sábado, 31 de octubre de 2015

La sesión de torturas pedagógicas de Miss Austin


Escuela Normal de San Pedro
En la Secundaria había que estudiar Inglés o Francés, como había que estudiar Álgebra, Física o Trigonometría. No era cosa de quitarle el cuerpo a las materias que se consideraban difíciles o penosas, porque por entonces nadie hablaba aún de currículos flexibles, ni de tomar en cuenta el interés de los estudiantes. En el Bachillerato se estudiaban (superficialmente) dos lenguas modernas. En la Sección Comercial Anexa al Colegio Nacional de San Pedro donde me había inscripto, solo una, porque se suponía que la cultura de un Perito Mercantil no estaba a la par de la Cultura de un Bachiller.


I think that I shall never see / a poem lovely as a tree. / A tree whose hungry mouth is prest / against the earth´s sweet flowing breast; / a tree that looks at God all day / and lifts her leafy arms to pray. (Alfred Joyce Kilmer)


Tuve como profesoras de Inglés, primero a Jane Austin (se entiende que no era Jane Austen, la autora de Orgullo y Prejuicio) luego a la señora Figueroa (no recuerdo su nombre de pila) una mujer joven, de ojos tristes y trenzas recogidas en los lados, de la que probablemente todos estábamos enamorados. No era fácil por entonces hallar a profesoras de alrededor de treinta años en ninguna materia. Las pocas mujeres que se dedicaban a educarnos, eran matronas dignas del mayor respeto, como la señora Montalvo, cuya edad era la de nuestras abuelas.
Margaret Rutherford
Miss Austin era una autoritaria pelirroja de melena corta, soltera, grandota y algo masculina, como hemos visto a tantas actrices secundarias de las películas inglesas (la más memorable, Margaret  Rutherford). Usaba zapatos de gruesa suela de goma y abrigos de tweed. Al evocarla por el vestuario, no descuento que la imagen de la Rutherford interpretando a Miss Marple, la protagonista de las novelas de Agatha Christie se haya superpuesto en mis recuerdos a la de Miss Austen.
Me parece haber simpatizado con ella, que me recordaba a mi tía Matilde en sus modales bruscos. Miss Austin no hacía nada para atraer a los estudiantes, pero nos brindaba la oportunidad de conectarnos con otra manera de pensar nuestras responsabilidades, donde no cabían las excusas ni las demoras. Nosotros debíamos esforzarnos, puesto que estábamos inscritos en el curso. Durante las fiestas escolares, ella tocaba el piano y dirigía el coro del colegio, pero lograba separar ese desempeño menos formal de la enseñanza del Inglés.
Fuera de las clases, mi amigo S. y yo compartíamos letras de canciones populares difundidas por Radio Mitre (en programas tales como el Hit Parade o Música en la Noche). El Karaoke no había sido inventado en ese momento, pero uno solía cantar por su cuenta, en la casa, siguiendo la radio. Cantar en Inglés planteaba un enorme alivio, para alguien como yo, porque al hacerlo respiraba donde correspondía respirar, prestaba atención a los labios y otros órganos fonatorios y (¡oh milagro!) entonces no tartamudeaba. ¿Hubiera podido avanzar más con este sistema, como me probó muchos años más tarde la profesora de Portugués, que nos hacía cantar bossa-nôva para mejorar la fonética? Miss Austin nunca lo tomó en cuenta y probablemente no imaginaba que eso fuera posible. Sentarse al piano del Salón de Actos e invitarnos a cantar en Inglés, nos hubiera alentado a percibir sus clases como un rato placentero, en lugar de verlas como una cámara de tortura de la que se deseaba escapar lo antes posible (aunque fuera al precio de aprender).
Anthony Asquith; The Browning Version
Llegué al Secundario un año después de que se suprimiera en Argentina la enseñanza de una Lengua muerta (a elegir, entre Griego y Latín). Lo menciono ahora, porque las nuevas generaciones no imaginan los verdaderos desafíos que incluía por entonces la decisión de educarse. ¿Para qué me hubieran servido el Griego o el Latín? Para nada práctico, sobra decirlo, como demostró Terence Rattingan en The Browning Version y al mismo tiempo para otorgar a la Cultura (con mayúscula) una profundidad que iba más allá de la etimología.
El conocimiento (con toda seguridad, superficial) de una lengua muerta nos hubiera debido poner a la par de la gente educada del mundo que uno admiraba: aquellos que habían nacido en Europa y tenían la oportunidad de frecuentar sus milenarias instituciones educativas. Borges declaraba conocer del sánscrito, aquello que conoce cualquiera; un planteo que debe entenderse como una ironía, antes que como un alarde. Haber tenido la oportunidad de estudiar en Ginebra, mientras comenzaba la Primera Guerra Mundial, le otorgaba la secreta convicción de no ser inferior a un europeo, a pesar del handicap de provenir de otro continente, desprovisto de tradiciones similares. Después de la Segunda Guerra Mundial, Europa quedaba expuesta como un territorio con Historia, indudablemente culto, destruido, hambreado, capaz de entregarse a un salvajismo no inferior al nuestro. Continuaba solicitando respeto, pero no lograba impedir que también se sintiera algo de lástima.
La enseñanza de una lengua extranjera moderna a lo largo de cinco años, no planteaba demasiadas alternativas en la escuela argentina de mediados del siglo XX. Miss Austin o Miss Figueroa comenzaban anotando en la pizarra el interminable vocabulario y su fonética. Luego leían un texto e iban dando el significado de las palabras nuevas. Nosotros leíamos una frase y a continuación la traducíamos (o al revés). Debe haber sido la rutina planteada por el Ministerio de Educación, sospecho, porque en otros países, al estudiar otras lenguas, descubrí sistemas diferentes y bastante más eficaces.
Quince años más tarde, Jirina Millerová, mi profesora de Checo en una aldea de Bohemia, se las componía para enseñar una lengua eslava a un grupo heterogéneo de egipcios, hindúes y yo, con una pizarra, tiza, textos que iba escribiendo a medida que los leía, y poquísimas traducciones al inglés o el español. A veces utilizaba canciones folklóricas, otras poesías, nos invitaba a escuchar la radio y ver películas. En pocos meses de total inmersión en una lengua tan ajena a sus estudiantes, ella lograba que habláramos y cantáramos.
Cuando intenté estudiar griego, a los sesenta y tantos años de edad, mi joven profesora utilizaba el mismo método de Crooker-Harris, el protagonista de la obra de Rattingan. En lugar de obligarnos a leer en voz alta y traducir el Agamenón de Esquilo, ella había elegido nada menos que el texto de Medea de Eurípides (probablemente por la interpretación feminista que le brindaba actualidad). De haber persistido más allá del tercer mes de clases, no creo que hubiera llegado a ser capaz de hablar o escribir griego, pero sí de llenar el bache emocional que la reforma educativa de casi medio siglo antes había dejado en mi ego, al modificar lo que hoy se conoce como malla curricular.
William Wordsworth
En mi adolescencia en San Pedro, durante las clases de Miss Austin, ella nos obligaba a estudiar de memoria algunos poemas, que gracias a ella todavía soy capaz de recitar:

I wandered lonely as a cloud / that floats on high o´er vales and hills, / when all at once I saw a crowd / a host of Golden daffodils; / beside the lake, beneath the tres, / fluttering and dancing in the breeze. (William Wordsworth: I wandered lonely as a cloud)

Mi tartamudez de entonces planteaba dificultades atroces. Si me concentraba en la melodía de los poemas, podía reproducirlos en voz no demasiado alta (el aire parecía volverse escaso en tales ocasiones) con el objeto de evitar las bromas de mis compañeros, tal vez postergadas durante las clases, pero inevitables durante los recreos. Creo que si logré sobrevivir a las humillaciones que experimenté en esa etapa de mi vida, las que llegaron más tarde me confirmaron en la convicción de que podría sobrevivir a todo, aunque fuera al precio de acumular cicatrices que no se borran.
Robert Louis Stevenson

Under the wide and starry sky  / Dig my grave and let me die. / Glad did I live and gladly die / And I laid me down with a will. / This be the verse you grave for me: / Here he lies where he log´d to be; / “Home is the sailor, home from the sea, / And the hunter home from the hill”. (Robert Louis Stevenson: Requiem)

Eran bellos poemas (el de Kilmer, sentimental a más no poder) y debo reconocerlo, cortos. Me quitaron el miedo a leer textos en una lengua que en gran parte desconocía. Me alentaron a emprender un camino que más tarde descubrí era el aconsejado por T.S. Eliot a quien pretendiera aprender italiano:  bastaba con comenzar por una obra literaria fundamental, como La Divina Comedia, por desalentador que resultara el desafío, para ir afrontando poco a poco los problemas que el texto presenta, sin disociarlos por eso del disfrute.
No asocio a Miss Austin con el maltrato que ejercían otros colegas suyos impunemente, pero al mismo tiempo no puedo evitar el recuerdo de las tensiones que suscitaban las tareas que encomendaba. El dictado era un trámite horrible, tanto si uno debía escribir en el pizarrón, delante de una veintena de testigos que recordarían cada error, como en los cuadernos, para entregarlo a la profesora y quedar a la espera de sus correcciones en rojo. Hay que someterse al rigor para aprender (hoy esto suena a herejía pedagógica) y sobre todo no hay que retroceder ante lo que asusta. Ella pudo habérmelo enseñado, porque es una frase de Shakespeare, que años después descubrí gracias a Borges: los cobardes mueren mil veces, los valientes solo una.

sábado, 17 de octubre de 2015

Erotismo del siglo XX: Horizontes de frustración ilimitada


Ay, cuándo será aquel día / de aquella feliz mañana / que nos lleven a los dos / el matecito en la cama. / ¿Cuándo, cuándo / cuándo, mi vida, cuándo? (Folklore argentino: El Cuándo)
En las fiestas escolares argentinas, promediando el siglo XX, se bailaba el Cuándo muchos años después de que esa danza de la época de la Independencia, llevada al parecer por el ejército de San Martín a lugares tan apartados como Chile y Perú, hubiera dejado de ejecutarse en el mundo real. Probablemente en la escuela primaria se suprimían los versos picarescos que transcribí más arriba. Me parece recordar en cambio, una versión parecida a la que todavía hoy se canta en los llanos de Venezuela:

Ayer me dijiste que hoy. / Hoy me dices que mañana. / Mañana irás a decirme / que venga la otra semana. (Jorge Guerrero: Inconsecuente)
Tarjeta postal años `30

Los hombres quieren algo que las mujeres tienen, mientras ellas, conocedoras de las debilidades humanas, no están dispuestas a entregarlo demasiado pronto, porque en realidad no necesitan con la misma urgencia a los hombres (o al menos así lo demuestran en público). Es la estrategia consabida de una milenaria guerra de los sexos.
Si ellas se hacen desear, como han aprendido de sus madres y amigas, pueden controlarlos a ellos, cuando ambos se encuentran en la privacidad, a pesar que en la vida pública de una cultura patriarcal, ellos continúen ejerciendo el poder.
Mujeres que prometen acceder a los deseos masculinos, que a pesar de la variedad de palabras dulces o urgentes, educadas o torpes que se utilizan, pueden resumirse en uno solo, que es el reclamo de una pronta intimidad sexual. A pesar de que ellas no desdeñan la idea, no están dispuestas a ceder ahora, por razones que van desde el oportuno dolor de cabeza, al qué dirán aquellos que no forman parte de la pareja y podrían no enterarse nunca de la entrega.
Respecto de esa aceptación teórica, no suele definir un plazo bien determinado. Antes habría que establecer compromisos que aseguren a las mujeres no salir perjudicadas con el trato. En los comercios del pasado fijaban carteles odiosos que informaban: “Hoy no se fía, mañana Sí” o el todavía más sincero y desalentador:  “Hoy no se fía, mañana tampoco”. En el diálogo amoroso pasaba lo mismo. Entre el deseo y la satisfacción, había que incorporar una demora de dimensiones considerables.
La entrega sexual debe haber sido buscada desde el comienzo de los tiempos, tanto como ahora, porque se trata de satisfacer urgencias básicas, presentes en todas las especies animales. En Occidente, desde el Medioevo, según la hipótesis de Denis de Rougemont, hace ocho siglos apareció la noción del amor, que llega para presentar el viejo tópico del sexo desde una perspectiva nueva y también para enredar todo el trámite.
Anne Harding y Gary Cooper en Peter Ibbetson
En 1935, Peter Ibbetson, una película atípica de Hollywood, planteaba la historia de una pareja frustrada, que lograba consolidar una relación perfecta… en sueños, porque ambos estaban separados por una variedad de obstáculos: el matrimonio de ella con otro hombre, la cárcel y una condena perpetua para él, etc. Mi tía Matilde debió haberme contado la historia, de la que luego oí una adaptación radial, en el programa Radio Cine Lux. Más de veinte años más tarde pude verla por primera vez en un cine de Praga.
Planteaba un desafío al sentido común y al mismo tiempo era la consecuencia lógica de una estrategia delirante de postergaciones. La felicidad podía dejarse para más tarde, y era más intensa cuanto más se la demoraba, de acuerdo a una peligrosa idea proveniente de los místicos orientales que prendió en Occitania.
La decisión de formar pareja depende de impulsos elementales, que la inmensa mayoría de los seres humanos experimenta y por lo tanto cuesta ignorar, pero las instancias que tradicionalmente debían superarse hasta lograr la feliz coincidencia,  podían ser interminables, costosas y por lo tanto desalentadoras para quienes lo intentaran. Durante el cortejo amoroso, las frustraciones del deseo se acumulaban, mientras que en forma paralela el objeto amoroso adquiría un valor superior al que le hubiera correspondido, de suceder todo de manera espontánea, como se da entre los animales.
Tarjeta postal años ´30
Durante mi infancia conocí a gente que demoraba indefinidamente cualquier posibilidad de ser feliz en su vida erótica, y a pesar de ello rara vez se quejaba. Mi padre era una de las excepciones, porque más de una vez reclamó que no se sentía cómodo con su esposa, ni con su profesión, ni mucho menos con los hijos que le habían tocado suerte, y sin embargo no abandonaba todo lo que había logrado reunir antes de cumplir los treinta años, para probar en otro sitio y con otra gente mejor suerte.
Si las quejas tenían fundamento, me pregunté años más tarde ¿por qué no hizo nada para escapar del encierro que describía? Si se trataba de un simple desahogo, con el objeto de dramatizar su situación ante los amigos, ¿no hubiera debido evitarlas, para no quedar como un cobarde delante de ellos, o al menos tomarlas en broma?
Mi tía Matilde esperó veinte años el regreso de un pretendiente de su juventud al que mi abuelo se oponía. ¿Hizo por ello un matrimonio feliz? Podría suponerse que la espera derivó en el establecimiento de una relación duradero, puesto que ambos siguieron juntos hasta que murieron, pasados los ochenta años, pero fui testigo de que ninguno toleraba demasiado al otro. Estaban casados por inercia, porque estaba mal visto separarse, viéndose obligados a cargar con la responsabilidad de exponer las causales del fracaso, que no debían ser agradables para ninguno, y sobre todo porque la sociedad de entonces no consentía el divorcio.

La fidelidad se garantiza a sí misma contra la infidelidad por el simple hecho de que se acostumbra a no separar ya el deseo del amor. Porque si el deseo va de prisa y sin rumbo, el amor es lento y difícil, compromete realmente toda una vida, y no existe nada menos que este compromiso para revelar su verdad. (Denis de Rougemont: El amor y Occidente)

Resulta paradojal (y sin embargo coincidente) las imágenes de mi padre y mi tía Matilde fieles a sus parejas, no por un tiempo corto, sino a lo largo de una vida interminable de infelicidad, a pesar de haber comprendido muy pronto que el matrimonio no llegaría a corresponderse nunca con la relación que ellos habían imaginado.
Tengo la impresión de que mi padre deseaba tanto a mi madre que perdía los estribos, mientras que mi tía no deseaba de ningún modo a su marido, que la aburría soberanamente. Sin embargo, los dos hermanos coincidían en esa aceptación de la infelicidad de sus matrimonios, como un componente de sus vidas que hubiera sido mejor no haber conocido, y que a pesar de todo no podían eludir. No serían felices en este mundo, y de acuerdo a las evidencias, tampoco les importaba si iban a ser compensados por tanto sacrificio en el más allá.
Mis tías maternas sobrellevaron noviazgos de seis, siete, ocho años, durante los cuales dedicaron prolongados esfuerzos a la preparación del matrimonio. En el pasado, una novia (secundada por las otras mujeres de su familia) debía elaborar su ajuar, que consistía en ropa de cama, toallas, mantelería, incluso vestuario del primer hijo, todo primorosamente bordado, con los monogramas de la pareja, para dejar evidencia del tiempo que se le había dedicado. Mientras tanto, el novio debía trabajar, para que le fuera posible ahorrar dinero, comprar muebles o fabricarlos, llegaba a construir una casa. ¿Por qué habrían de resistirse ambos a tanto trabajo, si disponían de años y años de preparación? El matrimonio se definía, gracias a esta dedicación paralela de los contrayentes, como una empresa decisiva para quienes la emprendían, un proyecto que debía prolongarse en el tiempo.
Las nociones de sacrificio y compromiso eran bastante nítidas en los más opuestos niveles, política o éticamente, aunque carecieran de todo valor legal. Se hablaba de literatura comprometida (con el socialismo, pero también con la causa de la Derecha) como se hablaba de consumir productos nacionales, durante la Segunda Guerra Mundial, cuando desaparecieron los productos importados de los países de mayor desarrollo y hubo que desarrollar sustitutos locales.  Winston Churchill prometía a sus electores, nada parecido a ventajas y la satisfacción de necesidades elementales, sino sangre, sudor y lágrimas. ¿Dónde se encontraría hoy un dirigente político que se atreviera a plantear consignas tan impopulares?
Tarjeta postal años ´30
Para llegar a ser felices, había que pasar antes por una prolongada etapa de apreturas, que no estaba permitido rechazar, porque de hacerlo, quien lo intentara quedaba convertido en alguien inaceptable. Los niños eran invitados a ahorrar en la escuela, sacrificando satisfacciones inmediatas, como ir al cine, comprar golosinas o revistas de historietas, con la promesa de un futuro mejor, que nadie sabía cuándo llegaría, ni era capaz de visualizar.
Los adultos vivían para ser juzgados constantemente por la comunidad de familiares y vecinos, tanto en sus actos públicos como en los privados. Los evaluadores lo conocían muy bien y se consideraban con derecho a hacerlo. Opinaban aquellos que disponían de información insuficientes y no obstante daban crédito a sus prejuicios. Cuando se lo describe de este modo, puede parecer un sistema opresivo de control social, pero al mismo tiempo ofrecía una contención grupal que daba sentido a las decisiones cotidianas de los individuos.
No ser nunca demasiado libre puede ser una causa justificada de insatisfacción, pero ser efectivamente libre, total responsable de cada una de sus decisiones, desorienta, y en muchos casos aterra a buena parte de la gente, por la imagen de orfandad que implica.
La gente ahorraba, postergando la satisfacción de sus deseos de consumidor, con el objeto de reunir el dinero que le permitiera comprar algo costoso al contado. Como ese capital se guardaba debajo del colchón o en un rincón que se suponía seguro del ropero o la cómoda, las instituciones bancarias no identificaban, ni tampoco tentaban al común de la gente con ofertas de crédito plagadas de engañosa letra chica. que a la larga se revelaban penosas de solventar.
La buena imagen personal, de acuerdo a la evaluación que suministraba la sociedad, era algo palpable y difícil de satisfacer, que demandaba sacrificios grandes o pequeños de todo aquel que pretendiera ser aceptado. El qué dirán de parientes, vecinos y amigos, tenía un peso capaz de controlar el comportamiento de gran parte de comunidad, sin necesidad de utilizar cámaras de vigilancia y efectuar denuncias telefónicas a la policía. ¿Pueden concebir que esto haya sido efectivamente así, los miembros de las nuevas generaciones, que crecieron aislados, acostumbrados a pagar con tarjetas de crédito, decididos a aprovechar cualquier oportunidad que se les cruza en el camino y resulta atractiva, dejando de lado cualquier preocupación sobre la forma en que los compromisos serán cubiertos?

Ni contigo ni sin ti / tienen mis males remedio. / Contigo porque me matas / y sin ti porque me muero. / (…) Sabrás que el amor no espera. / Me tienes que contestar / El que espera desespera / Ya no me hagas esperar, / Ayer me dijiste que hoy / y hoy me dices que mañana / y mañana me dirás / que se te quitó la gana. (Rubén Fuentes Gasson: Ni contigo ni sin ti)
Tarjeta postal años ´30

La demora en satisfacer los impulsos de todo tipo, desde los eróticos a los consumistas, definía el peso de la moral dominante en la vida cotidiana de la gente en el pasado. No se trataba de instalar restricciones que aseguraran la felicidad efectiva de nadie, sino de aceptar el código de la moral cristiana, que suministraba algo parecido a una inmunidad ante cualquier crítica de los parientes y conocidos.
¿A quién podía interesarle convertirse en infractor declarado, al estilo de Giaccomo Casanova durante el siglo XVIII? En el Medioevo, un desafío similar podía costarle la vida a cualquiera. A mediados del siglo XX, los efectos de la condena social no llegaban a ser tan temibles, pero todavía se hacían sentir. X era estigmatizado como un irresponsable en asuntos de faldas (muchos lo envidiaban, aunque en público se lo criticara). W era un derrochador o imprevisor que no tenía cabeza para el dinero. De Z solo cabía esperar lo peor, de acuerdo a su intemperancia, con lo que se justificaba hacerle un vacío.
Con tal de evitar sanciones de ese tipo, la gente guardaba las apariencias de fidelidad en su vida de pareja, fingía laboriosidad mientras hubiera observadores cerca, y aparentaba frugalidad, contención y respeto a las instituciones, virtudes que probablemente hubieran deseado tirar por la ventana, para entregarse a todo tipo de excesos, de haberse dejado llevar por sus impulsos.