Escuela Normal de San Pedro |
I think that I shall never see
/ a poem lovely as a tree. / A tree whose hungry mouth is prest / against the
earth´s sweet flowing breast; / a tree that looks at God all day / and lifts
her leafy arms to pray. (Alfred Joyce Kilmer)
Tuve como profesoras de Inglés, primero a Jane Austin (se
entiende que no era Jane Austen, la autora de Orgullo y Prejuicio) luego a la señora
Figueroa (no recuerdo su nombre de pila) una mujer joven, de ojos tristes y
trenzas recogidas en los lados, de la que probablemente todos estábamos
enamorados. No era fácil por entonces hallar a profesoras de alrededor de
treinta años en ninguna materia. Las pocas mujeres que se dedicaban a educarnos,
eran matronas dignas del mayor respeto, como la señora Montalvo, cuya edad era
la de nuestras abuelas.
Margaret Rutherford |
Miss Austin era una autoritaria pelirroja de melena corta,
soltera, grandota y algo masculina, como hemos visto a tantas actrices
secundarias de las películas inglesas (la más memorable, Margaret Rutherford). Usaba zapatos de gruesa suela de
goma y abrigos de tweed. Al evocarla por el vestuario, no descuento que la
imagen de la Rutherford interpretando a Miss Marple, la protagonista de las
novelas de Agatha Christie se haya superpuesto en mis recuerdos a la de Miss
Austen.
Me parece haber simpatizado con ella, que me recordaba a mi
tía Matilde en sus modales bruscos. Miss Austin no hacía nada para atraer a los
estudiantes, pero nos brindaba la oportunidad de conectarnos con otra manera de
pensar nuestras responsabilidades, donde no cabían las excusas ni las demoras. Nosotros
debíamos esforzarnos, puesto que estábamos inscritos en el curso. Durante las
fiestas escolares, ella tocaba el piano y dirigía el coro del colegio, pero lograba
separar ese desempeño menos formal de la enseñanza del Inglés.
Fuera de las clases, mi amigo S. y yo compartíamos letras de
canciones populares difundidas por Radio Mitre (en programas tales como el Hit
Parade o Música en la Noche). El Karaoke no había sido inventado en ese
momento, pero uno solía cantar por su cuenta, en la casa, siguiendo la radio. Cantar
en Inglés planteaba un enorme alivio, para alguien como yo, porque al hacerlo
respiraba donde correspondía respirar, prestaba atención a los labios y otros
órganos fonatorios y (¡oh milagro!) entonces no tartamudeaba. ¿Hubiera podido
avanzar más con este sistema, como me probó muchos años más tarde la profesora
de Portugués, que nos hacía cantar bossa-nôva
para mejorar la fonética? Miss Austin nunca lo tomó en cuenta y
probablemente no imaginaba que eso fuera posible. Sentarse al piano del Salón
de Actos e invitarnos a cantar en Inglés, nos hubiera alentado a percibir sus
clases como un rato placentero, en lugar de verlas como una cámara de tortura
de la que se deseaba escapar lo antes posible (aunque fuera al precio de aprender).
Anthony Asquith; The Browning Version |
El conocimiento (con toda seguridad, superficial) de una
lengua muerta nos hubiera debido poner a la par de la gente educada del mundo
que uno admiraba: aquellos que habían nacido en Europa y tenían la oportunidad
de frecuentar sus milenarias instituciones educativas. Borges declaraba conocer
del sánscrito, aquello que conoce cualquiera; un planteo que debe entenderse
como una ironía, antes que como un alarde. Haber tenido la oportunidad de
estudiar en Ginebra, mientras comenzaba la Primera Guerra Mundial, le otorgaba
la secreta convicción de no ser inferior a un europeo, a pesar del handicap de provenir de otro
continente, desprovisto de tradiciones similares. Después de la Segunda Guerra
Mundial, Europa quedaba expuesta como un territorio con Historia, indudablemente
culto, destruido, hambreado, capaz de entregarse a un salvajismo no inferior al
nuestro. Continuaba solicitando respeto, pero no lograba impedir que también se
sintiera algo de lástima.
La enseñanza de una lengua extranjera moderna a lo largo de
cinco años, no planteaba demasiadas alternativas en la escuela argentina de
mediados del siglo XX. Miss Austin o Miss Figueroa comenzaban anotando en la pizarra
el interminable vocabulario y su fonética. Luego leían un texto e iban dando el
significado de las palabras nuevas. Nosotros leíamos una frase y a continuación
la traducíamos (o al revés). Debe haber sido la rutina planteada por el
Ministerio de Educación, sospecho, porque en otros países, al estudiar otras
lenguas, descubrí sistemas diferentes y bastante más eficaces.
Quince años más tarde, Jirina Millerová, mi profesora de
Checo en una aldea de Bohemia, se las componía para enseñar una lengua eslava a
un grupo heterogéneo de egipcios, hindúes y yo, con una pizarra, tiza, textos
que iba escribiendo a medida que los leía, y poquísimas traducciones al inglés
o el español. A veces utilizaba canciones folklóricas, otras poesías, nos
invitaba a escuchar la radio y ver películas. En pocos meses de total inmersión
en una lengua tan ajena a sus estudiantes, ella lograba que habláramos y
cantáramos.
Cuando intenté estudiar griego, a los sesenta y tantos años
de edad, mi joven profesora utilizaba el mismo método de Crooker-Harris, el
protagonista de la obra de Rattingan. En lugar de obligarnos a leer en voz alta
y traducir el Agamenón de Esquilo, ella había elegido nada menos que el texto
de Medea de Eurípides (probablemente por la interpretación feminista que le
brindaba actualidad). De haber persistido más allá del tercer mes de clases, no
creo que hubiera llegado a ser capaz de hablar o escribir griego, pero sí de llenar
el bache emocional que la reforma educativa de casi medio siglo antes había
dejado en mi ego, al modificar lo que hoy se conoce como malla curricular.
William Wordsworth |
I wandered lonely as a cloud /
that floats on high o´er vales and hills, / when all at once I saw a crowd / a
host of Golden daffodils; / beside the lake, beneath the tres, / fluttering and
dancing in the breeze. (William Wordsworth: I wandered lonely as a cloud)
Mi tartamudez de entonces planteaba dificultades atroces. Si
me concentraba en la melodía de los poemas, podía reproducirlos en voz no
demasiado alta (el aire parecía volverse escaso en tales ocasiones) con el
objeto de evitar las bromas de mis compañeros, tal vez postergadas durante las
clases, pero inevitables durante los recreos. Creo que si logré sobrevivir a
las humillaciones que experimenté en esa etapa de mi vida, las que llegaron más
tarde me confirmaron en la convicción de que podría sobrevivir a todo, aunque fuera
al precio de acumular cicatrices que no se borran.
Robert Louis Stevenson |
Under the wide and starry
sky / Dig my grave and let me die. / Glad
did I live and gladly die / And I laid me down with a will. / This be the verse
you grave for me: / Here he lies where he log´d to be; / “Home is the sailor,
home from the sea, / And the hunter home from the hill”. (Robert Louis
Stevenson: Requiem)
Eran bellos poemas (el de Kilmer, sentimental a más no poder) y debo reconocerlo, cortos. Me quitaron
el miedo a leer textos en una lengua que en gran parte desconocía. Me alentaron
a emprender un camino que más tarde descubrí era el aconsejado por T.S. Eliot a
quien pretendiera aprender italiano: bastaba con comenzar por una obra literaria
fundamental, como La Divina Comedia, por desalentador que resultara el desafío,
para ir afrontando poco a poco los problemas que el texto presenta, sin
disociarlos por eso del disfrute.
No asocio a Miss Austin con el maltrato que ejercían otros
colegas suyos impunemente, pero al mismo tiempo no puedo evitar el recuerdo de
las tensiones que suscitaban las tareas que encomendaba. El dictado era un
trámite horrible, tanto si uno debía escribir en el pizarrón, delante de una
veintena de testigos que recordarían cada error, como en los cuadernos, para
entregarlo a la profesora y quedar a la espera de sus correcciones en rojo. Hay
que someterse al rigor para aprender (hoy esto suena a herejía pedagógica) y
sobre todo no hay que retroceder ante lo que asusta. Ella pudo habérmelo
enseñado, porque es una frase de Shakespeare, que años después descubrí gracias
a Borges: los cobardes mueren mil veces, los valientes solo una.