sábado, 8 de octubre de 2016

Del buen gusto (y del malo)


Floren Delbene y Libertad Lamarque
Yo lo había visto en el seno mi familia, durante mi infancia. De mis dos tías paternas, Matilde era quien se encargaba de denostar el mal gusto de la gente y señalarme lo que debía apreciar en el campo de la cultura. Sus dictámenes eran simples, fáciles de recordar, inflexibles, y de acuerdo a mi experiencia actual, bastante desinformados.  El tango era vulgar, mientras la música de ballet era sublime. La época azul o rosa de la pintura de Picasso era deliciosa, pero al cubismo nadie lo entendía, aunque siempre se tratara de la obra de un artista genial, mientras que el comic era basura lisa y llana. En el cine, Greta Garbo o Louise Rainer eran conmovedoras, pero Libertad Lamarque daba vergüenza ajena. Jean Sablon sabía cantar con picardía, mientras Hugo del Carril era chabacano.
Jean Sablon
Cuando alguien es un niño, tiene pocas armas para responder a un adulto. Si mi tía Matilde lo decía, tenía que ser cierto. Hasta alguien tan irritante como podía ser yo, por las constantes preguntas a los adultos (¿por qué esto? ¿por qué aquello?) terminaba aceptando los juicios de alguien a quien todos consideraban una experta en materia de arte, aunque no pasara de ser una pintora aficionada, que copiaba esquemas triviales con una prolijidad maniática y nutría su cultura de las reproducciones nada confiables de la revista Para Ti.
Mi tía Elvira, en cambio, hubiera podido servir de paradigma de la tolerancia. Compartía los mismos datos que su hermana, había recibido una educación formal y artística que a la otra se le había negado (por motivos de salud reales o imaginarios) pero no se dedicaba a evaluar la conducta de nadie. Seguía una dieta vegetariana e iba a misa todos los días, pero no se desvelaba por imponer sus convicciones a nadie. No pretendía tener un gusto, probablemente no lo tuviera muy definido, a pesar de que con los años se fue acentuando en ella el aspecto monacal.
Fundación Eva Perón
Sobre gustos y colores no había nada escrito, planteaba un refrán muy conocido entonces, que solo suele aceptarse cuando alguien no halla la manera de imponer a otros su criterio. El conflicto entre creerse dueño de una verdad tan evidente o desasistida que no se considera necesario discutirla, y reconocer la pluralidad de opiniones más o menos válidas, con las que uno se encuentra confrontado, sin que probablemente logre imponer la suya, define el área entre el dogmatismo y la receptividad.
El gusto del peronismo que conocí durante mi infancia, era contradictorio, pero al fin de cuentas conservador. Las películas producidas con el apoyo del Estado eran melodramáticas. Los edificios oficiales evocaban la tradición hispánica. La música nacional que las radios estaban obligadas a difundir, reciclaba el folclore y la música urbana de décadas pasadas. Los monumentos (como el del Descamisado, que luego hubiera debido estar dedicado a la memoria de Eva Perón) se concebían enormes, pesados, en una escala ya explorada por el nazismo y el estalinismo.
De acuerdo al discurso oficial, se trataba de poner al alcance de los desposeídos, aquello que tradicionalmente les había sido negado. La posibilidad de innovar el gusto de la Nueva Argentina quedaba postergada, porque planteaba el riesgo de que no fuera aceptada por muchos, o tan solo que no llegara a ser interpretada como correspondía. Las casas de los barrios obreros tenían losa de cemento en el techo, pero encima se superponía un tejado innecesario, que debía otorgarle un aspecto confortable (por pretensioso, inútil) de chalet europeo. Lo decorativo, aquello capaz de impresionar al ojo y ser registrado por la cámara fotográfica, podían imponerse sobre la funcionalidad que reclamaba la modernidad.
Landrú: viñeta de Tía Vicenta
Hacia 1957, el humorista Juan Carlos Colombres (conocido como Landrú), a través de la revista Tía Vicenta, acuñó en Argentina el adjetivo mersa, que se aplicaba sistemáticamente a personajes y modales chabacanos, que sin darse cuenta desafiaban los cánones del buen gusto dominante. Reír con alivio de lo que uno considera inferior, es un mecanismo elemental de defensa psíquica: aquel que ríe de otro, se siente por algún motivo libre de la vulgaridad ajena, que logra apartar de sí, mientras se precia de no haber sido contaminado por ella.  

El argentino medio puede aparentar desahogado vivir, y aspirar, como premio, al señorío de las clases altas. Si algo le preocupa verdaderamente es ser confundido con los de abajo, delatarse –en un ademán, en un gesto, una palabra, en un vestido- como mersa. (…) El vulgar temor a la vulgaridad lo lleva a copiar servilmente gustos, usos y costumbres, que la publicidad y las formas masivas de comunicación se encargan de imponerle. (Pedro Orgambide: El racismo en Argentina)

Inodoro decorado
Formar parte de la élite poseedora del buen gusto, de los conocedores, de aquellos que evalúan a la mayoría, era un privilegio que los implicados se encargaban de poner a resguardo, mediante la utilización de un lenguaje técnico o tan solo rebuscado. Para quienes estuvieran dentro de ese círculo, no hacía falta incorporar a nadie más.
Esa convicción trataba de superar un malestar que la cultura moderna plantea no como la señal de una carencia, que de algún modo y gracias a la buena voluntad de todos podría subsanarse, sino como una de sus características fundamentales, que conviene explorar y conservar. Desde hace un tiempo, artistas e intelectuales suelen confesar que no se puede confiar plenamente en nada, ni en nadie. Si los valores tradicionales se han desgastado, como todo el mundo parece estar de acuerdo, la promesa de instalar nuevos valores se encuentra empañada por la sospecha de que se trata de un proyecto absurdo, condenado al fracaso, aunque no se disponga de nada mejor.

Nunca se ha podido, con ayuda de las palabras, expresar todo lo que ocultan las palabras. (Eugene Ionesco)

Samuel Beckett
El teatro del absurdo de Eugene Ionesco y Samuel Beckett había jugado por entonces con elementos similares de la crítica de costumbres de Landrú, pero en clave menos complaciente. Si había risa, era El desencanto del lenguaje se imponía sobre la confianza. La estupidez o en sin sentido del mundo contemporáneo terminaba por imponerse sobre la inteligencia. Fresco estaba el recuerdo de los crímenes de la Segunda Guerra Mundial, y estaban perfectamente definidas las dimensiones catastróficas que podía alcanzar una conflagración nuclear.
Durante las primeras décadas del siglo XX, los textos de Franz Kafka habían planteado una valoración agónica de lo trivial. Eso que se consideraba lo propio de todos los días, que se daba sin esfuerzo para algunos personajes, resultaba inalcanzable para otros.
Susan Sontag
El mal gusto era nombrado y descripto durante los años ´60, con un cuidado que la tradición reservaba exclusivamente para el buen gusto. El mal gusto comenzaba a ocupar un espacio (por lo general, crítico) en los medios masivos, que antes hubiera resultado impensable. Una intelectual joven, Susan Sontag, se encargaba de definir lo camp en la cultura norteamericana y el pop art.
Los pintores Roy Lichtenstein y Andy Warhol exploraban sin ascos, ciertas áreas despreciadas de la visualidad (Lichtenstein utilizando los procedimientos del comic, Warhol recurriendo al periodismo y la publicidad).  La conciencia irónica de la modernidad, que en lugar de resistir el mal gusto, se resigna a la trivialidad y el sin sentido que predomina en la vida cotidiana, comenzaba a ser teorizada por Susan Sontag en los EEUU y las investigaciones sobre el kitsch de Abraham Moles.
Jeff Koon y su escultura de Michael Jackson

El kitsch es la aceptación social del placer mediante la comunión secreta en un “mal gusto” calmante y moderado. (…) Es una virtud que caracteriza al término medio. (Abraham Moles: El Kitsch, arte de la felicidad)

Del comedor de la casa de mi familia en San Pedro, recuerdo que estaba pintado pacientemente con esténcil y reproducía motivos complejos, en estilo art deco, utilizando varios colores. Estaba así, probablemente, desde hacía veinte años o más. Quizás fuera obra del mismo pintor que había decorado el comedor de las hermanas Fenouilh, a una cuadra de distancia. A mediados de los `40, mi padre debe haber considerado que se trataba de algo anticuado, que le recordaba las decisiones de su padre, por lo que hizo pintar los muros de un anodino color verde Nilo. Menos ornamento exigía la modernidad. Ruptura de la tradición. Nada concreto.
Lo viejo no desaparecía, sin embargo. Estaba presente en los platos de pared, decorados con figuras multicolores en relieve, que mi tía Matilde había traído de las sierras de Córdoba, en un costurero decorado con caracoles y una postal de Mar del Plata en la tapa, en la carpeta tejidas al crochet de la mesa Reina Ana del comedor.
Aquello que alguna vez había sido considerado como una anomalía, que en el mejor de los casos no tardaría en desaparecer, si se lo señalaba con el dedo y corregía, pasó a ser reconocido como la normalidad de una cultura que nos gustara o no, allí estaba, desafiante, capaz de imponerse a los críticos, por el simple recurso de su aceptación por la mayoría. Era el universo del rating televisivo, que deja de lado cualquier criterio  de calidad o gusto personal, para indicar pragmáticamente que acepta tomar en cuenta solo aquello que más se vende.

Lo único importante en los camp es destronar lo serio. Lo camp es lúdico, antiserio. Más precisamente, lo camp implica una nueva, más compleja relación con “lo serio”. Es posible ser serio respecto de lo frívolo y frívolo respecto de lo serio. (Susan Sontag: Sobre lo camp)

Esta pretensión taxonómica se daba en los listados de lo In y lo Out que publicaba el semanario Primera Plana de fines de los años `60, medio en serio, medio en broma. Un evaluador autorizado (o al menos alguien investido de la autoridad que podían otorgar los medios, le correspondiera o no ejercer ese rol) suministraba los criterios que tal vez resultaran confusos o discutibles para la gente común. De pronto algo estaba In y una semana más tarde se había vuelto Out. Procesos que en la cultura tradicional llevaban décadas, en el mundo contemporáneo quedaban a merced de un medio, que fijaba un estándar ambiguo, puesto que combinaba el sentido común y la observación de la realidad, con el capricho liso y llano.
Se tenía la impresión de que el paso del buen gusto al mal gusto podía ser imprevisible y verificarse en cualquier momento, de manera tal que el seguidor del proceso debía mantenerse atento a los sospechosos edictos de los medios, para no incurrir en una falta que podía ser sancionada por el ridículo.
Victoria Ocampo
Cuando Victoria Ocampo asiste en 1913 al estreno del ballet Le Sacré du Printemps de Igor Stravinski en Paris, interrumpido por el abucheo sistemático de los asistentes, presencia un quiebre histórico. Por un lado estaban los artistas de vanguardia (músicos, bailarines, pintores) que daban la espalda al buen gusto consagrado, en nombre de una nueva estética, mientras que por el otro lado estaba el público culto, que para su disgusto (dados sus hábitos de gente civilizada, respetuosa de los buenos modales) quedaba expuesto como torpe y anticuado.

A partir de entonces, se volvió habitual el divorcio entre una cultura designada como alta o ilustrada, desde que Mathew Arnold introdujo en Culture and Anarchy la noción (en su ensayo de fines del siglo XIX) y una cultura condenada como baja, que se correspondía sobre todo, pero no exclusivamente, con la cultura popular. ¿Podía ser satisfactoria esta dicotomía? Una voz tan respetada como la del poeta T.S. Eliot proponía liquidar cualquier barrera en Notes Towards the Definition of Culture, y su obra heterogénea (culta y coloquial al mismo tiempo) desafiaba desde mucho antes cualquier intento de ubicarla en un mundo u otro.

“Avant-garde” [vanguardia] era aquello que verdaderamente estaba adelantado a su tiempo, mientras que “kitsch”, vocablo alemán que significa basura, representa, en un contexto cultural, lo chillón y lo decorativo. (…) Dentro del contexto americano, [Clement] Greenberg denominaba al arte comercial popular, como las cintas de Busby Berkeley o las muñecas cursi. (Daniel Bell: La contradicciones culturales de la modernidad)

Busby Berkeley
En el ámbito de la cultura tradicional, a cuyos estertores me tocó asistir durante la segunda mitad del siglo XX, el buen gusto se formaba gracias a la frecuentación (como consumidor o patrocinador) de la música culta, de la cocina francesa, de las bellas artes y las letras. No era un proceso rápido, ni tampoco libre de enfrentamientos, por conflictos no resueltos, y frecuentes retrocesos o arrepentimientos. Requería impregnarse lentamente del buen gusto. Quizás hubiera que pagar “un derecho de piso” mientras tanto: quedarse en silencio, evitar pronunciarse sobre nada, aceptar lo que decidieran los conocedores. El parvenu, el recién llegado, el advenedizo que pretendiera incorporarse demasiado rápido al ámbito del buen gusto, sería ridiculizado por las inevitables fallas que inevitablemente cometería.
El buen gusto era el residuo que dejaba la alternativa de haber sido expuesto temprana, oportuna y constantemente a lo que se identificaba como las manifestaciones más altas de la sensibilidad humana. No hacía falta mayor esfuerzo ni un sistema, en ese aprendizaje que ocurría fuera de las instituciones educativas, casi siempre en el seno de la familia y a medida que avanzaba el siglo, cada vez más a través de los medios. Bastaba con aprovechar las oportunidades que se iban dando para desarrollarlo o atrofiarlo. Por eso, ciertos ambientes se consideraban propicios y otros adversos para adquirir el buen gusto.