sábado, 17 de noviembre de 2012

Galantería perdida, auge del piropo agresivo

Guillermo Divito: comic
¿Vos existís o te estoy inventando? (Piropo anónimo argentino)
No recuerdo a los hombres de mi familia diciendo piropos guarangos hace medio siglo. Hubiera sido una desconsideración expresar abiertamente el deseo por cualquier mujer de la vecindad, porque todo el mundo se conocía y respetaba. Ofender a una mujer del barrio exponía a la condena de la comunidad, y eso era algo que nadie estaba dispuesto a asumir. La eficaz autocontención se combinaba con la evidencia de que los hombres de entonces no se caracterizaban por su ingenio verbal.
En el mejor de los casos, durante el cortejo repetían las frases de los personajes de la radio, el teatro o las revistas cómicas. Habían sido educados en un código de comportamiento que no alentaba a tomarse demasiadas libertades en público.
Probablemente se limitaban a soltar piropos clásicos y a resguardo de cualquier crítica, como "¿Dónde va la buena moza?" o "Dichosos los ojos que la ven". Nada que pudiera ofender a la destinataria. Nada que arriesgara ser malinterpretado. Aunque no tuvieran mucho que decir, los hombres no debían quedarse callados en presencia de una mujer, porque si eso llegaba a difundirse, quedaban en ridículo, se los motejaba como cortos de carácter o maricones.
Hasta comienzos del siglo XX, las mujeres argentinas que tenían la suerte de crecer en el seno de una familia constituida, salían poco de su casa. Allí nacían, crecían, eran educadas, encontraban marido, parían a sus hijos y morían. El verse obligadas a trabajar fuera del hogar para mantenerse, iba en desmedro de su imagen.
En la actualidad, las mujeres andan solas o acompañadas por otras mujeres. A cualquier hora ocupan la calle, un territorio que tradicionalmente estuvo reservado a los hombres, en el que ellas todavía se encuentran en desventaja, como les recuerda el piropo agresivo. Aunque tardaron siglos en conquistar ese espacio público, pueden verlo amenazado o perderlo en cualquier instante, por lo que se evalúa como acoso masculino.
No pasa lo mismo en el mundo islámico, donde el rol femenino sigue siendo el mismo o incluso ha retrocedido a lo que era habitual en el Medioevo. Por un lado, las mujeres que anden solas por la calle pueden ser detenidas por cualquier hombre que no tolere la situación, y a continuación entregadas a la Justicia para que las juzguen y condenen por ese solo hecho (como demuestra el filme iraní Dayereh (El Círculo) de Jafar Panahi). Por el otro, un hombre que piropee a una mujer puede ser castigado a recibir azotes. La necesidad de controlar la conducta de la gente es evidente en sociedades contemporáneas, lo mismo da si se refiere a quienes tienen derechos limitados, como a quienes parecen gozar de todos los privilegios.
En una milonga de Ángel Villoldo, que se publicó en 1907, se evoca la situación de Argentina, cuando los hombres podían ser multados por haber emitido un piropo.
Una ordenanza sobre la Moral / decretó la dirección policial / por la que el hombre se debe abstener / [de] decir palabras dulces a una mujer. / Cuando una hermosa veamos venir / ni un piropo le podemos decir / y no habrá más que mirarla y callar / si apreciamos la libertad. / ¡Caray! No sé / por qué prohibir al hombre / que le diga un piropo a una mujer! (Angel Villoldo: ¡Cuidado con los 50 [pesos]!)
Desde la perspectiva de la actualidad, tantos remilgos de la autoridad debieron ser más ineficaces que excesivos. ¿Quién se hubiera atrevido a denunciar un piropo? ¿Qué prueba disponía entonces una mujer para acusar a quien se hubiera propasado? El piropeador ha sido mostrado tradicionalmente como una figura cómica, cuyo ingenio verbal es celebrado por los testigos masculinos, incluso cuando deriva en abierta grosería.
El capocómico de las revistas teatrales argentinas (desde Parravicini a Porcel) convirtieron en rutina los improperios que una mujer joven y ligera de ropas recibía en el escenario, delante de una audiencia cómplice, provinientes de un hombre poco atractivo, fuera por sus muchos años o sobrepeso.
Los más jóvenes pueden aceptar la idea de que el piropo es un acto inocente y divertido (cuando hay testigos que lo celebran), o al menos intrascendente (cuando discrimina y acosa). Hace tiempo que las mujeres dejaron de vivir encerradas entre las cuatro paredes del hogar, como había sucedido durante miles de años, para compartir con los hombres un territorio en la sociedad que les ha costado conquistar.
En un programa matinal de la televisión se discuten las modalidades agresivas del piropo en la actualidad. Hace medio siglo, los hombres no eran más ingeniosos que ahora, pero de todos modos el piropo mantenía las formas. Las alusiones sexuales no pasaban de ser un elogio de la belleza de la mujer a quien se lo dirigía. Si ella lo aceptaba, el galanteador podía creer que le daban cuerda y podía continuar el asedio. Si lo ignoraban, se resignaba a que el intento hubiera fracasado y quedaba en las mejores condiciones para intentarlo de nuevo en el futuro, sin convertirse en un acosador.
Una de las armas más poderosas de las mujeres en Occidente, ha sido la capacidad para provocar y al mismo tiempo mantener a raya a los hombres que se sienten atraídos por ellas. Desde el siglo XIII, según Gaston Duby, las mujeres de las cortes francesas estableciendo pactos con sus admiradores. Ellos podían homenajearlas durante las frecuentes ausencias de sus maridos guerreros (y tal vez obtuvieran sus discretos favores) siempre y cuando negaran haber tenido cualquier contacto físico con ellas.
Los cantos de los trovadores son refinados piropos a una dama (siempre ajena) a la que no sueñan con tocar. Hay algo patético y excitante en estas parejas imposibles. El texto se concibe y expone para sustituir el contacto físico.
El piropo del siglo XXI es otra cosa. El contenido ha variado, las alusiones sexuales se han vuelto más directas, mientras que la sensibilidad ante la ofensa verbal ha crecido. Las víctimas del piropo se sienten degradadas. Los piropeadores no son poetas que halagan a la mujer, sino resentidos que aprovechan la presunta impunidad que gozarían por haber nacido hombres, y manifiestan el enojo por la que consideran demasiado libre circulación de mujeres.
Si en el pasado se celebraba la belleza de la mujer, ahora se la insulta. ¿Cómo se atreven a provocar la sobreproducción de tetosterona con sus ropas ajustadas, sus peinados coquetos, su maquillaje imposible de ignorar, sus gestos insinuantes... para dejarlos en ese estado de excitación? Ellas ponen en escena un espectáculo que desborda la capacidad de contención de ellos. ¿Acaso ignoran que los machos pueden olvidar las normas de la vida en sociedad y abusar de sus ventajas físicas o la inercia de las instituciones, cuando se trata de sancionar algo al parecer tan inocente como un piropo?
La Constitución les asegura a las mujeres el libre tránsito (cosa que no sucede hoy en un país islámico, ni tampoco en uno cristiano de no hace mucho) mientras que el piropo agresivo recuerda que esa garantía se encuentra restringida en la práctica por la decisión de cualquier hombre perturbado. La mujer es fuego y el hombre paja, plantea el refrán. Reunirlos, aunque sea brevemente y en un lugar público, es favorecer la oportunidad de despertar una pasión que puede consumirlos.
El piropo en Italia
Hay algo patético en el piropeador: atemoriza, porque no logra seducir. Espanta a quien pretende atraer. Hiere y ofende, porque no acaricia. Viola, porque no será invitado a entablar un diálogo amoroso consentido. Al mismo tiempo, hay algo equívoco en los piropeadores. Al agredir a una mujer, confirman la importancia que tiene para ellos la comunidad masculina.
No es raro que el piropo surja de un grupo de hombres que observan (fichan, se decía en el pasado) a una mujer, la designan como una posible víctima. Mediante el piropo guarango, uno de ellos excita la imaginación de los otros. El piropo se destina a los pares, tanto como a las hembras. Uno de ellos demuestra su capacidad de agresión ante los otros posibles agresores. Uno se da el lujo de demostrar que hombres y mujeres no pueden entenderse, que los hombres están unidos en una vieja guerra contra las mujeres, que la cercanía masculina es preferible a la que se da entre los dos géneros.