aquello en lo que el cine no era capaz de competir, aquello donde las imágenes demostraban la existencia de un potencial inalcanzable para la radio, pero ya se sabe que nadie es tan lúcido en el momento indicado, como consigue serlo sin esfuerzo a posteriori
La televisión coincidió con un proceso de retirada de la gente del barrio hacia los espacios privados donde se efectuaba la exposición al medio. Durante los primeros años sucedió lo contrario. Los pocos televisores disponibles agrupaban a parientes y vecinos que los compartían, pero de todos modos lo hacían tan solo para exponerlos al discurso unidireccional del medio, que tiende a aislar a quienes lo reciben.
Luego, al multiplicarse los televisores, cada familia tuvo el suyo y no fue necesario visitar a nadie para sentarse a contemplar la pantalla en silencio, con el objeto de no molestar al grupo numeroso de observadores. No fue que se tuvieran menos parientes, sino que se encontraban con menos frecuencia, en lo posible durante los horarios en que los programas favoritos de la televisión no eran emitidos. En cuanto a las amistades, se volvieron cada vez menos íntimas e informadas.
Al aumentar el número de televisores, a medida que aparecían las antenas de todos los tipos en lo alto de las casas, las fronteras entre una casa y la vecina dejaron de ser tan fluidas como habían sido durante mi infancia, cuando la comunidad de experiencias propia del barrio no se detenía en las medianeras ni en las fachadas. Todos conocíamos lo que le pasaba a todos, y en los momentos difíciles, esa compañía resultaba consoladora.
Finalmente, al cabo de tres generaciones, la atomización de la comunidad del barrio se ha vuelto irreversible. Cada vecino tiene relaciones más estrechas con los emisores inalcanzables de la televisión, que con sus vecinos efectivos.
Las figuras públicas exhibidas por el medio, se encuentran todo el tiempo disponibles, generando noticias, más cerca que los interlocutores del ámbito inmediato. La prensa deportiva y de farándula proponen una multitud de figuras atractivas, que acaparan la atención y protagonizan un sucedáneo de la comunicación vecinal que hace medio siglo tenía tanto peso en la vida de la gente.
El chisme y los rumores, como los datos mejor documentados, se refieren a personajes y situaciones distantes, inalcanzables y a la vez próximos. La soledad de los receptores es el fruto esperable de esa hipertrofia de la comunicación masiva.
Se puede distinguir entre necesidades verdaderas y necesidades falsas. “Falsas” son aquellas que intereses sociales particulares imponen al individuo para su represión; las necesidades que perpetúan el esfuerzo, la agresividad, la miseria y la injusticia. Su satisfacción puede ser de lo más grata para el individuo, pero esta felicidad no es una condición que deba ser mantenida y protegida si sirve para impedir el desarrollo de la capacidad (…) de reconocer la enfermedad del todo y de aprovechar las posibilidades de curarla. El resultado es, en este caso, la euforia dentro de la infelicidad. La mayor parte de las necesidades predominantes de descansar, divertirse, comportarse y consumir de acuerdo con los anuncios, de amar y odiar lo que otros odian y aman, pertenece a esta categoría de falsas necesidades. (Herbert Marcuse: El Hombre Unidimensional)

sábado, 19 de junio de 2010

Secretos, rumores y mitos: la comunicación del barrio

Un territorio limitado, en el que todos aquellos que lo habitan se conocen desde hace tantos años, motivo por el que recuerdan cada circunstancia digna de ser recordada acerca de cada uno, dista de ser el ambiente más apropiado para mantener secretos de ningún tipo, aunque, al mismo tiempo, no es probable que todo lo que sucede en ese territorio pueda o quiera ser mostrado por sus protagonistas.
En algún momento de la infancia, me enteré que las ondas del cabello de una vecina no eran naturales, sino el producto de un cuidadoso peinado con agua, que les daba la forma deseada, como se inventaba una cintura y pechos estupendos gracias a una faja elástica que le modelaba el torso. Del mismo modo me enteré de que la madre de uno de mis amigos lo había abandonado a él y a su padre, para irse lejos, con otro hombre. Eran secretos grandes o pequeños, siempre vergonzosos.
De un vecino, se decía que se había ondulado el pelo a la croquiñol, en una peluquería de damas, para encarar el día de su boda. En algún momento, circuló el rumor sobre otra vecina, irremediablemente soltera, que había pasado un tiempo trabajando en Buenos Aires, de quien se decía que era la madre de aquel a quien su familia presentaba como el menor de los hermanos.
Poseer secretos que podían ser triviales o dolorosos, nos obligaba a todos a callar desde muy temprano, porque tomábamos en cuenta la reacción de los vecinos. Sabíamos que mencionar por descuido todo lo que sabíamos (o creíamos saber), podía causar un grave daño a personas que apreciábamos. Ellos eran los mismos a quienes continuaríamos viendo todos los días, año tras año. Estaba permitido, no obstante, hablar a sus espaldas, quiero creer que para no herirlos. Podíamos comunicar discretamente los detalles que no nos constaban, pero permitían afianzar el vínculo de amistad entre quienes compartían el rumor. De todos modos, por cómplices que fuéramos, cualquiera de nosotros sería la próxima víctima de nuestros actuales aliados.
En la actualidad, la prensa y la televisión se encargan de suministrar el mismo material escandaloso o extraño para el comentario de millones de personas, que de eso modo intercambian sus opiniones sobre un mundo que les resulta ajeno. Hace más de medio siglo, los rumores y secretos que circulaban en torno a conocidos o escuchados de conocidos y referidos a extraños, que podían no ser más que mitos, cumplían la misma función conectiva. Cuando mi madre se reunía con sus hermanas, contaban historias impresionantes, como aquella de la joven esposa, odiada por la familia del marido, a quien le habían escondido una serpiente en el cajón de un armario que solo ella debía abrir.
Para los niños de entonces, el diálogo de los adultos, que ocurría en su presencia, estaba pleno de sobreentendidos, silencios, risas contenidas, enigmas que no lográbamos descifrarse, porque ellos se replegaban cuando eran interpelados por nosotros, que buscábamos información y tropezábamos con una barrera inhabitual.
De R. una joven muy querida en el barrio, se contaba que el novio le había llenado la cocina de humo, por ejemplo, y el deseo de entender el sentido de esa frase, fue repetidamente frustrado. ¿Por qué no nos íbamos a la esquina, para ver si está lloviendo?
Los hechos crudos eran eludidos por la conversación de los adultos, en beneficio de nuestra inocencia, pero ellos no se privaban de aludirlos. Las vecinas contaban con los dedos, los meses que transcurrían entre la fecha del matrimonio y la del nacimiento del primer hijo de una pareja. Vigilaban la forma del vientre de las embarazadas, para vaticinar el sexo del hijo todavía no llegado. Cuando las caderas se ensanchaban, eran niñas. Cuando el vientre adquiría un perfil puntiagudo, eran niños.
¿Cómo sentirse del todo solos en ese ambiente conectado de tantas formas, controlado por tantas miradas? Quizás uno pudiera molestarse con la falta de horizonte de algunos, pero la noción de extrañeza, de aislamiento, habitual en las grandes ciudades, no era posible.
De acuerdo al testimonio reciente de una de mis tías, que vive desde hace medio siglo en otro rincón de San Pedro, un par de vecinas a las que conoce muy bien, permanecen vigilando los movimientos de la gente del barrio, detrás de las celosías de sus ventanas, tanto de día como de noche, solo delatadas por la agitación de alguna cortina. Tal como en el Panóptico de Bentham, ellas intentan observar sin ser vistas, y de vez en cuando dejan constancia de parte de lo que averiguaron (lo mismo da si relevante o no) sobre el prójimo. Carecen del poder de controlar la existencia de aquellos a quienes vigilan, un poder que las instituciones otorgan a los represores, y al compartir sus presunciones o evidencias solo demuestran al barrio que conviene tomarlas en cuenta como un factor de moderación de las costumbres. Cuando se supone que están en su sitio, aunque no lo estén, y por eso las apariencias se cuidan, ellas han logrado su objetivo. Si hay algo en el comportamiento ajeno que no entienden, lo evaluarán como inadecuado y digno de condena. Tal vez su vigilancia no sea nada más que una completa pérdida de tiempo, pero su dedicación revela que, después de haber criado a los hijos y superada la etapa productiva que les asignó, tiempo es lo que sobre en sus vidas.

jueves, 17 de junio de 2010

Inmigrantes del pasado y explosión actual de las comunicaciones


Entre 1870 y 1930, seis millones de inmigrantes llegaron a Argentina, provenientes de países de Europa sobre todo. El impacto del trasplante de una cantidad tal de extranjeros, que se distribuyeron sin demasiado plan por un territorio que en gran parte estaba deshabitado, fue descrito desde una perspectiva mítica, en la época en que yo asistía a la escuela primaria, promediando el siglo XX. Se nos decía a nosotros, hijos y nietos de inmigrantes, que Argentina era una tierra generosa, que aceptaba a propios y ajenos por igual, que brindaba a manos llenas, aquello que los de afuera no encontraban en su patria.
Los mitos nacen para ofrecer una explicación insuficiente (encubridora) de una realidad que por distintos motivos no puede ser entendida a través de datos verificables. Perder la patria, verse obligado a abandonar (lo más probable, definitivamente) un territorio que por amor o simple inercia se ha llegado a considerar propio, aunque solo sea por haber llegado al mundo y crecido dentro de sus fronteras, para establecerse en otro territorio tal vez adverso o tan solo desconocido, es un tópico literario de larga tradición y una realidad concreta, experimentada por millones de personjas, cuando estaba concluyendo el siglo XIX. En el ámbito de la literatura, el exilio suele presentarse como una fuente inagotable de comparaciones insatisfactorias, de quejas y nostalgia, que enfrenta aquello que se tiene con aquello que se perdió.

La vida en tierra extraña enseña austeridad, porque los más dulces remedios contra el hambre son un pan de cebada y para la fatiga un lecho de paja. (Demócrito)

No hay cosa más dulce que la patria y los padres, aunque se habite una casa opulenta, pero lejana, en país extraño, (Homero)

Y el cuerpo, que es de tierra, clama por su tierra. (Luis Cernuda: “El ruiseñor sobre la piedra”)
En la realidad, donde suele imperar otra lógica, distinta de aquella del arte, abandonar la patria indica también una búsqueda esperanzada, contradictoria, de un estilo de vida menos penoso que el ofrecido por el territorio original. Millones de personas abandonaron Europa, mis abuelos entre ellos. Después de cruzar el océano, se asentaron en las afueras de un pueblo de lo que entonces era la frontera, acompañados por otros inmigrantes como ellos, a 200 kilómetros de Buenos Aires, una urbe en la que probablemente solo estuvieron de paso, cuando desembarcaron de naves que los traían desde países que les negaban el sustento, donde habían pasado años sumidos en guerras y crisis económicas.
Mis abuelos maternos llevaban la misma existencia precaria de sus iguales de Europa, dependían de los ciclos incontrolables de la lluvia, la sequía, las heladas, y los ritos de la siembra, la cosecha y la fertilidad de los animales domésticos.
Cada uno era nativo de un país distinto y no hablaban la misma lengua. No hubieran tenido la menor oportunidad de conocerse, de no haberse decidido a emigrar en busca de mejores condiciones de vida. Ignoro las circunstancias de su encuentro, pero sé que establecieron una pareja que engendró diez hijos y trató de afincarse en un territorio inmensamente fértil y poco poblado, hasta poco antes en poder de los indígenas del continente, que les ofrecía la posibilidad de cultivar una parcela pequeña, suficiente para alimentar a una familia, pero no para permitirles que progresaran.
La casa que ocupaban mis abuelos maternos era insuficiente para tantos niños como engendraron: una decena. En un corral, criaban algunas gallinas. En otro, un único cerdo que faenaban en otoño, para alimentarse con sus conservas durante el invierno. No creo que tuvieran una vaca que les diera leche, porque una vaca exige demasiado terreno alimentarse, y mis abuelos disponían de una superficie escasa, que dedicaban al cultivo de hortalizas, tubérculos y frutas.
Me hubiera gustado que tuvieran un caballo y un sulky (carruaje liviano de dos ruedas) en esa época en la que no circulaban demasiados automóviles, para facilitar el desplazamiento de mis abuelos, por ejemplo, cuando mi abuela paría un hijo tras otro, pero lo más seguro es que caminaran hasta el pueblo, cuando se trataba de hacer algún trámite, y que mi abuela pariera en su propia cama, ayudada por alguna de las vecinas o las hijas mayores.
La escuela quedaba lejos y era un lujo para los hijos que no estaban ocupados en las tareas de la chacra. Si alguien les escribía una carta, no había cartero que se aventurara tan lejos, por lo que la correspondencia dirigida a ellos quedaba depositada en la tienda más próxima donde ellos acudían a comprar comestibles.
Toda la vida del grupo se organizaba en torno al pequeño territorio de la chacra. No estoy seguro de que tuvieran electricidad, y en tal caso se iluminarían en las noches con débiles lámparas de kerosene. Si la electricidad hubiera llegado a ese lugar, la radio pudo ser su contacto más directo con el resto del mundo: ellos se habrían enterado de las guerras mundiales, de las crisis económicas, de las canciones de moda, pero incluso en tal caso, el contacto con el resto del mundo hubiera sido unilateral, porque la posibilidad del diálogo que suministra el teléfono les resultaba desconocido.
Ellos vivían (también murieron) muy lejos de comodidades que para mí son imprescindibles, limitados a una visión del mundo que me cuesta imaginar. Al evocarlos, no pretendo demostrar los cambios que ha sufrido la sociedad en poco más de un siglo, sino confesar la extrañeza ante la pluralidad de experiencias que revelan esos cambios.

En todo momento, el hombre debe decidir, para bien o para mal, cuál será el monumento de su existencia. (Viktor Frankl: El hombre en busca de sentido)
Mis abuelos paternos vivían en el perímetro del mismo pueblo y tenían distintas nacionalidades y experiencias. Él era más de veinte años mayor que ella, y antes de casarse había juntado en el comercio suficiente dinero como para viajar dos veces a Europa y visitar las grandes ferias mundiales de la época. Adquiría pinturas mitológicas, enciclopedias y libros de Historia ilustrados, que años más tarde terminaron arrumbándose en un cobertizo, junto a la pieza de la empleada, porque nadie los apreciaba. Mi abuelo paterno era un hombre bien informado, menos por estudios formales que por decisión propia. Cuando tenía setenta años cambió de oficio, dejó el comercio que había atendido desde la infancia a un sobrino y luego al mayor de sus hijos varones, se mudó a una ciudad más grande, en la que supuso que sus hijas tendrían mejores oportunidades y aprendió a tocar el piano.
Me pongo a escribir este blog en un rincón de una gran ciudad, lo más lejos posible del tráfago de las calles donde transito casi todos los días; si me asomo por una ventana de mi oficia, enfrento la ventana de alguno de mis vecinos a pocos metros, por las noches (aunque apague las luces) el resplandor del cielo me recuerda que continúo en medio de un denso asentamiento humano; puedo prescindir de mis visitas a la Biblioteca, porque dispongo de acceso telefónico a un buscador de Internet que me suministra buena parte de los datos que proceso durante la elaboración del texto; conozco varias lenguas que me permiten acceder a la producción intelectual de otras culturas y otras épocas, recibo correspondencia y llamadas telefónicas que anulan las distancias que me separan de mis interlocutores, enciendo el televisor y recibo decenas de señales a través de un satélite que orbita a suficiente distancia de la Tierra, para conectarla en su totalidad, instantáneamente… y convertirme en testigo de los dramas que ocurren en cualquier rincón del planeta, según se dice, en vivo y en directo.
No sé si mi vida ha sido más fácil o difícil que la de mis antepasados, pero me consta que en más de un aspecto es otra. Pude estudiar y enseñar, viajé, residí en varios países, he conocido a gente que proviene de culturas distintas, leo libros y los publico, miro programas de televisión y a veces los produzco. Mis territorios son otros, evidentemente más complejos que aquellos transitados por mis abuelos y mis padres, pero lo que ocurre en su interior a veces me abruma, porque no consigo entenderlo del todo, ni en ningún caso controlarlo. Cuando trato de imaginar la existencia tediosa y modesta que llevaban mis abuelos, la tarea se me revela tan superior a mi imaginación, como les resultaría a ellos entender mi existencia actual (si por un milagro resucitaran).

[El Síndrome de Ulises] es una situación de estrés límite, con cuatro factores vinculantes: soledad, al no poder traer a su familia; sentimiento interno de fracaso, al no tener posibilidad de acceder al mercado laboral; sentimiento de miedo, por estar muchas veces vinculados a mafias; y sentimiento de lucha por sobrevivir. (Joseba Achótegui)

Introducción

Antonio Berni: pintura
No, no es el azar lo que me ha traído a este lugar que ocupo, a esta vida que llevo. (Ricardo Piglia: Prisión perpetua)

No sé cómo llegué a esta edad, que a veces olvido por un rato, para que más tarde el espejo, los dolores de huesos o la mirada ajena me obliguen a recordarla. No lo planifiqué, tampoco lo creí posible, ni me pareció necesario experimentarla cuando era un adolescente, que trataba de imaginar el futuro y retrocedía ante la desmesura de aquello que ni siquiera se había concretado, pero aquí estoy, todavía activo y con planes de seguir en este mundo, explorando las sorpresas e incoherencias del siglo XXI, a pesar de que nací en el XX y mi abuelo fue un hombre del XIX.
No digo que ocupe un lugar privilegiado, desde el cual me esté permitido observar esta época y las anteriores, pero esto es lo que tengo y no puedo darle la espalda.
No me encuentro en condiciones de hablar de mí con el desparpajo de otros, confiados en despertar sin mayor esfuerzo de su parte el interés de cualquier lector, porque mi biografía carece de los hechos relevantes, capaces de justificar la decisión de ponerme en el centro de un texto de cierta extensión. No emprendí grandes empresas, ni acumulé riquezas envidiables, ni participé en batallas trascendentes, ni sufrí tormentos imborrables, ni dejo grandes obras. De acuerdo a una elemental prudencia, debería mantenerme callado sobre la mayor parte de mis circunstancias personales, como ha sido la norma de mi producción literaria hasta la fecha.
Definitivamente, me siento más cómodo en el rol de cronista, que en el de protagonista. Se trata de una comprobación que ha terminado por imponérseme, no de una decisión. A diferencia del abismo engañoso del espejo, la ventana ofrece un panorama tan variado y sorprendente, que no alcanza una vida para abarcarlo en su totalidad. Por algún motivo, ese fue el título de una columna periodística que publiqué en El Imparcial de San Pedro, a mediados de los años `50.
Confío aprovechar este blog para describir el ámbito del barrio donde nací, de la ciudad provinciana y el país de la periferia donde crecí, durante el segundo tercio del siglo XX, el contexto represivo, pero también estimulante, donde bien o mal me formé, porque todo eso ha llegado a constituir un pasado que resulta inimaginable para las nuevas generaciones, y contiene personajes y conflictos que tuve la suerte de conocer y desaparecerían conmigo, si no logro anotarlos antes de que la memoria me falle. Los chacareros, la pintura de Antonio Berni de los años ´30, registra un conjunto de seres parecidos y les otorga una apariencia cotidiana y monumental, que el tiempo no ha dejado de confirmar.
En homenaje a esas figuras prescindibles, condenadas al olvido, en desafío al silencio que tarde o temprano habrá de imponerse sobre todos nosotros, doy comienzo a una escritura que tal vez no llegue a ninguna parte o tal vez despierte los recuerdos de otros, que serán bienvenidos e incorporados a mi texto.
Si el azar del blog me concede algún lector, le pido en este momento que me escriba sin preocuparse de la manera de hacerlo, para compartir con otros lectores sus experiencias de la vida en pequeñas comunidades de Argentina, durante el siglo XX. Sus testimonios y opiniones serán agradecidos.

He evocado mis reminiscencias, he resucitado, por decirlo así, la memoria de mis deudos (…), he querido apegarme a mi provincia, al humilde hogar en que he nacido, débiles tablas sin duda, como aquellas flotantes que en su desamparo se asen los náufragos. (Domingo Faustino Sarmiento: Recuerdos de Provincia)