Floren Delbene y Libertad Lamarque |
Jean Sablon |
Mi tía Elvira, en cambio, hubiera podido servir de paradigma
de la tolerancia. Compartía los mismos datos que su hermana, había recibido una
educación formal y artística que a la otra se le había negado (por motivos de
salud reales o imaginarios) pero no se dedicaba a evaluar la conducta de nadie.
Seguía una dieta vegetariana e iba a misa todos los días, pero no se desvelaba
por imponer sus convicciones a nadie. No pretendía tener un gusto,
probablemente no lo tuviera muy definido, a pesar de que con los años se fue
acentuando en ella el aspecto monacal.
Fundación Eva Perón |
De acuerdo al discurso oficial, se trataba de poner al
alcance de los desposeídos, aquello que tradicionalmente les había sido negado.
La posibilidad de innovar el gusto de la Nueva Argentina quedaba postergada,
porque planteaba el riesgo de que no fuera aceptada por muchos, o tan solo que
no llegara a ser interpretada como correspondía. Las casas de los barrios
obreros tenían losa de cemento en el techo, pero encima se superponía un tejado
innecesario, que debía otorgarle un aspecto confortable (por pretensioso,
inútil) de chalet europeo. Lo decorativo, aquello capaz de impresionar al ojo y
ser registrado por la cámara fotográfica, podían imponerse sobre la
funcionalidad que reclamaba la modernidad.
Landrú: viñeta de Tía Vicenta |
Hacia 1957, el humorista Juan Carlos Colombres (conocido
como Landrú), a través de la revista Tía Vicenta, acuñó en Argentina el adjetivo
mersa, que se aplicaba sistemáticamente
a personajes y modales chabacanos, que sin darse cuenta desafiaban los cánones
del buen gusto dominante. Reír con alivio de lo que uno considera inferior, es
un mecanismo elemental de defensa psíquica: aquel que ríe de otro, se siente
por algún motivo libre de la vulgaridad ajena, que logra apartar de sí, mientras
se precia de no haber sido contaminado por ella.
El argentino medio puede
aparentar desahogado vivir, y aspirar, como premio, al señorío de las clases
altas. Si algo le preocupa verdaderamente es ser confundido con los de abajo,
delatarse –en un ademán, en un gesto, una palabra, en un vestido- como mersa.
(…) El vulgar temor a la vulgaridad lo lleva a copiar servilmente gustos, usos
y costumbres, que la publicidad y las formas masivas de comunicación se
encargan de imponerle. (Pedro Orgambide: El racismo en Argentina)
Inodoro decorado |
Esa convicción trataba de superar un malestar que la cultura
moderna plantea no como la señal de una carencia, que de algún modo y gracias a
la buena voluntad de todos podría subsanarse, sino como una de sus características
fundamentales, que conviene explorar y conservar. Desde hace un tiempo, artistas
e intelectuales suelen confesar que no se puede confiar plenamente en nada, ni
en nadie. Si los valores tradicionales se han desgastado, como todo el mundo
parece estar de acuerdo, la promesa de instalar nuevos valores se encuentra
empañada por la sospecha de que se trata de un proyecto absurdo, condenado al
fracaso, aunque no se disponga de nada mejor.
Nunca se ha podido, con ayuda
de las palabras, expresar todo lo que ocultan las palabras. (Eugene Ionesco)
Samuel Beckett |
Durante las primeras décadas del siglo XX, los textos de Franz
Kafka habían planteado una valoración agónica de lo trivial. Eso que se
consideraba lo propio de todos los días, que se daba sin esfuerzo para algunos
personajes, resultaba inalcanzable para otros.
Susan Sontag |
Los pintores Roy Lichtenstein y Andy Warhol exploraban sin
ascos, ciertas áreas despreciadas de la visualidad (Lichtenstein utilizando los
procedimientos del comic, Warhol
recurriendo al periodismo y la publicidad). La conciencia irónica de la modernidad, que en
lugar de resistir el mal gusto, se resigna a la trivialidad y el sin sentido
que predomina en la vida cotidiana, comenzaba a ser teorizada por Susan Sontag
en los EEUU y las investigaciones sobre el kitsch
de Abraham Moles.
Jeff Koon y su escultura de Michael Jackson |
El kitsch es la aceptación
social del placer mediante la comunión secreta en un “mal gusto” calmante y moderado.
(…) Es una virtud que caracteriza al término medio. (Abraham Moles: El Kitsch,
arte de la felicidad)
Lo viejo no desaparecía, sin embargo. Estaba presente en los
platos de pared, decorados con figuras multicolores en relieve, que mi tía
Matilde había traído de las sierras de Córdoba, en un costurero decorado con
caracoles y una postal de Mar del Plata en la tapa, en la carpeta tejidas al
crochet de la mesa Reina Ana del comedor.
Aquello que alguna vez había sido considerado como una
anomalía, que en el mejor de los casos no tardaría en desaparecer, si se lo
señalaba con el dedo y corregía, pasó a ser reconocido como la normalidad de
una cultura que nos gustara o no, allí estaba, desafiante, capaz de imponerse a
los críticos, por el simple recurso de su aceptación por la mayoría. Era el
universo del rating televisivo, que
deja de lado cualquier criterio de
calidad o gusto personal, para indicar pragmáticamente que acepta tomar en
cuenta solo aquello que más se vende.
Lo único importante en los camp es destronar lo serio. Lo camp es lúdico, antiserio. Más
precisamente, lo camp implica una nueva, más compleja relación con “lo serio”.
Es posible ser serio respecto de lo frívolo y frívolo respecto de lo serio.
(Susan Sontag: Sobre lo camp)
Esta pretensión taxonómica se daba en los listados de lo In y lo Out que publicaba el semanario Primera Plana de fines de los años
`60, medio en serio, medio en broma. Un evaluador autorizado (o al menos
alguien investido de la autoridad que podían otorgar los medios, le
correspondiera o no ejercer ese rol) suministraba los criterios que tal vez
resultaran confusos o discutibles para la gente común. De pronto algo estaba In
y una semana más tarde se había vuelto Out. Procesos que en la cultura
tradicional llevaban décadas, en el mundo contemporáneo quedaban a merced de un
medio, que fijaba un estándar ambiguo, puesto que combinaba el sentido común y
la observación de la realidad, con el capricho liso y llano.
Se tenía la impresión de que el paso del buen gusto al mal
gusto podía ser imprevisible y verificarse en cualquier momento, de manera tal
que el seguidor del proceso debía mantenerse atento a los sospechosos edictos
de los medios, para no incurrir en una falta que podía ser sancionada por el
ridículo.
Victoria Ocampo |
A partir de entonces, se volvió habitual el divorcio entre una cultura designada como alta o ilustrada, desde que Mathew Arnold introdujo en Culture and Anarchy la noción (en su ensayo de fines del siglo XIX) y una cultura condenada como baja, que se correspondía sobre todo, pero no exclusivamente, con la cultura popular. ¿Podía ser satisfactoria esta dicotomía? Una voz tan respetada como la del poeta T.S. Eliot proponía liquidar cualquier barrera en Notes Towards the Definition of Culture, y su obra heterogénea (culta y coloquial al mismo tiempo) desafiaba desde mucho antes cualquier intento de ubicarla en un mundo u otro.
“Avant-garde” [vanguardia] era
aquello que verdaderamente estaba adelantado a su tiempo, mientras que
“kitsch”, vocablo alemán que significa basura, representa, en un contexto
cultural, lo chillón y lo decorativo. (…) Dentro del contexto americano, [Clement]
Greenberg denominaba al arte comercial popular, como las cintas de Busby
Berkeley o las muñecas cursi. (Daniel Bell: La contradicciones culturales de la
modernidad)
Busby Berkeley |
En el ámbito de la cultura tradicional, a cuyos estertores
me tocó asistir durante la segunda mitad del siglo XX, el buen gusto se formaba
gracias a la frecuentación (como consumidor o patrocinador) de la música culta,
de la cocina francesa, de las bellas artes y las letras. No era un proceso
rápido, ni tampoco libre de enfrentamientos, por conflictos no resueltos, y frecuentes
retrocesos o arrepentimientos. Requería impregnarse lentamente del buen gusto.
Quizás hubiera que pagar “un derecho de piso” mientras tanto: quedarse en silencio,
evitar pronunciarse sobre nada, aceptar lo que decidieran los conocedores. El parvenu, el recién llegado, el
advenedizo que pretendiera incorporarse demasiado rápido al ámbito del buen gusto,
sería ridiculizado por las inevitables fallas que inevitablemente cometería.
El buen gusto era el residuo que dejaba la alternativa de
haber sido expuesto temprana, oportuna y constantemente a lo que se
identificaba como las manifestaciones más altas de la sensibilidad humana. No
hacía falta mayor esfuerzo ni un sistema, en ese aprendizaje que ocurría fuera
de las instituciones educativas, casi siempre en el seno de la familia y a
medida que avanzaba el siglo, cada vez más a través de los medios. Bastaba con
aprovechar las oportunidades que se iban dando para desarrollarlo o atrofiarlo.
Por eso, ciertos ambientes se consideraban propicios y otros adversos para
adquirir el buen gusto.